Doblar de campanas, redoblar de tambores

Doblar de campanas, redoblar de tambores

 

“Tengan cuidado de que nadie los engañe. Porque vendrán muchos haciéndose pasar por mí. […] Manténganse despiertos, porque nadie sabe cómo ni cuando”

Jesús de Nazareth

(Mateo 24-5, 23)

 

 

En mis primeros pasos de estudiante vocacional, cuando cursaba mi bachillerato científico, mis amigos y yo estábamos convencidos de que las matemáticas y las ciencias de facto eran los únicos instrumentos de la verdad. Como decía Galileo, el libro del mundo estaba escrito en números. Unos subestimábamos las confusas humanidades y otros directamente las despreciaban. La verdad sólo se demostraba con cierto progreso histórico y no con la parricida filosofía. Claro, no alcanzábamos a ver que nuestra postura no era otra cosa que pura filosofía.

Se podría decir que la adolescencia es el siglo XIX (el positivismo) de cualquier intelectual contemporáneo. Pocos años después entendí —y aún creo entender— que las ciencias son un gran instrumento de poder: con ellas se hacen cosas, se actúa sobre el mundo. Como la magia, pero mucho más efectiva. Con las ciencias y con la magia se crean mundos sustitutos de otro mundo sospechado como real, pero nunca llegan a ser verdades sino representaciones secundarias de otra cosa, de otra realidad. El arte, las humanidades, en cambio, tienen un contacto más directo con esa contradictoria realidad indefinible llamada ser humano. Las emociones de El Quijote o de La Metamorfosis no son sustitutos de nada: son su propia realidad —una parte de la realidad humana, quizás la que más vale la pena: sus emociones.

Uno de los mayores problemas que veo hoy en mi profesión académica y en el rol social del intelectual es el intelectualismo. Así se reproduce una corrupción común: la libertad degenera en liberalismo, la igualdad en igualitarismo, el individuo en individualismo, el espíritu cristiano en el cristianismo, and so on.

Por otro lado, el discurso conservador ha endemoniado sistemáticamente el oficio del intelectual. No hay por qué sorprenderse: casi todos los revolucionarios han sido intelectuales y éstos, muchas veces, piedras en la bota del general. Hay pocas excepciones célebres. Aunque de la clase alta, Emiliano Zapata no fue un intelectual. Aunque un intelectual de la clase alta, Ortega y Gasset no fue un revolucionario, sino todo lo contrario.

Claro que, como observó Gramsci, también el statu quo necesita de una clase de intelectuales: son los profesionales que rutinariamente, desde el Estado o desde el periodismo, reproducen y legitiman los códigos en curso sin incomodar, sin romper ex profeso las burbujas morales e ideológicas, alimentando los símbolos legitimadores de la arbitrariedad.

Aún así, no son éstos los íconos históricos de los actuales conservadores. Irónicamente, son aquellos otros intelectuales, los revolucionarios, los soñadores. En el ámbito norteamericano, bastaría con recordar a los fundadores de este país, una raza de políticos filósofos casi extinguida: Thomas Paine, Thomas Jefferson, James Madison, Alexander Hamilton, Benjamin Franklin…

Los reaccionarios siempre se aferran a la historia. A un fragmento específico y conveniente de la historia. Y al aferrarse la deforman. Cuando Mussolini quiso imitar las glorias del Imperio Romano no pensó que lo antiguo no había sido grande por su antigüedad sino por su novedad. Alguna vez Roma fue una ciudad moderna. En sus momentos de esplendor imperial no era esa piedra de museo arqueológico que veneraba il Duce.

Los fundadores de Estados Unidos no tenían un pelo de conservadores y sí toda la melena del revolucionario. Aunque no carecían de los intereses materiales del momento, estaban más llenos de utopías que de distopías. Quisieron escribir El principio de la historia y no El fin… de Fukuyama. Todos estaban empapados de ideas que en su época un noble europeo llamaría, sin dudar, subversivas. La misma democracia era una invención maldita, obra del demonio, razón de la destrucción de la civilización que había caído en manos del vulgo —del pueblo— con la complicidad de los intelectuales de turno, de un lado y del otro del Atlántico. Esos mismos irresponsables que combatieron la esclavitud y se pusieron de lado de las mujeres y de los pobres en nombre de la igual-libertad de la raza humana.

