El príncipe y la utopía

 

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El príncipe y la utopía

El derecho natural a la igual-libertad

Nicolás Maquiavelo y Tomas Moro

Podemos decir que el año 68 significó el clímax de los sesenta y a la vez el inicio de su caída abrupta. Pero esta aparente derrota a corto plazo, que se extendió por décadas, fue en realidad un éxito más del humanismo utópico.

Si consideramos la Edad Media y el Renacimiento de las conquistas geográficas y de la consolidación del cupiditas capitalista —avaricia, ambición; el principal atributo del demonio, según la olvidada teología medieval— como valor moral del “espíritu de superación”, podemos observar que los valores exaltados en los sesenta y en todos los movimientos sociales y comunitarios que hicieron y siguen hoy haciendo historia, no son otros que la continuación de los valores de la revolución humanista de los inicios del mismo Renacimiento que, lenta y casi clandestinamente, se ha ido imponiendo a lo largo de la historia y de las geografías del mundo.

Creo que podemos ilustrar esta ambivalencia histórica con dos libros clásicos: por un lado El Príncipe (1513) de Nicolás Maquiavelo y por el otro Utopía(1515), de Tomás Moro, donde la ambición por el oro, como lo será en los posteriores conquistadores de America y lo dejará explicito Guaman Poma de Ayala cien años después­ en sus Cronicas, no era un signo de progreso sino de retardo mental, de primitivismo social. Por el otro lado, el maquiavelismo es más lógico y necesario en un sistema democrático-representativo que en un sistema absolutista, como lo era el de muchos príncipes de la época.

Las Américas, especialmente, fueron desde entonces campos de batalla de estas dos formas de ver y de construir o destruir el mundo: el pragmatismo de la política en el poder y la utopia de los revolucionarios; la practica y la imaginación; el ejercicio de la manipulación del lenguaje para adaptarlo a la realidad y el ejercicio del lenguaje como instrumento de concientización para cambiar la realidad; la creencia de que vivimos en el mejor de los mundos posibles y la protesta y el desafío practico e intelectual de que otro mundo es posible, etc.

Entre los valores de la vertiente humanista iniciada en el siglo XIII podemos anotar la reivindicación del cuerpo —el “espíritu epicúreo” de los aborígenes del nuevo mundo, según Américo Vespucio—, el reconocimiento del otro, llamado estratégicamente minorías aún cuando no lo son, etc. Es decir, toda esa inevitable diversidad de la raza humana que por lo menos desde la historia escrita ha sido en su abrumadora mayoría victima de las fuerzas de la brutalidad política, ideológica, religiosa y militar antes que protagonista principal de su propia evolución.

Pero poco a poco esa humanidad ha ido tomando conciencia de sus derechos a ser protagonista de su historia y conciencia de su fuerza real para serlo. Y aunque sea una verdad incómoda, también debemos tener el valor de reconocer que el inicio o por lo menos la centenaria maduración de esa conciencia que alguna vez fue hereje, radical y subversiva fue responsabilidad de una elite de disidentes. Aquellos hombres de letras que comenzaron por las humanidades y siguieron por las ciencias, aquellos estudiosos de la historia y críticos de la autoridad política, moral y religiosa, fueron el resultado también de la convergencia, además de la pagana tradición griega, de otras largas tradiciones, la judía, la cristiana y la islámica. Pero fueron siempre minorías por fuera del poder de los césares de turno, quienes en principio persiguieron y condenaron a los disidentes de turno y en ultima instancia se apoderaron de sus discursos para legitimarse ante una realidad que los invadía como una marea. Y así, por ejemplo, destruyeron el humanismo, la utopia del fraternalismo universal del primer cristianismo y siguieron  persiguiendo o tratando de integrar a sus filas a los peligrosos disidentes que veían en cada ser humano y en toda la diversidad de las culturas, de las disciplinas y de la historia, al mismo ser humano pugnando por su derecho natural de igual-libertad.

