“El español en Estados Unidos”

Se veía en paz de vuelta al estudio de la lengua cuando le llamaron para ocuparse del Instituto Cervantes

Su labor en la Real Academia Española le avala como gigante en la política del español

Aquí da algunas claves de lo que será su mandato.

JESÚS RUIZ MANTILLA 23 FEB 2012 – 14:46 CET52

VÍCTOR GARCÍA DE LA CONCHA  / JAMES RAJOTTE

Perseguido por los vericuetos y las batallas públicas de la lengua, Víctor García de la Concha no ha podido refugiarse tampoco en la paz de la propia lengua. Entre el estudio, la enseñanza y la política de la misma se ha movido toda la vida. Como profesor en varios institutos, en diversas universidades y, después, como impulsor de la expansión universal del castellano al frente de la Real Academia Española (RAE).

A los 78 años, creía haber cumplido con creces su labor pública y deseaba adentrarse en el estudio profundo de un canon literario propio. Pero de nuevo recibió una llamada para ponerse al frente del Instituto Cervantes después de que Mario Vargas Llosa rechazara el ofrecimiento. Le cortaron la retirada. ¿La razón? Impulsar lo que será la gran máquina de la cultura con el Gobierno del PP. Atraer a los países hispanoamericanos en un frente común que coloque al español en su posición de dominio lingüístico global junto al inglés.

No podía decir que no. Si alguien ha impulsado las alianzas con los países de habla común, en lo que definió como la acción panhispánica, ha sido él. Ahora debe encargarse de aunar esfuerzos y no crear fricciones. Nadie como un hombre de concilio que presume de conocer y aplicar a fondo en la política y en la vida la diplomacia vaticana.

Ha llegado usted a lo que denominan el buque insignia de la cultura y resulta que tiene que cambiar el rumbo. Virar hacia el mundo hispano, ese al que se le ha dado tanto la espalda desde el propio Cervantes. Hay que virar, pero eso no implica que lo que se haya hecho hasta ahora estuviera mal. Me alegré de que al día de mi toma de posesión acudieran los cinco directores precedentes y quiero que figuren en el patronato. Cada uno ha trabajado bien y ha hecho su labor. Aquí hay mucha gente que cumple su cometido sin medios y vocacionalmente. Esta institución ha crecido a base de entusiasmo, echándose a la aventura, y esto no se puede perder. Si nos limitáramos a dar clase, estaríamos haciendo un pan como unas tortas. Lo que ha logrado el Cervantes en 20 años, comparado con otras instituciones que llevan 100 o 70 años en activo, como el Instituto Francés o el British Council, es mucho.

Aun así, hay que virar. Bueno, ligeramente.

No, bastante, mucho incluso. Bien, pero sin desatender lo que tenemos y sin perder de vista que el tiempo no nos deja.

¿Por qué? Pues para expandirnos a determinadas zonas como África, sobre todo el sur del continente, o India.

Pero no hay dinero. Hay que pensar en una presencia que a lo mejor no requiera centros, medios como el centro virtual Cervantes, aulas de nuestra marca en las universidades. Por eso urge pensar, ser imaginativos y apoyarnos en lo que tengamos, en empresas también, porque esa carrera no consiente aplazamientos. Si tardamos 15 años en llegar, el campo estará tomado.

No se había contemplado hasta ahora el mundo hispánico dentro del Cervantes como una sinergia, más bien se le ha visto como una competencia. La palabra competencia en ese sentido es absurda.

Pero así se había visto. Bueno, no creo que se haya concebido así del todo. Veamos un frente común: Estados Unidos. Nosotros tenemos allí tres centros y medio. México tiene varios. Lo que debemos hacer es establecer una alianza con ellos por una razón muy sencilla. El español allí tiene un problema común. Está contaminado, estigmatizado por considerársele vinculado a una lengua de inmigrantes que plantean problemas. Debemos emprender una labor de cambio de mentalidad en ese sentido.

Para empezar, en el reparto eurocéntrico a lo largo de sus 20 años, ¿no hubiese sido mejor centrarse en lugares donde existía una demanda real acelerada, como Estados Unidos? ¿No es tarde?Europa y el norte de África ya están básicamente atendidos. Porque se ha hecho eso podemos pensar en otros frentes. Me decían que si se abrieran 50 centros en Estados Unidos, se llenarían. Ahora no hay capacidad económica, en la época de Moratinos se habló de 10. ¿Por qué no nos unimos con México? Es lo que yo propongo. Hay disposición de ellos para colaborar. En el Gobierno y la Academia Mexicana. Me han trasladado su intención de hacerlo, de empezar a hablar de eso. Consuelo Saizar, ministra de Cultura, y Jaime Labastida, director de la Academia, llamaron el día que se conoció mi nombramiento. Urge porque el problema de esa estigmatización en la sociedad de Estados Unidos hay que abordarlo juntos, no podemos hacerlo solos.

La acción cultural, en ese sentido, ayuda a limpiar. Sí, y más si se realiza de la mano. Llevamos 20 años, no es cuestión de flagelarse, pero es necesario buscar esas nuevas alianzas, sobre todo ahora que ellos tienen economías emergentes.

De todas formas, esa visión del pasado que tiene usted sobre el Cervantes resulta leal con la institución, pero la realidad, en comparación con sus competidores que cuentan con presupuestos en ocasiones 10 veces mayores, es que esto era un hijo pobre del Estado. Nadie tenía fe en su potencial. Yo no lo creo.

