Cultura para la libertad

(Manifiesto ante la barbarie neolibertaria)

El arte y la cultura han cumplido un rol crucial en la existencia y en la sobrevivencia de la especie humana desde hace por lo menos 75.000 años. Es lo que nos ha hecho humanos. No pocas veces, la cultura ha estado expuesta a la destrucción de la barbarie, como el incendio de bibliotecas en la antigüedad, la quema de libros durante el fascismo moderno o la prohibición de libros o la censura del mismo David desnudo como hoy en Estados Unidos.

Sin embargo, cuando hablamos de cultura solemos cometer el error de asumir que se trata de algo neutral o positivo. Por ejemplo, los seguidores de la Confederación que luchó por mantener la esclavitud alegan que su defensa es la defensa al derecho de su propia cultura, sin mencionar que se trata de la cultura del esclavismo. Muchos españoles defienden la tortura de toros por tratarse de un arte y de una cultura tradicional. También el placer o la indiferencia por el dolor ajeno es parte constituyente de una cultura fascista y exactamente lo contrario a lo que entendemos nosotros por arte y cultura.

Entendemos que el arte es una expresión radical de libertad. No hay creación sin libertad y, como expresión (presión desde dentro), los artistas como individuos interpretan, interpelan, cuestionan, adelantan o dan forma a los miedos y a los sueños colectivos, como los sueños dan forma a nuestras necesidades más profundas. El arte comercial, el antiarte, anestesia. Su función es la distracción (apartar, desviar, alejar), es decir, el burdel antes de volver al mismo camino de esclavitud asalariada de los hombres y mujeres deshumanizados. El arte, sin condiciones ni adjetivos, despierta, incomoda, emociona, se niega al olvido, mueve y conmueve. El arte nos hace más libres. El arte nos completa, nos humaniza. El arte, como vanguardia exploradora de la cultura, no solo refleja sino, sobre todo, crea. Crea sentidos, crea realidades, crea historia.

Ahora, aunque podamos explicar qué es el arte para nosotros, siempre será una tarea incompleta, porque el arte se termina por definir por ese “algo más” que solo existe en sus obras concretas. Basta con echar una mirada a los miles de años que la humanidad ha conservado de sus obras de arte para entender que el arte no es mercado, no es política, no es religión, no es moral, pero tampoco es indiferente a ninguna de esas dimensiones humanas. De hecho, sin ellas, es muy poco o no es nada.

Si bien, por un lado, el arte sin adjetivos es demasiado rebelde para seguir órdenes superiores, fórmulas estrictas, compromisos de cualquier tipo, por otro lado los artistas, como integrantes sensibles de una sociedad, no son indiferentes al compromiso: compromiso con la necesidad humana de crear un mundo nuevo cada día, con la lucha contra el dolor de la barbarie y de la indiferencia; compromiso con la reivindicación del derecho al placer y a la felicidad, con el derecho a intentar volar más allá de las necesidades y las condiciones que limitan la libertad, sean económicas, sociales, ideológicas o existenciales.

El arte, la cultura en general como la forma más profunda de conocimiento y diálogo entre pueblos y generaciones, no son lujos sino necesidades. Mucho más en un mundo que, por primera vez en su historia, ha puesto la existencia de la especie humana en cuestionamiento. En este sentido, la cultura, más allá del estrecho y simplificador consumismo, no sólo es crucial para el rescate de las sociedades y de los individuos deshumanizados, unidimensionales, vaciados y rellenados como embutidos con chatarra comercial. También es esencial para la sobrevivencia de la misma biosfera, de la cual los humanos somos solo una parte. Una parte pequeña, pero letal.

Para la cultura no comercial, al igual que para los grandes movimientos espirituales a lo largo de la historia y a lo ancho de todos los continentes, la solidaridad, el altruismo y el diálogo abierto con el otro han sido centrales, fundacionales. Sólo en las últimas generaciones, marcadas y heridas por la ideología del exitismo individualista más salvaje, una idea como el egoísmo se pudo convertir en “un valor moral superior” y el altruismo terminó siendo definido como el enemigo de la humanidad, según Ayn Rand, idea ahora repetida por mesías y mensajeros del capital como única moneda moral. Esta degeneración histórica confundió individuo con individualismo, olvidando que no existe el individuo sin una sociedad. Es ésta la que le da todos su sentido, incluso para aquellos enfermos por la patología de la riqueza, la acumulación y la ficción del éxito individual. 

El arte ha sobrevivido gracias a los artistas que apenas sobreviven fuera de los circuitos comerciales, de los poderosos monopolios mediáticos, editoriales y promocionales. Esta tarea ha sido y sigue siendo histórica. Es la última frontera de la resistencia contra la barbarie que lo simplifica todo para venderlo más rápido. Todo en nombre de la “libertad de elección”, como lo promete el menú de McDonald’s.