El siglo XX significó un violento choque entre ambas corrientes, el maquiavelismo y el cesarismo por un lado y la rebelión de la utopia por el otro. Solo que no siempre estaba claro ni coincidían las retóricas y las declaraciones de intención con la practica, y así más de una utopía se convirtió en cruda realidad de los cesares y los fariseos de turno. Pero la experiencia humanista que reclamó con los hechos el valor de la igual-libertad  continuó adelante, tropezando, cayendo como un Cristo en su via crucis. Detrás del simbólico, real y maldecido 1968 había al menos siete siglos de reflexión y de sangrientas luchas. Pero también, en muchos aspectos, fue una expresión explosiva e inmadura, juvenil en sus propuestas, inocente de sus posibilidades y de las fuerzas reaccionarias que terminarían aplastándolas con la fuerza de las armas y de la propaganda moralista de las instituciones establecidas. Su abrupta caída revela que fue víctima de una poderosa fuerza conservadora. Su lenta e inexorable persistencia revela que no fue simplemente una moda sino una estación más de un largo viaje que ya lleva siglos.

Valores e intereses

Ahora, basado en estas observaciones nos queda una reflexión, que menos que teoría es una hipótesis. Hoy en día ni el más radical antimarxista —digamos un investigador, que no sea un político o un predicador— podría negar la fuerte conexión que existe entre la economía, los procesos de producción —agreguemos, de consumo— con las morales en curso. Por ejemplo, siglos antes de la abolición de la esclavitud en América ya existía la crítica radical de humanistas seculares, ateos y religiosos que rechazaban esta práctica y su correspondiente justificación moral. Pero no fue hasta que la Revolución industrial hizo innecesario y hasta inconveniente la existencia de esclavos en lugar de obreros asalariados que se impuso la moral antiesclavista. Lo mismo podemos observar de la educación universal y de los derechos de la mujer.

Cada vez que un político y alguno de sus religiosos seguidores repiten que lo que importa en política son “los valores”, los valores del político y los valores morales del partido, lo que hacen es confirmar lo contrario. Estos valores son los valores de Maquiavelo, sentimientos morales estratégicamente establecidos por una práctica de dominación a veces imperial, a veces solo domestica. La expresión de “un hombre de valores conservadores” hasta no hace mucho conmovía hasta las lagrimas a la mayoría de la población norteamericana. Tanto que nadie podía contestar a esa fanática convicción, que en la práctica significaba mandar ejércitos a invadir países para mantener “nuestro estilo de vida” imponiéndole a los bárbaros de la periferia, por las malas cuando no por las buenas, “nuestro humanismo democrático”.

Sin embargo, por otro lado, si vemos desde el punto de vista histórico, podemos destilar un factor común. Hay valores que sobreviven a los imperios, que se sobreponen y sobrepasan cualquier sistema económico, político y militar. Son valores de liberación pero también son valores de opresión. Es decir, esos valores no dependen de la circunstancia y de los intereses del momento. Con el tiempo el mismo poder hegemónico debe manipularlos ante su propia incapacidad de contradecirlos. Es decir, el lobo debe vestirse de cordero ya que no puede convencer a los corderos de que es bueno. La expresión del poder es en última instancia siempre directa —una invasión, por ejemplo— pero en estado normal siempre recurre a la legitimación moral. El poder siempre se oculta, el poder siempre se viste de lo que no es y esa es su principal estrategia de perpetración.

Podemos decir, entonces, que los valores morales están fuertemente condicionados por un sistema de producción y al mismo tiempo sirven para justificarlos y reproducirlos. Pero al mismo tiempo no, pueden trascenderlo. El mismo sistema capitalista ha pasado por diversas etapas, como la era industrial y la postindustrial, la era de consumo, la era digital, etc. y, sin embargo, los valores que llamamos humanistas continúan su marcha inexorable. Con frecuentes rebeliones, con más frecuentes reacciones, pero inexorable al fin.

Sé que mi viejo maestro Ernesto Sábato dirá lo contrario; que, como en el paradigma religioso, todo tiempo pasado fue mejor; que desde el Renacimiento el hombre se ha cosificado, corrompido, deshumanizado. Pero no es del todo verdad. Basta echar una mirada a la historia y también veremos opresiones, esclavitud, violaciones, violencia física y lo que es peor, violencia moral, ignorancia del derecho a la igual-libertad, pueblos reventados, individuos sobreviviendo a duras penas hasta los cuarenta años. Críticos como él también son parte de una conciencia humanista y su pesimismo se debe a las altas expectativas de su sensibilidad intelectual, más que a los retrocesos de la historia.

