Para celebrar el éxito en las elecciones para renovar parte del Congreso, el presidente argentino Javier Milei saludó al presidente de Estados Unidos, quien le había prometido una fortuna de rescate a su plan económico si el pueblo lo apoyaba. No era una amenaza para el presidente sino para el pueblo.
“Cuente conmigo para dar la batalla por la civilización occidental”, le escribió Milei, eufórico por los resultados de las urnas.
Con el mismo entusiasmo y megalomanía, la ministra de Seguridad Nacional de Argentina, Patricia Bullrich, escribió:
“Vamos a cambiar la Argentina para siempre”.
El poder embriaga y la euforia nubla la memoria. Esa ha sido la historia de la Argentina por muchas generaciones.
No sólo de la Argentina. Veinticinco siglos antes, el lidio Creso, confiando en su talento para malinterpretar oráculos, le preguntó a la pitonisa de Delfos si debía atacar Persia. La respuesta fue:
“Si cruzas el río Halis, destruirás un gran imperio.”
Entusiasmado, Creso formó alianzas, cruzó el río y destruyó su propio imperio.
Los oráculos son mejores prediciendo el desastre que el éxito.
Cuentan algunas crónicas de la época que Ciro de Persia lo perdonó poco antes de ejecutarlo. Creso terminó sus días como consejero de Ciro.
Gracias Presidente @realDonaldTrump por confiar en el pueblo argentino. Usted es un gran amigo de la República Argentina. Nuestras Naciones nunca debieron dejar de ser aliadas. Nuestros pueblos quieren vivir en libertad. Cuente conmigo para dar la batalla por la civilización… pic.twitter.com/G4APcYIA2i
¿La Venezuela bloqueada y acosada? No, la Argentina entregada a los multibillonarios acreedores internacionales, sedientos de exportaciones baratas de alimentos de las colonias del sur que sus habitantes ya no pueden comprar. Eso por no hablar de la masiva deuda externa creada por estos “fanáticos del éxito”, históricamente fracasados, cuyo único éxito ha sido el de engañar a los pueblos una y otra vez.
La libertad vale un carajo cuando solo los ricos pueden comprarla.
jorge majfud, setiembre 2024.
¿La Venezuela bloqueada y acosada? No, la Argentina entregada a los multibillonarios acreedores internacionales, sedientos de exportaciones baratas de alimentos de las colonias del sur que sus habitantes ya no pueden comprar. Eso por no hablar de la masiva deuda externa creada… https://t.co/6z5QsTIeYz
La revolución no siempre está presente en todas sus letras; sí está presente en la cosmovisión del poeta; en la preocupación moral con que éste asume ahora su realidad. (Mario Benedetti, Crítica cómplice, 214)
En el siglo XIX, el siglo de las independencias y del predominio romántico en Iberoamérica, de rebeliones y exaltación a la individualidad nacional, la obediencia social —de clase, de sexo y de raza— continuaba siendo un paradigma fundamental. El libertador Simón Bolívar, como muchos otros, en sus momentos de mayor producción intelectual dudó sobre la conveniencia de un sistema democrático para América Latina, no porque no tuviese fe en la teoría que se había practicado en Estados Unidos sino porque dudaba de las condiciones culturales de los pueblos acostumbrados a obedecer.[1] Para Bolívar las divisiones son propias de las guerras civiles entre conservadores y reformadores. “Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos, aunque más vehementes e ilustrados” (Doctrina, 74). Entre estos últimos, estaban intelectuales liberales como Estaban Echeverría, autor de El dogma socialista (1846): “Nosotros no exigimos obediencia ciega, dice San Pablo, nosotros enseñamos, probamos, persuadimos: Fidessuadenda non imperanda, repite San Bernardo” (155). Más adelante: “la España nos recomendaba respeto y deferencia a las opiniones de las canas, y las canas podrán ser indicio de vejez, pero no de inteligencia y razón. […] La España nos enseñaba a ser obedientes y supersticiosos y la Democracia nos quiere sumisos a la ley, religiosos y ciudadanos” (173).
Un intelectual como Juan Bautista Alberdi todavía entendía el progreso como el aumento de los mercados y la obediencia laboriosa de sus individuos. “La industria es el calmante por excelencia” (Bases, 73). El mismo pensador que en 1842 afirmaba ante un público de universitarios en Montevideo que “la tolerancia es la ley de nuestro tiempo” (Ideas, 64), en 1852, en sus Bases para las constituciones, insistía en la sumisión de la mujer que recuerda a La perfecta casada[2] (1583) de Fray Luis de León: “su instrucción no ha de ser brillante. No debe consistir en talentos e ornato y lujo exterior […] no ha venido al mundo para ornar el salón, sino para hermosear la soledad fecunda del hogar. Darle apego a su casa es salvarla” (Bases, 73).[3] Cuatro años antes Andrés Bello había advertido, desde una perspectiva humanista, que “las constituciones políticas escritas no son a menudo verdaderas emanaciones del corazón de una sociedad, porque suele dictarlas una parcialidad dominante” (246). Las diferencias de clases impregnan todo el pensamiento de los intelectuales de la época, mientras que las diferencias raciales aparecen de forma explícita. Para Domingo F. Sarmiento, reconocido pedagogo de la época además de intelectual y presidente de la nación argentina, la educación se reducía a la imposición de la disciplina, de la autoridad. “El sólo hecho de ir siempre á la escuela, de obedecer á un maestro, de no poder en ciertas horas abandonarse a sus instintos, y repetir los mismos actos, bastan para docilizar y educar á un niño, aunque aprenda poco” (Berdiales, 56). Su idea de la infancia (“un niño no es más que un animal que se educa y dociliza”, 56) será también su idea del gaucho, del campesino y de todas las clases marginales o subalternas de su época. El mismo Alberdi, respondiendo al Sarmiento de Facundo, en 1865 demuestra el progresivo cambio de paradigma. El poder —entendido como el ejercicio político de una minoría en la cúspide de la pirámide social—, y luego la obediencia que lo realiza, ya no es percibido como manifestación de Dios o como fuerza organizadora de la sociedad sino como un mal necesario destinado a decaer. Según Alberdi, “el poder ilimitado de los recursos y medios de gobierno de toda la nación absorbidos en Buenos Aires, corrompió a Rosas como hubiera corrompido al mejor hombre, armado de este poder sin límites” (Barbarie, 29).
