Intellectus interruptus

El recorte y la austeridad llegan a la literatura periodística

Por los años noventa, todavía en pleno siglo XX, solía escribir por cinco o seis horas ininterrumpidas en

una maquina checa que había comprado a precio de chatarra un domingo en la feria de Tristán Narvaja de Montevideo, algo así como el Rastro de Madrid o algún marché aux puces en París. En aquel solitario cuarto de estudiante que daba a un callejón de la Ciudad Vieja, escribía y reescribía cuatro o cinco veces el mismo capítulo de una novela. La parte más difícil era siempre la reducción. Por lo menos era esa parte artesanal la que me consumía más tiempo. Pero lo hacía con pasión, con placer y sin ninguna urgencia, ya que por entonces no escribía para publicar.

Unos años después publiqué mi primera novela, en parte resultado de esa lucha caótica entre obsesiones, alucinaciones personales y el casi imposible fenómeno de la comunicación de un mundo fantasmagórico que puede ser muy significativo para uno pero no para el resto. Estoy seguro que si en algo he logrado comunicarme con los demás usando o usurpando ese arte sagrado que es la literatura, fue gracias a sucesivas mutilaciones: la comunicación de las emociones más profundas apenas se da en un estrecho espacio común entre las locuras propias y las particularidades ajenas. Así, un escritor de ficción que publica tiene que convertirse en un fabulador doble en el sentido de que debe ser verosímil para poder decir apenas un poco de toda la verdad que vive debajo de una superficie razonable.

Gracias a esa novelita conocí en pocos meses a varios periodistas jóvenes, cuya amistad conservo hasta el día de hoy. Un día, uno de ellos me pidió que escribiese un artículo sobre el tema de una conversación que habíamos tenido, advirtiéndome que solo disponía de un espacio de cuatro mil palabras. Nunca me imaginé que, para desdicha de tantos lectores, ese iba a ser el primer artículo de muchos cientos que llevo publicados hasta hoy. De vez en cuando descubro que muchos de ellos han sido republicados en diarios y revistas, a veces firmados por error con otros nombres. Normalmente me basta con leer dos frases para saber si las escribí yo o alguien más, aunque hayan pasado quince años. Siempre excuso estos errores pero me cuido de protestar, con cierto éxito, cuando descubro mi nombre en artículos que nunca escribí. No es justo secuestrar méritos ni hacerse responsable de las locuras ajenas.

A fines del siglo, todavía se podían encontrar artículos de cuatro o cinco mil palabras en publicaciones no académicas. Al poco tiempo pude sentir, más allá de comprender, el beneficio didáctico de reducir largos ensayos a este número que al principio parecía tan avaro.

Por la vuelta de los primeros tres o cuatro años del siglo XXI, los editores ya habrían aumentado sus exigencias de cuatro mil a dos mil palabras. Recuerdo un importante diario mexicano que una vez me devolvió mi habitual artículo semanal porque pasaba de las 1.800 palabras. Amablemente, me sugirieron llevarlo hasta ese número. Así lo hice, seguro de que la brevedad es una forma de amabilidad, y continué publicando allí y en otros diarios del continente, que aparentemente se sintieron más cómodos con el nuevo formato.

Pocos años después el número sagrado se había encogido a 1.200, lo cual coincidía con el estándar del continente y uno o dos años más tarde a solo mil palabras.

No hace mucho, uno de los medios mas leídos del mundo me pidió cuatro veces que redujera un artículo solicitado hasta 800 palabras. La primera vez les envié el artículo de mil palabras. Me respondieron que hiciera un esfuerzo para llevarlo a 850. Les envié otro de 900, asumiendo cierta flexibilidad. Rechazado. En otro momento, hubiese renunciado a enviar otra versión, pero me interesaba mucho dar a conocer el tema del cual trataba el disputado artículo. Perdido por perdido, lo mutilé hasta hacerlo entrar en 850 palabras. Naturalmente, fue publicado.

A la fecha de hoy, el nivel de flotación de los artículos de opinión anda por las ochocientas palabras, y descontando.

Ahora, al igual que para los editores de folletos y panfletos que llenan nuestros buzones y de los best-sellers que se venden por kilogramo, esta dramática e ilimitada reducción de los textos en los actuales medios masivos no se debe a un problema de espacio, como ocurría desde los antiguos egipcios y sumerios, pasando por los amanuenses de convento, los incunables, los herejes hermeneutas, los enciclopedistas franceses y todas las publicaciones periódicas en papel desde siglo XVIII al XX. Se debe al Nuevo Lector.