Para llegar a los logros que podemos contar hoy en día, sean pocos o muchos, hubo que pasar por muchos mayos del 68, revelándose contra el dolor o contra la autoridad arbitraria, alzándose por el derecho a la vida individual y colectiva, reclamando, siempre reclamando hasta la última gota el derecho a la desobediencia y a la vida en toda su plenitud, a la igual-libertad.

Jorge Majfud

Lincoln University, febrero 2009.

América y la utopía que descubrió el capitalismo

 

(Parte I)

Si el humanismo de la Era Moderna significa una reacción y un desafío a la hegemónica autoridad eclesiástica y escolástica en el siglo XIV, al bordear el siglo XVI los humanistas reaccionan contra la realidad presente del Renacimiento. Por un lado contra el poder arbitrario de la iglesia católica y por el otro contra el poder creciente de la nueva cultura capitalista. En Diálogo de las cosas ocurridas en Roma (1527) de Alfonso de Valdés, por ejemplo, podemos reconocer la voz crítica desde dentro de la iglesia contra la corrupción del Vaticano. Otros humanistas católicos, como Erasmo de Rótterdam, sin preverlo, allanaron el camino crítico a la revolución protestante de Martin Lutero.

Pero un fenómeno significativo consiste en la aparición esporádica de utopías no relacionadas con la tradición bíblica. En palabras de Gramsci “la religione è la piú ‘mastodontica’ utopia” (Quaderni del Carcere, 1933). Una de ellas, quizás la más famosa, fue Utopia (1516) de Tomás Moro. Si bien esta obra tiene similitudes con La República de Platón, y se enmarca en una misma tradición intelectual, difiere en algunos elementos significativos. También es significativo el hecho que esta isla fuese ubicada en lo que sería después América y fuese descrita por Raphael Hythloday, un supuesto marinero al servicio de Américo Vespucio, el primer explorador en dejar constancia de su conciencia de un nuevo mundo. Sir Thomas More fue un lector atento de las crónicas de Vespucci. Esta isla de perfecta armonía, ética y material es, al decir de Joyce Herthzler, todo lo contrario de lo que era la Inglaterra de la época (History, 133). Según una de sus voces, Hythloday se encontró con ciudades llenas de gente y organizadas sobre códigos éticos y sabias leyes que trascendían las meras leyes del mercado. Uno de los valores centrales de Utopia radica en el concepto de igualdad, propia de los humanistas anteriores y fundamental en los revolucionarios de siglos posteriores, desde la revolución Francesa hasta las promovidas por el pensamiento marxista en el siglo XX. En materializar esta igualdad consiste el paso ético y revolucionario de una sociedad que progresa. Pero esta igualdad básica, entendida como inherente a la condición humana, encuentra su obstáculo más grande en la propiedad privada que conduce al ansia de conquista y a desarrollar el instinto de codicia. “Thus I do fully persuade myself, that no equal and just distribution of things can be made, nor that perfect wealth shall ever be among men, unless this propriety be exiled and banished”. En el Segundo libro de Utopia, Moro describe la sociedad perfecta donde sus individuos han alcanzado un nivel ético necesario para no desear tomar más de lo que necesitan. Si no existe la codicia, nadie debe temer que escaseen los bienes materiales. Si éstos no escasean, nadie pedirá más de lo que necesita. “Seeing there is abundance of all things, and that it is not to be feared, least any man will ask more than he needeth”. El elemento simbólico, el signo de estos tiempos, otra vez, es el oro. El símbolo de la codicia no significa nada donde no existe la codicia. La fiebre del oro es representada como un síntoma de infantilismo, es decir, de inmadurez histórica, propia de un individuo proveniente de una sociedad enferma o atrasada. Cuando un embajador cargado de joyas llega a Utopia, un niño se lo señala a su madre y ésta responde: “creo que ese debe ser el embajador de los tontos”.