Como vimos en El eterno retorno de Quetzalcoatl (2008), una característica que nace con el humanismo seis siglos antes es su rechazo a la autoridad; primero a la autoridad intelectual, luego a la autoridad política.[4] Este rechazo —basado en los principios de razón e historia contra autoridad y naturaleza— provocará profundas reacciones, especialmente cuando este paradigma se había consolidado en su expresión teórica y en su retórica política, como en la España del siglo XIX. Además de intelectuales anarquistas como Pi i Margall, la poesía es en algún momento concebida en un rol opuesto al tradicional. De la antigua elegía o alabanza al vencedor, a los poemas por encargo en adulación del rey, se pasa a la idea de que el poeta “jamás usa sus conceptos en adular el poder” (Zorrilla, 1208).[5]
Este rechazo se transforma en un tópico del pensamiento del siglo XX: el poder y las posibles formas de liberación de su imposición arbitraria. El pensamiento posmoderno, con sus diversas y contradictorias manifestaciones —el poscolonialismo, el feminismo, las reivindicaciones de minorías sexuales y raciales, la concepción de la historia como un devenir sin objetivo, la multiplicidad de puntos de vista, la micropolítica y las teorías de la narración, el estructuralismo y el antiestructuralmismo— ha reincidido en una fuerte crítica al poder como principal elemento creador de la realidad. De ser una particularidad desde el primer humanismo del Renacimiento, se convierte en un principio “natural” del intelectual (prometeico) moderno y posmoderno: según Edward Said, una de las principales actividades intelectuales del siglo XX ha sido el cuestionamiento y sobre todo la tarea de “undermining of authority” (Representations, 91). Así, no sólo ha desaparecido el consenso sobre lo que constituye la realidad objetiva, según Said, sino además toda una serie de autoridades tradicionales, incluida Dios o la supuesta voluntad de Dios (91).
Para que esto sea posible, el individuo antes debe ser representado como libre y racional (dos dimensiones centrales del sujeto moderno). Como observó Cascardi, este punto de vista conduce a la idea de un individuo como un “espectador ideal”, independiente del fenómeno que observa. El individuo es visto como alguien que se ha liberado de las condiciones de un mundo encantado o del encantamiento de la naturaleza, tanto como de la necesidad de obediencia a una autoridad exterior. Al mismo tiempo, este individuo aparece como agente de cambio de ese mundo exterior que, como consecuencia, debe derivar a un estado conformado por individuos libremente asociados (60).[6] Razón por la cual el surgimiento de este nuevo sujeto tiende a reemplazar la autoridad religiosa por una práctica social basada en normas (127).
En la misma línea pero mucho antes, en 1599, un intelectual de la corte y del clero, Juan de Mariana, advertía a Felipe III sobre los inconvenientes de la tiranía en desmedro de la monarquía, que era la mejor forma de gobierno posible. Antes no había leyes, pensaba Mariana, y se confiaba en los reyes. Pero por desconfianza a los príncipes, “se creyó que para obviar tan grande inconveniente podían promulgarse leyes que fuesen y tuviesen para todos igual autoridad e igual sentido” (469). No obstante, la autoridad política debía ser ejercida por un noble, porque “la nobleza como la luz deslumbra, no sólo a la muchedumbre, sino hasta los magnates, y sobre todo enfrenta la temeridad de los que tengan un corazón rebelde” (473). Más adelante el consejero le recuerda al príncipe que Enrique III de Castilla decía temer más al pueblo que a los enemigos (478). Juan de Mariana era a un mismo tiempo religioso católico y humanista —casi una norma en los intelectuales de su época—, y esta ambigüedad se manifiesta a lo largo de sus páginas. Por ejemplo, la idea tradicional del poder descendiendo de Dios sobre el rey y de éste al pueblo, es invertida con estas palabras: “Los pueblos le han trasmitido su poder [al rey], pero se han reservado otro mayor para imponer tributo; para dictar leyes fundamentales es indispensable siempre su consentimiento” (481); “el poder real, si es legítimo, ha sido creado por el poder de los ciudadanos” (485). Y otra vez una objeción de facto que no sugiere una posible progresión histórica sino lo contrario: “el pueblo no se guía desgraciadamente por la prudencia sino por los ímpetus de su alma” (485).[7]
La Era moderna terminó de sustituir esta idea de autoridad personal, hereditaria, por los preceptos humanistas de igualdad y libertad. Pero esta dinámica también se construye por una aparente contradicción: por un lado, el Estado moderno representa todas aquellas promesas de superar las jerarquías religiosas y la confianza en la equidad y las libertades individuales, pero por otra parte también revela cierta incertidumbre sobre la naturaleza de estas virtudes, lo que deriva en la manipulación y control del Estado (Cascardi, 180).[8] Según la tradición hobbesiana, las acciones humanas no están motivadas por el bien sino por el deseo. La guerra es una expresión de este impulso, fuente del poder humano. La diferencia relativa de poder entre dos seres humanos significa un poder absoluto cuando decide un conflicto a favor de una de las partes; el reconocimiento de esta diferencia se convierte en honor y prestigio (214). Es decir, el poder se consolida y legitima culturalmente. Por esta razón, si se puede entender esta diferencia de poder como inherente a la condición humana, también se puede entender como una creación artificial, al menos en su expresión social, y por lo tanto mutable.
