Un escritor, según Julio Cortázar (1982)

Julio Cortázar en 1982

La clausura existencial y la clausura política en la literatura latinoamericana

(Texto completo con notas al pié)

Bibliografía IV 

La clausura existencialista

El tono existencialista dominante en la literatura del Cono Sur de mediados de siglo XX coincide con una estética sin fe, escéptica o nihilista. Esta no es sólo la influencia europea del existencialismo y el surrealismo sino una síntesis que, como el tango rioplatense, tiene características propias. “Si el hombre europeo tiene motivos de angustia [ante la crisis de la Modernidad], los argentinos los tenemos en mayor grado, ya que no habíamos terminado de definir nuestra nación cuando el mundo en que surgió se viene abajo” (Sábato, Apologías, 110). Este escepticismo, diferente al de Jorge Luis Borges, no se resuelve en un juego esteticista o en la especulación nihilista.[1] Más bien se aproxima a la reflexión filosófica, pero no tiene fe en una verdad transformadora a través de la inmersión social. Por el contrario, se burla de la vulgarización del vulgo desde un plano superior, aunque pesimista. Mario Benedetti, desde una ideología y una conciencia de clase diferente, comenzará percibiendo la clausura existencial antes de cualquier intento por romperla. En Poemas de la oficina (1953-1956) describe este mundo exterior que no se diferencia de su mundo interior. Reflexionando sobre sus sueños y su sueldo en sus manos, poetiza: “aquella esperanza que cabía en un dedal, / evidentemente no cabe en este sobre […] que me pagan, es lógico, [por] dejar que la vida transcurra” (Invetnario, 217). En otro poema, “Hermano”, repite esta idea del transcurrir rutinario hacia ninguna parte: “siempre en el mismo cargo / siembre en el mismo sueldo” (Invetnario, 228). Eduardo Nogareda, en el prólogo a La tregua (1960) cita a Josefina Ludmer[2] según la cual “el rasgo esencial en las novelas de Benedetti es la no existencia de procesos de transformación (del héroe ni del relato): las escenas de apertura (del relato, del estado del héroe) y de desenlace son las mismas, narran el mismo estado; en el medio se encuentra la esperanza de rescate y de salvación pero fracasa [,] es negada” (Tregua, 55). Nogareda complementa esta idea: “el hecho —profusamente comentado por la crítica— de que La tregua carezca de una verdadera progresión en las acciones, es otro aspecto relacionado con el tema de la fatalidad y, consecuentemente del pesimismo, ya que éstas son dos ramas del mismo árbol” (56).

Lo mismo podríamos observar de las novelas de Juan Carlos Onetti, El Pozo (1939), El astillero (1960), por poner sólo dos ejemplos. Como dijimos antes, ni Juan Carlos Onetti ni su obra pueden enmarcarse dentro de la Literatura del compromiso ni junto a los escritores comprometidos, aunque la vida pública de Onetti haya estado cruzada de referencias políticas. El autor y su obra —sus personajes, sus tramas— están clausurados por el escepticismo. No hay salida en El pozo (1939), ni en El Astillero (1963) ni en Los adioses (1954), ni en Juntacadáveres (1964) sino la resignación en la distopía. El tono precozmente existencialista de El pozo, tan semejante a La náusea (1938) de Jean Paul Sartre o El túnel (1948) de Ernesto Sábato se corresponden con las metáforas cerradas de sus títulos. El astillero es otra gran metáfora pero esta vez paradójica: no se construyen barcos ahí, se los destruye lentamente, como la llovizna va borrando el contorno de los rostros. No se parte hacia ninguna parte sino hacia la nada, como en Los adioses.

Casi lo mismo podemos observar en las tres novelas de Sábato, El túnel (1949), Sobre héroes y tumbas (1960) y Abaddón, el exterminador (1974). La primera, con un desarrollo de novela policial y una poética existencialista, está explícitamente clausurada. La desesperación kafkiana y la nada de Jean Paul Sartre no derivan en la libertad creadora sino en la angustia, en le néant y en la nausée: “hubo un único túnel, oscuro y solitario, el mío” (Túnel, 4). El pintor Juan Pablo Castel se obsesiona con una mujer que parece comprender su obra y termina matándola. No es casualidad que la idea de salida y de ventana —es decir, ansiadas grietas de la clausura—, que de hecho articula la conexión entre los dos protagonistas, es central en la narración al mismo tiempo que imposible o frustrada. Aparte del rasgo fuertemente narcisista del personaje, importa recordar que éste desarrolla la metáfora del túnel mencionando que por momentos sus paredes eran de un grueso cristal por donde podía verse aquella mujer. La concepción del individuo aislado, alienado, es exaltada por la estética existencialista, más que por su propia filosofía. Desde el punto de vista de la Literatura del compromiso, podemos juzgar esta novela como el ejemplo radical de la alienación que, al haberse desgarrado el individuo de los otros, de su sociedad, busca la utopía de una comunicación con otro. Ese otro es, naturalmente, implicado en cuerpo y alma, en su sexo y en su “compresión” hasta que se confunda consigo mismo. La fusión de los amantes, que el en Romanticismo decimonónico era igualmente tormentoso e imposible, pero cuyas muertes significaban la salida y la unión definitiva, en El túnel no es más que la integración del elemento femenino al ego del protagonista, al alter ego de Sábato.

En sus otras novelas, este problema es advertido pero nunca solucionado. El mismo Ernesto Sábato reconoce que el pesimismo de la tercera parte de Sobre héroes y tumbas (1961), el “Informe sobre ciegos”, lo había preocupado. Le preocupaba la imagen que tendrían los lectores si él se moría antes de terminar la novela. Razón por la cual se apresura a escribir la cuarta y última parte con un tono esperanzador. De forma contradictoria, luego afirma que había decidido llevar a Martín[3] al suicidio, pero que éste decide salvarse. Quizás sea una forma de poner en términos congruentes lo que no lo es: Sábato afirma que sus personajes están vivos, y aunque él racionalmente es pesimista, la esperanza “que nace del pesimismo” es propia de una de sus verdaderas partes (un personaje, entiende el autor, es como en los sueños, una verdad incuestionable). Martín, el personaje que representa la pureza aún sin corromper de la adolescencia, es “pesimista en cierne como corresponde a todo ser purísimo y preparado a esperar Grandes Cosas de los hombres en particular y de la Humanidad en general, ¿no había intentado ya suicidarse a causa de esa especie de albañal que era su madre?” (Héroes, 26).

Sábato es consciente de esta clausura y procura crear en Martín una puerta de salida formulada en la nunca precisada idea de esperanza. Con su típico tono ensayístico, el alter ego de Sábato en Sobre héroes y tumbas reflexiona sin muchas esperanzas sobre la esperanza: “La ‘esperanza’ de volver a verla (reflexionó Bruno con melancólica ironía). Y también se dijo: ¿no serán todas las esperanzas de los hombres tan grotescas como estas? Ya que, dada la índole del mundo, tenemos esperanzas en acontecimientos que, de producirse, sólo nos proporcionarían frustración y amargura” (Héroes, 26). Alejandra —Argentina— le dice a Martín: “Vos sabés que antes se estilaba tener a algún loco encerrado en alguna pieza del fondo” (43). Pero la novela total, con su contrapunto de paralelos entre el pasado (la marcha de Lavalle) y el presente indican que ese “antes” significa “siempre”, pero de formas diferentes.[4] La loca, la Escolástica, vive recluida en una habitación guardando la cabeza de su padre. Toda la casa de Alejandra participa de la historia argentina y, al mismo tiempo, representa la historia congelada, un museo vivo de la locura y la decadencia. De forma repetida, a Martín, el observador inocente, “aquella casa le parecía ahora, a la luz del día, como un sueño” (90). La inversión de los elementos es un rasgo del surrealismo de entreguerras, como la cabeza del comandante Acevedo “metida en una caja de sombreros” (90). Martín se siente fascinado por esta realidad pero escapa hacia el sur cuando Alejandra se incinera, en un acto simbólico de purificación, en el mismo mirador. Como la ventana de El túnel donde se podía ver una misteriosa mujer, ese mirador se abre hacia la nada, hacia el absurdo trágico del pasado, de un presente sin futuro.[5] No hay nada más allá sino “una esperanza” verbalizada. Es paradójico y significativo que el capítulo paradigmático es el famoso “Informe sobre ciegos” cuando uno de los elementos arquitectónicos principales de la casa de Alejandra es el mirador. Este elemento es típico del pasado, pero además representa la visión, la observación y el aislamiento de quienes lo habitan, como una torre medieval. Es decir, como en Borges, se concibe el acto intelectual como un ejercicio de observación, una intervención intelectual para ver lo que los ojos no pueden ver (los ojos de los ciegos).[6] Si no se trata de la torre de marfil del modernismo y del art pour l’art, es la torre de hierro que representa el sentido trágico de la fatalidad del héroe en un mundo imposible de cambiar. Lo cual significa una diferencia radical con el paradigma de la Literatura del compromiso, más propensa a considerar la intelectualidad del mundo como la caverna de Platón o como la torre de Segismundo, de La vida es sueño (1635): la realidad existe, pero ha sido alienada por una cultura enceguecedora, por la ilusión, por le sueño que reproduce la explotación y retarda la toma de conciencia. Sobre todo, la Literatura del compromiso mantendrá su fe en intervenir y cambiar la realidad a través de la literatura y la toma de conciencia.