Todos estos valores inversos a la naciente cultura capitalista y cristiano-renacentista aparecen anotados y repetidos en las cartas y crónicas de Américo Vespucio, casi siempre dirigidas a Lorenzo di Pier Francesco de Medici, en Florencia, entre 1500 y 1505. Sin embargo, Vespucio, a quien podemos considerar el primer antropólogo en América, es más un representante de la nueva mentalidad cristiano-capitalista que Moro, quien estaba preocupado por una crítica a su propia Europa desde un punto de vista humanista. Vespucio deja claro que los habitantes del Nuevo Mundo son bárbaros y se cuida de detallar y hacer verosímil el canibalismo de sus habitantes y la falta de “reglas”. No obstante muchas otras poblaciones carecían de estas costumbres aborrecibles por la sensibilidad civilizada. Vespucio encuentra grandes poblaciones “donde había tanta gente que era maravilla, y todos estaban sin armas, y en son de paz; fuimos a tierra con los botes y nos recibieron con gran amor”. Hablando de canibalismo, anota que “ellos se maravillan porque nosotros no matamos a nuestros enemigos, y no usamos su carne en las comidas”. Vespucio condena el canibalismo de los nativos al mismo tiempo que celebra sus propias matanzas. Allí donde no eran recibidos por las buenas se hacían recibir por las malas, hasta que “al fin de la batalla quedaban mal librados frente a nosotros, pues como están desnudos siempre hacíamos en ellos grandísima matanza, sucediéndonos muchas veces luchar 16 de nosotros con 2.000 de ellos y al final desbaratarlos, y matar muchos de ellos; y robar sus casas”. En una oración, casi derrotados, un portugués de 55 años se puso a orar y, gritando, dijo “hijos, dad la cara a las armas enemigas, que Dios os dará la victoria; y se puso de hinojos e hizo oración […] y al fin los desbaratamos, y matamos a 150 de ellos quemándoles 180 casas”. Cuando encuentran mujeres excepcionalmente grandes que los llevan para darles refresco, Vespucio y sus soldados se ponen de acuerdo “en raptar dos de ellas, que eran jóvenes de quince años, para hacer un regalo a estos Reyes”. Vespucio demuestra la misma mentalidad conquistadora que legitima sus crímenes por una empresa imperial y religiosa. En este mismo siglo, otro humanista, Michel de Montaigne acusaría en 1589 a los europeos de ser peores que los caníbales, ya que por ambición se permitía esclavizar a la mayor parte de la humanidad en nombre de la religión y la justicia. Shakespeare, poco después razonará que no era posible calificar de bárbaros y salvajes a los pueblos de la periferia; “lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres”. (Continúa)

Jorge Majfud

The University of Georgia

febrero 2008

América y la utopía que descubrió el capitalismo

 

(Parte II)

Al volver del Nuevo Mundo, Américo Vespucio refirió a sus europeos las extrañas virtudes que había encontrado del otro lado del océano. Los bárbaros carecían de la codicia y vivían en una región del mundo bendecida por el clima. Esa América poseía las bondades geográficas de la que carecía la tórrida África por lo que, como Colón, Vespucio “pensaba estar cerca del Paraíso terrenal” donde “dificultosamente tantas especies entrasen el en Arca de Noe”, mientras que sus habitantes “no tienen ni ley, ni fe ninguna y viven de acuerdo a la naturaleza. No conocen la inmortalidad del alma, no tienen entre ellos bienes propios, porque todo es común: no tienen límites de reinos y de provincias: no tienen rey: no obedecen a nadie, cada uno es señor de sí mismo, ni amistad ni agradecimiento, la que no le es necesaria, porque no reina en ellos codicia: habitan en común en casas hechas a la manera de cabañas muy grandes y comunes, y para gentes que no tienen hierro ni otro metal ninguno, se pueden considerar sus cabañas o bien sus casas, maravillosas, porque he visto casas de 220 pasos de largo y 30 de ancho, y hábilmente construidas y en una de esas casas había 500, o 600 almas” (Cartas, 1502).

Sus habitantes, insistía Vespucio, se distinguen por la belleza y juventud de sus cuerpos, aún al otro día de parir; rara vez se enferman y con frecuencia viven más de cien años; “los médicos tendrían un mal pasar en tal lugar”. Le llamó la atención que guerreen unas tribus con otras sin saber ellos mismos por qué lo hacían, “puesto que no tienen bienes propios, ni dominio de imperio, o reinos y no saben qué cosa es la codicia, o sea bienes, o avidez de reinar, la cual me parece es la causa de las guerras y de todo acto desordenado”. En otro momento asume que hace la guerra por pasión, no por ambición. “Sus habitantes no estiman cosa alguna, ni oro, ni plata, u otras joyas”, pero el conquistador, el empresario del naciente capitalismo europeo declara su esperanza de que “no pasarán muchos años que le aportará a este Reino de Portugal, grandísimo provecho y renta”.