En la semiótica política se descuida el profundo significado que alguna vez tuvo la Revolución americana. O se cuida de mutilarlo con precisión. La Revolución americana fue, precisamente eso: una revolución, americana por su circunstancia pero en gran medida radical y universal. ¿Qué otro país en el siglo XVIII podía merecer el título de revolucionario sino Estados Unidos? Incluso Francia mucho después se apropió —con orgullo y con derecho— de este ideoléxico, creando una nueva tradición. Paradójicamente, durante el siglo XIX fue una sociedad dominada por la figura del emperador militar, una variación de una especie conservadora, semimonárquica, como Napoleón Bonaparte. En cambio, la materialización de la utopía en América, aunque llena de defectos como cualquier realidad, llamaba entonces la atención y provocaba la admiración de los mismos socialistas y revolucionarios europeos.

Aunque populistas, ninguna de estas ideas o utopías surgieron y fueron promovidas por campesinos o artesanos de la época, más proclives entonces al espíritu estático y conservador de la aristocracia. ¿Por qué? Porque “sabían reconocer su lugar en la sociedad”, sus puestos de pobres, de hombres y mujeres de bien y sin cultura —según los definía con nostalgia el aristocrático Ortega y Gasset. Fueron intelectuales quienes, en el acierto o en el disparate, arriesgaron salidas históricas al orden estático y opresivo de la sociedad del momento. O se limitaron a la crítica, a ese primer campanazo necesario para cualquier progreso humano. Porque si los reaccionarios han amado desde siempre el clarinete y la fanfarria, los intelectuales, en cambio, han ejercido el oficio de tacar la campana, desde los malhumorados profetas bíblicos hasta los sofisticados filósofos del siglo XX.

Nuestra América Latina, por su parte, balbuceó el lenguaje y los signos revolucionarios de Francia, quizás por la misma razón de no ser una sociedad revolucionaria sino todo lo contrario. Hemos sido, desde los tiempos de la conquista, sociedades conservadoras y aristocráticas, violentadas por la deformación de una colonia monopólica y humillante, donde la injusticia y el autoritarismo se convirtieron progresivamente en parte de la tradición, es decir, en una nueva naturaleza. Nuestras revoluciones de independencia —como las infinitas “revoluciones libertadoras” de los ejércitos oligárquicos en el siglo XX— no fueron revoluciones plenas. Apenas sí lograron cierta independencia burocrática. Como diría Octavio Paz, más bien fueron rebeliones. Rebeliones conservadoras, hechas no por el pueblo negro, indígena o desheredado sino por y para una clase privilegiada de criollos blancos. Como observó Alberdi en contra de Sarmiento, no fueron allí las ideas las que promovieron estas rebeliones del sur sino sólo los intereses de una elite. Las ideas, las constituciones copiadas, vinieron después, como un saco ajeno que no se correspondía con la realidad aristocrática que se perpetuó. José Martí condenó la copia y nos desafió a crear ideas que surgieran de las necesidades de nuestro pueblo. Pero nuestro pueblo quiso ser lo que no era y no tuvo la intrepidez suficiente para liberarse de sus opresivas tradiciones, de su moral ajena. Cambió la crítica por la queja. Los intelectuales tampoco respondieron a la altura de la historia. Sus estadistas, menos. La ausencia de verdaderas revoluciones eternizó los conflictos, las revueltas y las aspiraciones de liberación. Claro que cuando no es estrictamente necesaria una revolución violenta siempre será preferible una progresión. Cuesta menos vidas y da tiempo a madurar las nuevas ideas y la nueva moral —y no se corre el riesgo de quedar atrapados en la reacción. En cualquier caso, el statu quo es siempre peor, sobre todo considerando que no estamos en el Paraíso.

Aunque a lo largo de su historia Estados Unidos ha demostrado tener las energías suficientes para cambiar y adaptarse rápidamente en los momentos de mayor crisis, no hay que subestimar la historia general con falsos finales. Actualmente este país parece persistir en los valores contrarios a los tiempos de su fundación. Lo cual no deja de ser una paradoja para un conservador.

La esposa de cualquiera de aquellos revolucionarios del siglo XVIII se hubiese avergonzado al reconocer la improbabilidad de encontrar a su marido en una biblioteca. Ahora, este tipo de gestos antiintelectuales es motivo de diversión y hasta de orgullo. Para no mencionar el cerrado y a veces secreto odio de los medios masivos de comunicación contra el estúpido mundo universitario, dominado por progresistas liberales, no como resultado natural de la libertad de cátedra sino por la conquista del demonio que ha sido expulsado de las iglesias, de los talk shows y de los comandos del ejército.

Nada más antiintelectual que esta metafísica política, aunque sea más sutil y más efectiva que las clásicas hogueras de libros.