Pero esta tarea se convierte en imposible cuando los artistas dejan de sobrevivir o abandonan su más profunda vocación para darle de comer a sus hijos o, simplemente, son derrotados por el desánimo de la barbarie dominante, que no es ningún gobierno en concreto sino la tiranía global de los capitales concentrados en un rincón oscuro en alguna parte lejana del mundo. Capitales virtuales que se crean de la nada, tan ficticios como un cuento de Borges, pero sin la honestidad de reconocerlo.

Razón por la cual las sociedades deben, primero, tomar conciencia para protegerse contra los discursos que justifican su propia esclavitud y, segundo tomar acción. La acción más urgente y más efectiva ha sido siempre la unión. No por casualidad, la ideología hegemónica ataca todo tipo de unión organizada y promueve el individualismo bajo promesas de salvación, mientras la destrucción se va acumulando al borde del camino sin que los individuos alienados alcancen a percibirlo.

Para ver, para escuchar los efectos de la barbarie ha estado siempre el arte y la cultura. El poder lo sabe. Por eso siemrpe ha intentado comprarlos, corromperos con dinero o, directamente, eliminarlos a través del descrédito, de la burla, de la demonización y de la ruina económica de los verdaderos artistas.

Pocas veces, como ahora, ha sido la agonía del arte y la cultura tan coincidente con el particular momento que vive nuestra especie, amenazada de extinción por primera vez desde que tenemos registros históricos y prehistóricos, no por una amenaza exterior sino por nuestro propio sistema hegemónico que diviniza las ganancias individuales por sobre cualquier reclamo colectivo.

Amenazada por la cultura de la muerte. A la muerte en vida y a su cultura se la combate con la cultura de la libertad, con el compromiso de los artistas con la Humanidad, empezando por el rescate de esa pobre palabra, libertad, secuestrada y abusada por la cultura de la muerte que se vende como la única opción de felicidad, la felicidad del consumo, del consumo de drogas como el placer o la indiferencia por el sufrimiento ajeno.

Jorge Majfud. 18 de setiembre de 2024.

Culture pour la liberté

(Manifeste face à la barbarie néo-libertaire)

L’art et la culture ont joué un rôle crucial dans l’existence et la survie de l’espèce humaine depuis au moins 75 000 ans. C’est ce qui a fait de nous des êtres humains. Il n’est pas rare que la culture ait été exposée à la destruction de la barbarie, comme l’incendie des bibliothèques dans les temps anciens, l’incendie des livres pendant le fascisme moderne ou l’interdiction des livres ou la censure de David lui-même nu comme aujourd’hui aux États-Unis.

Cependant, lorsque nous parlons de culture, nous avons tendance à faire l’erreur de supposer qu’il s’agit de quelque chose de neutre ou de positif. Par exemple, les adeptes de la Confédération qui se sont battus pour maintenir l’esclavage prétendent que leur défense est la défense du droit de leur propre culture, sans parler du fait qu’il s’agit de la culture de l’esclavage. De nombreux Espagnols défendent la torture des taureaux parce qu’il s’agit d’un art et d’une culture traditionnels. Le plaisir ou l’indifférence à la douleur d’autrui est également une partie constitutive d’une culture fasciste et exactement le contraire de ce que nous entendons par art et culture.

Nous considérons l’art comme une expression radicale de la liberté. Il n’y a pas de création sans liberté et, en tant qu’expression (pression de l’intérieur), les artistes, en tant qu’individus, interprètent, défient, questionnent, font avancer ou façonnent les peurs et les rêves collectifs, comme les rêves façonnent nos besoins les plus profonds. L’art commercial, l’anti-art, anesthésie. Sa fonction est de distraire (détourner, détourner, éloigner), c’est-à-dire le bordel avant de reprendre le même chemin de l’esclavage salarié d’hommes et de femmes déshumanisés. L’art, sans condition ni adjectif, réveille, dérange, excite, refuse l’oubli, émeut. L’art nous rend plus libres. L’art nous complète, nous humanise. L’art, en tant qu’explorateur avant-gardiste de la culture, ne se contente pas de refléter, mais surtout de créer. Il crée des sens, crée des réalités, crée l’histoire.

Or, même si nous pouvons expliquer ce qu’est l’art pour nous, ce sera toujours une tâche incomplète, car l’art finit par se définir par ce «quelque chose d’autre» qui n’existe que dans ses œuvres concrètes. Il suffit de regarder les milliers d’années que l’humanité a conservées de ses œuvres d’art pour comprendre que l’art n’est pas un marché, il n’est pas politique, il n’est pas religieux, il n’est pas moral, mais il n’est pas non plus indifférent à l’une ou l’autre de ces dimensions humaines. En fait, sans elles, il n’est rien ou presque.