No pretendo poner de modelo de lectura a un ladrillo como el Ser y la Nada de Sartre, aunque lo recomiendo al menos como ejercicio intelectual. El problema es que cada día los lectores tenemos más cosas a las que prestar atención. Casi todas ellas distracciones; casi todas, estímulos fallidos. No tenemos más opciones que antes; eso es adolescentemente falso. Sólo tenemos más distracciones y, en consecuencia, más necesidades de interrumpir algo que apenas comenzamos.

Pero el día de los hombres y de las mujeres sigue teniendo veinticuatro horas. Las mismas veinticuatro horas de un lector de Flaubert y de Dostoievsky, de Kafka y de Ernesto Sábato. Por consiguiente, tenemos el mismo tiempo para ocuparnos de más cosas y llegar al fondo de ninguna.

Me temo que el jibarismo que está sufriendo la literatura periodística no se debe a la calidad sino a ciertas carencias del Nuevo Lector (aparte de un orgullo ciego y autocomplaciente, casi siempre apoyado en la excusa generacional, que le impide cualquier autocrítica). No se debe al arte de la síntesis sino al de la mutilación.

Me temo que el ejercicio de reducir, pronto se convertirá en un esfuerzo por estirar una idea hasta 140 caracteres. Probablemente sobren 10 o 20. Probablemente el Nuevo Pensamiento se las arregle bastante bien con un par de emoticones. :/

Jorge Majfud

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La imaginación de la historia

Basic Algebra Review

Basic Algebra Review

La imaginación de la historia

El inicio del siglo XXI se parece mucho al final del siglo XI. Por entonces, Europa, la periferia del desarrollo mundial, inició un lento y sistemático ataque militar y religioso al centro del imperio del momento, el imperio árabe o musulmán. Cuando hoy Occidente mira hacia el siglo XI, casi por norma olvida o no puede sacudirse la percepción en la que hemos vivido siempre: el mundo occidental como centro de la cultura, la civilización y el desarrollo económico, y la periferia africana y asiática como el mundo bárbaro y fanatizado por el proselitismo religioso.

La verdad es estrictamente la contraria. Durante la Edad Media y hasta comienzos del Renacimiento, Roma y las principales ciudades europeas, con excepción de la deliberadamente olvidada Córdoba en España, eran lo que hoy son, comparativamente, Damasco o Bagdad. Incluso menos, porque por entonces Londres y Paris eran ciudades más bien caóticas, de apenas quince mil habitantes una y cuarenta mil la otra, desarticuladas y más bien sucias. Incluso Tenochtitlán (México) era una urbe más grande, más desarrollada y mejor planificada que las principales capitales de Europa. Sólo la multicultural y vibrante Córdoba, uno de los principales centros de la civilización del mundo, tenía más de medio millón de habitantes en el siglo XI y unos siglos después de las sucesivas limpiezas étnicas había sido reducida a unas pocas decenas de miles.

Cuando la España de Fernando e Isabel y sus sucesores termina de expulsar a los judíos y moros de la península (Hispania, Spania o Al Ándalus), las ciudades y capitales vencedoras lucían bastante primitivas en comparación a Córdoba o a la Alhambra. La imaginación histórica (no muy diferente a la imaginación narrativa) tiende a identificar aquellas urbes vencedoras con las más contemporáneas Madrid, Sevilla o Londres, no en las imágenes urbanas actuales sino en los mapas dibujados por dicotomías como centro-periferia, civilización-barbarie, ciencia-mitología, razón-fuerza, tolerancia-fanatismo, etc.

Por supuesto que la triste yihad, aunque es una palabra árabe, tampoco fue un invento árabe. Las matanzas por mandato de algún dios colérico o lleno de amor y misericordia son milenarias; las usaron los mahometanos que expandieron el imperio y sirvió para promover y justificar las brutales Cruzadas cristianas contra los pueblos surorientales y contra el centro político, religioso y cultural de la época. Los “cara pálidas”, rubios de ojos claros eran el equivalente a lo que, siglos después y vistos desde un centro desplazado hacia occidente, serían los morenos de ojos negros: los bárbaros. De hecho la palabra bárbaro había surgido siglos antes, cuando el centro de la civilización era Grecia y Egipto: un bárbaro era un salvaje rubio, casi siempre germánico, violento, carente de cultura civilizada y con un idioma “balbuceante”, caótico. Al menos esa era la percepción desde el centro.