 

 

Jorge Majfud

The University of Georgia

Abril 2007

 

 

 

 

El humanismo, la última gran utopía de Occidente

 

Una de las características del pensamiento conservador a lo largo de la historia moderna ha sido la de ver el mundo según compartimentos más o menos aislados, independientes, incompatibles. En su discurso, esto se simplifica en una única línea divisoria: Dios y el diablo, nosotros y ellos, los verdaderos hombres y los bárbaros. En su práctica, se repite la antigua obsesión por las fronteras de todo tipo: políticas, geográficas, sociales, de clase, de género, etc. Estos espesos muros se levantan con la acumulación sucesiva de dos partes de miedo y una de seguridad.

Traducido a un lenguaje posmoderno, esta necesidad de las fronteras y las corazas se recicla y se vende como micropolítica, es decir, un pensamiento fragmentado (la propaganda) y una afirmación localista de los problemas sociales en oposición a la visión más global y estructural de la pasada Era Moderna.

Estas comarcas son mentales, culturales, religiosas, económicas y políticas, razón por la cual se encuentran en conflicto con los principios humanísticos que prescriben el reconocimiento de la diversidad al mismo tiempo que una igualdad implícita en lo más profundo y valioso de este aparente caos. Bajo este principio implícito surgieron los estados pretendidamente soberanos algunos siglos atrás: aún entre dos reyes, no podía haber una relación de sumisión; entre dos soberanos sólo podía haber acuerdos, no obediencia. La sabiduría de este principio se extendió a los pueblos, tomando forma escrita en la primera constitución de Estados Unidos. El reconocer como sujetos de derecho a los hombres y mujeres comunes (“We the people…”) era la respuesta a los absolutismos personales y de clase, resumido en el exabrupto de Luis XIV, “l’État c’est Moi”. Más tarde, el idealismo humanista del primer bosquejo de aquella constitución se relativizó, excluyendo la utopía progresista de abolir la esclavitud.

El pensamiento conservador, en cambio, tradicionalmente ha procedido de forma inversa: si las comarcas son todas diferentes, entonces hay unas mejores que otras. Esta última observación sería aceptable para el humanismo si no llevase explícito uno de los principios básicos del pensamiento conservador: nuestra isla, nuestro bastión es siempre el mejor. Es más: nuestra comarca es la comarca elegida por Dios y, por lo tanto, debe prevalecer a cualquier precio. Lo sabemos porque nuestros líderes reciben en sus sueños la palabra divina. Los otros, cuando sueñan, deliran.

Así, el mundo es una permanente competencia que se traduce en amenazas mutuas y, finalmente, en la guerra. La única opción para la sobrevivencia del mejor, del más fuerte, de la isla elegida por Dios es vencer, aniquilar al otro. No es raro que los conservadores de todo el mundo se definan como individuos religiosos y, al mismo tiempo, sean los principales defensores de las armas, ya sean personales o estatales. Es, precisamente, lo único que le toleran al Estado: el poder de organizar un gran ejército donde poner todo el honor de un pueblo. La salud y la educación, en cambio, deben ser “responsabilidades personales” y no una carga en los impuestos a los más ricos. Según esta lógica, le debemos la vida a los soldados, no a los médicos, así como los trabajadores le deben el pan a los ricos.

Al mismo tiempo que los conservadores odian la Teoría de la evolución de Darwin, son radicales partidarios de la ley de sobrevivencia del más fuerte, no aplicada a todas las especies sino a los hombres y mujeres, a los países y las sociedades de todo tipo. ¿Qué hay más darviniano que las corporaciones y el capitalismo en su raíz?

Para el sospechosamente célebre profesor de Harvard, Samuel Huntington, “el imperialismo es la lógica y necesaria consecuencia del universalismo”. Para nosotros los humanistas, no: el imperialismo es sólo la arrogancia de una comarca que se impone por la fuerza a las demás, es la aniquilación de esa universalidad, es la imposición de la uniformidad en nombre de la universalidad.

La universalidad humanista es otra cosa: es la progresiva maduración de una conciencia de liberación de la esclavitud física, moral e intelectual, tanto del oprimido como del opresor en última instancia. Y no puede haber conciencia plena si no es global: no se libera una comarca oprimiendo a otras, no se libera la mujer oprimiendo al hombre, and so on. Con cierta lucidez pero sin reacción moral, el mismo Huntington nos recuerda: “Occidente no conquistó al mundo por la superioridad de sus ideas, valores o religión, sino por la superioridad en aplicar la violencia organizada. Los occidentales suelen olvidarse de este hecho, los no-occidentales nunca lo olvidan”.