Desde las primeras páginas, el protagonista adolescente de Sobre héroes y tumbas, Martín, añora huir al Sur, hacia la pureza del “frío, limpieza, nieve, soledad, Patagonia” (Sábato, Héroes, 31). Es la misma fuga que realiza cien años antes otro Martín, el gaucho Martín Fierro, el personaje mítico de la literatura y la tradición popular del Cono Sur. Fierro huye de la civilización junto con su amigo Cruz, para convivir con los indios. La amistad entre dos hombres es exaltada como antídoto contra la decepción del mundo, representada en la corrupción de la civilización y la pérdida de la mujer. El viaje final de Martín al Sur, en compañía del humilde camionero Busich, es parte de una idea repetida en Sábato: la sociedad, la civilización, la cultura se ha corrompido. Pero ya no hay indios sino soledad patagónica. Queda la amistad, la única forma de redención, a falta de la solidaridad colectiva. Martín, desposeído de todo, busca trabajo y es humillado por el gran empresario que le descarga un largo discurso sobre el progreso y la patria. Martín (Nacho, en Abaddón, el Exterminador) baja de la alta oficina y, simbólicamente, vomita en la calle. Será, por el contrario, la calle, el espacio de los desheredados, con su filosofía tanguera, de bares y esquinas rotas donde encontrará la solidaridad de otro personaje que representa la derrota, la humildad y la solidaridad. Humberto J, D’Arcángelo represetna el tipo de ética opuesta a los empresarios Molinari de Sobre héroes y tumbas (1961) y a Rubén Pérez Nassif de Abaddón el exterminador (1974). El semi-analfabeto D’Arcángelo es el otro gran amigo y protector de Martín —después de Bruno, significativamente el intelectual—, cuya filosofía coincide con la de Discépolo. D’Arcángelo: “Aquí, a este paí hay que avivarse. O te avivá o te jodé para todo el partido” (95).

Para adelante no hay salida, por lo que es necesario volver hacia atrás y de ahí sus repetidos elogios a la autenticidad del “hombre común” (representado aquí por el camionero Busich y por D’Arcángelo), dos personajes semianalfabetos que no han sido corrompidos por el pensamiento y la civilización. No han sido corrompidos por el éxito sino purificados por la pobreza y el fracaso. Algo así como una variación urbna del “buen salvaje”.

En el caso del hiperintelectualismo de Abaddón, el exterminador, su carácter de novela-ensayo alcanza un valor estético semejante a Rayuela. Pero si para Cortázar la literatura era un ejercicio lúdico, para Sábato tiene un carácter sagrado que hay que salvar de la prostitución (es decir, de la desacralización del dinero). No obstante, persiste el carácter clausurado, hermético de misteriosas sociedades, casi medievales, potencias del mal y la oscuridad que buscan destruir el mundo. Lo político es secundario a un orden metafísico, cósmico que, como en el antiguo mundo azteca, debe ser salvado por la fuerza de sacrificios individuales. Este mártir suele ser el artista-vidente (Sábato, que es autor y personaje desdoblado en Sabato) y toda figura excepcional, capaz de subir a las cumbres de la filosofía occidental y luego bajar a los reinos del mundo demoníaco para volver a ascender en un proceso de purificación del héroe campbelliano (en sus novelas, los personajes principales siempre descienden a lugares cerrados como sótanos, cloacas y surrealistas bajomundos). El mundo de las novelas de Sábato está signado por el simbolismo de los ciegos. Si en “Nuestro pobre individualismo” (1946) Jorge Luis Borges dice que para el carácter argentino, la idea de los Lamed Wufniks —según la cual el mundo sobrevive por la intervención de 36 sabios que se desconocen entre sí—, es incomprensible para un argentino que descree del bien oculto, lo mismo podemos entender en la novelística de Sábato: el Mal —como el demiurgo de los gnósticos cristianos del siglo III— es quien gobierna el mundo y no busca su cambio, la destrucción, sino la perpetuación del orden, porque es un orden infernal basado en el dolor, la injusticia y la angustia. Contra eso nada se puede hacer, porque también representa la condición inmanente del inconsciente humano, lo opuesto a la utopía racional del futuro consciente: la moral del Hombre nuevo. Cuando Bruno regresa a Capitán Olmos es un regreso al pasado y al fracaso. El alter ego del autor, Bruno, después de un largo periplo por el mundo, vuelve a su pueblo de provincia, Capitán Olmos (Rojas, para el autor) y encuentra que los sagrados espacios de la infancia son “ridículamente pequeños”. Los sueños se han perdido junto con la inocencia. Visita el cementerio de su pueblo y reconoce a familias enteras. Al salir, con melancolía, poetiza su concepción existencial de una clausura incontestable: la lápidas son “piedras ensimismadas […] testigos de la nada / certificados del destino final / de una raza ansiosa y descontenta / abandonadas minas / donde en otro tiempo / hubo explosiones / ahora telarañas” (Abaddón, 471). El paradigma de la novela —y de su autor— se resume en el último párrafo: “Pero también alguna vez se dijo (pero quién, cuándo) que todo un día será pasado y olvidado borrado: hasta los formidables muros y el gran foso que rodeaba la inexpugnable fortaleza”.[7]

Ante la realidad que rodea al autor, esgrime repetidas veces el mismo lema: “resistir”. Pero tampoco aquí hay salida. La condición humana no se puede cambiar; la condición política y cultural no depende de una revolución social sino de una resistencia individual. Como ese “¿Y entonces qué?” de Hombres y engranajes (1951), que no alcanza a responder en el capítulo final. Como en la obra de teatro La isla desierta (1938) de Roberto Arlt, no hay salida, pero en ésta no hay tenues sustitutos de la esperanza sino una frontal crítica social y cultural al racionalismo de la Modernidad. No obstante, la condición humana (lo inmanente) y su razón histórica (supongamos que pueden ser considerados dos cosas diferentes, como lo hace Sábato), están presentes en esta doble clausura político-existencial. “Un terremoto universal sacude los cimientos de la civilización, esa civilización que fue edificada sobre los principios de los llamados Tiempos Modernos” (Apologías, 109). La crisis del hombre no radica sólo en la eterna angustia del yo aislado sino en los errores del nosotros que acentuó la alienación. La crisis es universal y es particular, porque “si el hombre europeo tiene motivos de angustia, los argentinos los tenemos en mayor grado, ya que no habíamos terminado de definir nuestra nación cuando el mundo en que surgió se viene abajo” (110).

La clausura política

La Literatura del compromiso, en gran parte desde una crítica marxista, descartará tanto la idea metafísica de una lucha del Bien contara el Mal como la idea de “hombre común” como sinónimo de autenticidad. El hombre común es parte de la corrupción de la cultura materialista (para el cosmos amerindio) o de la cultura capitalista (para el humanismo marxista). Es un hombre alienado por el sistema de producción y por la cultura masiva que lo adapta para la reproducción del mismo sistema. Sólo la crítica es capaz de romper el círculo en el cual está encerrado el hombre común, yendo más allá de las ideas prefabricadas para su opresión.