Usted, cuando era director de la Real Academia, ¿no tenía la pesada sensación de que era necesario convencer a los Gobiernos para que creyeran con más fuerza en las posibilidades del español? Voy a ser sincero. Desde el Gobierno de Felipe González hasta ahora, no. La Academia fue muy pobre en épocas anteriores. No sé cómo pudo sobrevivir. A Fernando Lázaro Carreter le tocó, para empezar, reconstruir el edificio. Desde esos tiempos, cada vez que la RAE ha pedido algo, dentro de las posibilidades pudimos ir viviendo. Pero por encima de todo eso, hay que decir, estaba y está el apoyo del Rey, que eso lo tiene más que claro. Ha cruzado con nosotros el océano para asistir a congresos y reuniones, y en eso está más que volcado.

¿Cuántas veces ha sobrevolado usted el Atlántico? 50 veces. Y cada una de ellas he visitado al menos dos o tres países. Pero no solo fui yo, sino que desde entonces empezaron a venir ellos. No hay nada como entrar a casa del interesado, todo empieza y termina en personas. He hecho amigos fraternos. Como reza el dicho asturiano: Dios y el cuchu, puedenmuchu. Pero sobre todo el cuchu. Lo personal, tocarse, es importante.

¿Y cuántos le quedan por hacer? Tiene usted un aspecto envidiable, ya ha cumplido 78 años y eso se notará. Yo se lo dije honradamente al ministro Wert cuando me llamó: “Vamos a ver, yo ya tengo 78 años…”. “Pero muy bien llevados”, dijo. “Bueno, de momento…”.

Se había reorganizado la vida. Había terminado mi mandato académico. Yo tengo la gran suerte de dedicarme a algo que me gusta tanto que para mí no es trabajo. Había recuperado el espacio de la escritura, de la reflexión, salir a caminar, cosa que sigo haciendo todos los días. En fin, me llamó el ministro y le dije lo primero lo de la edad y acepté sin tener en cuenta los comentarios de los que me alertan: ¡Cómo has aceptado! ¡Te nos vas a quedar en un aeropuerto!”.

¡Hombre, por Dios! Toquemos madera. Lo que es cierto es que esa vida que usted había recuperado ha saltado por los aires. Ni me planteo arrepentirme. Los amigos me aconsejan dedicarme a la filología primera, a las academias literarias renacentistas desde las que pretendíamos aprender el renacimiento de otra manera. Explicándolo desde la perspectiva de los autores que tenían el Epithetorum opus, de Ravisius Textor, un diccionario de epítetos en los que se encontraban referencias a los clásicos y que usaban Fray Luis, Lope de Vega…

Para copiar… Para asimilar. Era la labor de la abeja para ellos. Pero, en fin, en lo que yo me estaba ocupando ahora es en realizar mi canon de la literatura. Y consiste en volver a leer ciertas obras con apoyo en la bibliografía última, que yo ya no alcancé a estudiar a fondo. ¡Lo feliz que yo he sido estos meses! Con esa relectura apoyada en estudios que han hecho alumnos nuestros. He prometido a mis amigos que no iba a dejar eso. Que voy a organizarme de manera que reservaré unas horas para mi canon.

Difícil lo veo. Bueno, como habrá un secretario general en el que se pueda descargar buena parte del trabajo y eso viene bien para la causa, aprovecharé.

Lo que ocurre es que, como usted está acostumbrado a meterse a fondo en las cosas que hace, me da la sensación de que delegar le es complicado. No, no. Precisamente porque me conozco, en el cambio de reglamento aplaudí la idea de especificar las acciones que corresponden al secretario general. No se imagina con qué detalle hemos puntualizado todo.

Aun así, tendrá tentaciones. ¿Las controlará? ¿Por qué? ¿Porque tengo fama de presidencialista?

Bueno, lo ha sido en la Real Academia. Lo fui, cierto. Y me confesaba en las juntas de Gobierno y en las comisiones. Les decía: “Vosotros sabéis que yo soy un director presidencialista”. Y me contestaban: “Por eso te hemos elegido”.

Eso tranquiliza bastante a quienes están debajo. A mí me lo contagió Fernando Lázaro Carreter. Él tenía un temperamento fuerte. Cuando le afectó un ictus, me dijo que tenía que dejarlo, y yo le convencí de que no podía porque sin esa labor sería peor para él. Me comprometí a ayudarlo a fondo y le aseguré que no haría nada sin consultarle. Él me contagió ese presidencialismo. Pero ahora no, ahora esto tiene que ser distinto, en primer lugar porque el Cervantes cuenta con una estructura distinta, con unos jefes de área más que competentes. Ahí va a estar el secretario general, y yo me dedicaré a fondo a la labor institucional.

De lo que no cabe duda es de que usted forja lealtades, porque era impactante observar a sus compañeros de la Academia en la toma de posesión haciéndole de guardia pretoriana. ¿Qué les da? ¿Miedo o cariño? Mucho cariño. Miedo no, nunca. En la Academia aprendí que la institución era más fuerte cuanto más nos tratábamos con cariño. Con la cortesía académica, que es fundamental. Yo siempre cuidé mucho a los académicos mayores, a quienes caían enfermos. Curiosamente, a medida que se hacían mayores, acudían más: Pedro Laín Entralgo, Rafael Lapesa, Ángel González, Areilza, Rosales… Yo he querido mucho a los académicos. Ahora tengo que encargarme de los directores y profesores de centros, son gente que está por ahí, por el mundo, necesitada de apoyo.