El pensamiento conservador también se diferencia del progresista por su concepción de la historia: si para uno la historia se degrada inevitablemente (como en la antigua concepción religiosa o en la concepción de los cinco metales de Hesíodo) para el otro es un proceso de perfeccionamiento o de evolución. Si para uno vivimos en el mejor de los mundos posibles, aunque siempre amenazado por los cambios, para el otro el mundo dista mucho de ser la imagen del paraíso y la justicia, razón por la cual no es posible la felicidad del individuo en medio del dolor ajeno.

Para el humanismo progresista no hay individuos sanos en una sociedad enferma como no hay sociedad sana que incluya individuos enfermos. No es posible un hombre saludable con un grave problema en el hígado o en el corazón, como no es posible un corazón sano en un hombre deprimido o esquizofrénico. Aunque un rico se define por su diferencia con los pobres, nadie es verdaderamente rico rodeado de pobreza.

El humanismo, como lo concebimos aquí, es la evolución integradora de la conciencia humana que trasciende las diferencias culturales. Los choques de civilizaciones, las guerras estimuladas por los intereses sectarios, tribales y nacionalistas sólo pueden ser vistas como taras de esa geopsicología.

Ahora, veamos que la magnífica paradoja del humanismo es doble: (1) consistió en un movimiento que en gran medida surgió entre los religiosos católicos del siglo XIV y luego descubrió una dimensión secular de la creatura humana, y además (2) fue un movimiento que en principio revaloraba la dimensión del hombre como individuo para alcanzar, en el siglo XX, el descubrimiento de la sociedad en su sentido más pleno.

Me refiero, en este punto, a la concepción del individuo como lo opuesto a la individualidad, a la alienación del hombre y la mujer en sociedad. Si los místicos del siglo XV se centraban en su yo como forma de liberación, los movimientos de liberación del siglo XX, aunque aparentemente fracasados, descubrieron que aquella actitud de monasterio no era moral desde el momento que era egoísta: no se puede ser plenamente feliz en un mundo lleno de dolor. Al menos que sea la felicidad del indiferente. Pero no es por algún tipo de indiferencia hacia el dolor ajeno que se define cualquier moral en cualquier parte del mundo. Incluso los monasterios y las comunidades más cerradas, tradicionalmente se han dado el lujo de alejarse del mundo pecaminoso gracias a los subsidios y las cuotas que procedían del sudor de la frente de los pecadores. Los Amish en Estados Unidos, por ejemplo, que hoy usan caballos para no contaminarse con la industria automotriz, están rodeados de materiales que han llegado a ellos, de una forma o de otra, por un largo proceso mecánico y muchas veces de explotación del prójimo. Nosotros mismos, que nos escandalizamos por la explotación de niños en los telares de India o en las plantaciones en África y América Latina consumimos, de una forma u otra, esos productos. La ortopraxia no eliminaría las injusticias del mundo —según nuestra visión humanista—, pero no podemos renunciar o desvirtuar esa conciencia para lavar nuestros remordimientos. Si ya no esperamos que una revolución salvadora cambie la realidad para que ésta cambie las conciencias, procuremos, en cambio, no perder la conciencia colectiva y global para sostener un cambio progresivo, hecho por los pueblos y no por unos pocos iluminados.

Según nuestra visión, que identificamos con el último estadio del humanismo, el individuo con conciencia no puede evitar el compromiso social: cambiar la sociedad para que ésta haga nacer, a cada paso, un individuo nuevo, moralmente superior. El último humanismo evoluciona en esta nueva dimensión utópica y radicaliza algunos principios de la pasada Era Moderna, como lo es la rebelión de las masas. Razón por la cual podemos reformular el dilema: no se trata de un problema de izquierda o derecha sino de adelante o atrás. No se trata de elegir entre religión o secularismo. Se trata de una tensión entre el humanismo y el trivalismo, entre una concepción diversa y unitaria de la humanidad y en otra opuesta: la visión fragmentada y jerárquica cuyo propósito es prevalecer, imponer los valores de una tribu sobre las otras y al mismo tiempo negar cualquier tipo de evolución.

Ésta es la raíz del conflicto moderno y posmoderno. Tanto el Fin de la historia como el Choque de civilizaciones pretenden encubrir lo que entendemos es el verdadero problema de fondo: no hay dicotomía entre Oriente y Occidente, entre ellos y nosotros, sino entre la radicalización del humanismo (en su sentido histórico) y la reacción conservadora que aún ostenta el poder mundial, aunque en retirada —y de ahí su violencia.