Esta notable diferencia por la estimación de las riquezas metálicas, llega al punto de que en Europa, se queja Vespucio, “me calumnian porque dije que aquellos habitantes no estiman ni el oro ni otras riquezas”. “Pueden llamarse más justamente epicúreos que estoicos. No son entre ellos comerciantes ni mercan cosa alguna”. En La lettera de 1505 observa que aquellos los nativos “no usan entre ellos matrimonio, cada uno toma las mujeres que quiere, y cuando las quiere repudiar las repudia sin que se le tenga por injuria ni sea una vergüenza para la mujer, pues en esto tiene la mujer tanta libertad como el hombre”. “Las riquezas que en esta nuestra Europa y en otras partes usamos, como oro, joyas, perlas y otras riquezas, no las aprecian en nada, y aunque las poseen en sus tierras no trabajan para obtenerlas ni las estiman. Son liberales en el dar, que por maravilla os niegan cosa alguna”.

Estos rasgos de vital sensualidad y libertad sexual, junto con la carencia de codicia por valores monetarios, serán distintivos y opuestos de la Europa cristiano-capitalista —además de la rara costumbre de bañarse con mucha frecuencia— que criticarán los humanistas como Tomás Moro. En consonancia con los revolucionarios latinoamericanos del siglo XX, Moro revindicará el placer como condición inseparable de la felicidad humana. Para los utópicos, era una locura procurar el dolor o eliminar el placer de la vida, razón por la cual prescribían, sobre todo, los placeres intelectuales.

Tomás Moro, a través de la voz de sus personajes, hace explícita una crítica a su tiempo, señalando paradojas que hoy atribuimos a la lógica de una ideología o de una cultura hegemónica. Para Moro existía una conspiración entre los ricos del mundo procurando su propio beneficio bajo el venerable título de commonwealth. Más de tres siglos antes de Carlos Marx y más de cuatro siglos antes de Antonio Gramsci o Louis Althusser, Tomás Moro entendió que una clase hegemónica había inventado “todo tipo de artilugios, primero para mantenerse seguros, sin temor de perder sus riquezas injustamente obtenidas y segundo para continuar abusando del trabajo de los pobres a cambio de la menor compensación posible”.  El rechazo de un sistema y una cultura basada en la codicia y la propiedad, representada por la necesidad de oro y capitales, entiende la pobreza como una simple carencia de dinero, pero si éste desapareciera desaparecería la pobreza también. En Utopía —como en la América de Vespucio— no existe lo que codicia la Europa del Renacimiento —oro, dinero, capitales—, como tampoco existirá en La ciudad del Sol (1623) de Tomás Campanella. Los utópicos de Moro desprecian la guerra que no sea en defensa propia, es decir, las guerras de los conquistadores.

Como vimos en otros ensayos, para los revolucionarios y los escritores de la “Literatura del compromiso”, el oro será en América símbolo y realidad de su maldición, la corrupción y la pérdida de los valores comunistas que se expresan en Utopía. Según Herthzler, Platón era de la idea de que el comunismo eliminaría las razones del egoísmo y así aseguraría la solidaridad del estado (“Communism, he thought, would eliminate the motive of selfishness, and finally secure the solidarity of state”) Una vez en el poder de la isla de Cuba —la isla de Utopia, próxima al gran continente americano—, Ernesto Che Guevara se lamentará de la dificultad de destruir de una forma más rápida el sistema social basado en el dinero, aunque asume que ese tiempo utópico llegará más tarde o más temprano. “Porque el salario es un viejo mal, es un mal que nace con el establecimiento del capitalismo cuando la burguesía toma el poder destrozando el feudalismo, y no muere siquiera en la etapa socialista. Se acabará como último resto, se agotará digamos, cuando el dinero cese de circular, cuando se llegue a la etapa ideal, el comunismo”. (Obra, 1967).

Como presidente del Banco Nacional de Cuba, los billetes de cinco, diez y veinte pesos llevarán su firma, un garabato “Che” que, según el mismo autor, representaba toda su ironía por un símbolo que representaba el mal de la humanidad.