Alrededor de la jaula (1966) de Haroldo Conti, comparte los dos tipos de clausuras, la existencial y la política. “Debe ser aburrido estar adentro”, le dice Milo a Ajeno, el perro enjaulado. “Bueno, no te creas que se está mejor aquí afuera” (Jaula, 65). La fórmula del existencialismo rioplatense es la de El pozo (1939) de Onetti. Pero aquí la trampa natural de una cavidad en la tierra, una depresión, se traduce en una metáfora similar y diferente: “Allí estaba la jaula. El tiempo y la tristeza” (Jaula, 197). El tiempo y la tristeza son los mismos, pero ahora la visualización de ambos, la jaula, es una evidente obra humana con el único propósito de oprimir seres vivos. La clausura existencial, quizás como en el mismo Jean-Paul Sartre, busca una salida a la fatalidad del ser, de la nada, y encuentra un pasaje comunicante en la clausura política. “Aquello no era otra cosa que un vulgar calabozo y el conjunto una cárcel bien disimulada en ese viejo y simpático jardín” (40). Es decir, la condición humana puede estar definida de antemano, pero parte de esa condición es su libertad, aunque sea una libertad frustrada. La libertad implica primero una toma conciencia de su estado y luego una toma de acción. La primera es expresada con una clausura política, la crítica a un estado dado por otros hombres y mujeres. No es naturaleza sino historia. Por lo tanto, la angustia existencialista se convierte en esperanza política y en esta transición se produce el compromiso que, en nuestro diagrama, marca el pasaje del primer cuadrante al segundo.

—¿No te parece chica esta jaula, pa? [dice el Joven]

—Claro que sí. [dice el viejo]

—¿No podemos hacer algo?

—¿Qué, por ejemplo?

—Hablar con el director.

—No creo que resulte.

El chico lo miraba firme a los ojos.

—Como quieras, pero no cero que resulte. (33)

Haroldo Conti nos da un indicio, planteando primero la clausura existencial como una jaula y luego el recuerdo de un origen corrompido por la civilización (por la historia): “Al caer la tarde los barrotes se desvanecían y si los pájaros seguían allí era porque les daba lo mismo estar en una que otra parte. Un buen día, cuando recordaran, iban a remontar el vuelo y desaparecerían para siempre hacia aquellas regiones cuyo camino habían extraviado entre la gente” (Jaula, 29). Las verdaderas rejas que encierran los pájaros —hombres y mujeres— son mentales, culturales, y sólo pueden desaparecer con una conciencia nueva de los mismos. Al mismo tiempo, la metáfora alude a un origen perdido, corrompido; no a la progresión.

Finalmente el muchacho rompe las reglas y roba al perro para liberarlo de la jaula y planea su fuga (su propia liberación). Al igual que Martín Fierro (1875), al igual que Martín, el joven protagonista de Sobre héroes y tumbas (1960), —quizás, al igual que Ernesto Guevara— Milo intenta huir por los caminos laberínticos hacia aquellas regiones fronterizas donde la opresiva racionalidad del civilización no deja salidas a la jaula. Es una fuga hacia el origen y la regeneración. El éxito de la rebelión, como en los otros casos, es momentáneo. No logra superar la realidad opresiva y es atrapado por la policía. Su situación es peor que al comienzo, pero ahora su conciencia está marcada por la experiencia de la liberación.

Otra gran novela de los sesenta, Rayuela (1963) de Julio Cortázar comparte el paradigma de clausura de la literatura anterior. Horacio Oliveira, luego de divagar por el mudo, por el arte y por una maraña diletante de ideas filosóficas, termina sus días en un manicomio de Buenos Aires, perdido en un laberinto de hilos que teje en su cuarto para protegerse, lo que puede entenderse como materialización psicológica o metafórica de sus interminable hilado físico e intelectual en París, como ilusoria protección de una realidad amenazante, que ha perdido su norte y su oriente.[8] Aquí la jaula, la clausura, es una ilusoria protección del individuo irreversiblemente alienado. Es el individuo corrompido por la civilización quien ha terminado por cerrar las últimas puertas. No hay regreso al origen ni salida hacia la utopía del futuro.

Recurriendo a metáforas de signo inverso, Cristina Peri Rossi expresará la misma clausura. Sólo la recurrencia al tema político, a la historia, sugieren todavía una puerta entreabierta, un hilo de luz, una fisura en la sólida clausura existencial. Al igual que Julio Cortázar, Peri Rossi es frecuentemente asociada como intelectual comprometida. Su historia personal, el exilio de ambos en Europa, su crítica abierta a las dictaduras de América Latina o sus esporádicos apoyos a las izquierdas del continente justifican esta identificación. Pero en la mayor parte de sus obras el paradigma difiere de aquel que hemos identificado como propio o común de los escritores comprometidos más radicales. En La nave de los locos (1984), la puerta ya está cerrada. La temática política es fácilmente reconocible, sobre todo por sus paralelos con la historia reciente del Cono Sur, y se encuentra enlazada con un surrealismo que se encarga de convertir en pesadilla cualquier opción. Ni siquiera el exilio —esa fuga tan recurrente entre nosotros, los latinoamericanos, que inició el hombre-dios Quetzalcóatl mil años atrás— es una salida sino un nuevo camino a la pesadilla. Uno de los personajes principales, Equis, consigue trabajo controlando la lista de mujeres que son conducidas en un ómnibus para abortar. La idea de matadero, de desacralización de la carne y la imposibilidad de escapar a un sistema, son llevados al extremo ético y estético. Al igual que en El hombre que se convirtió en perro (1965) de Marco Denevi, o de los nuevos cadetes que en La ciudad y los perros (1966) de Vargas Llosa son obligados a caminar en cuatro patas, a ladrar y morderse entre sí, los protagonistas de La nave de los locos deben aceptar con naturalidad su propia deshumanización —su metamorfosis psíquica y social— a cambio de la sobrevivencia. Pero la distopía nunca será un estado de madurez sino de la arbitrariedad del poder o de la ignorancia. No hay hombre nuevo sino hombre viejo, decrépito y caduco. “Ninguna comprobación puede asegurar que la persistencia en una creencia, mito o idea guarde relación alguna con la madurez, pero los viejos están convencidos de ello” (Peri, Nave, 88). La literatura, la poesía, en el mejor caso, ahora es un débil instrumento de denuncia y testimonio de la derrota. La ironía y la parodia prevalecen. La fe se ha perdido. La distopía ha vencido y la literatura se ha prostituido al enemigo. Ya no es un instrumento de lucha, de resistencia y cambio, sino de legitimación.

Vercingetróix observó que los oficiales y soldados tenían no sólo predisposición a la violencia, sino también a la poesía y al relato; muchas veces los sobrevivientes recibían la orden de reunirse en el patio, y el comandante —con la voz turbada por la emoción y los ojos centellantes— les leía sus poemas, escritos en la soledad del campo cubierto de polvo de cemento. El aplauso era obligatorio y había sanciones y castigos para aquellos que aplaudieran sin entusiasmo suficiente o de manera poco sincera. Los poemas versaban sobre el amor a la patria, la belleza de la bandera, el honor de las Fuerzas Armadas, la encarnizada lucha contra los oscuros enemigos, el sol, el apostolado militar, las buenas costumbres y el espíritu cristiano. (Nave, 62)

La metáfora del mar, persistente en la obra de Cristina Peri Rossi, deja de representar la aventura de la navegación colectiva hacia un puerto futuro y se transforma en un permanente naufragio, donde cada individuo se aferra a los escombros más próximos que encuentra.[9] En el poemario Descripción de un naufragio (1975) es la historia la que naufraga. “Y en biquini vimos pasar / en síntesis la historia, / era una puta rubia. (185) […] Ella se entregaba a los banqueros en Londres / y entrenaba a los agentes de la CIA en California (Poesía, 187).