 

 

Jorge Majfud

2 de febrero de 2007

 

 

 

L’Humanisme, la dernière grande utopie d’Occident.

 

 

«L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais».

 

 

Par Jorge Majfud *

Paris, 2 février 2007.

 

Une des caractéristiques de la pensée conservatrice tout au long de l’histoire moderne fut de voir le monde à travers des compartiments plus ou moins isolés, indépendants, incompatibles. Dans son discours, ceci est simplifié par une seule ligne de démarcation : Dieu et le diable, nous et ils, les véritables hommes et les barbares. Dans sa pratique, on répète l’ancienne obsession par des frontières de toute sorte : politiques, géographiques, sociales, de classe, de genre, etc. Ces murs épais sont élevés avec l’accumulation successive de deux louches de peur et d’une de sécurité.

Traduit dans un langage postmoderne, cette nécessité de frontières et de cuirasses est recyclée et vendue comme une micropolitique, c’est-à-dire, une pensée fragmentée (la propagande) et une affirmation locale des problèmes sociaux en opposition à la vision la plus globale et structurelle de l’Ere Moderne précédente.

Ces segments sont mentaux, culturels, religieux, économiques et politiques, raison pour laquelle ils se trouvent en conflit avec les principes humanistes que prescrit la reconnaissance de la diversité en même temps qu’une égalité implicite au plus profond et au cœur de ce chaos apparent. Sous ce principe implicite sont apparus des Etats prétendument souverains il y a quelques siècles : même entre deux rois, il ne pouvait pas y avoir une relation de soumission ; entre deux souverains, il pouvait seulement y avoir des accords, pas d’obéissance. La sagesse de ce principe a été étendue aux peuples, prenant une forme écrite dans la première constitution des Etats-Unis. Reconnaître comme sujets de droit, les hommes et les femmes («We the people…») était la réponse aux absolutismes personnels et de classe, résumé dans la réplique cinglante de Louis XIV,»l’État c’est Moi». Plus tard, l’idéalisme humaniste de la première heure de cette constitution a été relativisé, excluant l’utopie progressiste de l’abolition de l’esclavage.

La pensée conservatrice, par contre, a traditionnellement procédé de manière inverse : si les pays sont tous différents, toutefois quelques uns sont meilleurs que d’autres. Cette dernière observation serait acceptable pour l’humanisme si elle ne portait pas explicitement un des principes de base de la pensée conservatrice : notre île, notre bastion est toujours le mieux. En plus : notre pays est le pays choisi par Dieu et, par conséquent, doit régner à tout prix. Nous le savons parce que nos chefs reçoivent dans leurs rêves la parole divine. Les autres, quand ils rêvent, délirent.

Ainsi, le monde est une concurrence permanente qui s’est traduite, finalement, dans des menaces mutuelles et dans la guerre. La seule option pour la survie du meilleur, du plus fort, de l’île choisie par Dieu est de vaincre, d’annihiler l’autre. Il n’est pas rare que les conservateurs dans le monde soient définis comme individus religieux et, en même temps, qu’ils soient les principaux défenseurs des armes, qu’elles soient personnelles ou étatiques. C’est, précisément, la seule chose qu’ils tolèrent à l’État : le pouvoir d’organiser une grande armée où mettre tout l’honneur d’un peuple. La santé et l’éducation, en revanche, doivent relever des «responsabilités personnelles» et non être une charge sur les impôts des plus riches. Selon cette logique, nous devons la vie aux soldats, non aux médecins, ainsi que les travailleurs doivent le pain aux riches.

En même temps que les conservateurs haïssent la Théorie de l’évolution de Darwin, ils sont des partisans radicaux de la loi de survie du plus fort, non appliquée à toutes les espèces mais aux hommes et aux femmes, aux pays et aux sociétés de tout type. Qu’est-ce qu’il y de plus darwinien que les entreprises et le capitalisme à sa racine ?

Pour le très douteux professeur de Harvard, Samuel Huntington, «l’impérialisme est la conséquence logique et nécessaire de l’universalisme». Pour nous les humanistes, non : l’impérialisme est seulement l’arrogance d’un secteur qui est imposé par la force aux autres, il est l’annihilation de cette universalité, c’est l’imposition de l’uniformité au nom de l’universalité.