La tradición crítica asume que América fue, desde el inicio de la conquista, producto de las utopías europeas. Creo que son necesarias dos aclaraciones. Si asumimos este precepto, ampliamente sugerido por los datos que disponemos, debemos precisar de qué tradición estamos hablando. Por un lado el humanismo y por el otro el capitalismo cristiano, dos ideologías opuestas aunque muchas veces usadas como instrumentos ideológicos en colaboración. Una marcó para siempre el pensamiento occidental y la otra la práctica, gran parte responsable de la acción de Occidente sobre sí mismo y sobre el resto del mundo.

Por otra parte —en un trabajo más extenso desarrollamos este punto—, todavía queda pendiente aclarar el rol que jugó la presencia de América en las utopías europeas y viceversa, más allá de vincularlo a la mitología clásica europea, y qué parte procedió de la propia cosmología indoamericana, tan diferente a la dominante en Europa desde el principio de la Conquista americana y desde el nacimiento de la Era Moderna. Una hipótesis que debería ser problematizada radica en cuestionar la sobrevaloración de la herencia griega y europea en la formación de la cosmología americana y volver la mirada a esa “masa muda”, más bien enmudecida por la violencia de la Conquista primero y por las culturas hegemónicas de Europa y Estados Unidos después. Desde un punto de vista ilustrado, la presencia de la cosmovisión amerindia y de los pueblos colonizados en general ha sido casi inexistente hasta el siglo XX. Pero ha estado ahí, latente y determinante. Porque reprimido no significa muerto sino todo lo contrario.

Jorge Majfud

The University of Georgia

febrero 2008

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Intelectuales, demasiado humanos

Quizás no sea un detalle menor y sin duda es parte de la misma razón histórica, el hecho que las preocupaciones del “pensamiento puro” han estado siempre contaminadas por las luchas entre los poderes sociales de cada momento. Nada humano se encuentra en estado puro o neutral aunque los esfuerzos de purificación y neutralización también son prácticas comunes. Edward Said, como Harry Bracken, observaron que las discusiones sobre el pensamiento de Locke, Hume y el empirismo tienen en cuenta todo tipo de influencias menos la explícita conexión entre las doctrinas de estos escritores clásicos y las teorías raciales que justificaban la esclavitud y la explotación colonialista. Podemos agregar otro aspecto que condiciona ese grupo social vagamente definido como intelectual y al que todos pertenecemos de forma más o menos discontinua. 

Hasta la Ilustración los artistas y los intelectuales dependían del poder del momento: la Iglesia, en el caso de los clérigos; los duques y los príncipes en el caso de los científicos, artistas y escritores del Renacimiento; las primeras universidades privadas, primero, y las públicas después en el caso de los profesores. Hasta fines de la Edad Media, los libros eran copiados a mano en gran medida por el clero, por una clase social minoritaria que no necesitaba agacharse sobre la tierra y bajo el sol para ganar su sustento. A diferencia de muchos filósofos de la antigüedad grecorromana, esta clase destacaba por el comentario textual y a través de éstos reproducía aquellas opiniones que más convenía a la nobleza o al Vaticano de la época. La cultura ilustrada, las bibliotecas, eran verdaderos templos y recintos casi exclusivos de las clases altas. Las clases trabajadoras, en su mayoría partícipes de una cultura agrícola, consumían el sermón oral del púlpito, la interpretación digerida, al tiempo que reproducían sus propios mitos y leyendas. La invención de la imprenta de caracteres móviles en 1453 produjo una explosión de copias, casi al mismo tiempo que los intelectuales de Constantinopla huyen del avance turco para desparramar sobre Europa los textos y los hábitos de análisis y estudio de textos paganos que al comienzo se llamó humanidades.