La legitimidad del poder social establecido deja de ser expresión indiscutible de Dios (a través de la clase clerical, noble o aristocrática) y comienza a ser radicalmente cuestionado. A mediados del siglo XIX Pi i Margall adelantaba lo que un siglo después reconoceremos en Michel Foucault: “el derecho de penar, simple atributo del poder, es tan místico y tan inconsistente como el poder mismo. La ciencia no lo explica, el principio de soberanía individual lo niega” (Reacción, 260). Si para el psicoanálisis la civilización es la expresión de la violencia primitiva, la sublimación de los instintos salvajes o la materialización de tabúes como el incesto, muchos humanistas han criticado este estado actual como si se tratase de una corrupción temporal de la concepción contraria: la “naturaleza” original de los seres humanos radica en la igualdad, la libertad se sostiene por su racionalidad, pero aún no ha sido expresada plenamente: el objetivo de la civilización no es oprimir sino liberar —del estado de necesidad al de libertad. Para Pi, “un ser que lo reúne todo en sí es indudablemente soberano. El hombre, pues, todos los hombres son ingobernables. Todo poder es un absurdo. Todo hombre que extiende la mano sobre otro hombre es un tirano. Es más: es un sacrílego” (Pi, 246). Trazando un típico paralelismo entre el individuo y las naciones o pueblos, antes había recordado: “entre dos soberanos no caben más que pactos. Autoridad y soberanía son contradictorias. A la base social autoridad debe, por lo tanto, sustituirse la base social contrato. Lo manda así la lógica” (146). Para que la verdadera libertad del individuo social sea alcanzada, “dividiré y subdividiré el poder, lo movilizaré, y lo iré de seguro destruyendo” (249). La concepción inversa dominó los siglos anteriores y fue formulada en 1599 por Juan de Mariana. Aunque advirtiendo que las monarquías suelen degenerar en tiranías, el intelectual religioso argumenta a favor de la monarquía, ya que en el pueblo los malos son más que los buenos y no conviene dividir el poder en un orden democrático. “No se pesan los votos, se cuentan, y no puede suceder de otra manera” (Mariana, 471).[9]
En el caso del humanismo radical, la revolución es una forma de progresión por saltos[10] y el objetivo principal es el individuo pero siempre a través de la asociación con los otros: “el pueblo no debe agradecer anda a nadie. El pueblo se lo merece todo a sí mismo” (Pi, 450). En el siglo XX ya no quedan dudas sobre la naturaleza política del poder. Para Edward Said la autoridad no es un fenómeno misterioso o natural; simplemente se forma y se irradia, es un instrumento de persuasión, posee un determinado estatus, establece cánones estéticos y valores morales. La autoridad se confunde con las ideas que eleva a categoría de verdad, “it is virtually indistinguishable from certain ideas it dignifies as true, and from traditions, perceptions, and judgments it forms, transmits, reproduces” (Orientalism, 19).
La revolución y también la revuelta popular —la violencia— están así ideológicamente justificados en el siglo XIX. No obstante, los poderes políticos del momento también buscarán la legitimación de su dominación. En tiempos de la democrática Atenas de Pericles parecía legítimo justificar la dominación del imperio por el uso de la fuerza invocando la defensa del interés propio. La misma legitimidad, pero a la rebelión del oprimido, la hace explícita Bartolomé de las Casas cuando justifica la violencia de los indígenas, como en el caso del cacique Erniquillo. (Rebelión, 16). Semejante, en un artículo publicado por The New York Daily Tribune[11],Karl Marx señala que el gobierno británico admitía la existencia de tortura en India con propósitos de dominación y recaudación, encubriéndose en la excusa de que esas eran prácticas de algunos oficiales hindúes (160). Por esta opresión, justifica la violencia del pueblo oprimido por el poder colonial. “And if the English could do these things in cold blood, is it surprising that the insurgent Hindus should be guilty, in the fury of revolt and conflict, of the crimes and cruelties alleged against them?” (Journalism, 164). Un siglo más tarde, Jean Paul Sartre lo confirma: no se trata de condenar toda la violencia sino sólo la violencia inútil. “La question n’est donc pas de condamner toute la violence, mais seulement de condamner la violence inutile” (Sartre, 56). Pero este reconocimiento llevará, especialmente a los intelectuales comprometidos a definir la pertinencia y la dimensión de los fines y los medios[12]. Estas ideas son tomadas o continuadas por los intelectuales latinoamericanos, como Paulo Freire: la violencia no procede de la rebelión o de la aspiración de liberación sino de las condiciones establecidas por la tradición. “Una vez establecida la relación opresora está instaurada la violencia” (Freire, 48).
El Estado es reconocido como medio de neutralizar los poderes tradicionales y, también, como expresión de éstos mismos poderes. Pero el ejercicio del poder ya no será entendido únicamente como ejercicio de la violencia del Estado sino de una práctica cultural, de una cultura hegemónica. Para Antonio Gramsci, en la Era moderna esa lucha se expresa en la educación formal, “essa è lotta per l’egemonia nell’educazione popolare” (Quaderi, VII, 930). Pero la lucha se establece también entre dos categorías de intelectuales; es una lucha por subordinar el clero, como categoría típica de intelectual, a la órbita del Estado, es decir, “della classe dominante (libertà dell’insegnamento, organizzazione giovanili, organizzazione femminini, organizzazione professionali)” (930).