L’universalité humaniste est autre chose : c’est la maturation progressive d’une conscience de libération de l’esclavage physique, moral et intellectuel, tant de l’oppressé que de l’oppresseur en dernier ressort. Et il ne peut pas y avoir pleine conscience s’il n’est pas global : on ne libère pas un pays en oppressant un autre, la femme ne se libère pas en oppressant à l’homme, et son contraire. Avec une certaine lucidité mais sans réaction morale, le même Huntington nous le rappelle : «L’Occident n’a pas conquis le monde par la supériorité de ses idées, de ses valeurs ou de sa religion, mais par la supériorité à appliquer la violence organisée. Les occidentaux oublient généralement ce fait, les non-occidentaux ne l’oublient jamais».

La pensée conservatrice aussi s’est différencie du progressiste par sa conception de l’histoire : si pour le première l’histoire se dégrade inévitablement (comme dans l’ancienne conception religieuse ou dans la conception des cinq métaux d’Hésiode (Poète grec, milieu du 8ème Siècle avant J.C.), pour l’autre c’est un processus d’amélioration ou d’évolution. Si pour l’un, nous vivons dans le meilleur des mondes possibles, bien que toujours menacé par des changements, pour l’autre le monde est bien loin d’être l’image du paradis et de la justice, raison pour laquelle le bonheur de l’individu n’est pas possible au milieu de la douleur d’autrui.

Pour l’humanisme progressiste, il n’y a pas d’individus sains dans une société malade comme il n’y a pas société saine qui inclut des individus malades. Il n’ y a pas d’ homme sain avec un problème grave au foie ou au cœur, comme un cœur sain dans un homme déprimé ou schizophrénique n’est pas possible. Bien qu’un riche soit défini par sa différence avec les pauvres, personne de véritablement riche n’est entouré de pauvreté.

L’humanisme, comme nous le concevons ici, est l’évolution intégratrice de la conscience humaine qui pénètre les différences culturelles. Les chocs de civilisations [1], les guerres stimulées par les intérêts sectaires, tribaux et nationalistes peuvent seulement être vues comme des tares de cette géo-psychologie.

Maintenant, voyons comment le paradoxe magnifique de l’humanisme est double :

1) ce fut un mouvement qui dans une grande mesure est apparu chez les Catholiques pratiquants du XIVème siècle et ensuite a découvert une dimension séculaire de la créature humaine, et

2) il a été en outre un mouvement qui en principe revalorisait la dimension de l’homme comme individu pour atteindre, au XXème siècle, la découverte de la société dans son sens le plus plein.

Je me réfère, sur ce point, à la conception de l’individu comme ce qui est opposé à l’individualité, à l’aliénation de l’homme et de la femme en société. Si les mystiques du XVème siècle se centraient sur « son soi » comme forme de libération, les mouvements de libération du XXème siècle, bien qu’apparemment ayant échoués, on a découvert que cette attitude de monastère n’était pas morale depuis le moment qu’elle était égoïste : on ne peut pas être pleinement heureux dans un monde plein de douleur. A moins que ce soit le bonheur de l’indifférent. Mais il ne l’est pas à cause d’ un certain type d’indifférence vers la douleur d’autrui qui définit toute morale n’emporte où dans le monde. Y compris dans les monastères et les Communautés les plus fermées, traditionnellement on se donnait le luxe de s’éloigner du monde des pécheurs grâce aux subventions et aux quotes-parts qui venaient de la sueur du front des ces mêmes pécheurs.

Les Amish aux Etats-Unis, par exemple, qui utilisent aujourd’hui des chevaux pour ne pas être contaminés par l’industrie des véhicules à moteur, sont entourés de matériels qui sont arrivés jusqu’ à eux, d’une manière ou d’une autre, par un long processus mécanique et souvent par l’exploitation du prochain. Nous-mêmes, qui nous nous scandalisons de l’exploitation d’enfants dans les métiers à tisser de l’Inde ou dans les plantations en Afrique et Amérique Latine, nous consommons, d’une manière ou d’une autre, ces produits. L’orthopraxie n’éliminerait pas les injustices du monde – selon notre vision humaniste -, mais nous ne pouvons pas renoncer ou affaiblir cette conscience pour laver nos remords. Si déjà nous n’espérons plus qu’une révolution salvatrice change la réalité et change les consciences, essayons, en revanche, de ne pas perdre la conscience collective et globale pour soutenir un changement progressif, fait par les peuples et non par quelques illuminés.