La tarea de misión que veía Lázaro Carreter en el Cervantes… Pero es que ahí damos con otro rasgo de su personalidad porque usted ha trabajado también como sacerdote. Sí. Hace ya casi medio siglo de ello y fue por poco tiempo. Pero guardo un gran respeto a esa etapa, a la que debo mucho de mi formación. No estuve en el tipo de misión a la que se refería Lázaro. Trabajé en la información de la Iglesia y fundé, siendo arzobispo Tarancón, con quien tuve una relación cercana, el semanario Esta Hora. Pero básicamente era profesor y si tuve alguna notoriedad fue porque escribía en La Nueva España. Guardo grandes amigos de entonces. Desde cardenales hasta curas de aldea. Hay gente que dice que empleo la diplomacia vaticana. No me disgusta…

Como vocación, queda, construye.Mucho va en la pasta, en la manera de ser. Hay gente conflictiva por naturaleza, que parecen salamandras, que no viven a gusto más que en el fuego, y luego hay gente de paz. Yo lo soy. Pero no por haber dedicado pocos años de mi vida a eso. Yo me recuerdo de niño como un muchacho pacífico, eso va en la manera de ser, en el carácter.

Todo construye una vida. Desde luego. Un hombre es muchos hombres. Eso lo cuenta Mario Vargas Llosa en su última novela, El sueño del celta. Aun la persona que nos parece más anodina es muchas a la vez.

También tiene su etapa como profesor de instituto. Eso fue muy importante. Lo que yo soy ahora es el final de una etapa que ha durado 50 años. Una carrera de letras. Tuve la suerte de disfrutar a grandes maestros. Fui discípulo amado de Emilio Alarcos, nada menos. De José María Cachero, José Caso, verdaderos maestros. Y a poco de terminar comencé la carrera docente con oposiciones sucesivas, de abajo arriba: primero fui adjunto y luego catedrático de instituto; en Valladolid, penene de universidad, después agregado, más tarde catedrático… Ha sido una carrera muy variada en la universidad, en Zaragoza, en Salamanca… Allí moví muchas iniciativas, incluso me hice cargo de los cursos internacionales de enseñanza de español a extranjeros, qué cosas.

Ya dicen muchos que usted tiene algo de visionario en esto del idioma. No me corresponde a mí decir eso. Soñador sí fui siempre. Pero visionario…

Lo digo por el concepto panhispánico que impulsó usted en la Real Academia y cambió la manera de percibir la enseñanza y el poder sobre el idioma. Pasó de ser castellano dictado por normas castellanas a español global, en el que América tenía tanto o más que decir sobre el idioma que España misma. Bueno, pero ahí tengo que pagar peajes. ¿Por qué yo me interesé por América? Tiene su deuda. Yo era un gran europeísta. Por mis años de estudio en Roma, algunas estancias en Alemania y porque mi padre, que era juez, se sentía muy ligado a lo francés. Cuando Fernando Lázaro me propuso ser secretario de la Academia, hablé mucho con Alonso Zamora Vicente. Fue él quien me dijo: “Víctor, por favor, ocúpate de América, estamos ciegos”. También me pidieron lo mismo Francisco Ayala y Gregorio Salvador. Fueron dos referencias que me hicieron reflexionar hondamente. Surgió la idea del panhispanismo después de ser alertado por ellos. Cuando hicimos la nueva gramática, nos planteamos la colaboración con el resto de las academias, y así ha sido con el resto de lo que se ha hecho después. Pero eso ya estaba planteado desde el principio.

¿Con antecedentes? Las academias se constituyeron como organismos correspondientes de la española, precisamente para atajar los conatos de independentismo lingüístico gracias sobre todo a Andrés Bello. Se revela y dice: “¿De qué estáis hablando? La lengua es nuestra”. Fueron academias formadas por gente de gran representatividad e influencia en los países nacientes. Algo que ocurre ahora también, son miembros de mucho peso. Estaba claro que debíamos trabajar en conjunto, y así ha sido. Mi mejor aportación a esa etapa ha sido favorecer que los tres grandes códigos puestos al día durante mis mandatos –el gramatical, el ortográfico y el léxico se hicieran como obra de todas las academias sobre el español de todo el mundo. Hoy eso es una realidad. Y nos va a servir en la labor que ahora nos toca al frente del Cervantes.

Por eso dice usted mismo que le han llamado. Por algo que resume, a mi juicio, en una carta Alfredo Matos, el director de la Academia Chilena: “Tu concepción y convicción panhispánicas ahora en perspectiva transhispánica universal”.

Eso puede ser un eje de su mandato. Así es.

Pero antes debe limar las asperezas eternas entre los Ministerios de Educación y Cultura y Exteriores para hacerse fuertes en esta institución. ¿Cómo va la lucha? Hay varios organismos de la cultura española que van por su parte. Existe una dispersión de esfuerzos que sumados producirían una sinergia considerable. Hace falta ponernos a remediarlo. Cada entidad tiene su normativa, pero con un poco de buena voluntad por parte de todos El Cervantes está ausente de América Latina, pero los centros culturales españoles que existen allí pueden servir de palestra para organizar cosas en conjunto. A eso llegaremos pronto porque es tan obvio que resulta difícil encontrar quien esté en contra de eso. Se ha señalado que en la toma de posesión, el ministro de Exteriores dejó claro que esto era suyo y lo hizo en presencia del responsable de Educación y Cultura. Pero yo puedo decir que se han dado pasos para clarificar todo eso. Lo primero que hemos hecho es modificar el reglamento. Ha sido fácil, y por eso mismo pienso que cuando llame a las puertas para unir sinergias, estoy muy confiado en que se va a conseguir y será un paso importante.