En el siglo XI estos bárbaros europeos que se dirigieron a África y Oriente en milicias desorganizadas primero y luego con ejércitos mejor financiados, se encontraban a una gran distancia cultural del centro: eran fanáticos religiosos que tenían sueños de guerras santas y esperaban en compensación el Paraíso. Analfabetos casi por unanimidad, desconocían la tolerancia, la diversidad de filosofía, la razón dialéctica y mucho más las ciencias. En el centro, en las principales urbes del imperio islámico, las New York y las Paris de entonces, las ciencias eran disciplinas comunes. Aunque hubo un esfuerzo de siglos por disimularlo, la memoria persiste, inadvertida, hasta en las palabras que usamos hoy, como algebra, algoritmo (del matemático persa Al-Juarismi, base de la informática moderna) astronomía, almanaque, nadir, zenit, química, alcohol, jarabe, albóndiga, alquiler, albañil, almacén, ojalá, almohada, alcalde, almirante, guitarra, ajedrez, aduana, ahorro, cheque, hasta los mismos números arábigos, etc. Seguramente ninguno sin una historia atrás que incluye a otros pueblos y culturas más antiguos.

Pero la ignorancia de que no sólo las religiones y la filosofía modernas se asientan en antiguas culturas de países hoy periféricos sino también la ciencia moderna, llevó a la prestigiosa periodista italiana, Oriana Fallaci, a afirmar: “Yo sigo viva, por ahora, gracias a nuestra ciencia, no a la de Mahoma. Una ciencia que ha cambiado la faz de este planeta con la electricidad, la radio, el teléfono, la televisión… Pues bien, hagamos ahora la pregunta fatal: y detrás de la otra cultura, ¿qué hay?” (2002). Esta es una idea común y extendida. Lo que demuestra, una vez más, que la historia se hace de memoria pero sobre todo de fatales olvidos.

Será gracias al inglés Adelardo de Bath y Roger Bacon que traficaron las nuevas ideas de África y Medio Oriente, que Europa comenzó a considerar que la razón y el empirismo, no la autoridad, podían ser instrumentos de la verdad. Lo más importante: instrumentos democráticos, ya que no eran propiedad que se heredaba como se heredaba la nobleza de sangre y la nobleza moral.

Pero la interpretación y representación de la historia está plagada de intereses, no sólo de los poderes dominantes de cada momento. En su momento, el imperio islámico se encargó de mostrar una imagen convenientemente negativa de los cristianos, como los imperios anglosajones emergentes hicieron con la leyenda negra española, parte real y parte exagerada. La representación histórica también está plagada de intereses conscientes e inconscientes de cada individuo. Algunos tienen una tendencia irremediable en acusar al otro y defender lo propio. Otros, tenemos una tendencia, igualmente irremediable, de poner el dedo en la llaga: en el Norte señalamos sus propios defectos; en el Sur somos críticos con aquello mismo que defendemos en el Norte. En Occidente señalamos los crímenes de Occidente; en Oriente le señalamos la basura que promueve el orgullo chauvinista de Oriente.

Claro que siempre es posible que lleguemos a un punto en que el diálogo es imposible. No se puede dialogar con convencidos chauvinistas, ultranacionalistas y disimulados racistas. Es más fácil dialogar con un orangután y llegar a un acuerdo. En estos casos es la fuerza la que resuelve el conflicto a favor de la justicia o de la injusticia. Porque la fuerza es ciega, no la justicia. Pero antes de llegar a este triste extremo siempre hay que buscar una alternativa. En términos personales siempre queda la opción del alejamiento y la serena indiferencia. Sobre todo para aquellos que no queremos ni podemos hacer uso de la fuerza.

La imaginación histórica es la segunda mayor fortaleza del chauvinismo. La primera, sigue siendo “el brazo armado de Dios” —no Dios, espero.

Jorge Majfud

Julio 2011

majfud.org

Jacksonville University

Milenio (Mexico)

La Republica (Uruguay)

What good is literature? (II)

Julio Cortázar

Image by Nney via Flickr

¿Para qué sirve la literatura? (II) (Spanish)

À quoi sert la littérature ? (French)

What good is literature? (II)

Every so often a politician, a bureaucrat or a smart investor decides to strangulate the humanities with a cut in education, some culture ministry or simply downloading the full force of the market over the busy factories of prefabricated sensitivities.

Much more sincere are the gravediggers who look at our eyes, and with bitterness or simple resentment, throw in our faces their convictions as if they were a single question: What good is literature?

Some wield this kind of philosophical question, not as an analytical instrument but as a mechanical shovel, to slowly widen a tomb full of living corpses.

The gravediggers are old acquaintances. They live or pretend to live, but they are always clinging to the throne of time. Up or down there they go repeating with voices of the dead utilitarian superstitions about needs and progress.