Selon notre vision, que nous identifions par le dernier stade de l’humanisme, l’individu avec conscience ne peut pas éviter l’engagement social : changer la société pour que celle-ci fasse naître, à chaque pas, un individu nouveau, moralement supérieur. Le dernier humanisme évolue dans cette nouvelle dimension utopique et radicalise quelques principes de la précédente Ere Moderne, comme l’est la rébellion des masses. Raison pour laquelle nous pouvons reformuler le dilemme : il ne s’agit pas d’un problème de gauche ou de droite mais d’avant ou d’arrière. Il ne s’agit pas de choisir entre religion ou sécularisme. Il s’agit d’une tension entre l’humanisme et le tribalisme, entre une conception diverse et unitaire de l’humanité et une autre opposée : la vision fragmentée et hiérarchique dont le but est de régner, d’imposer les valeurs d’une tribu sur les autres et en même temps nier tout type d’évolution.

Telle est la racine du conflit moderne et postmoderne. Tant la Fin de l’Histoire que le Choc de Civilisations prétendent cacher ce que nous estimons être le véritable problème de fond : il n’y a pas dichotomie entre l’Est et l’Occident, entre eux et nous, mais entre la radicalisation de l’humanisme (dans son sens historique) et la réaction conservatrice que brandit encore le pouvoir mondial, bien qu’en retrait -et à partir de là sa violence.

 

 

* Jorge Majfud est auteur uruguayen et professeur de littérature latino-américaine à l’Université de Géorgie, Etats Unis. Auteur, entre autres livres, de «La reina de América» et de «La narración de lo invisible».

 

 

Traduction de l’espanol pour El Correo de : Estelle et Carlos Debiasi

 

Note :

 

[1] The clash of Civilizations , de Samuel Hungtington

 

 

 

 

 

Humanism, the West’s Last Great Utopia

 

 

One of the characteristics of conservative thought throughout modern history has been to see the world as a collection of more or less independent, isolated, and incompatible compartments.   In its discourse, this is simplified in a unique dividing line: God and the devil, us and them, the true men and the barbaric ones.  In its practice, the old obsession with borders of every kind is repeated: political, geographic, social, class, gender, etc.  These thick walls are raised with the successive accumulation of two parts fear and one part safety.

Translated into a postmodern language, this need for borders and shields is recycled and sold as micropolitics, which is to say, a fragmented thinking (propaganda) and a localist affirmation of  social problems in opposition to a more global and structural vision of the Modern Era gone by.

These regions are mental, cultural, religious, economic and political, which is why they find themselves in conflict with humanistic principles that prescribe the recognition of diversity at the same time as an implicit equality on the deepest and most valuable level of the present chaos. On the basis of this implicit principle arose the aspiration to sovereignty of the states some centuries ago: even between two kings, there could be no submissive relationship; between two sovereigns there could only be agreements, not obedience.  The wisdom of this principle was extended to the nations, taking written form in the first constitution of the United States.  Recognizing common men and women as subjects of law (“We the people…”) was the response to personal and class-based absolutisms, summed up in the outburst of Luis XIV, “l’Etat c’est Moi.”  Later, the humanist idealism of the first draft of that constitution was relativized, excluding the progressive utopia of abolishing slavery.

Conservative thought, on the other hand, traditionally has proceeded in an inverse form: if the regions are all different, then there are some that are better than others.  This last observation would be acceptable for humanism if it did not contain explicitly  one of the basic principles of conservative thought: our island, our bastion is always the best.  Moreover: our region is the region chosen by God and, therefore, it should prevail at any price.  We know it because our leaders receive in their dreams the divine word.  Others, when they dream, are delirious.

Thus, the world is a permanent competition that translates into mutual threats and, finally, into war.  The only option for the survival of the best, of the strongest, of the island chosen by God is to vanquish, annihilate the other.  There is nothing strange in the fact that conservatives throughout the world define themselves as religious individuals and, at the same time, they are the principal defenders of weaponry, whether personal or governmental.  It is, precisely, the only they tolerate about the State: the power to organize a great army in which to place all of the honor of a nation.  Health and education, in contrast, must be “personal responsibilities” and not a tax burden on the wealthiest.  According to this logic, we owe our lives to the soldiers, not to the doctors, just like the workers owe their daily bread to the rich.

At the same time that the conservatives hate Darwin’s Theory of Evolution, they are radical partisans of the law of the survival of the fittest, not applied to all species but to men and women, to countries and societies of all kinds.  What is more Darwinian than the roots of corporations and capitalism?

For the suspiciously celebrated professor of Harvard, Samuel Huntington, “imperialism is the logic and necessary consequence of universalism.”  For us humanists, no: imperialism is just the arrogance of one region that imposes itself by force on the rest, it is the annihilation of that universality, it is the imposition of uniformity in the name of universality.