¿El reto de lo digital nos desborda para el idioma también? Sí, y eso exige investigación, negociación comercial con las grandes firmas, es un momento en que urge pensar, por muchas razones, y urge superar los compartimentos pequeños y unirse en sinergia no solo a nivel del Estado, sino con relaciones estrechas con las industrias culturales y con las empresas a las que interese la promoción de sus labores. No solo la cultura, también la ciencia, la tecnología. Todo eso está por pensar y por definir. Vendrá el mecenazgo y la ayuda, pero no porque pidamos, sino para ofrecerles.

¿Por qué? ¿Se acabó ir de pedigüeños? ¿Es a ellas a las que se debe convencer de que pueden sacar idéntico partido?Efectivamente. Hay que venderles a las empresas el valor de sus posibilidades abiertas al español para hacer cosas conjuntas. Es un problema de apertura y de vuelo. Aunque solo sea por la rentabilidad económica que les supone a las empresas. En Estados Unidos, dos de cada tres estudiantes la eligen como segunda lengua. ¿Por qué? Porque dicen que es útil. Para ganarse la vida. Ese cambio de mentalidad no lo podemos hacer solos, sino con los protagonistas de todo ese fenómeno, que son los países hispanoamericanos.

 

 

Guardián e impulsor global del español

 

Víctor García de la Concha (Villaviciosa, Asturias, 1934), filólogo y licenciado en Teología, estudió en la Universidad de Oviedo y en la Gregoriana de Roma. Su carrera como docente transcurrió a partir de los años sesenta en diferentes institutos de secundaria hasta que llegó a la universidad, donde ha desarrollado su labor como catedrático en Zaragoza y Salamanca, principalmente.

Desarrolló tres mandatos al frente de la Real Academia Española (RAE), a la que dio un impulso modernizador entre 1998 y 2010 cuando sustituyó en el cargo a Fernando Lázaro Carreter. Había sido nombrado académico en 1992 para ocupar el sillón con la letra c minúscula. Ha sido reconocido con el Toisón de Oro por parte del rey Juan Carlos, así como con el Premio Internacional Menéndez Pelayo. (En la foto, en Santander, en 1988).

 

 

[Fuente : Diario El Pais de Madrid, 26 de Febrero de 2012.]

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El tiempo amarillo de Castilla y León

Un libro recupera cómo era la sociedad en esta región entre 1839 y 1936.- Las fotos se muestran en una exposición en León

Memoria del tiempo. Fotografía y sociedad en Castilla y León, 1839-1936. Publio López Mondéjar. Editorial Lunwerg. La exposición puede verse en León, en el Instituto leonés de Cultura, del 7 de junio al 7 de julio.

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Las monjas de clausura pasean en fila por el patio del monasterio de las Huelgas; los novicios del monasterio de San Isidro de Dueñas envuelven tabletas de chocolate La Trapa; las niñas cosen en un taller de costura o la vieja diligencia espera a sus pasajeros ante el parador de Reinosa. Son imágenes de hace un siglo, «tiempo amarillo sobre mi fotografía», decía Miguel Hernández, la memoria visual de unos años ya lejanos rescatada por el fotohistoriador y académico de Bellas Artes de San Fernando Publio López Mondéjar (Casasimarro, Cuenca, 1946) en un libro, Memoria del tiempo, fotografía y sociedad en Castilla y León, 1839 a 1936 (editorial Lunwerg), que «habla de lo que somos y de lo que fueron nuestros padres». La elección de las fechas no es casual. Arranca el 7 de enero de 1839, cuando en la Academia de Ciencias de París se daba cuenta del invento de Niepce y Daguerre, el daguerrotipo, y finaliza con el estallido de la Guerra Civil española.

A mediados del siglo XIX era una de las regiones más pobres y despobladas de España

Con el ascenso de la burguesía harinera, llegan los fotógrafos aficionados que documentan las fiestas familiares

Armados con pesadas cámaras los aventureros ingleses se lanzaron a descubrir los conventos, catedrales, torres y campos de España. Clifford, Laurent y Martínez Hebert fueron los pioneros en el retrato fotográfico de Castilla. Los grandes viajeros del XIX encontraban estas tierras pintorescas, y los primerizos fotógrafos suspiraban por ellas. También pintores como Solana o Zuloaga plasmaron en sus cuadros la quietud de un paisaje amado por los románticos. «A Castilla la ha hecho la literatura», decía Azorín. También la fotografía. «Fue una época muy documentada», afirma el antropólogo Luis Díaz Viana (Zamora, 1951), profesor del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y presidente de la Asociación de Antropología de Castilla y León. «Tenison, Atkinson, Clifford. Masson, Francis Frith y J. Laurent muestran las grandes obras, las presas, los túneles, los ferrocarriles, como una plasmación de las utopías del progreso, aunque documentan también las utopías del pasado, es decir lo pintoresco, lo folklórico. Son los dos polos de la fotografía y la realidad está en medio», añade Díaz Viana, quien subraya que «los retratos captan el instante, pero escamotean el tiempo histórico. De ahí la importancia de la memoria porque la historia que hable de un tiempo lineal es insuficiente. Necesitamos memoria para ir componiendo el espacio, el tiempo».