Si, d’une part, l’art sans adjectifs est trop rebelle pour suivre des ordres supérieurs, des formules strictes, des engagements de toute nature, d’autre part, les artistes, en tant que membres sensibles d’une société, ne sont pas indifférents à l’engagement : engagement à la nécessité humaine de créer chaque jour un monde nouveau, à la lutte contre la douleur de la barbarie et de l’indifférence ; Engagement pour la revendication du droit au plaisir et au bonheur, pour le droit d’essayer de voler au-delà des besoins et des conditions qui limitent la liberté, qu’elles soient économiques, sociales, idéologiques ou existentielles.

L’art, la culture en général, en tant que forme la plus profonde de connaissance et de dialogue entre les peuples et les générations, ne sont pas un luxe mais une nécessité. D’autant plus dans un monde qui, pour la première fois de son histoire, a remis en question l’existence de l’espèce humaine. En ce sens, la culture, au-delà du consumérisme étroit et simplificateur, n’est pas seulement cruciale pour le sauvetage de sociétés et d’individus déshumanisés et unidimensionnels, vidés et farcis comme des saucisses de ferraille commerciale. Elle est également essentielle à la survie de la biosphère elle-même, dont l’homme n’est qu’une partie. Un petit rôle, mais mortel.

Pour la culture non commerciale, comme pour les grands mouvements spirituels à travers l’histoire et sur tous les continents, la solidarité, l’altruisme et le dialogue ouvert avec l’autre ont été centraux, fondateurs. Ce n’est que dans les dernières générations, marquées et blessées par l’idéologie de l’exotisme individualiste le plus sauvage, qu’une idée comme l’égoïsme a pu devenir «une valeur morale supérieure» et que l’altruisme a fini par être défini comme l’ennemi de l’humanité, selon Ayn Rand, une idée aujourd’hui répétée par les messies et les messagers du capital comme la seule monnaie morale. Cette dégénérescence historique a confondu l’individu avec l’individualisme, oubliant que l’individu n’existe pas sans la société. C’est la société qui lui donne tout son sens, même pour ceux qui sont malades de la pathologie de la richesse, de l’accumulation et de la fiction de la réussite individuelle.

L’art a survécu grâce à des artistes qui survivent difficilement en dehors des circuits commerciaux, en dehors des puissants monopoles médiatiques, éditoriaux et promotionnels. Cette tâche a été et reste historique. C’est la dernière frontière de résistance contre la barbarie qui simplifie tout pour vendre plus vite. Tout cela au nom de la «liberté de choix», comme le promet le menu de McDonald’s.

Mais cette tâche devient impossible lorsque les artistes cessent de survivre ou abandonnent leur vocation profonde pour nourrir leurs enfants ou sont simplement vaincus par le découragement de la barbarie dominante, qui n’est pas un gouvernement particulier mais la tyrannie globale des capitaux concentrés dans un coin sombre d’une partie éloignée du monde. Des capitaux virtuels créés de toutes pièces, aussi fictifs qu’un conte de Borges, mais sans l’honnêteté de le reconnaître.

C’est pourquoi les sociétés doivent, d’une part, prendre conscience de se prémunir contre les discours qui justifient leur propre esclavage et, d’autre part, agir. L’action la plus urgente et la plus efficace a toujours été l’union. Ce n’est pas une coïncidence si l’idéologie hégémonique attaque toutes sortes de syndicats organisés et promeut l’individualisme sous des promesses de salut, tandis que la destruction s’accumule sur le bord de la route sans que les individus aliénés puissent la percevoir.

L’art et la culture ont toujours été là pour voir et entendre les effets de la barbarie. Le pouvoir le sait. C’est pourquoi il a toujours essayé de les acheter, de les corrompre par l’argent ou, directement, de les éliminer en discréditant, en moquant, en diabolisant et en ruinant économiquement les vrais artistes.

Rarement, comme aujourd’hui, l’agonie de l’art et de la culture n’a autant coïncidé avec le moment particulier que traverse notre espèce, menacée d’extinction pour la première fois depuis que nous avons des archives historiques et préhistoriques, non pas par une menace extérieure, mais par notre propre système hégémonique qui déifie les gains individuels au détriment de toute revendication collective.

Menacée par la culture de la mort. La mort dans la vie et sa culture est combattue par la culture de la liberté, par l’engagement des artistes envers l’humanité, en commençant par le sauvetage de ce pauvre mot, liberté, kidnappé et abusé par la culture de la mort qui est vendue comme la seule option pour le bonheur, le bonheur de la consommation, de la consommation de drogues comme plaisir ou de l’indifférence à la souffrance d’autrui.

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