Ahora, de la misma forma que una clase intelectual es reemplazada por otra para perpetuar una determinada dominación de clase, la violencia del oprimido —la revuelta— sustituye la violencia del revolucionario perpetuando el status quo. Para Fanon, la tensión oprimido-opresor se libera periódicamente de esta forma; “la tension musculaire du colonisé se libère périodiquement dans des explosions sanguinaires : luttes tribales, lutes de çofs, luttes entre individus” (Damnés, 19). Razón que justificaría una nueva creación ideológica por parte del opresor: la no violencia: “la bourgeoise colonialiste […] introduit cette nouvelle notion qui est à proprement parler une création de la situation coloniale: la non ‘violence’” (Damnés, 25). La burguesía colonial, dice Fanon, también es aliada en este “travail de tranquillisation des colonisés” por medios más tradicionales, por medio de la religión. “Tous les saints qui ont tendu la deuxième joue, qui ont pardonné les offenses, qui ont reçu sans tressaillir les crachats et les insultes sont expliqués, donnés en exemples” (30).
Pero llega un momento de conciencia incipiente (“certain stade de développement embryonnaire de la conscience”) en donde se comprende que entre opresores y oprimidos todo se resuelve por la fuerza (34). Uno de los medios de esta respuesta violenta a la violencia de la opresión, entiende Fanon, fue descubierta por los rebeldes norteamericanos contra el imperio británico y luego retomada por los españoles (“qu’animait une foi nationale inébranlable”) bajo la dominación napoleónica: “découvrirent cette fameuse guérilla”. La guerrilla sería también el instrumento protagonista de las revoluciones latinoamericanas —si no consideramos las revueltas de los caciques indígenas contra los colonos españoles, siglos antes—, entendida en el mismo valor estratégico que anotaría Fanon: “la guérilla du colonisé ne serait rien comme instrument de violence opposée à d’autres instruments de violence, si elle n’était pas un élément nouveau dans le processus global de la compétition entre trusts et monopoles” (28). Al igual que en tiempos de Bartolomé de las Casas, los rebeldes guerrilleros se refugiarán en las sierras, en oposición violenta al dominio de la burguesía colonial, asentada en la ciudad puerto. Y ésta será, también, la práctica y la teoría de Ernesto Che Guevara en los años ’60 y la fórmula novelística de Los ríos profundos (1958) de José María Arguedas.
Todo este proceso de la “violencia liberadora” estaría en lógica relación con la evolución del humanismo europeo. Para Edward Shils, es en Occidente donde la separación entre la religión y otras actividades intelectuales ha sido más pronunciada, donde surgió entre los intelectuales un mayor sentimiento de distancia de la autoridad. Incluso en África y Asia donde la tradición intelectual de Occidente ha sido más fuerte, el rechazo a la autoridad y, por extensión a la tradición, ha sido mayor, produciéndose una suerte de paradoja: la tradición de la desautorización de la tradición, “the tradition of distrust of secular and ecclesiastical authority—and in fact of tradition as such—has became the chief secondary tradition of the intellectuals” (Shils, 17). Primero en Occidente y luego en Oriente, la principal vocación de los intelectuales, observa Shils, ha radicado en la enunciación y búsqueda de un ideal. El liberal moderno y constitucional ha sido, sobre todo, una creación de los intelectuales con afinidades burguesas, en medio de sociedades dominadas por una aristocracia militar y terrateniente. Otro ideal ha sido el cultivo de la política ideológica, revolucionaria, “working outside the circle of constitutional traditions” (9).
Esta nueva tradición, emanada de la crítica secular del humanismo, gradualmente va ganando terreno de forma que aquellas fuerzas que representan su negación deben aprender el lenguaje del adversario, la apariencia de sus valores, para tener algún éxito o legitimación en su empresa reaccionaria. Citando a Crozier, Huntington y Watanuki en un informe sobre la “Crisis de la democracia y su gobernabilidad” (“The Crisis of Democracy: Report on the Governability of Democracies to the Trilateral Commission”), Edward Said observa que la Comisión examinó el legado de la inquieta década de los ’60 preocupada por su efecto político en las masas, sobre sus demandas y aspiraciones. Aquí radica el problema que los autores llaman “gobernabilidad”, desde el momento en que las masas han dejado de ser tan dóciles como antes, “this has produced the problem of what the authors call ‘governability’ since is clear that the population at large is no longer so docile as it once was” (Said, World, 173).[13] Aparentemente, Said retoma el pensamiento de Antonio Gramsci y concluye que hay dos tipos de intelectuales que las sociedades democráticas de nuestro tiempo producen: los tecnócratas, “policy-oriented”, llamados “intelectuales responsables”, y los intelectuales políticamente peligrosos, intelectuales tradicionales, “value oriented”. En este segundo grupo es donde se supone que estan los intelectuales del humanismo crítico. No para legitimar o justificar lo existente, sino para desafiar a la autoridad y la legitimidad de las instituciones establecidas; “it is the members of this group that supposedly ‘devote themselves to the derogation of leadership, the challenging of authority, and the unmasking and delegitimation of established institution’” (173).
Al mismo tiempo, esta tarea de desafío al poder —central en el pensamiento del siglo XX— asume que la crítica del intelectual es hecha desde el mismo espacio del pueblo a quien pretende representar: desde fuera —o desde abajo— de ese poder. Un personaje del novelista brasileño Érico Veríssimo, en la novela Incidente em Antares (1971), recuerda que “durante a era hitlerista os humanistas alemães emigraram. Os tecnocratas ficaram com as mãos e as patas livres” (144). Más adelante, el mismo personaje reflexiona: “Quando o presidente Truman e os generais do Pentágono se reuniram, no maior sigilo, para decidir si lançavam ou não a primeira bomba atômica sobre uma cidade japonesa aberta… imaginas que eles convidaram para essa reunião algum humanista, artista, cientista, escritor ou sacerdote?” (145). Otro personaje responde al primero que el bombardeo a Dresden dejó más muertos que Hiroshima, y fue ordenado por un humanista, Churchill. Pero el anterior le responde que Churchill no es precisamente la idea de humanista que tiene en mente (145).