Humanist universality is something else: it is the progressive maturation of a consciousness of liberation from physical, moral and intellectual slavery, of both the opressed and the oppressor in the final instant.  And there can be no full consciousness if it is not global: one region is not liberated by oppressing the others, woman is not liberated by oppressing man, and so on.  With a certain lucidity but without moral reaction, Huntington himself reminds us: “The West did not conquer the world through the superiority of its ideas, values or religion, but through its superiority in applying organized violence.  Westerners tend to forget this fact, non-Westerners never forget it.”

Conservative thought also differs from progressive thought because of its conception of history: if for the one history is inevitably degraded (as in the ancient religious conception or in the conception of the five metals of Hesiod) for the other it is a process of advancement or of evolution.  If for one we live in the best of all possible worlds, although always threatened by changes, for the other the world is far from being the image of paradise and justice, for which reason individual happiness is not possible in the midst of others’ pain.

For progressive humanism there are no healthy individuals in a sick society, just as there is no healthy society that includes sick individuals.  A healthy man is no possible with a grave problem of the liver or in the heart, like a healthy heart is not possible in a depressed or schizophrenic man.  Although a rich man is defined by his difference from the poor, nobody is truly rich when surrounded by poverty.

Humanism, as we conceive of it here, is the integrating evolution of human consciousness that transcends cultural differences.  The clash of civilizations, the wars stimulated by sectarian, tribal and nationalist interests can only be viewed as the defects of that geopsychology.

Now, we should recognize that the magnificent paradox of humanism is double: 1) it consisted of a movement that in great measure arose from the Catholic religious orders of the 14th century and later discovered a secular dimension of the human creature, and in addition 2) was a movement which in principle revalorized the dimension of man as an individual in order to achieve, in the 20th century, the discovery of society in its fullest sense.

I refer, on this point, to the conception of the individual as opposed to individuality, to the alienation of man and woman in society.  If the mystics of the 14th century focused on their self as a form of liberation, the liberation movements of the 20th century, although apparently failed, discovered that that attitude of the monastery was not moral from the moment it became selfish: one cannot be fully happy in a world filled with pain.  Unless it is the happiness of the indifferent.  But it is not due to some type of indifference toward another’s pain that morality of any kind is defined in any part of the world.  Even monasteries and the most closed communities, traditionally have been given the luxury of separation from the sinful world thanks to subsidies and quotas that originated from the sweat of the brow of sinners.  The Amish in the United States, for example, who today use horses so as not to contaminate themselves with the automotive industry, are surrounded by materials that have come to them, in one form or another, through a long mechanical process and often from the exploitation of their fellow man.  We ourselves, who are scandalized by the exploitation of children in the textile mills of India or on plantations in Africa and Latin America, consume, in one form or another, those products.  Orthopraxia would not eliminate the injustices of the world – according to our humanist vision – but we cannot renounce or distort that conscience in order to wash away our regrets.  If we no longer expect that a redemptive revolution will change reality so that the latter then changes consciences, we must still try, nonetheless, not to lose collective and global conscience in order to sustain a progressive change, authored by nations and not by a small number of enlightened people.

According to our vision, which we identify with the latest stage of humanism, the individual of conscience cannot avoid social commitment: to change society so that the latter may give birth, at each step, to a new, morally superior individual.  The latest humanism evolves in this new utopian dimension and radicalizes some of the principles of the Modern Era gone by, such as the rebellion of the masses.  For which reason we can formulate the dilemma: it is not a matter of left or right but of forward or backward.  It is not a matter of choosing between religion or secularism.  It is a matter of a tension between humanism and tribalism, between a diverse and unitary conception of humanity and another, opposed one: the fragmented and hierarchical vision whose purpose is to prevail, to impose the values of one tribe on the others and at the same time to deny any kind of evolution.

Thisis the root of the modern and postmodern conflict.  Both The End of History and The Clash of Civilizations attempt to cover up what we understand to be the true problem: there is no dichotomy between East and West, between us and them, only between the radicalization of humanism (in its historical sense) and the conservative reaction that still holds world power, although in retreat – and thus its violence.

 

 

 

Translated by Bruce Campbell

 

Bruce Campbell is an Associate Professor of Hispanic Studies at St. John’s University in Collegeville, MN, where he is chair of the Latino/Latin American Studies program.  He is the author of Mexican Murals in Times of Crisis (University of Arizona, 2003); his scholarship centers on art, culture and politics in Latin America, and his work has appeared in publications such as the Journal of Latin American Cultural Studies and XCP: Cross-cultural Poetics.  He serves as translator/editor for the «Southern Voices» project at http://www.americas.org, through which Spanish- and Portuguese-language opinion essays by Latin American authors are made available in English for the first time.

 

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