Las imágenes nos hablan de una realidad miserable y cambiante. A mediados del siglo XIX, Castilla y León era una de las regiones más pobres y despobladas de España. En 1857 estaban censados 15.464.340 españoles. De ellos, solo 2.083.129 vivían en las provincias castellanas. Ávila, Palencia y Soria -ésta última no llegaba ni a los 6.000 habitantes-, apenas superaban los 150.000. Las provincias más pobladas eran León, con 346.756; Valladolid, con 244.023 y Zamora con 249.146. Comparadas con el medio millón de habitantes de Alicante, Oviedo, Pontevedra, Murcia, Málaga y Madrid, la diferencia era abismal. El progreso se alejaba de zonas que en otro tiempo conocieron momentos de bonanza con la minería o el ganado. Tal como la definía Azorín, «Castilla está recogida sobre sí misma, florece un momento la industria, crece el comercio. Rápidamente las ciudades, con su opulencia, absorben la población rural, y quedan las tierras sin cultivo…»

Demanda de retratos

A finales del siglo XIX, la demanda de retratos se intensificó. No podían faltar en casi ninguna ceremonia. Fotógrafos de bodas, comuniones y bautizos se establecieron en todas las capitales de provincia. El auge llegó en 1874, cuando los fotógrafos retratistas abren tienda en las principales ciudades de España. En Castilla había poco mercado, solo en Valladolid, por el comercio del cereal y en Burgos, por los servicios, era rentable, pero los fotógrafos ambulantes se desplazaban por los pueblos retratando a vivos y muertos. La fotografía de difuntos se hace popular por «la voluntad de tener al muerto» y enviar su foto de cuerpo presente a los familiares que se encontraban lejos. Las malas noticias no se creen del todo si no existe la prueba y la certeza la proporcionaban esas imágenes de niños en su cunita ataúd, del padre, la madre o la abuela engalanados para la posteridad.

La realidad era también el comercio sexual. Señoritas sin apenas ropa, con sonrisa pícara y la pierna ligeramente levantada. Escenas de prostíbulo que coleccionaban señores con puro y leontina. Todas estas imágenes requerían una cierta escenografía. El retrato se engalana con escaleras, balaustradas y sillones isabelinos. Los franceses pusieron de moda decorar el estudio imitando un salón lleno de muebles y, con esfuerzo, los fotógrafos castellanos, se empeñaron hasta las cejas para conseguirlos. Más tarde llegarían los decorados, papeles pintados con paisajes para resaltar los retratos de encargo. Un poco después, con el ascenso de la burguesía harinera, llegan los fotógrafos aficionados que documentan las fiestas familiares y el paso del tiempo.

A finales del siglo XIX, España pierde sus últimas colonias. La generación del 98 vuelve sus ojos hacia Castilla para cantarla en poemas y crear el mito de lo castellano. Aparece lo que Luis Díaz Viana llama «el miserabilismo», denigrar lo que se está ensalzando. Jalean lo arcaico y, al tiempo, señalan que ha de cambiar ante el progreso. Los ojos los escritores se posaron en la Castilla más pobre, la de los páramos, mientras Menéndez Pidal ensalzaba la «tradición y el idioma».

Inés Fernández Ordóñez (Madrid, 1961), la primera mujer filóloga en la Real Academia Española (RAE), catedrática de Lengua Española en la Universidad Autónoma de Madrid y responsable del Corpus Oral y Sonoro del Español Rural, un trabajo de campo que recoge la lengua hablada en el entorno rural, también la variedad castellana, rebate la idea de Castilla como base única del lenguaje moderno. «No hay que confundir castellano, el nombre, con el origen lingüístico de todas las soluciones que hoy se dan en el castellano o español, un producto de innovaciones lingüísticas que, a veces, tienen su origen en León, otras, en La Mancha, en Navarra, en Aragón y también en la Castilla del norte, claro. Es una lengua que es propia de toda la zona central peninsular. La escuela filológica española que fundó Menéndez Pidal afirmó que la impronta que le daba más carácter a la lengua era la de origen castellano porque Menéndez Pidal identificó una fonética supuestamente castellana con la fonética del español, pero en el análisis de una variedad lingüística no solo hay que tener en cuenta la fonética sino también la morfología, la sintaxis y el léxico. Si consideramos todo en su conjunto se ve claramente que la solución actual de lo que llamamos español, o castellano, es una lengua, en la que a veces han triunfado soluciones leonesas, o navarras, o meridionales, frente a las del castellano del Norte, es decir que es el resultado del cruce de muchas variedades lingüísticas. Y no es lo mismo la Castilla del siglo X, que la del XIII o la de los Reyes Católicos, es un reino que va ensanchando sus fronteras y como tal va asumiendo poblaciones que lingüísticamente en origen no eran castellanas».

Corazón de España

Castilla se retrata como el corazón de España. Cuando Franco se erige en caudillo desde Burgos, lo castellano, recio, seco y austero, se afianza en el ideario nacional. «Resulta muy curioso el juego de identificaciones respecto a las culturas que pasan por Castilla, dice Díaz Viana, porque los celtíberos eran de aquí, pero los romanos, no; más tarde, los visigodos vuelven a ser de aquí. Es ese juego del yo que lo domina todo. Hablamos un dialecto del latín. Somos romanos y árabes».

