1890. Una masacre con mucha consideración y justicia
Wounded Knee, Dakota del Sur. 29 de diciembre de 1890—Los soldados de verde entran en la reserva para desarmar a los indios. Uno de ellos, el sordo Coyote Negro, no entiende la orden; pero no porque es sordo. Se niega a entregar su rifle diciendo, con sus manos frías, que había pagado mucho dinero por él. En este preciso momento, los militares civilizados, asustados por los tambores o reaccionando como reaccionan las fuerzas del orden del mundo civilizado ante una negativa ajena, comienzan a disparar. Los pocos indios que aún no habían sido desarmados contestan el fuego, pero en pocos minutos el campamento es reducido a cadáveres que tiñen de rojo las nieves del implacable invierno de las Dakotas. Trescientos hombres, niños y mujeres lakotas y veinticinco soldados reposan sin vida en el frío eterno. Pie Grande queda tendido, pero no parece muerto porque sus manos inmóviles siguen hablando. Un joven de la North Western Photo Co. se le acerca y le toma una fotografía. Los indios son enterrados en una fosa común, vestidos o desnudos, y de ahí en más la masacre es llamada “Batalla de Rodilla Herida”.
Luego de la muerte de su padre, Pie Grande (también conocido como Alce Manchado) se había hecho cargo de la tribu Minneconjou. Como otras tribus, todas eran sospechosas de rebelarse ante la continua invasión de los colonos anglosajones en las pocas reservas que les habían quedado por ley, por la ley anglosajona que los pueblos arrinconados habían aceptado. Ayer se dirigían hacia las riberas del río Rodilla Herida para unirse a otras tribus Sioux, cuando el mayor Samuel Whitside los emboscó y los llevó caminando casi veinte kilómetros hasta el arroyo Rodilla Herida donde esperaban otros indios. Unas horas después se le unió el coronel James Forsyth con un batallón y cuatro cañones.
Aunque es otra matanza devastadora para la tribu Lakota, aun así se ve muy chiquita desde la perspectiva de la trágica historia de las naciones originales. Tampoco es la primera vez que los angloamericanos, tan orgullosos de su apego a las leyes, ignoran una ley o un tratado con alguna otra nación cuando no les conviene. Los frecuentes cambios de gobiernos legitimaron la fragilidad de estos tratados con naciones consideradas inferiores. Más de cien años atrás, los populosos pueblos nativos al Oeste de las montañas Apalaches eran considerados naciones y estaban habitadas con tantas almas como las populosas naciones del Reino de Gran Bretaña. En 1763, el Imperio británico había firmado un tratado con las Naciones Indígenas (Royal Proclamation) por el cual los blancos podían quedarse con los territorios al Este, siempre que no cruzaran la nueva frontera al Oeste.
La gloriosa Revolución americana de 1776 lo cambió todo. Para los intelectuales llamados Padres Fundadores se trató de cuestiones de principios y de nuevas ideas, como aquello tan bonito de que todos los humanos nacen iguales, sin aclarar que la gente nace igual siempre que no sean indios, negros o mestizos. Para el resto menos sofisticado de la población anglosajona que no leía francés, la Revolución era una cuestión mucho más práctica. Era algo sobre el derecho a cruzar la injusta frontera de los indios invasores y tomar más y más tierras en nombre de alguna razón, de alguna historia heroica o de algún mandato bíblico. En 1780, los colonos anglosajones, de repente llamados americanos (nombre hasta entonces reservado a los indígenas salvajes y a los habitantes corruptos de la América hispánica) habían decidido que tenían Derecho a explorar y, liberados del yugo británico, pudieron cruzar la frontera a fuerza de hacha y escopeta. Mejor dicho, decidieron moverla más al Oeste y defenderse de los nuevos invasores salvajes que pretendían quedarse en sus propias tierras. Para 1830, las llamadas Naciones indias habían cambiado de nombre y se habían convertido, por magia de la lingüística y por la fuerza de la pólvora, en simples tribus salvajes.[1] En los años veinte, el presidente John Quincy Adams había sido el último presidente en defender los sucesivos tratados con los pueblos indios, hasta que todo se solucionó con la elección de Andrew Jackson en 1828, un soldado casi analfabeto, célebre en los estados esclavistas del sur por su crueldad civilizatoria. En 1824, Thomas Jefferson había descrito al hombre que definiría el espíritu primitivo, anti intelectual y mesiánico de Estados Unidos en los siglos por venir: “es el hombre menos preparado que he conocido en mi vida, sin ningún respeto por alguna ley o por la constitución”. A partir de 1829 los pobres blancos se rebelaron contra los esclavos negros y sus absurdas pretensiones de igualdad. Cualquiera podía ver que entre un blanco y un negro había una obvia diferencia. Esta rebelión de los blancos pobres se repetirá casi doscientos años después y llevará a la presidencia a Donald Trump, definido por muchos con las mismas palabras que Jefferson había definido a Jackson. No por casualidad, el mismo presidente republicano, apenas ponga un pie en la Casa Blanca, colgará un retrato del fundador del partido Demócrata, Andrew Jackson, en el lugar más visible de su oficina y lo considerará un modelo histórico a seguir.