Desde la Ilustración y sobre todo desde el siglo XIX, los intelectuales se refugiaron en los libros que compraba la alta burguesía y en los diarios que consumía la baja burguesía primero y el proletariado industrial después. Es el caso de intelectuales como Karl Marx, quien mientras escribía El Capital sobrevivió diez años a dura penas de los artículos que le vendía a The New York Daily Tribune traducidos al inglés por Engles. En el siglo XIX y XX, con la expansión del trabajo industrial y la aparición de obreros especializados, se universaliza la educación ilustrada. Las agresivas campañas de alfabetización son un instrumento de modernización industrial y al mismo tiempo instrumento de dominación y liberación de las clases populares. Los nuevos lectores de diarios y libros de bolsillo pasan a ser los principales clientes de los intelectuales que, consecuentemente con el movimiento humanista iniciado en el siglo XV, en gran medida se independizarán de los poderes elitistas para pasar a relacionarse ambiguamente con el nuevo poder popular, unas veces para movilizarlo en nombre de sus derechos o de su propia liberación, otras para silenciarlo en beneficio de una minoría en el poder ideológico y otras simplemente para adularlo en beneficio de la propia vanidad del intelectual. Un número creciente de intelectuales pasa a pertenecer a una clase media y, de no ser por el ambiguo prestigio de su actividad, una clase social baja. Pero su mayor desafío sigue siendo observar la tradición crítica del humanismo que, basado en las ideas de razón crítica y razón histórica, tiene como única bandera la libertad o, más concretamente, la liberación. Una bandera nunca clara del todo, de múltiples colores y con frecuencia contradictoria, pero una bandera que reclama siempre una mirada crítica que debe desafiar a la tradición y a las verdades establecidas por ésta. Todavía hoy sigue en pié la diferencia de dos clases de intelectuales que hizo Antonio Gramsci hace más de setenta años: por un lado el intelectual funcional, cuya tarea es legitimar el poder de todo tipo, el orden heredado y, por el otro lado, los intelectuales que ejercitan su profesión crítica, destructiva y creadora sin tomar en cuenta las consecuencias. Está de más decir que este último grupo es el más amenazado por los hechos cotidianos e históricos que a veces le niegan el sustento y con alguna frecuencia menor lo llevan a la anulación pública primero y a la desaparición física después.

Pero para ello debe ser consciente de su propia implicación social y evitar la complacencia de sus clientes, esos clientes que alguna vez fueron los príncipes, la aristocracia y la burguesía, que más que interesados en leerlos estaban interesados en ser legitimados por la cultura y la autoridad de los supuestos genios. Esos clientes que ahora son el resto de la sociedad, la mayoría que por ser pueblo no es necesariamente la voz de Dios ni la voz de la Razón pero que siempre son la razón de la sociedad y quizás sea también la razón de Dios.

Entonces, ¿están los intelectuales, como el pensamiento o el arte, atrapados en un sistema histórico? ¿Son productos y expresiones de los poderes del momento, sea la aristocracia, la burguesía o las clases obreras? No completamente. Un humanismo sin fe en un mínimo de libertad humana no es tal. Sin un mínimo de confianza en la libertad intelectual del individuo cualquier posible progreso de la historia carecería de sentido. La liberación social o individual sería una fatalidad mecánica, como el florecimiento de un árbol en primavera. Nietzsche entendía que estamos atrapados en el lenguaje pero Stanley Fish observó que la misma conciencia de estar atrapado significa una salida, aunque provisoria, de esa cárcel.

Los aparentes progresos éticos del humanismo (progresos según su propia escala de valores como la liberación por la igualdad y la razón) también pueden ser explicados por razones menos éticas que materiales. La supresión de la esclavitud en el siglo XIX fue posible por los intereses de la revolución industrial, aunque había sido un reclamo de siglos atrás de muchos humanistas y religiosos. Lo mismo podemos decir de la llamada liberación de la mujer que sirvió para expandir la mano de obra y el consumo, la universalización de la alfabetización de las nuevas masas proletarias debido a una necesidad de la industria, o la universalización del voto como concesión de las antiguas estructuras verticales de la sociedad que se perpetuaron a través de una práctica electoral dominada por la propaganda y la expansión de una ideología dominante. El etcétera es muy largo. Sin embargo, todos esos cambios, más allá de sus motivaciones materiales que pueden ser interpretadas como el reemplazo de unas formas de opresión por otras (el “esclavo asalariado”, según el marxismo), no deja de significar un progreso relativo en la idea de liberación humanista. Aun así queda la perspectiva romántica, nunca despreciable, sobre aquella sabiduría del hombre y la mujer pastoril que se ha perdido en el mismo proceso, lo que hacen del pretendido progreso una forma de retroceso. Pero, ¿cómo imaginar que el conocimiento debe consistir en una acumulación perpetua sin pérdidas ni olvidos? Ciertamente una mujer del siglo XXI no encontraría muy útil distinguir entre cien blancos diferentes de nieve como podía hacerlo un esquimal. Para el esquimal era un conocimiento vital, pero para alguien que trabaja en un aeropuerto carece de sentido.