To respond about the uselessness of literature depends on what you comprehend to be useful and not on the literature itself. How useful is the epitaph, the tombstone carved, a reconciliation, sex with love, farewell, tears, laughter, coffee? How useful is football, television programs, photographs that are traded on social networks, racing horses, whiskey, diamonds, thirty pieces of Judas and the repentance?

There are very few who seriously wonder what good is football or the greed of Madoff. There are but a few people (or have not had enough time) that question or wonder, “What good is literature?” Soccer and football are at best, naïve. They have frequently been accomplices of puppeteers and gravediggers.

Literature, if it has not been an accomplice of puppeteers, has just been literature. Its critics do not refer to the respectable business of bestsellers or of prefabricated emotions. No one has ever asked so insistently, “what good is good business?” Critics of literature, deep down, are not concerned with this type of literature. They are concerned with something else. They worry about literature.

The best Olympic athletes have shown us how much the human body may withstand. Formula One racers as well, although borrowing some tricks. The same as the astronauts who put their first steps on the moon, the shovel that builds also destroys.

The same way, the great writers throughout history have shown how far and deep the human experience, (what really matters, what really exist) the vertigo of the highest and deepest ideas and emotions, can go.

For gravediggers only the shovel is useful. For the living dead too.

For others who have not forgotten their status as human beings who dare to go beyond the narrow confines of his own primitive individual experience, for condemned who roam the mass graves but have regained the passion and dignity of human beings, for them it is literature. ∎

¿Para qué sirve la literatura? (II)

xarranca - rayuela (1,2,3,4,5,6,7,8,9,le ciel)

Image by all-i-oli

¿Para qué sirve la literatura? (I)

What good is literature? (II) (English)

À quoi sert la littérature ? (French)

¿Para qué sirve la literatura? (II)

Cada tanto algún político, algún burócrata, algún inteligente inversor resuelve estrangular las humanidades con algún recorte en la educación, en algún ministerio de cultura o simplemente descargando toda la fuerza del mercado sobre las atareadas fábricas de sensibilidades prefabricadas.

Mucho más sinceros son los sepultureros que nos miran a los ojos y, con amargura o simple resentimiento, nos arrojan en la cara sus convicciones como si fueran una sola pregunta: ¿para qué sirve la literatura?

Unos esgrimen este tipo de instrumentos no como duda filosófica sino como una pala mecánica que lentamente ensancha una tumba llena de cadáveres vivos.

Los sepultureros son viejos conocidos. Viven o hacen que viven pero siempre están aferrados al trono de turno. Arriba o abajo van repitiendo con voces de muertos supersticiones utilitarias sobre el progreso y la necesidad.

Responder sobre la inutilidad de la literatura depende de lo que entendamos por utilidad, no por literatura. ¿Es útil el epitafio, la lápida labrada, el maquillaje, el sexo con amor, la despedida, el llanto, la risa, el café? ¿Es útil el fútbol, los programas de televisión, las fotografías que se trafican las redes sociales, las carreras de caballos, el whisky, los diamantes, las treinta monedas de Judas y el arrepentimiento?

Son muy pocos los que se preguntan seriamente para qué sirve el fútbol o la codicia de Madoff. No son pocos (o no han tenido suficiente tiempo) los que preguntan o sentencian ¿para qué sirve la literatura? El futbol es, en el mejor de los casos, inocente. No pocas veces ha sido cómplice de titiriteros y sepultureros.

La literatura, cuando no ha sido cómplice del titiritero, ha sido literatura. Sus detractores no se refieren al respetable negocio de los best sellers de emociones prefabricadas. Nunca nadie ha preguntado con tanta insistencia ¿para qué sirve un buen negocio? A los detractores de la literatura, en el fondo, no les preocupa ese tipo de literatura. Les preocupa otra cosa. Les preocupa la literatura.

Los mejores atletas olímpicos han demostrado hasta dónde puede llegar el cuerpo humano. Los corredores de Formula Uno también, aunque valiéndose de algunos artificios. Lo mismo los astronautas que pisaron la Luna, la pala que construye y destruye. Los grandes escritores a lo largo de la historia han demostrado hasta dónde puede llegar la experiencia humana, la verdaderamente importante, la experiencia emocional; el vértigo de las ideas y la múltiple profundidad de las emociones.

Para los sepultureros sólo la pala es útil. Para los vivos muertos, también.

Para los demás que no han olvidado su condición de seres humanos y se atreven a ir más allá de los estrechos límites de su propia experiencia, para los condenados que deambulan por las fosas comunes pero han recuperado la pasión y la dignidad de los seres humanos, para ellos, es la literatura.

Jorge Majfud

La Republica (Uruguay)

Milenio (Mexico)

El diario (Bolivia)

¿Para qué sirve la literatura? (I)