Así, la apertura del horizonte marino es, definitivamente, una nueva clausura: el náufrago está atrapado en la inmensidad, que es lo mismo, aunque la metáfora sea una perfecta inversión, que estar atrapado en una celda de dos por uno, como en el caso de Mauricio Rosencof. En Jorge Guillén, la clausura expresada por la cárcel es una forma de apertura, ya que la puerta es imponente pero no infranqueable; si está cerrada para el frágil individuo, no lo está para el pueblo:

Paloma, dile a mi novia

que cuando venga a mi entierro,

toque bien duro la puerta,

porque la puerta es de hierro. (Popular, 83)

Pero en Rosencof, aunque la clausura sigue siendo política, la derrota histórica le ha devuelto sus rasgos existenciales que la aproximan a la fatalidad y la desesperanza. Tanto en Las cartas que no llegaron (2002) como en El bataraz (1995) de Mauricio Rosencof, la narración se proyecta desde la celda de una prisión. Al mismo tiempo que testimonio y ficción, las dos obras recogen la experiencia del autor como preso político en Uruguay, durante la dictadura militar (1973-1984). En Las cartas que no llegaron, relato autobiográfico, hay un recurrente paralelismo del fracaso del padre judío, que escapa del holocausto de la soñadora Europa y el fracaso del hijo en los ’70, a través del fracaso de la utopía del compromiso. En los ’90 se cierra el optimismo utópico de los ’60. La risa del revolucionario se ha convertido en mueca de dolor. La progresión en repetición. La utopía en distopía. La combatida concepción de Hesíodo y de las religiones tradicionales, según la cual todo pasado fue mejor, es ahora un amargo reconocimiento. “Todo tiempo pasado fue mejor, Tito. Está escrito y en coplas. De donde se deduce que nuestro futuro es fulero, por cuanto un día añoraremos este hoy” (Bataraz, 131). La liberación se ha rendido ante la clausura política, primero y existencial, después. El círculo se cierra con la percepción de que el Hombre nuevo ha dejado lugar al primitivo Hombre lobo.

—Eso. Ese es el tema, Tito. El Hombre es lobo del Hombre.

—Hombre del Hombre, che. ¿Dónde viste a un lobo hacerte fumar por el culo, vuelta y vuelta? (165)

El Testimonio es un reconto de la distopía, de la muerte de la esperanza. En El bataraz, el prisionero es sistemáticamente torturado, lo que produce una ruptura con el mundo humano, con la fe del compromiso y es sustituido por un lazo afectivo con un gallo, el Tito. “El Ser Humano, Tito, está muy por debajo de la escala zoológica. Pero como la historia la escribe el ganador, los tigres no pueden revindicar su mejor condición muscular, el águila su vuelo, los delfines su gracia natatoria” (108). También el Hombre lobo es moralmente inferior: “aun las que llamamos bestias no atormentan al prójimo” (109). Aparte del claustrofóbico espacio físico, la clausura se refiere a la historia como distopía y a la misma psicología, entre lúcida y delirante del narrador. La aparente liberación se produce por la puerta de la locura. Las dos últimas líneas de El Bataraz no dejan dudas: “y ahora qué chau, entro en órbita, total infinita para y jamás ya está. / Y ahora, que hagan lo que quieran” (190). Lo diferencia de la locura de Horacio Oliveira, de Rayuela, que mientras que la locura de este es un caer hacia adentro de la espiral, la locura de El Bataraz es una especie de liberación budista. Uno se encierra para escapar del mundo mientras que el otro escapa de su encierro. Esta evasión por la muerte no es una aspiración al utópico Paraíso de las religiones tradicionales ni es la fusión mística del revolucionario con el pueblo futuro, sino la mera forma de acabar con el dolor de una clausura sin otras salidas.

El mismo paradigma —la violencia de la clausura política— enmarca el cosmos de Ana Terra (1949), de Érico Veríssimo, una saga que recuerda a Cien años de soledad (1966) pero sin el elemento fantástico y con referencias históricas precisas (1777-1811). Cuando la madre de la protagonista muere asesinada por un asalto de los temidos castellanos que disputaban la frontera con los portugueses, Ana no llora. Por el contrario, “seus olhos ficaram secos e ela estava até alegre, porque sabia que a mãe finalmente tinha deixado de ser escrava” (Terra, 82). Esta novela, como Incidente em Antares (1971), ambientada en la historia del naciente Brasil, está cruzada de referencias políticas propias de la época de su autor. Cuando el hijo de Maneco Terra, el padre de Ana, quiso acompañar al guerrillero Bandeira que luchaba contra los castellanos, el padre responde que mejor que andar tirando tiros es agarrar una azada y ponerse a trabajar la tierra. “Isso é que é trabalho de homem”. El hijo repite el discurso que elogia las virtudes de un patriota a lo que el padre contesta: “Patriota? Ele está mas é defendendo as estâncias que tem. O que quer é retomar suas terras que os castelhanos invadiram. Pátria é a casa da gente” (18). Esta idea del guerrero patriota que no lucha por un beneficio colectivo sino por el suyo propio pero con un discurso inverso, se repetirá otras veces a lo largo de la novela. Al final, es explícito. Cuando Ana Terra emigra a otras regiones fronterizas de Brasil y se instala en tierras de un hacendado llamado Ricardo Amaral, un breve período de paz es interrumpido nuevamente por una nueva guerra entre España y Portugal. Su hijo debe partir. Ana interviene para excusar a su hijo del servicio militar pero el hacendado no le concede este beneficio. Otra vez las mujeres quedan solas y Ana reflexiona: “Guerra era bom para homens como o Cel. Amaral e outro figurões que ganhavam como recompensa de seus serviços medalhas e terras, ao passo que os pobres soldados às vezes nem o soldo receberiam” (133). Cuando uno de los jefes regresa diciendo “agora todos esses campos até o rio Uruguai são nossos”, Ana vuelve a sacudir la cabeza, resignada y vuelve a preguntarse: “para que tanto campo? Para que tanta guerra? Os homens se matavam e os campos ficavam desertos. Os meninos cresciam, faziam-se homens e iam para outras guerras. Os estancieiros aumentavam as suas estâncias. As mulheres continuavam esperando. Os soldados morriam ou ficavam aleijados” (137).

Tanto por la corriente humanista como por la amerindia, expresado en la literatura por la reivindicación de la cultura y la raza oprimida, la desobediencia se traducirá en rebeldía y política revolucionaria. En Los ríos profundos (1958) de José María Arguedas, podemos ver una postura de la narración a favor del indio. El alzamiento de las mujeres cholas se expresa en el robo de la sal de los sacerdotes, mientras el cura dice hablar por Dios repitiendo una conducta tradicional Ernesto dice que las indias robaron la sal para los pobres pero el cura moraliza contra el pecado del robo. Doña Felipa es la chola guerrillera mientras el padre Linares y el Viejo representan las dos figuras autoritarias que Ernesto enfrenta: el clero y el poder social. Según Conejo Polar, en esta novela se advierte la superación de la obediencia de la palabra divina (Arguedas, Ríos, 273).

Hay una gran semejanza entre Los ríos profundos (1958) de María José Aguedas y La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa y Un oscuro día de justicia (1970) de Rodolfo Walsh. El internado, la violencia machista, el racismo. Los tres se desarrollan en instituciones tradicionales de enseñanza, lugares herméticos y violentos. Esta violencia es administrada siempre por una estructura opresiva. Cuando no es militar pertenece a la iglesia católica. Es decir, instituciones verticales. Cualquier forma de desobediencia será una reacción contra la legitimidad moral de la autoridad institucional y, sobre todo, ideológica.