A principios del siglo XX, en Castilla se inicia tímidamente el ascenso de la población. Una ilusión. En 1918, la gripe hizo estragos. Años más tarde, la Guerra Civil vuelve a diezmar el número de habitantes. La población española superaba entonces los 15 millones pero Castilla apenas pasaba de los dos. La pobreza era evidente. Julio Caro Baroja describe a los castellanos en Pueblos de España como un pueblo de contrastes, de la pobreza a la ostentación, del boato de las celebraciones y de los trajes tradicionales de fiesta, a la miseria.

Los antropólogos distinguen varias Castillas. La del cereal, la de tierra de pinares -Valladolid, Ávila y Soria que vivían del piñón, de los pinares, de la resina- la del vino, o la ganadera como la zona de Sanabria, en Zamora. Es la región más extensa de Europa, con pocos habitantes de los que uno de cada tres vive fuera. «Castilla es muy diferente -asegura Díaz Viana-, unida por lo cultural, etnográficamente hablando, entendido como un recurso, no como una rémora, no como montones de piedras que hay que mantener. Yo vengo defendiendo la necesidad de la comarcalización. Castilla o se reorganiza en comarcas o no va a ninguna parte. Porque es una zona de una gran dispersión, de poblaciones de pequeños núcleos con recursos muy limitados».

Estereotipo

Castilla se convierte en un estereotipo. Azorín, Machado, Unamuno, o Delibes, trazan retratos que elevan a estereotipos como los pelados campos, o el clima árido que forja el carácter castellano «juicioso, sumiso, lacónico, seco, austero, fatalista o los palurdos sin danzas ni canciones». La idea de que el campo es conservador y reaccionario cobra fuerza.

Díaz Viana rebate los tópicos y los mitos. «Cómo se puede decir de esta gente que es retrógrada, reaccionaria, cuando han estado dedicando sus esfuerzos, el dinero que sacaban del campo, para la educación de sus hijos. Castilla es una de las zonas de España con un índice muy bajo de analfabetismo desde hace mucho tiempo y además entre mujeres, porque eran ellas las que llevaban las cuentas. Tenemos una Castilla muy equivocada en la cabeza. Esa Castilla es de viajero de tren».

FOTOS ANTIGUAS>>

[fuente El País, ler más >>]

Retrato de una Academia anclada en la Historia

Basilique Franco

Image via Wikipedia

Ritos religiosos, cargos vitalicios, rotunda hegemonía masculina y una desatención por la España contemporánea lastran la institución

Los miembros de la Real Academia de la Historia, antes y después de cada junta general, se encomiendan a Dios. «Que el Espíritu Santo ilumine con su gracia nuestra inteligencia y nuestro corazón», es la oración que precede el inicio de las sesiones de los viernes. El breve rezo en latín es una herencia que la institución no ha desterrado de sus rituales. No es el único lastre que arrastra del pasado: otras son la presencia de un arzobispo (en la actualidad, monseñor Antonio Cañizares), el escaso número de mujeres, la hegemonía centralista (apenas hay académicos de la periferia), el predominio de especialistas en tiempos gloriosos de reyes y conquistadores y algunas funciones anacrónicas, como la de censor. Este cargo, que ahora desempeña el decano de la Real Academia de la Historia, Carlos Seco Serrano, parece simbólico en la práctica, pero podría no serlo. Todos los discursos de ingreso, recepción y contestación de los nuevos académicos son supervisados por él. Un incesante chaparrón de críticas y denuncias

«Funciona como un club sumamente restringido», critica Ángel Viñas. Un académico denuncia que un grupo de presión decide los ingresos. Se mantienen viejas tradiciones, como la de rezar antes de las juntas generales.

«Es necesario que se dé entrada a otras generaciones», según F. Marías

No suele alterarlos, según un académico, pero podría hacerlo. Lo cierto es que la entrada de nuevos miembros apenas aviva el debate. A diferencia de lo que ocurre en la Real Academia Española (RAE), donde acostumbran a disputarse los sillones dos y tres candidatos, en la de Historia reina la absoluta unanimidad. En raras ocasiones se presenta más de un aspirante a los puestos vacantes.

En los últimos años abundan los candidatos propuestos por la historiadora Carmen Iglesias, la segunda mujer en ingresar en la Academia (ha arropado a tres de los seis últimos en ingresar), y Luis Suárez, especialista en Historia Medieval y autor de la complaciente biografía de Franco en elDiccionario Biográfico Español (tres de seis, también). Para ciertos académicos, es evidente que hay «un grupo de presión» con gran influencia a la hora de decidir quiénes se sentarán en las sesiones de la institución de la calle de León.

Al igual que ocurre en la RAE, tiene que ser una terna de académicos los que defiendan la conveniencia de postular a un candidato. Los últimos electos han sido el arabista Serafín Fanjul y Fernando Marías, historiador del Arte. Con anterioridad, lo fue Luis Alberto de Cuenca. «Funciona como un club sumamemente restringido, por cooptación. Prefiero el sistema británico, más competitivo y abierto», sostiene Ángel Viñas.

Aunque la RAE y la RAH nacieron en el mismo siglo, el XVIII, empujadas por el mismo soplo de aire ilustrador y con similares prácticas, en los últimos años se han ido diferenciando en algunos aspectos. En la reforma de sus estatutos, la RAE aprovechó para suprimir los cargos vitalicios. La RAH, por el contrario, ha decidido mantener los de secretario, anticuario y bibliotecario como perpetuos, algo que no ocurre con la figura del director.