El intelectual humanista, casi siempre el intelectual de izquierda, es quien ha sido dotado con la espada de la crítica y con la habilidad de cortar y desenmascarar. La verdad se encuentra cubierta por el velo del poder. El poder —expresado en la autoridad y en una cultura hegemónica— debe ocultar su verdadero rostro porque sus intereses son contrarios a los intereses del resto de la humanidad, de su liberación individual y colectiva.
[1] En su famosa “Carta de Jamaica” (1815) a Henry Cullen, confiesa: “En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina” (Doctrina, 67). Luego, citando a Montesquieu: “Es más difícil sacar a un pueblo de la servidumbre que subyugar a uno libre” (67). “El Perú, por el contrario [a la rebeldía del Río de la Plata], encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y esclavos […]; el alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad: se enfurece en los tumultos o se humilla en las cadenas” (71). Idea que repetirá el ensayista ecuatoriano Juan Montalvo medio siglo después.
[2] Este famoso libro del religioso, inmerso en una cultura misógina y escrito como manual para las mujeres, abunda en virtudes de este tipo: “Porque, así como la naturaleza, como dijimos y diremos, hizo a las mujeres para que encerradas guardasen la casa, así las obligó a que cerrasen la boca. […] Porque el hablar nace del entender […], por donde así como la mujer buena y honesta la naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias ni para los negocios de dificultades, sino para un oficio simple y doméstico, así les limitó el entender, por consiguiente les tasó las palabras y las razones” (154). Santa Teresa de Jesús, amiga de Fray Luis de León, repetiría con fervor ideas semejantes sobre su propio sexo. Por otra parte, la insistencia en el carácter de “naturaleza” es semejante a las “leyes eternas” de la Iglesia. Razón por la cual la introducción de la historia por parte de los humanistas, elemento dinámico de formación de hombres y mujeres, se convierte en uno de lis factores de conflicto ideológico más importantes de toda la Modernidad.
[3] La misma idea es reformulada en el siglo XXI por nuevos teóricos del noepatriarcado en Estados Unidos: el patriarcado favorece el aumento de la tasa de natalidad y, por ende, la producción y predominio de un país a largo plazo (Longman, 56-59).
[4] Ver Pedro Abelardo de Bath en Las desventuras del conocimiento científico: una introducción a la epistemología. Gregorio Klimovsky. Buenos Aires: A-Z editora, 1994.
[5] En su juventud, Leonardo Fernández de Moratín, intentó salir de la oscuridad del obrador de joyas donde trabajaba con algunos poemas adulatorios a los oficiales de la corte. Escribe odas a los “serenismos infantes” por el nacimiento de los hijos mellizos del rey, como era costumbre. Luego escribió otros versos adulatorios para un ministro de la corte que le agradeció con 300 ducados. Moratín había seguido la tradición al enterarse que había un músico poeta que lo hacía con frecuencia, a pesar que Moratín consideraba ignorante al ministro y sin talento al colega (referido por John Dowling en su prólogo a La derrota de los pedantes, 1789).
[6] “In representing the world from such a position, the subject may be seen as one who has freed thralldom to the ‘enchantments’ of nature as well as from the need for obedience to external authority or control. Second, and closely allied to the position of the subject as ‘ideal spectator’, is a view of the self as an agent of change in external world. […] The third element of this account expresses the social consequences of the first two: a state comprised of subjects will be regard as a free association of equal individuals whose corporate identity is confirmed by the success of individual social and economic aims” (Cascardi, 127).
[7] La ambivalencia de Mariana es permanente; no sólo refleja las tensiones del paradigma humanista y la tradicional concepción religiosa del orden jerárquico, sino probablemente también se deba a razones prácticas del momento. Notas como la siguiente parecen sugerirlo: “Los antepasados dotaron de riquezas a las clases dirigentes y al clero para que defendieran la patria y la religión y así lo hicieron. Por lo tanto están errados aquellos que quieren despojar a los obispos de sus riquezas” (488) “Debe además procurar el príncipe que queden intactas las inmunidades y los derechos de los sacerdotes. No los sujete nunca a las penas civiles por más que lo merezcan” (492). Mariana afirmaba que las riquezas de las iglesias aumentaban la majestad de la religión, la que era imprescindible para la sobrevivencia del reino. Las iglesias pobres son decadentes y corruptas, porque ante la grandeza de la riqueza los fieles se impresionan, “pues nos dejamos llevar de los sentidos […] nos avergonzamos más de nuestras faltas ante las cosas graves” (492). Por lo tanto, le recomienza al príncipe que no toque esas fortunas sin antes gravar al pueblo con impuestos y lo haga sólo como último recurso, mientras a los obispos les recomienda generosidad con los pobres. Etcétera. Este valor estratégico que se opone al humanismo y, sobre todo, al humanismo prometeico, es expresado en la novela-ensayo de José Cadalso, Carta marruecas (1789): “los que pretenden disuadir al pueblo de muchas cosas que cree buenamente, y de cuya creencia resultan efectos útiles al estado, no se hacen cargo de lo que sucedería si el vulgo se metiese a filósofo y quisiese indagar la razón de cada establecimiento. El pensarlo me estremece, y es uno de los motivos que me irrita contra la secta hoy reinante, que quiere revocar en duda cuanto ahora se ha tenido por más evidente que una demostración de geometría. […] La tradición y la revelación son, en dictamen de éstos, unas meras máquinas que el Gobierno pone en uso según parece conveniente. […] Pero yo les digo: aunque supongamos por un minuto que todo lo que decís fuese cierto, ¿os parece conveniente publicarlo y que todos lo sepan? La libertad que pretendéis gozar no sólo vosotros mismos, sino esparcir por todo el orbe, ¿no sería el modo más corto de hundir al mundo en un caos moral espantoso, en que se aniquilasen todo el gobierno, economía y sociedad” (294). Estos valores surgentes del humanismo se oponen a la creencia del protagonista principal de esta historia, Gazel, el viejo consejero: “Yo nací para obedecer, y para esto basta amar a su rey y a su patria: dos cosas a que nadie me ha ganado hasta ahora” (108).