En la lectura de Un oscuro día… la referencia a la coyuntura política puede perderse completamente en otro contexto, pero es concreta e ineludible en su escritura. Uno de los mandos medios de este colegio de irlandeses en Argentina, el celador Gieltry, promueve peleas de boxeo entre sus pupilos. La opresión de la violencia, la clausura espacial y moral, se resuelve con la tradicional contradicción de la práctica opresiva y el discurso moralizador. “El celador Gieltry había subido apenas un minuto para verlos arrodillarse en sus camisones y recitar la oración nocturna que imploraba a Dios la paz y el sueño o al menos, la merced de no morir en pecado mortal” (Walsh, Oscuro, 24). Incluso, la contradicción se resuelve con una dialéctica darviniana, con una racionalización de la distopía:

El celador Gieltry estaba preocupado. Sabía naturalmente que el Ejercicio era cruel y casi intolerable para Collins, pero había visto la crueldad inscripta en cada callejón de lo creado como la rúbrica personal de Dios: la araña matando la mosca, la avispa matando la araña, el hombre matando todo lo que se le ponía a su alcance, el mundo un gigantesco matadero hecho a Su imagen y semejanza, generaciones encumbrándose y cayendo sin utilidad, sin propósito, sin vestigio de inmortalidad surgiendo en parte alguna, ni una sola justificación del sangriento simulacro. (40)

Hasta que uno de los pupilos, Collins, golpeado varias veces por el Gato, se revela y decide llamar a su tío Malcom. Éste promete darle una paliza al Celador, la que se cumple un domingo. Sin embargo, por saludar a su “pueblo” cuando ya había vencido, recibe un golpe a traición del celador y es finalmente derrotado. La metáfora se vincula con el Che Guevara y el pueblo que espera un héroe, de forma errónea. Según Rodolfo Walsh, en la entrevista que le hizo Ricardo Piglia en 1970, este cuento comenzó a ser escrito antes y se terminó un mes después de la muerte de Guevara. En esta historia aparece “una nota política, la primera más expresamente política” (56). El párrafo políticamente más explícito de Un oscuro día es casi una moraleja medieval: “el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los miedos, el silencio, la astucia y la fuerza, mientras un último golpe lanzaba al querido tío Malcom al otro lado de la cerca donde permaneció insensible y un héroe en la mitad del camino” (52).

Esta derrota final deja estratégicamente inconforme al lector que esperaba su happy ending. La función del final donde el lector es derrotado, consiste en derivarlo fuera del mundo literario, hacia una toma de conciencia sobre la otra realidad que lo afecta: la verdadera realidad, para el escritor comprometido. Esta derrota se diferencia del hermetismo de clausura existencial al convertirse en clausura política.

Mario Benedetti, refiriéndose a La ciudad y los perros (1966) de Mario Vargas Llosa, observa que “hay en los cadetes del Colegio Leoncio Prado una actitud gregaria que sin embargo tiene poco que ver con la camarería o la fraternidad; más bien se trata de una promiscuidad de soledades” (Cómplice, 228). En la gran metáfora realista de la clausura social que construye Vargas Llosa, hay apenas una fisura. Los individuos han sido corrompidos por las instituciones, las han corrompido o el proceso es recíproco. Sin embargo, escribe Benedetti en su crítica de 1967, “después de toda una historia en que lo inhumano aparece a cada vuelta de hoja”, la recuperación del Jaguar, el más violento de los cadetes, “es uno de los pocos rasgos esperanzados de la novela. En cierto modo, resulta esclarecedor que Vargas Llosa, frente a la posibilidad de rescatar a uno de sus personajes, se haya decidido por el Jaguar, alguien que no proviene de Miraflores sino de la delincuencia, de un pobre sedimento social” (230).

Por su parte, Hombres de maíz (1949), novela de un maduro estilo que después se conocerá como “realismo mágico”, ya había realizado el ejercicio artístico de integrar la imaginación con una fuerte implicación política que será propia de los escritores comprometidos: la ubicación del mundo marginal, especialmente el mundo indígena en el centro ético de la obra. Sin embargo —o por ello mismo— esta centralidad ética se realiza desde una periferia del poder, que representa el progreso material de aquellos hacendados que sustituyen la cultura del cultivo de sobrevivencia (representados por el cacique Gaspar Ilom) por la explotación de la tierra en pos de una siempre creciente plusvalía (representados por Coronel Chalo Godoy). Según el Popol Vuh, el hombre está hecho de maíz, y enriquecerse con su explotación extensiva es una forma de sacrilegio. El cacique Ilom es sacrificado pero su cuerpo o su espíritu —para la cultura mesoamericana eran uno en el hombre— se esparce como el fuego.

La clausura de la distopía es histórica en la Literatura del compromiso —producto de la derrota— y es constitucional en las instituciones vencedoras. En los ’70 vence el paradigma antihumanista del militarismo sintetizado en las palabras de un sargento, según La granada (1965) de Rodolfo Walsh: “yo no podría vivir fuera de un cartel. Cuando me pongo ropa civil, me parece que soy una mujer” (Granada, 12). En esta obra, se registra la oposición de la moral del soldado y la del revolucionario, según era entendido por Ernesto Che Guevara. Uno, parte de un engranaje, matador a sueldo; el otro, investido por la fuerza moral de sus ideales. En La granada se parodia la preocupación militar por las técnicas de la muerte, no por las razones de la guerra. Se elogia las virtudes de un nuevo explosivo como si se tratase de un descubrimiento científico, despojado de cualquier vínculo ideológico. En Los oficios terrestres, en cambio, no es posible descubrir una postura marcadamente político-ideológica en ninguno de los relatos sino un estado de violencia general y permanente, propia de la clausura distópica.

Otra obra de teatro argentina, La mueca (1970) de Eduardo Pavlovsky, plantea la dualidad de la crítica social al tiempo que mantiene su clausura. El experimento consiste en lo que hoy podaría definirse como un contemporáneo reality show dentro de la obra. Un director de cine, el Sueco, se propone registrar la espontaneidad de un matrimonio burgués. Su propósito manifiesto es la exploración estética, pero todo el fondo de la obra alude a la ética y a una forma social que parece estar cuestionada por la hipocresía del matrimonio. El mundo se ha desacralizado:

SUECO: […] Aníbal, escribí esto. Nuestros pequeños egoísmos y apetencias diarias los que nos han desviado del camino. El hombre ha perdido su posibilidad de trascender. Tenemos que llevar nuestra realidad cotidiana a un estado de absoluta pureza. (Mueca, 25)

La historia ha decaído en la corrupción, la humanidad ha descendido a un estadio inferior de la cual es necesario rescatarla. No se trata de proyectar sociedades perfectas, como lo hicieron los socialistas utópicos del siglo XIX sino de rescatarla de la catástrofe.

FLACO: Pintura del Renacimiento. No te cansás de mirarla… arte sin violencia.

SUECO: Otra época, Flaco, otros mundos, otros hombres. Yo preferiría no ser violento, pero estamos hecho añicos y tenemos que reconstruirnos, pedazo a pedazo. (26)

Sin embargo, este proyecto fracasa cuando se pretende aplicar a un hombre definitivamente corrompido por su cultura. Luego de desenmascarada la moral burguesa de la pareja, éstos se conforman fingiendo una sonrisa final, lo que significa una continuidad de la hipocresía expuesta uno al otro.[10] Nada ha cambiado en la escena, aunque ese pesimismo tenga por objetivo reforzar la crítica en los espectadores, es decir, en los actores reales. Esta idea aparece al final de La muerte y la doncella (1992) de Ariel Dorfman, cuando la obra no es cerrada con un telón sino con un espejo que baja. Los actores —la mujer violada por el régimen dictatorial y el médico torturador— se han sentado entre el público. Público y actores ahora se contemplan, porque son la misma cosa: ellos son la víctima y el torturador, la mala conciencia de una obra que no ha tenido un happy ending.

La idea de restauración del orden anterior, presente desde La vida es Sueño (1635) es común en la literatura crítica latinoamericana. El sad ending puede entenderse como una provocación crítica a algo que no podía ser resuelto ni modificado por la obra de arte sino por la nueva conciencia del espectador-lector de un problema expuesto. Un prototipo de este modelo de obra crítica es La isla desierta (1939) de Roberto Arlt. La obra de arte es la salida de la rutina a un estado excepcional, que puede ser una acción o una conciencia. Pero este desvío es corregido por la realidad, porque la realidad no es la obra de arte sino su materia prima. Esto le da un carácter circular a cada obra. La diferencia puede radicar en si ese círculo está cerrado o abierto. En el primer caso estamos en la clausura existencial y en el segundo en la clausura política.

La rebelión de los muertos de la novela de Érico Veríssimo, Incidente em Antares (1971), culmina con la prohibición por ley de las huelgas por parte del nuevo gobierno. Un artículo en el diario dice que a partir de entonces la relación entre obreros y patrones son armónicas y no están contaminadas de política partidaria. La policía cerró algunos bares por ser lugares de reuniones de comunistas (481). Luego un padre censura a su hijo, que estaba aprendiendo a leer, por leer un graffiti que decía “li-ber…” El niño, la utopia castrada por el padre, es “puxando com força, a mão do filho, levou-o quase quase de arresto, rua abaixo”. La referencia política es central.