La institución histórica nació bajo los auspicios de Felipe V. En la cédula real de 1735 se animaba ya a realizar un diccionario que ayudase a aclarar «la importante verdad de los sucesos, desterrando las fábulas introducidas por la ignorancia o por la malicia, conduciendo al conocimiento de muchas cosas que oscureció la antigüedad o tiene sepultado el descuido».

Ha costado casi tres siglos la tarea, pero algunos aspectos relacionados con la historia más reciente no brillan por su esmero en establecer hechos objetivos. «Si un admirador de un autor polémico hace su biografía, como el caso de Luis Suárez Fernández y Franco, siempre tendremos textos casi hagiográficos o muy benévolos hacia su gestión y conducta», señala el historiador Enrique Moradiellos. La fallida elección de algunos biógrafos es una de las razones de la controversia que ha generado el Diccionario Biográfico Español, pero el origen entronca con la propia composición de la RAH, donde no están representados especialistas en la historia más reciente.

La comisión de Historia Contemporánea de la Academia -que por extensión se ocupó de supervisar contenidos del Diccionario– está formada por Miguel Artola (respetadísimo historiador del siglo XIX), Vicente Palacio (colaborador de autores vinculados al franquismo como Ricardo de la Cierva y biógrafo del Rey), Miguel Ángel Ochoa Brun (historiador de la diplomacia y la política exterior) y Carlos Seco Serrano (autor de una vasta obra sobre Alfonso XIII y Eduardo Dato).

De la institución están ausentes algunos reputados historiadores como Santos Juliá, Josep Fontana, Jordi Nadal o Juan Pablo Fusi, por citar algunos nombres. Salvo recientes incorporaciones, la media de edad de los académicos es muy alta: 15 de los 36 tienen más de 80 años. «Habría que remozarla internamente, rebajar la edad media de sus integrantes y ampliarla en número y funciones», plantea Enrique Moradiellos.

Incluso su director, Gonzalo Anes, acepta que la renovación generacional y la entrada de mujeres y expertos en temas contemporáneos son asuntos pendientes. «Con el tiempo desaparecerá esta desigualdad», asegura. Aunque hay académicos que, como el arabista Juan Vernet, son partidarios de que la Academia admita más mujeres pero siga fiel a sus tradiciones -«Yo no tocaría nada»-, los más jóvenes son conscientes de que la renovación es inevitable. «Todas las instituciones deben renovarse. Es lógico y necesario que se dé entrada a otras generaciones», afirma Fernando Marías, que, con toda la cautela, sugiere que algunas de las entradas del diccionario que se preveían polémicas «tal vez deberían haber sido controladas por la institución y no dejar la responsabilidad a autores singulares». Como es partidario de «aplicar la exigencia científica a la disciplina histórica», intuye que se creará una comisión, interna y externa, para revisar los posibles errores». Una corrección que según el propio Anes se pondrá en marcha desde la versión digital de la obra.

Tan cauto como su colega, el poeta y filólogo Luis Alberto de Cuenca reconoce que «la edad media de la academia es alta», pero matiza: «Hay gente valiosísima que teniendo mucha edad son pilares de la historiografía española». Ambos coinciden en que la renovación de la Academia debe pasar también por la incorporación de más mujeres. «Es una de las asignaturas pendientes y hay historiadoras estupendas», dice De Cuenca. Ninguno, sin embargo, es partidario de establecer cuotas. «La mujer debe tener una presencia obligatoria, pero natural», afirma Fernando Marías. «No creo que las cuotas ayuden a la dignidad femenina. En política es normal porque hablamos de los representantes de la ciudadanía y las mujeres son aproximadamente el 50%, pero las academias no representan a nadie». Fundada en 1738, hubo que esperar a 1935 para que ingresara en ella una mujer: Mercedes Gaibrois. La siguiente en hacerlo fue, en 1991, Carmen Iglesias, a la que seguirían, hasta hoy, solo dos historiadoras más: Josefina Gómez Mendoza, en 2003 y Carmen Sanz Ayán, en 2006.

Los miembros de la Real Academia de la Historia, antes y después de cada junta general, se encomiendan a Dios. «Que el Espíritu Santo ilumine con su gracia nuestra inteligencia y nuestro corazón», es la oración que precede el inicio de las sesiones de los viernes. El breve rezo en latín es una herencia que la institución no ha desterrado de sus rituales. No es el único lastre que arrastra del pasado: otras son la presencia de un arzobispo (en la actualidad, monseñor Antonio Cañizares), el escaso número de mujeres, la hegemonía centralista (apenas hay académicos de la periferia), el predominio de especialistas en tiempos gloriosos de reyes y conquistadores y algunas funciones anacrónicas, como la de censor. Este cargo, que ahora desempeña el decano de la Real Academia de la Historia, Carlos Seco Serrano, parece simbólico en la práctica, pero podría no serlo. Todos los discursos de ingreso, recepción y contestación de los nuevos académicos son supervisados por él.

 

No suele alterarlos, según un académico, pero podría hacerlo. Lo cierto es que la entrada de nuevos miembros apenas aviva el debate. A diferencia de lo que ocurre en la Real Academia Española (RAE), donde acostumbran a disputarse los sillones dos y tres candidatos, en la de Historia reina la absoluta unanimidad. En raras ocasiones se presenta más de un aspirante a los puestos vacantes.