Una vez elegido presidente por una pequeña minoría blanca que se sentía identificada con él, Jackson, conocido con el sobrenombre de Mata Indios, ignoró los tratados de Estados Unidos con las Naciones nativas. En 1830 logró la aprobación de la Ley de Traslado Forzoso de los indios y Washington declaró nulos todos los títulos de propiedad de los indios al oeste del río Mississippi. Jackson puso a la venta los nuevos territorios a precios de miseria para favorecer a “los verdaderos amigos de la libertad”, los colonos blancos. El 5 de agosto de 1830, en una carta a John Pitchlynn (escocés adoptado de niño por la tribu Choctaw), un emocionado Andrew Jackson escribió: “Soy consciente de haber cumplido con mi deber con mis niños de piel roja”. Gracias a los verdaderos amigos de la libertad, no sólo se despojó a los indios de sus títulos y de sus tierras, como se hizo poco después con los mexicanos, sino que se extendió la esclavitud de los negros más hacia el Oeste y se la siguió expandiendo con la independencia de Texas y la anexión de los estados mexicanos hasta California.
Despojados del resto de las tierras que le quedaban al sur de Georgia y al Oeste del Mississippi, las poblaciones nativas fueron forzadas a evacuar inmensas áreas de territorio. Naturalmente, muchos se resistieron y fueron asesinados en nombre del cristianismo y la civilización. Quienes no se resistieron fueron exiliados o murieron de hambre y enfermedades durante la remoción a otras tierras, miles de millas hacia el oeste. Poco después, en 1835, unos delegados cheroquis, sin la aprobación ni del Consejo Cheroqui ni del pueblo Cheroqui habían sido obligados a firmar un tratado por el cual amablemente les cedían más tierras a los hombres civilizados a cambio de un rincón de Oklahoma, lo que terminó en una nueva remoción forzada de otros cientos de miles de indios de varios estados y la muerte de miles que no resistieron el viaje al exilio.[2] También este tratado será ignorado unas décadas después por el hombre blanco, tal como lo ha hecho cada vez que lo ha considerado conveniente. A cada una de estas violaciones de tratados con otros pueblos, hasta entrado el siglo XXI, se la llamará “expansión de la libertad y del derecho del país de las leyes”.
La tradición de “El país de las leyes” de romper las leyes y los tratados con los indios cuando no le convienen, se había extendido a otras naciones, desde el Tratado de Adams-Onís que fijaba los límites fronterizos con los territorios españoles en 1819 (luego ratificado con México en 1828), desde que en los años treinta los colonos anglos recibieron regalos de tierras del gobierno de México en Texas y, como agradecimiento, decidieron ignorar las leyes de aquel país para más tarde arrebatarle toda Texas y expandir la esclavitud con libertad, hasta el tratado para limitar las armas nucleares con Irán en 2015.
Luego de la sangrienta Guerra civil, Abraham Lincoln había logrado, post mortem, que la enmienda 14 de la Constitución de Estados Unidos declarase que “todos los nacidos en territorio nacional son ciudadanos de Estados Unidos”. Por esa reforma constitucional los negros se convirtieron en ciudadanos, aunque de segunda categoría. A los indígenas les tomará más tiempo demostrar que nacieron en los territorios que le han venido robando desde hace más de un par de siglos. En 1924, los indígenas americanos, los pocos que quedan de la limpieza étnica que nunca se llamará ni limpieza étnica y mucho menos genocidio, serán reconocidos como ciudadanos estadounidenses.