Sin embargo, esta idea de la clausura política es, al mismo tiempo, una negación de la clausura existencial. El orden antiguo se reinstala pero queda claro que se trata de una obra humana, que además es injusta.


[1] Borges es la nostalgia del pasado inquieto en un presente inmóvil y un futuro inexistente, tal vez diluido en el olvido —en la memoria extinguida— de un poeta muerto. En Borges la justicia es una cuestión de honor y la infamia sólo fama burlada. La justicia no tiene nada que ver con los derechos humanos o los problemas del humanismo sino con el éxito y la derrota de la nobleza. Es el código medieval que enmarca su universo; no los códigos plebeyos ni siquiera de la inquieta burguesía.

[2] Los nombres femeninos: asientos del trabajo ideológico, en Recopilación de textos sobre Mario Benedetti, Serie Valoración Múltiple, Casa de las Américas, La Habana 1976, pág. 168)

[3] La literatura “problemática” del Río de la Plata abunda en protagonistas con nombre Martín (Martín Fierro, Martín de Sobre héroes y tumbas, Martín de La tregua, Martín de Alrededor de la jaula). En todos, el rasgo dramático de cada uno parecería sugerir una referencia insospechada con el mártir existencialista, aquel que busca la liberación por medio de una fuga individual.

[4] “Noche y día huyendo hacia el norte, hacia la frontera” (Sábato, Héroes, 74); “(esa marcha desesperada, esa miseria, esa desesperanza, esa derrota total)” (77).

[5] Con frecuencia Sábato menciona la inestabilidad de esa “zona de fractura” que es el Río de la Plata, una región sin pasado, sin las sólidas piedras de México y Perú: “hablo de la literatura del Río de la Plata, no de la argentina en general. Yo considero que esta zona del mundo es una zona de fractura. Hay aquí una doble fractura en el espacio y en el tiempo. En el tiempo, como integrantes de la cultura occidental que hoy hace crisis, estamos sufriendo un cataclismo [Pero además] aquí, en Buenos Aires, no somos ni propiamente europeos ni propiamente americanos” (Sábato, Siglo, 74). Originalmente en El escarabajo de Oro, 1962). De forma coincidente, dos años más tarde el mexicano Leopoldo Zea, en América como conciencia (1953) observa que la crisis latinoamericana coincide con la crisis de legitimidad de Europa: “El hombre de América que había confiadamente vivido, durante varios siglos, apoyado en las ideas y creencias del hombre de Europa, se encuentra de golpe frente a un abismo: la cultura occidental que tan segura parecía, se conmueve y agita, amenazando desplomarse” (Zea, 30). El alter ego de Juan Carlos Onetti reflexiona, en El pozo (1939) que “si uno fuera una bestia rubia, acaso comprendiera a Hitler. Hay posibilidades para una fe en Alemania; existe un antiguo pasado y un futuro, cualquiera que sea. Si uno fuera un voluntarioso imbécil se dejaría ganar sin esfuerzo por la nueva mística germana. ¿Pero aquí? Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos” (Pozo, 31) Si Argentina y Uruguay quisieron negar a sus indígenas por un prejuicio racial europeísta, luego se lamentan de no poseer pirámides mayas o aztecas o el alto Machu Pichu. Por otra parte, que estas construcciones, que estas culturas no hayan tenido su centro en el Río de la Plata no sgnifica que el Río de la Plata carezca de esta historia. Ni el Coliseo de roma ni la torre Eiffel ni la batalla de Waterloo tuvieron lugar sobre toda Europa. La creencia común entre los intelectuales del Cono Sur, sobre una supuesto vacío histórico de su región geográfica, los lleva a la acentuación de la angustia existencial, producto de una creación como cualquiera otra.

[6] Según una anécdota histórica, cuando un desconocido le dijo a Platón que podía ver caballos pero no algo así como una “caballosidad” o escencia del caballo, el filósofo le contestó: “eso es porque usted tiene ojos pero no inteligencia”. No importa si la historia es real o no. Vale como metáfora del proceso intelectual en búsqueda de la verdad o de los secretos del Cosmos. Esta metáfora es común de la actividad intelectual, desde los antiguos griegos hasta las ciencias modernas. La inteligencia es aquello que permite ver lo que está más allá de lo visible: el noun o logos. Es “la verdad gusta de ocultarse” de Heráclito; las formas de Platón, etc.

[7] “Est ubi gloria nunc Babylonia? nunc ubi dirus / Nabugodonosor, et Darii vigor, illeque Cyrus… / Nunc ubi Regulus? aut ubi Romulus, aut ubi Remus? / Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemos” (Bernardo Morliacense, De comtemptu mundi, Poema del siglo XII). Ernesto Cardenal plantea esta misma poética de “ubi est”, pero, a diferencia del final absoluto en Sábato, de la decepción por la Roma perdida (“sólo palabras tenemos”), Cardenal mantiene su fe en la sobrevivencia de la palabra “De estos cines, Claudia, de estas fiestas, / de estas carreras de caballos, / no quedará nada para la posteridad, / sino los versos de Ernesto Cardenal para Claudia” (Antología, 45). En otro momento confirma la misma idea para otra mujer: “Cuando no haya más amor ni rosas de Costa Rica / recordarás, Myriam, esta triste canción” (47).

[8] El uso estético de las ideas de la historia de la filosofía, aumentado por las especulaciones propias de la ficción, es semejante al de Jorge Luis Borges. Pero éste lo ejerció sobre el cuento y la poesía, dos géneros que en su brevedad interrumpen una implicancia existencial que puede ser más propio de la novela. En Rayuela, los personajes van cobrando vida y, más allá de ser una mera construcción intelectual, a pesar o por su mismo intelectualismo, se invisten de carne y huesos. Sus peripecias termina por ser vividas por el lector que se familiariza con sus personajes. Razón por la cual el trágico final de sus personajes no es una simple conclusión borgeana sino producto de una experiencia empática.

[9] Cabrera Infante ensaya en Vista del amanecer en el trópico (1974) un recorrido por la explotación del continente, en una línea que va desde Bartolomé de las Casas y Huamán Poma de Ayala hasta Eduardo Galeano. Pero la clausura aquí se manifiesta en la percepción poética de una naturaleza que recuerda la miserable escala de las pasiones humanas: “Y ahí estará. Como dijo alguien, esa triste, infeliz y larga isla estará ahí después del último indio y después del último español y después del último africano y después del último americano y después del último de los cubanos, sobreviviendo a todos los naufragios y eternamente bañada por la corriente del golfo: bella y verde, imperecedera, eterna” (Amanecer, 233).

[10] Con el recurso relajante del humor, Jacobo Langsner expone un concierto de pequeñas hipocresías en la comedia Esperando la carroza (1962). Nadie quiere hacerse cargo de la abuela, mama Cora, y cada familia hace lo posible por pasársela a la otra. En un momento Susana observa que Emilia no puede hacerse cargo, porque “es viuda y sé que no tiene para comer”, a lo que Antonio, el hermano, responde: “Por eso no voy a verla. No puedo soportar que pase hambre (Langsner, Carroza, 39).Cuando suponen muerta a la abuela, se disputan el cadáver.

La clausura existencialista en la literatura del Cono sur

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Juan Carlos Onetti

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La clausura existencialista I

Bibliografía IV 

 

El tono existencialista dominante en la literatura del Cono Sur de mediados de siglo XX coincide con una estética sin fe, escéptica o nihilista. Esta no es sólo la influencia europea del existencialismo y el surrealismo sino una síntesis que, como el tango rioplatense, tiene características propias. “Si el hombre europeo tiene motivos de angustia [ante la crisis de la Modernidad], los argentinos los tenemos en mayor grado, ya que no habíamos terminado de definir nuestra nación cuando el mundo en que surgió se viene abajo” (Sábato, Apologías, 110).