[8] “The modern State embodies […] the rejection of social hierarchies, a belief in the equalities of all before the procedures of the law [but also] the authoritarian structure of State reflects the fact that the subjects are radically uncertain about the nature of virtue and values; as a result, it indicates their susceptibility to manipulation and control” (Cascardi, 180).
[9] En la legitimación del orden heredado, Mariana argumenta a favor de la monarquía hereditaria, asumiendo que los elegidos del pueblo se transforman en soberbios y arrogantes, como los nuevos ricos, por lo cual es mejor aquel que ya viene de cuna real (472).
[10] “La libertad, permítaseme la expresión, es la verdadera válvula del vapor revolucionario” (Pi, 274).
[11] “Torture as a Financial Institution in British India”, The New York Daily Tribune. 17 de setiembre de 1857.
[12] “…je condamne la violence quand elle n’est pas pour une certaine fin et quand elle n’est pas le minimum nécessaire pour arriver à cette fin -, cela vous entraîne dis-je, nécessairement, vous écrivant, à poser le problème de la fin” (Sartre, 57).
[13] Edward Said cita a M. J. Crozier, S. P. Huntington, and J. Watanuki, The Crisis of Democracy: Report on the Governability of Democracies to the Trilateral Commission (New York: New York University Press, 1975). (Said, World, 173).
En 2024, gran parte de América Latina se encuentra en un escenario sociopolítico (no económico y menos militar) similar al que describimos sobre Estados Unidos en 2004. Nada extraño, si consideramos (1) su condición de neocolonia, asegurada por (2) su tradicional clase oligárquica, por (3) sus no menos tradicionales medios, con sus periodistas y sus intelectuales orgánicos; y (4) por el fanatismo de una parte significativa de su juventud, brutalizada por los medios fragmentadores de las redes sociales, todas plataformas en manos de los multibillonarios del Norte.
En Argentina y en otros países del Sur, las universidades públicas (y su autonomía) están bajo ataque, como otros servicios públicos, objeto de deseo del privatizador. El presidente Milei publicó que “La educación pública ha hecho muchísimo daño lavando el cerebro de la gente” y su vicepresidenta lo confirmó con una pregunta adulatoria: “¿Coincidís con las palabras del presidente Milei sobre el adoctrinamiento que se hace desde la educación pública?” Con complejo de hacendado citadino, el youtuber, ex peronistay diputado liberto Ramiro Marra llama vagos a los trabajadores que protestan en las calles, el mismo que meses antes recomendó vivir de los padres, porque nuestra existencia se debe a que ellos “estaban aburridos” y deben pagarlo con “financiamiento gratis”. La diputada Lilian Lemoine, luego de dedicarse al photoshop y a los videos pornos donde un hombre la obliga con una pistola a chuparse un control de videojuegos (“Siento el sabor de Mario en mi boca”) poco después le da lecciones sobre pedagogía a quienes llevan años enseñando, al tiempo que cuestiona si se les debe pagar a los docentes por “no hacer su trabajo”. Es la dictadura del lumpenado.
Ahora, envalentonados por la nueva inquisición, algunos jóvenes y adultos que no tuvieron suerte en el sistema académico han salido a acusar a la educación media y superior de adoctrinación, exigiendo un “equilibrio ideológico”, ese mismo equilibrio que no le exigen a las corporaciones que monopolizan el poder financiero, político, mediático y hasta teológico.
Desde hace generaciones, las estadísticas muestran que en Estados Unidos (como en casi todo el mundo), los profesores tienen ideas más de izquierda que el resto de la sociedad. Basta con mirar un mapa electoral para ver que esas islas de izquierdistas coinciden con los campus universitarios, rodeadas de mares de derechistas―cuando no neofascistas y miembros del KKK, como me tocó en Pensilvania.
Esta excepcionalidad siempre crispó el ánimo de los conservadores en el poder, quienes, derrotados por siglos en el mundo de las ideas, han reclamado siempre legislar para eliminar la libertad de cátedra. En 2004 escribíamos sobre las pretensiones de algunos legisladores de “equilibrar el currículum” de las universidades obligando a los profesores a enseñar la Teoría Creacionista junto con la Teoría de la Evolución. El poder hegemónico promueve la libertad de mercado porque nadie puede competir libremente con su poder financiero, pero como han sido desde siempre un fracaso académico e intelectual, se sienten mal con la libertad de cátedra. No aceptan la regulación del mercado, pero exigen la regulación de cátedra―y de la cultura en general. El argumento es que los profesores adoctrinan a la juventud, a una minoría de la juventud que ya tiene edad para beber alcohol, mirar pornografía y ser enviada a la guerra a matar y morir. Nada se dice de la adoctrinación de niños en edad preescolar enviados a los templos religiosos y a los templos mediáticos para una verdadera adoctrinación.