En los últimos años abundan los candidatos propuestos por la historiadora Carmen Iglesias, la segunda mujer en ingresar en la Academia (ha arropado a tres de los seis últimos en ingresar), y Luis Suárez, especialista en Historia Medieval y autor de la complaciente biografía de Franco en elDiccionario Biográfico Español (tres de seis, también). Para ciertos académicos, es evidente que hay «un grupo de presión» con gran influencia a la hora de decidir quiénes se sentarán en las sesiones de la institución de la calle de León.

Al igual que ocurre en la RAE, tiene que ser una terna de académicos los que defiendan la conveniencia de postular a un candidato. Los últimos electos han sido el arabista Serafín Fanjul y Fernando Marías, historiador del Arte. Con anterioridad, lo fue Luis Alberto de Cuenca. «Funciona como un club sumamemente restringido, por cooptación. Prefiero el sistema británico, más competitivo y abierto», sostiene Ángel Viñas.

Aunque la RAE y la RAH nacieron en el mismo siglo, el XVIII, empujadas por el mismo soplo de aire ilustrador y con similares prácticas, en los últimos años se han ido diferenciando en algunos aspectos. En la reforma de sus estatutos, la RAE aprovechó para suprimir los cargos vitalicios. La RAH, por el contrario, ha decidido mantener los de secretario, anticuario y bibliotecario como perpetuos, algo que no ocurre con la figura del director.

La institución histórica nació bajo los auspicios de Felipe V. En la cédula real de 1735 se animaba ya a realizar un diccionario que ayudase a aclarar «la importante verdad de los sucesos, desterrando las fábulas introducidas por la ignorancia o por la malicia, conduciendo al conocimiento de muchas cosas que oscureció la antigüedad o tiene sepultado el descuido».

Ha costado casi tres siglos la tarea, pero algunos aspectos relacionados con la historia más reciente no brillan por su esmero en establecer hechos objetivos. «Si un admirador de un autor polémico hace su biografía, como el caso de Luis Suárez Fernández y Franco, siempre tendremos textos casi hagiográficos o muy benévolos hacia su gestión y conducta», señala el historiador Enrique Moradiellos. La fallida elección de algunos biógrafos es una de las razones de la controversia que ha generado el Diccionario Biográfico Español, pero el origen entronca con la propia composición de la RAH, donde no están representados especialistas en la historia más reciente.

La comisión de Historia Contemporánea de la Academia -que por extensión se ocupó de supervisar contenidos del Diccionario– está formada por Miguel Artola (respetadísimo historiador del siglo XIX), Vicente Palacio (colaborador de autores vinculados al franquismo como Ricardo de la Cierva y biógrafo del Rey), Miguel Ángel Ochoa Brun (historiador de la diplomacia y la política exterior) y Carlos Seco Serrano (autor de una vasta obra sobre Alfonso XIII y Eduardo Dato).

De la institución están ausentes algunos reputados historiadores como Santos Juliá, Josep Fontana, Jordi Nadal o Juan Pablo Fusi, por citar algunos nombres. Salvo recientes incorporaciones, la media de edad de los académicos es muy alta: 15 de los 36 tienen más de 80 años. «Habría que remozarla internamente, rebajar la edad media de sus integrantes y ampliarla en número y funciones», plantea Enrique Moradiellos.

Incluso su director, Gonzalo Anes, acepta que la renovación generacional y la entrada de mujeres y expertos en temas contemporáneos son asuntos pendientes. «Con el tiempo desaparecerá esta desigualdad», asegura. Aunque hay académicos que, como el arabista Juan Vernet, son partidarios de que la Academia admita más mujeres pero siga fiel a sus tradiciones -«Yo no tocaría nada»-, los más jóvenes son conscientes de que la renovación es inevitable. «Todas las instituciones deben renovarse. Es lógico y necesario que se dé entrada a otras generaciones», afirma Fernando Marías, que, con toda la cautela, sugiere que algunas de las entradas del diccionario que se preveían polémicas «tal vez deberían haber sido controladas por la institución y no dejar la responsabilidad a autores singulares». Como es partidario de «aplicar la exigencia científica a la disciplina histórica», intuye que se creará una comisión, interna y externa, para revisar los posibles errores». Una corrección que según el propio Anes se pondrá en marcha desde la versión digital de la obra.

Tan cauto como su colega, el poeta y filólogo Luis Alberto de Cuenca reconoce que «la edad media de la academia es alta», pero matiza: «Hay gente valiosísima que teniendo mucha edad son pilares de la historiografía española». Ambos coinciden en que la renovación de la Academia debe pasar también por la incorporación de más mujeres. «Es una de las asignaturas pendientes y hay historiadoras estupendas», dice De Cuenca. Ninguno, sin embargo, es partidario de establecer cuotas. «La mujer debe tener una presencia obligatoria, pero natural», afirma Fernando Marías. «No creo que las cuotas ayuden a la dignidad femenina. En política es normal porque hablamos de los representantes de la ciudadanía y las mujeres son aproximadamente el 50%, pero las academias no representan a nadie». Fundada en 1738, hubo que esperar a 1935 para que ingresara en ella una mujer: Mercedes Gaibrois. La siguiente en hacerlo fue, en 1991, Carmen Iglesias, a la que seguirían, hasta hoy, solo dos historiadoras más: Josefina Gómez Mendoza, en 2003 y Carmen Sanz Ayán, en 2006.

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