Este escepticismo, diferente al de Jorge Luis Borges, no se resuelve en un juego esteticista o en la especulación nihilista. Más bien se aproxima a la reflexión filosófica, pero no tiene fe en una verdad transformadora a través de la inmersión social. Por el contrario, se burla de la vulgarización del vulgo desde un plano superior, aunque pesimista.

Mario Benedetti, desde una ideología y una conciencia de clase diferente, comenzará percibiendo la clausura existencial antes de cualquier intento por romperla. En Poemas de la oficina (1953-1956) describe este mundo exterior que no se diferencia de su mundo interior. Reflexionando sobre sus sueños y su sueldo en sus manos, poetiza: “aquella esperanza que cabía en un dedal, / evidentemente no cabe en este sobre […] que me pagan, es lógico, [por] dejar que la vida transcurra” (Invetnario, 217). En otro poema, “Hermano”, repite esta idea del transcurrir rutinario hacia ninguna parte: “siempre en el mismo cargo / siembre en el mismo sueldo” (Invetnario, 228).

Eduardo Nogareda, en el prólogo a La tregua (1960) cita a Josefina Ludmer según la cual “el rasgo esencial en las novelas de Benedetti es la no existencia de procesos de transformación (del héroe ni del relato): las escenas de apertura (del relato, del estado del héroe) y de desenlace son las mismas, narran el mismo estado; en el medio se encuentra la esperanza de rescate y de salvación pero fracasa [,] es negada” (Tregua, 55). Nogareda complementa esta idea: “el hecho —profusamente comentado por la crítica— de que La tregua carezca de una verdadera progresión en las acciones, es otro aspecto relacionado con el tema de la fatalidad y, consecuentemente del pesimismo, ya que éstas son dos ramas del mismo árbol” (56).

Lo mismo podríamos observar de las novelas de Juan Carlos Onetti, El Pozo (1939), El astillero (1960), por poner sólo dos ejemplos. Como dijimos antes, ni Juan Carlos Onetti ni su obra pueden enmarcarse dentro de la Literatura del compromiso ni junto a los escritores comprometidos, aunque la vida pública de Onetti haya estado cruzada de referencias políticas. El autor y su obra —sus personajes, sus tramas— están clausurados por el escepticismo. No hay salida en El pozo (1939), ni en El Astillero (1963) ni en Los adioses (1954), ni en Juntacadáveres (1964) sino la resignación en la distopía. El tono precozmente existencialista de El pozo, tan semejante a La náusea (1938) de Jean Paul Sartre o El túnel (1948) de Ernesto Sábato se corresponden con las metáforas cerradas de sus títulos. El astillero es otra gran metáfora pero esta vez paradójica: no se construyen barcos ahí, se los destruye lentamente, como la llovizna va borrando el contorno de los rostros. No se parte hacia ninguna parte sino hacia la nada, como en Los adioses.

Casi lo mismo podemos observar en las tres novelas de Sábato, El túnel (1949), Sobre héroes y tumbas (1960) y Abaddón, el exterminador (1974). La primera, con un desarrollo de novela policial y una poética existencialista, está explícitamente clausurada. La desesperación kafkiana y la nada de Jean Paul Sartre no derivan en la libertad creadora sino en la angustia, en le néant y en la nausée: “hubo un único túnel, oscuro y solitario, el mío” (Túnel, 4). El pintor Juan Pablo Castel se obsesiona con una mujer que parece comprender su obra y termina matándola. No es casualidad que la idea de salida y de ventana —es decir, ansiadas grietas de la clausura—, que de hecho articula la conexión entre los dos protagonistas, es central en la narración al mismo tiempo que imposible o frustrada. Aparte del rasgo fuertemente narcisista del personaje, importa recordar que éste desarrolla la metáfora del túnel mencionando que por momentos sus paredes eran de un grueso cristal por donde podía verse aquella mujer. La concepción del individuo aislado, alienado, es exaltada por la estética existencialista, más que por su propia filosofía. Desde el punto de vista de la Literatura del compromiso, podemos juzgar esta novela como el ejemplo radical de la alienación que, al haberse desgarrado el individuo de los otros, de su sociedad, busca la utopía de una comunicación con otro. Ese otro es, naturalmente, implicado en cuerpo y alma, en su sexo y en su “compresión” hasta que se confunda consigo mismo. La fusión de los amantes, que en Romanticismo decimonónico era igualmente tormentoso e imposible, pero cuyas muertes significaban la salida y la unión definitiva, en El túnel no es más que la integración del elemento femenino al ego del protagonista, al alter ego de Sábato.

(Continua)

La clausura existencialista II

En sus otras novelas, este problema es advertido pero nunca solucionado. El mismo Ernesto Sábato reconoce que el pesimismo de la tercera parte de Sobre héroes y tumbas (1961), el “Informe sobre ciegos”, lo había preocupado. Le preocupaba la imagen que tendrían los lectores si él se moría antes de terminar la novela. Razón por la cual se apresura a escribir la cuarta y última parte con un tono esperanzador. De forma contradictoria, luego afirma que había decidido llevar a Martín al suicidio, pero que éste decide salvarse. Quizás sea una forma de poner en términos congruentes lo que no lo es: Sábato afirma que sus personajes están vivos, y aunque él racionalmente es pesimista, la esperanza “que nace del pesimismo” es propia de una de sus verdaderas partes (un personaje, entiende el autor, es como en los sueños, una verdad incuestionable). Martín, el personaje que representa la pureza aún sin corromper de la adolescencia, es “pesimista en cierne como corresponde a todo ser purísimo y preparado a esperar Grandes Cosas de los hombres en particular y de la Humanidad en general, ¿no había intentado ya suicidarse a causa de esa especie de albañal que era su madre?” (Héroes, 26).

Sábato es consciente de esta clausura y procura crear en Martín una puerta de salida formulada en la nunca precisada idea de esperanza. Con su típico tono ensayístico, el alter ego de Sábato en Sobre héroes y tumbas reflexiona sin muchas esperanzas sobre la esperanza: “La ‘esperanza’ de volver a verla (reflexionó Bruno con melancólica ironía). Y también se dijo: ¿no serán todas las esperanzas de los hombres tan grotescas como estas? Ya que, dada la índole del mundo, tenemos esperanzas en acontecimientos que, de producirse, sólo nos proporcionarían frustración y amargura” (Héroes, 26). Alejandra —Argentina— le dice a Martín: “Vos sabés que antes se estilaba tener a algún loco encerrado en alguna pieza del fondo” (43). Pero la novela total, con su contrapunto de paralelos entre el pasado (la marcha de Lavalle) y el presente indican que ese “antes” significa “siempre”, pero de formas diferentes. La loca, la Escolástica, vive recluida en una habitación guardando la cabeza de su padre. Toda la casa de Alejandra participa de la historia argentina y, al mismo tiempo, representa la historia congelada, un museo vivo de la locura y la decadencia. De forma repetida, a Martín, el observador inocente, “aquella casa le parecía ahora, a la luz del día, como un sueño” (90). La inversión de los elementos es un rasgo del surrealismo de entreguerras, como la cabeza del comandante Acevedo “metida en una caja de sombreros” (90). Martín se siente fascinado por esta realidad pero escapa hacia el sur cuando Alejandra se incinera, en un acto simbólico de purificación, en el mismo mirador. Como la ventana de El túnel donde se podía ver una misteriosa mujer, ese mirador se abre hacia la nada, hacia el absurdo trágico del pasado, de un presente sin futuro. No hay nada más allá sino “una esperanza” verbalizada. Es paradójico y significativo que el capítulo paradigmático es el famoso “Informe sobre ciegos” cuando uno de los elementos arquitectónicos principales de la casa de Alejandra es el mirador. Este elemento es típico del pasado, pero además representa la visión, la observación y el aislamiento de quienes lo habitan, como una torre medieval. Es decir, como en Borges, se concibe el acto intelectual como un ejercicio de observación, una intervención intelectual para ver lo que los ojos no pueden ver (los ojos de los ciegos). Si no se trata de la torre de marfil del modernismo y del art pour l’art, es la torre de hierro que representa el sentido trágico de la fatalidad del héroe en un mundo imposible de cambiar. Lo cual significa una diferencia radical con el paradigma de la Literatura del compromiso, más propensa a considerar la intelectualidad del mundo como la caverna de Platón o como la torre de Segismundo, de La vida es sueño (1635): la realidad existe, pero ha sido alienada por una cultura enceguecedora, por la ilusión, por le sueño que reproduce la explotación y retarda la toma de conciencia. Sobre todo, la Literatura del compromiso mantendrá su fe en intervenir y cambiar la realidad a través de la literatura y la toma de conciencia.