Unos años después de la matanza de Wounded Knee, en su visita a Dakota del Sur, el comisionado del gobierno para el Servicio Civil del gobierno y futuro presidente, Theodore Roosevelt, determinará, y los textos de las escuelas enseñarán que “los indios fueron tratados con mucha consideración y justicia”. Treinta años después, no lejos de allí, en el Monte Rushmore, los martillos esculpirán las montañas sagradas de los Lakota para revelar los rostros de George Washington, Thomas Jefferson, Abraham Lincoln y Theodore Roosevelt. El escultor, Gutzon Borglum, no sólo sufrirá de narcisismo y megalomanía. Hijo de inmigrantes daneses, será otro convencido de la superioridad de la raza blanca y se opondrá a la inmigración. Como miembro del Klu Klux Klan, logrará de este grupo la financiación para esculpir la Stone Mountain en Georgia, donde todavía cabalgan los tres héroes derrotados de la Confederación, Jefferson Davis, Robert E. Lee y Stonewall Jackson.
600 millas al norte, el 20 de mayo de 1948, lo que queda de las naciones Arikara, Mandan y Hidatsa serán obligadas a firmar el acuerdo por el cual se comprometen a vender sus tierras para la construcción de la represa Garrison. Las naciones, ahora tribus, han habitado esa región de Dakota del Norte por mil años y, para entonces, deberán resignarse a evacuar la franja del río Missouri, morir ahogados, perderlo todo por expropiación o legitimar el despojo por siete millones de dólares. Los museos guardarán la foto en la que el jefe del Cuerpo de Ingenieros del Ejército, con calma, firma el nuevo tratado. A su lado, de pie, George Gillette, el jefe de las tribus ocultando sus lágrimas con una mano. Aunque reducidas a una reserva, las tres tribus habían logrado cierta prosperidad y una total autosuficiencia que terminará en esa sala de hombres con elegantes trajes y con varios de sus pueblos, con su hospital y sus tiendas, bajo el agua de la prosperidad ajena. Una vez más, como en los tratados anteriores de remoción de indígenas, como el tratado de Guadalupe Hidalgo en México, y como en muchas otras oportunidades, las “razas inferiores” firmarán un tratado con un revólver en la nuca y recibirán una suma de dinero para que no protesten. Como en tantas otras ocasiones, las víctimas cumplirán con el tratado; los vencedores, sólo mientras les convenga.
Cuando a fines del siglo XVIII en América del Norte vivían entre cinco y siete millones de indígenas, del otro lado de los Apalaches, en la nueva nación de las trece colonias vivían tres millones y las distancias despobladas necesitaban días y semanas de carretas para atravesarlas. La enorme extensión de territorios tomadas por los angloamericanos nunca les resultó suficiente. En mayo de 1971, el celebrado actor John Wayne, héroe mítico del cine clásico de vaqueros, justificará el largo y violento despojo de los territorios indios afirmando: “No creo que hicimos nada mal quitándoles este gran país… Nuestro supuesto robo fue sólo una cuestión de supervivencia. Nuestra gente necesitaba nuevas tierras y los indios, de forma egoísta, se querían quedar con ellas”.
[1] Henry Knox, secretario de guerra de George Washington, llamaba “Naciones extranjeras” a los pueblos del otro lado de los Apalaches. El mismo presidente Washington había firmado un acuerdo por el cual esas naciones se reservaban el derecho a aplicar sus propias leyes a todo aventurero que cruzase la frontera. Está de más decir que ese y todos los tratados firmados con las naciones extranjeras fueron ignorados por los presidentes posteriores, entre quienes se destacó, por su crueldad genocida, otro héroe nacional, Andrew Jackson.
[2] El acuerdo New Echota firmado en Georgia y publicado el 29 de diciembre, les garantizaba a las naciones indias el derecho a “reunir a su pueblo en un solo cuerpo y asegurar un hogar permanente para ellos y su posteridad en el país seleccionado por sus antepasados sin el límite territorial de las soberanías estatales, y donde puedan establecer y disfrutar de un gobierno de su elección y perpetuar un estado de la sociedad que sea más acorde con sus opiniones, hábitos y condición…”
Capítulo del libro La frontera salvaje: 200 años de fanatismo anglosajón en América latina, Jorge Majfud.

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