Los libertos ganan elecciones gritando libertad y gobiernan prohibiendo. En el siglo XIX, los esclavistas reconocían el derecho a la libertad de expresión, hasta que algunos comenzaron a escribir contra la esclavitud. A partir de entonces, comenzaron a prohibir libros, luego autores y, más tarde, los metieron en las cárceles de la democracia. Lo mismo comenzamos a vivir en Florida, Texas y otros estados hace unos años bajo gobiernos libertarios. Muy orgullosos de la libertad de expresión, hasta que los autores y las ideas inconvenientes comenzaron a ganar terreno en la población. Entonces las llaman adoctrinamiento.
Esta obscena asociación Jesús-Mamón y la doctrina de “los profesores adoctrinan a los estudiantes” se ha revitalizado en las colonias estratégicamente endeudadas. La comercialización de la vida concluye que un pensador es bueno si aumenta el ingreso monetario del lector. Si no, son empobrecedores. Pobreza y riqueza sólo se refieren a su valor de cambio. Este fanatismo y su necesaria infantilización de la sociedad están llegando a las universidades, uno de los últimos reductos donde el poder mercantilista no tenía el monopolio. Todo en nombre de la diversidad ideológica y del derecho de los estudiantes a afirmar que la Tierra es plana.
Cada vez más se confunde una universidad con un supermercado, donde el poder terraplanista del lumpenado no entra para ser desafiado en sus convicciones, sino para comprar lo que quiere y exigir satisfacción por su dinero. Así han convertido a los ciudadanos en consumidores y a los estudiantes en clientes. De ahí la necesidad de privatizar la educación para convertirla en reductos de libertad―del poder para adoctrinar más esclavos. Esta es una tradición que se remonta hasta Sócrates, quien fue ejecutado por la democracia ateniense acusado ser ateo, antidemocrático, y de lavar el cerebro de los jóvenes enseñándoles a cuestionar las verdades establecidas.
Por su parte, la izquierda, que siempre fue combativa desde sus pocas trincheras disponibles, se ha vuelto políticamente correcta, insoportablemente tímida, virginal, invirtiendo toda su sensibilidad en la micropolítica de las identidades. Mientras, los más viscerales fanáticos de derecha (recursos del incontestable poder financiero del Norte) continúan ganando elecciones. Los pueblos han sido desmovilizados y convertidos en consumidores. Han sido fragmentados para que consuman más. Las familias extendidas sólo compraban un televisor, no tres o cuatro (y hablan entre ellos), por lo que la fragmentación y la alienación de las relaciones sociales fue un recurso conveniente del capitalismo consumista. Divide, gobernarás y ellos consumirán más.
El orgullo de la elocuencia vacía acaparó los medios, luego la política, y ahora van por las universidades. Tienen muchas posibilidades de destruirlas, como los godos y vándalos destruyeron civilizaciones mucho más avanzadas. Lo peor que podemos hacer, como académicos, como activistas o como políticos es responderles con timidez; confundir la lucha de clases de la izquierda con el odio de clases de la derecha.
Desde hace siglos, los conservadores (hoy libertos) se quejan de que no están bien representados en las universidades. Se insultan y no lo ven. La solución es simple: pónganse a estudiar, carajo. Pero no; están demasiado ocupados pensando cómo van a hacer mucho dinero para convertirse en jefes y luego quejarse de que las universidades están infiltradas y no los representan. Claro que si alguien ama el dinero no va a ser tan tonto como para dedicar una vida a estudiar y hacer investigaciones por las cuales recibirá poco o ningún dinero. Es más fácil convertirse en un entrepreneur y expropiar los pocos éxitos de esos largos años de investigación gratuita, llena de fracasos, realizadas por “fracasados con el cerebro lavado”.
Ministra de Seguridad de la Nación argentina, Patricia Bullrich: “El Plan Bandera va a liberar a Rosario de los narcos y a ponerlos de rodillas de una vez y para siempre”.
Sra. Bullrich:
La historia indica que la “guerra contra el narcotráfico”, desde Nixon hasta el México actual, pasando por G. W. Bush, nunca funcionó. Por el contrario, dejaron más muertos y acrecentaron el poder de las mafias de los carteles, sobre todo luego de un tiempo, con la corrupción masiva de los mismos “combatientes contra el narcotráfico”.
Claro que si Argentina hubiese aprendido algo de la historia ustedes tampoco estarían en el gobierno otra vez.
Nada nuevo. El triunfo en las últimas elecciones presidenciales y el golpe artero a las necesidades más básicas de millones de ciudadanos no les ha calmado la necesidad patológica de vender el Paraíso en base a creencias inoculadas por repetición. Todo lo contrario. Continúan ejerciendo el mismo optimismo del vendedor de preservativos recauchutados. Las mismas afirmaciones absolutistas («ponerlos de rodillas de una vez y para siempre«), las mismas vanas promesas. Las mismas excusas de las políticas neoliberales que, en nombre de la libertad, siempre recurren a la represión, a la militarización de la policía, a la intervención de los ejércitos en las sociedades… En fin, la vieja fórmula de saqueo de las sociedades: primero la violencia social y moral; luego la violencia policial.
Los asesores de Nixon que inventaron la Guerra contra las drogas reconocieron más tarde que se había tratado de una coartada para criminalizar negros y latinos y a los incómodos hippies que protestaban contra la Guerra en Vietnam. La maldad tiene muchos recursos, algunos contradictorios, pero en su raíz es siempre muy consistente.
La tendencia a confundir deseo con realidad es universal, pero sólo los políticos sin escrúpulos y las corporaciones que los compran se benefician de esa debilidad ancestral. El resto, tarde o temprano, la sufre como borracho con resaca.
