El miedo a la responsabilidad

El miedo a la responsabilidad

Al igual que otros países de la región, seguramente en este año 2004 Uruguay elegirá en las urnas un cambio político. En este caso, un cambio “hacia la izquierda”. Como tantas veces he repetido desde estas mismas páginas, ese cambio es urgente y necesario. Pero también —en gran medida— será un cambio que apuntalará la permanencia de los órdenes sociales y culturales antes criticados.

Con anterioridad, nos hemos ocupado de analizar cómo un orden dominante se encarga de capitalizar las fuerzas del adversario —del resistente— como un hábil luchador de judo, para fortalecerse con reacciones y otras justificaciones morales e ideológicas. Dejaremos todo esto de lado ahora para apuntar brevemente observaciones menos generales.

En nuestro contexto latinoamericano de principios de siglo, es necesario anotar algunas advertencias que pudieran evitarnos recaer en el mismo juego perverso del cual la mayoría —aparentemente— pretende escapar.

La primer ventaja de un cambio político en el gobierno de un país consiste en la remoción de los individuos asentados en el poder y las posiciones de privilegio. Todos aquellos que conocen las instituciones latinoamericanas por dentro saben de qué hablo: hablo de los tradicionales repartos de puestos laborales según los favores electorales, pasando por encima habilidades profesionales, méritos laborales, experiencias personales o colectivas, manoseando currículums privados de gente desesperada que sólo sirven para organizar estrategias comerciales o simplemente para burlarse de viejos colegas caídos en desgracia. (Cada día me encuentro con alguien de uno de nuestros países iberoameicanos y vuelvo advertir cuántas cosas nos diferencian y cuántas nos identifican como unidad; cuántas construcciones arbitrarias nos han puesto encima y de cuántas no podemos escapar…)

¿Cómo no entender nuestro atraso económico, nuestro desarrollo empantanado y nuestra decadencia cultural? ¿Cómo puede funcionar un país cuando los méritos escolares, laborales y profesionales valen menos que una pancarta o que una llamada telefónica? Todo eso cuando no significan un castigo al esfuerzo personal, una burla y una estafa moral.

¿Cómo no entender que, según un reciente estudio de la ONU, la mayoría de los latinoamericanos podría apoyar una dictadura si la misma le resolviese sus problemas económicos? Lo que no se subrayó en ese estudio que circuló con escándalo por todo el mundo, fue el hecho de que los encuestados estaban manifestando un hecho comprensible: si un dictador tuviese la capacidad de sacarlos del hambre y del fracaso económico, ¿por qué no preferirlo a una democracia que ha defraudado casi todas las ilusiones, morales y estomacales? ¿Acaso no está el estómago primero?

El problema original radica en que ninguna dictadura ha sido la responsable de la aniquilación del hambre, de la corrupción y del atraso material y moral. De lo único que han sido capaces fue negar la existencia del hambre, del atraso económico y de la corrupción —por no hablar de aberraciones físicas y morales aún peores, o de la destrucción de la confianza en el prójimo y de las instituciones. La actitud tolerante de muchos latinoamericanos a la idea del regreso de dictadores conocidos o por conocer demuestra no sólo ignorancia histórica sino también una gran frustración económica, social y moral.

Ahora, ¿quién es el responsable de todo ello?

Sin duda, nuestra realidad latinoamericana está inserta en un contexto geopolítico que nos condiciona. Pero que nos condicione no significa que nos determine. El psicoanálisis creó hace un siglo el mito del “destino condicionado” por la niñez —el pasado— estimulando el olvido de lo que los existencialistas de hace medio siglo intentaron resaltar: somos libres, por más condicionados que estemos. Por lo tanto, si la caída de una piedra está determinada por la ley de la gravedad, los seres humanos sólo estamos condicionados por la misma. Dicho de otra forma, una mujer puede ser víctima de la violencia familiar, pero, en última instancia, está en ella misma cambiar esa situación. No en el opresor que la golpea.

La comparación me trae a la memoria la película Memorias del subdesarrollo (Cuba, 1968). Allí el protagonista compara América Latina con una joven inestable e inconsecuente. Dejando de lado cualquier observación política o feminista por ahora, creo que podemos seguir entendiendo nuestro continente como un continente de memoria frágil, inconsecuente, “incapaz de sostener un sentimiento”. Observemos el caso de los peruanos que claman por el regreso de Fujimori, por ejemplo.