Desde las primeras páginas, el protagonista adolescente de Sobre héroes y tumbas, Martín, añora huir al Sur, hacia la pureza del “frío, limpieza, nieve, soledad, Patagonia” (Sábato, Héroes, 31). Es la misma fuga que realiza cien años antes otro Martín, el gaucho Martín Fierro, el personaje mítico de la literatura y la tradición popular del Cono Sur. Fierro huye de la civilización junto con su amigo Cruz, para convivir con los indios. La amistad entre dos hombres es exaltada como antídoto contra la decepción del mundo, representada en la corrupción de la civilización y la pérdida de la mujer. El viaje final de Martín al Sur, en compañía del humilde camionero Busich, es parte de una idea repetida en Sábato: la sociedad, la civilización, la cultura se ha corrompido. Pero ya no hay indios sino soledad patagónica. Queda la amistad, la única forma de redención, a falta de la solidaridad colectiva. Martín, desposeído de todo, busca trabajo y es humillado por el gran empresario que le descarga un largo discurso sobre el progreso y la patria. Martín (Nacho, en Abaddón, el Exterminador) baja de la alta oficina y, simbólicamente, vomita en la calle. Será, por el contrario, la calle, el espacio de los desheredados, con su filosofía tanguera, de bares y esquinas rotas donde encontrará la solidaridad de otro personaje que representa la derrota, la humildad y la solidaridad. Humberto J, D’Arcángelo represetna el tipo de ética opuesta a los empresarios Molinari de Sobre héroes y tumbas (1961) y a Rubén Pérez Nassif de Abaddón el exterminador (1974). El semi-analfabeto D’Arcángelo es el otro gran amigo y protector de Martín —después de Bruno, significativamente el intelectual—, cuya filosofía coincide con la de Discépolo. D’Arcángelo: “Aquí, a este paí hay que avivarse. O te avivá o te jodé para todo el partido” (95).

Para adelante no hay salida, por lo que es necesario volver hacia atrás y de ahí sus repetidos elogios a la autenticidad del “hombre común” (representado aquí por el camionero Busich y por D’Arcángelo), dos personajes semianalfabetos que no han sido corrompidos por el pensamiento y la civilización. No han sido corrompidos por el éxito sino purificados por la pobreza y el fracaso. Algo así como una variación urbna del “buen salvaje”.

(Continúa)

La clausura existencialista III

En el caso del hiperintelectualismo de Abaddón, el exterminador, su carácter de novela-ensayo alcanza un valor estético semejante a Rayuela. Pero si para Cortázar la literatura era un ejercicio lúdico, para Sábato tiene un carácter sagrado que hay que salvar de la prostitución (es decir, de la desacralización del dinero).

No obstante, persiste el carácter clausurado, hermético de misteriosas sociedades, casi medievales, potencias del mal y la oscuridad que buscan destruir el mundo. Lo político es secundario a un orden metafísico, cósmico que, como en el antiguo mundo azteca, debe ser salvado por la fuerza de sacrificios individuales. Este mártir suele ser el artista-vidente (Sábato, que es autor y personaje desdoblado en Sabato) y toda figura excepcional, capaz de subir a las cumbres de la filosofía occidental y luego bajar a los reinos del mundo demoníaco para volver a ascender en un proceso de purificación del héroe campbelliano (en sus novelas, los personajes principales siempre descienden a lugares cerrados como sótanos, cloacas y surrealistas bajomundos).

El mundo de las novelas de Sábato está signado por el simbolismo de los ciegos. Si en “Nuestro pobre individualismo” (1946) Jorge Luis Borges dice que para el carácter argentino, la idea de los Lamed Wufniks —según la cual el mundo sobrevive por la intervención de 36 sabios que se desconocen entre sí—, es incomprensible para un argentino que descree del bien oculto, lo mismo podemos entender en la novelística de Sábato: el Mal —como el demiurgo de los gnósticos cristianos del siglo III— es quien gobierna el mundo y no busca su cambio, la destrucción, sino la perpetuación del orden, porque es un orden infernal basado en el dolor, la injusticia y la angustia. Contra eso nada se puede hacer, porque también representa la condición inmanente del inconsciente humano, lo opuesto a la utopía racional del futuro consciente: la moral del Hombre nuevo.

Cuando en Abaddon el Exterminador (1974) Bruno, unos de los personajes centrales de Sobre héroes y tumbas (1961), regresa a Capitán Olmos, es un regreso al pasado y al fracaso. El alter ego del autor después de un largo periplo por el mundo, vuelve a su pueblo de provincia, Capitán Olmos (Rojas, para el autor) y encuentra que los sagrados espacios de la infancia son “ridículamente pequeños”. Los sueños se han perdido junto con la inocencia. Visita el cementerio de su pueblo y reconoce a familias enteras. Al salir, con melancolía, poetiza su concepción existencial de una clausura incontestable: la lápidas son “piedras ensimismadas […] testigos de la nada / certificados del destino final / de una raza ansiosa y descontenta / abandonadas minas / donde en otro tiempo / hubo explosiones / ahora telarañas” (Abaddón, 471). El paradigma de la novela —y de su autor— se resume en el último párrafo: “Pero también alguna vez se dijo (pero quién, cuándo?) que todo un día será pasado y olvidado borrado: hasta los formidables muros y el gran foso que rodeaba la inexpugnable fortaleza”.

Durante los ochenta y noventa, y ante la realidad que lo rodea, el autor esgrime repetidas veces el mismo lema: “resistir”, lo que se oficializa en el titulo y tema central de su último libro, publicado con casi noventa años, La resistencia (2000), bastante inferior a todo lo escrito anteriormente. Tampoco aquí hay una salida clara o próxima, más allá de la esperanza del condenado.

La condición humana no se puede cambiar; la condición política y cultural no depende de una revolución social sino de una resistencia individual. Como ese “¿Y entonces qué?” de Hombres y engranajes (1951), que no alcanza a responder completamente en el capítulo final y que aparece casi como un apéndice obligatorio de alguien que alguna vez abrazó las utopías políticas y sociales propias de la Modernidad. También en Sábato, ese posmoderno precoz, sintetiza las contradicciones centrales de esta Era moderna: el pesimismo del artista creador y el optimismo del revolucionario racionalista.

Como en la obra de teatro La isla desierta (1938) de Roberto Arlt, tampoco hay salida en la literatura de Sábato sino un túnel, un camino oscuro de concientización y al mismo tiempo de pesimismo: el final luminoso del túnel oscuro, del laberinto borgeano, es una utopía necesaria o llegará cuando ya no importe. Que es como decir que no hay salida. Por momentos, no hay tenues sustitutos de la esperanza sino una frontal crítica social y cultural al racionalismo de la Modernidad.

No obstante, la condición humana (lo inmanente) y su razón histórica (supongamos que pueden ser considerados dos cosas diferentes), están presentes en esta doble clausura político-existencial. Si hay salida es a través de una destrucción apocalíptica, una visión cristiana sin paraíso en el cielo o sin un cielo claro y despejado. Como el fuego de Alejandra Vidal Olmos que limpia y purifica sin saber qué orden o qué nuevo mundo aguarda más allá. “Un terremoto universal sacude los cimientos de la civilización, esa civilización que fue edificada sobre los principios de los llamados Tiempos Modernos” (Apologías, 109).

Así, la crisis del hombre no radica sólo en la eterna angustia existencialista del yo aislado sino en los errores del nosotros que acentuó la alienación. La crisis es universal y es particular, porque “si el hombre europeo tiene motivos de angustia, los argentinos los tenemos en mayor grado, ya que no habíamos terminado de definir nuestra nación cuando el mundo en que surgió se viene abajo” (110).

Bibliografía IV 

Jorge Majfud

majfud.org

Milenio , B, (Mexico)

Milenio II (Mexico)

Milenio III ,  B (Mexico)