Por supuesto que hay soluciones mejores: la reducción de las crecientes y obscenas brechas económicas y sociales es la primera. Está harto demostrado que es ésta, sobre todo en las sociedades capitalista-consumistas (Postcapitalistas) de nuestro tiempo, la mayor fábrica de violencia de todo tipo. Pero ¿quién se atreve a reducir la concentración de capitales y de poder mediático cuando una gran parte del poder político depende de sus donaciones o temen sus represalias?
jorge majfud . december 2023
El Plan Bandera va a liberar a Rosario de los narcos y a ponerlos de rodillas de una vez y para siempre. pic.twitter.com/ARQy9Fh7G8
Una nota mínima sobre el discurso «Mi moto alpina derrapante» de Milei en su asunción como presidente de Argentina ayer:
Los recortes de las ayudas sociales y las bajas compulsivas de salarios son recesivas y suelen provocar un efecto dominó, como ya lo probó Macri y tantos otros neoliberales de las colonias. Salarios más bajos solo significan mayores beneficios empresariales a corto plazo, pero no necesariamente se corresponden con más empleos de peor calidad sino, en muchos casos, retiros anticipados o, simplemente, migración a la economía de subsistencia y del mercado negro. Por no seguir con los efectos obvios de una contracción del consumo ―dejo de lado, por un momento, mi crítica a la civilización del consumo como raíz de todos los problemas.
Como fórmula de crecimiento económico, ha fracasado siempre. Que (en el mejor de los casos) en un par de años estas medidas antipopulares y criminales por donde se las mire puedan producir un fuerte crecimiento económico que llamarán «Milagro económico» o algo parecido, será la consecuencia natural de una inevitable recuperación luego de la recesión. Si te caes porque alguien te ha pegado un tiro en una pierna, y no te mueres desangrado, lo más probable es que, tarde o temprano, te levantes. En el mejor de los casos, como ha ocurrido siemrpe en América Latina, todos los mal llamados «milagros económicos» que surgieron del aumento de la pobreza terminaron en una forma u otra de crisis, catástrofes y vuelta a empezar.
En los centros imperiales (que siempre son puestos como ejemplo por cipayos y neocolonialistas) no son tan tontos para hacer eso. Mantienen a la población trabajadora en estado de necesidad, pero no aplican ninguna política de shock estilo Fujimori y tanto otros. De hecho, en Estados Unidos imprimimos o creamos dinero de la nada para que los aburridos consumidores salgan a gastarlo y así reactiven la economía nacional―a costa de sustraer valor de las colonias dolarizadas. Pero como todavía somos el centro financiero e imperial del mundo, a los capitalistas marginales no se les ocurre decir que somos la capital de la irresponsabilidad fiscal, sino, por el contrario, todo un ejemplo de progreso y libertad responsable. Para los títeres políticos de siempre que siempre se venden como novedad, todo «ajuste responsable» significa más sufrimiento para los de abajo y «esperar a la nueva crisis para comprar barato» para los de arriba.
Diferente a Fujimori y a Menem, hay algo que se le debe reconocer a Milei y que revindican sus votantes: como todo loco, es bastante más honesto que los psicópatas. Ha dicho desde siempre lo que haría como presidente y es lo que, aparentemente, intenta hacer, aunque la Teoría (Doctrina) del Garrote Antiinflacionario no es tan clara como puede parecerle a un cavernícola. Pero se ajusta perfectamente a la psicología del cavernícola que todos llevamos dentro, que muchos dejan suelto en un acto de catársis colectiva, y que ya detallamos en “Moscas en la telaraña” …
Claro, los Milenials Mileistas argumentarán que «a largo plazo » todo estará mejor, pero como dijo alguna vez el economista John Maynard Keynes, «a largo plazo estaremos todos muertos».
Según los ultraliberales postcapitalistas como Milei, una empresa tiene derecho a contaminar un río porque no está privatizado (ver video). Asumen que es una idea nueva y genial cuando fue la forma en que los ingleses mataron a millones en India y destruyeron la segunda mayor economía del mundo.
En Moscas en la telaraña (pg. 147) desarrollé ese mismo tema: «Inglaterra no sólo impuso el enclosure (privatización de la tierra por cercado) a Irlanda y a Norteamérica, sino también a India y Bangladesh, con el mismo resultado: al tiempo que las minorías en el poder político y comercial se enriquecían a escala astronómica, los pueblos que perdieron sus tierras comunales, su forma de vida, de producción y consumo, sufrieron hambrunas masivas con decenas de millones de muertos. Pero la privatización de la tierra se extendió también a la privatización del agua, de los ríos y de sus peces (como en India 1870 y con el Private Fisheries Protection Act de 1897), bajo la excusa de hacer que la población sea más productiva según las leyes del mercado y según los intereses de los dueños del “libre mercado”. »
Más adelante (pg. 368) «Entre 1880 y 1920, 165 millones de indios murieron por la bru-talidad administrativa del Imperio Británico. Más tarde, Winston Churchill admitió: “Odio a los indios. Son un pueblo de bestias con una religión llena de bestias”. A principios de los años 30, como era común entre la clase más rica de Estados Unidos, Churchill admiraba a Adolf Hitler y a Benito Mussolini―y procedió según sus convicciones. En 1943, se llevó la producción agrícola de en Bengala para alimentar a su ejército en Somalia diezmando su frágil economía. La montaña de muertos por hambre sólo en ese año sumó más de tres millones. Todo en base al mismo criterio aplicado a Irlanda un siglo antes: primero Inglaterra, luego las razas inferiores. En medio de ríos de cadáveres, los administradores de Londres del siglo XIX explicaron la tragedia irlande-sa: los irlandeses eran una raza inferior y debían aprender sobre las reglas del mercado.» https://amazon.es/gp/product/195676030X/ref=dbs_a_def_rwt_bibl_vppi_i0…
Debe estar conectado para enviar un comentario.