En otros países, como en Argentina y en Brasil, el cambio político ha ido todo lo más lejos que le es posible por el momento. Pero muchos siguen leyendo con impaciencia las noticias políticas como si en ellas se jugase el destino de sus sociedades. Entiendo que este destino se juega en la actitud de cada uno de nosotros cuando sobrevaloramos los cambios políticos. Esta sobrevaloración nos mantiene atrapados en una ilusión alucinógena. Mientas tanto, el sistema político —casado desde los tiempos de la pseudoindependencia con los sectores dominantes de la sociedad— se encarga de alimentar esta expectativa de inútiles y a veces sangrientas oposiciones; la espera del nuevo caudillo, del nuevo líder como si fuese el Mesías.

Claro que un cambio político es necesario. Pero no está en él ni en su grado de radicalismo, el logro de un cambio profundo. La idea de país es una idea política, como alguna vez la idea de nación fue una idea religiosa. Creo que hoy ambas ilusiones sobreviven por inercia de las instituciones heredadas, no por fuerza propia ni por deseo de los integrantes de la raza humana. En su lugar comienza a surgir —aunque demasiado lentamente— el ciudadano del mundo. Dependerá de su desobediencia a lo peor de la tradición que estructura su ser, su espíritu como conciencia social, un cambio profundo en beneficio propio y no en beneficio de las tiránicas minorías encaramadas en el poder llamado hipócritamente “democrático”.

Ahora, volviendo a nuestro momento histórico, anotemos otro aspecto ventajoso de un próximo cambio político que incumbe a los tradicionales opositores. Deberán ellos enfrentarse con la responsabilidad, ya no simplemente de “gobernar”, sino, sobre todo, de pensar soluciones, de confirmar las esperanzas propias y ajenas, de aprender a fracasar y a levantarse con humildad. Claro que en este proceso es probable que queden unos pocos de pié. Dentro de este grupo, algunos recaerán en la soberbia de sus enemigos predecesores.

Pero todo esto es parte del necesario proceso que será (1) de maduración si los pueblos optan por una “despolitizción” de sus esperanzas, o de (2) regreso a la infancia, si optan por las viejas estructuras de opresión, sean éstas de perfil democrático o abiertamente dictatoriales. Para estos últimos, les recomiendo El miedo a la libertad, de Erich From (1940), aunque soy consciente de la intrascendencia de los textos trascendentes ante la incontestable fuerza de la manipulación iconográfica de los grandes “medios de comunicación” —que son ideologizanes desde el título, ya que sería más preciso si se llamaran “medios de dominación”.

Por otra parte, y refiriéndome concretamente e los próximos cambios políticos, debo decir que muchas cosas continuarán como están. Puedo nombrar una decena de ellas, pero creo que será suficiente si me detengo un instante en la que considero la más evidente en este proceso.

Recordaré una vez más —lo vengo haciendo desde hace años— que una de las mayores enfermedades que veo en nuestro continente iberoamericano es el caudillismo. El caudillo sirve para evitar responsabilidades a cambio de soportar el robo del destino propio de los pueblos. Como tantas mentiras que nos ha inculcado la ideología dominante desde niños, una de ellas es aquella que nos dice que para que un país funcione es necesario un líder, un caudillo. Mentira. Déjenme decirlo otra vez: un país puede funcionar muy bien, y mejor aún, si la suerte nos priva de todos  tantos caudillos salvadores.

Es bajo este convencimiento que le pido al futuro presidente de Uruguay que aprenda de sus antecesores y abandone cualquier tendencia caudillista. Sólo podrá hacer un cambio importante desde su posición privilegiada si es capaz de desarticular las redes institucionalizadas del poder que oprimen a los habitantes de mi país. No basta con cambiar individuos ya que esto, a la larga, sólo ayuda a reafirmar el status quo de una sociedad que necesita un cambio cultural urgente. Por supuesto que nadie puede pretender que este cambio cultural provenga de las iniciativas de un solo individuo, de un solo partido político, aunque ese individuo sea un presidente y ese partido sea el partido gobernante. Pero no todos tenemos la misma capacidad para iniciar cambios como aquellos que están en el poder político.

A nosotros, al resto de los uruguayos, al resto de los latinoamericanos —los de adentro y los de afuera—, nos toca una tarea no menor: cambiarnos a nosotros mismos. Claro, eso si estamos interesados en hacerlo. No es obligación. Pero si elegimos evitar los cambios nos estaremos negando el derecho a protestar. Y cambiar no significa cambiar alguna postura sobre un debate como puede ser privatizar o estatizar. Cambiarnos significa remover nuestra actitud pasiva e inculpadora: significa hacernos responsables de nuestra propia libertad, del valor de nuestra libertad para revelarnos contra la opresión ajena y contra la opresión propia.

 

 

Jorge Majfud

Athens, abril de 2004

 

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