La expansión de la lectura y luego de la escritura significó una expansión de los límites sociales de cada individuo. En este sentido, no importa si el logro se debió a intereses contrarios a su propia liberación. De igual forma los libros de bolsillo e Internet surgieron por intereses militares y rápidamente fueron usados como instrumentos antibelicistas.

De la misma forma, luego de observar y analizar las razones políticas del arte, de la religión o del pensamiento, aún en su función más opresora, reconocemos que cada producción intelectual a la larga forma parte de un proceso de expansión de la libertad. Si quemásemos los libros y las obras más reaccionarias seríamos nosotros los reaccionarios. Promoverlas desde una lectura crítica y siempre revisionista transforma cada producción intelectual en un nuevo escalón del pretendido progreso humanista, la igual-libertad. Las motivaciones políticas del momento se deslizan por el tamiz de la historia que solo recoge lo que sirve para la realización de un proyecto a más largo plazo. Lo demás son anécdotas o discusiones vanas, demasiado humanas.

Jorge Majfud

Lincoln University, setiembre 2008

Intelectuales, demasiado humanos

Esos estúpidos intelectuales

Una vez un estudiante me preguntó: “Si América Latina ha tenido siempre tantos buenos escritores, ¿por qué es tan pobre”? La respuesta es múltiple. Primero habría que problematizar algo que parece obvio: ¿de qué hablamos cuando hablamos de pobreza? ¿De qué hablamos cuando hablamos de éxito? Estoy seguro que el concepto asumido en ambos es el mismo que entiende el Pato Donald y su tío: como observó Ariel Dorfman, para los personajes de Disney sólo hay dos posibles formas de éxito: el dinero y la fama. Los personajes de Disney no trabajan ni aman: conquistan —si son machos— o seducen —si son hembras. Razón por la cual nunca encontramos allí obreros ni padres ni madres ni más amor que seducción. Lo que nos recuerda que nuestra cultura del consumo estimula el deseo y castiga el placer. Y lo que me recuerda, especialmente, lo que me dijera un viejo budista en Nepal, hace ya muchos años: “ustedes los occidentales nunca podrán ser felices; porque la cultura del deseo sólo conduce a la insatisfacción”. Si aún vive aquel sabio sin zapatos, seguramente hoy se estará tirando de las barbas al ver cómo esa cultura del deseo comienza a vencer en la India hindú.

Ahora, por otro lado, a la pregunta original tenemos que responder con una pregunta retórica: “Bueno, ¿y cuándo en América Latina las estructuras de poder, los gobiernos y las empresas privadas que dirigieron la suerte de millones de personas, le hicieron algún caso a los intelectuales?”. Sí, en el siglo XIX hubo presidentes intelectuales, cuando no militares. En la siguiente centuria escasearon los primeros y abundaron los segundos. Aunque pienso que sería mejor escuchar un poco a alguien que ha dedicado su vida al estudio en lugar de tantas opiniones sobre política, economía y cultura de futbolistas y estrellas de la farándula, no creo que los intelectuales deberían tener una voz gravitante en la sociedad —como en algún momento pudieron tenerla Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, por ejemplo— y menos en las decisiones de su destino. Sólo son otra voz, poco escuchada, pero otra voz. Quizás no peor que la voz de una gran parte de los políticos profesionales que, atrapados en su mismo “espíritu de partido”, deformados por la práctica de la defensa de posiciones comprometidas, de intereses estratégicos, de pasiones personales y electorales, están paradójicamente negados al ejercicio del ideal de cualquier “estadista”, o “educador”.

En el siglo XX los intelectuales fueron sistemáticamente ninguneados o expulsados por las estructuras de poder. Tal vez este tipo de marginaciones sea saludable para ambos. No lo es, creo, cuando la marginación es política y social. Observaba el Nobel argentino César Milstein, que cuando los militares en Argentina tomaron el poder civil en los ‘60 decretaron que nuestros países se arreglarían apenas expulsaran a todos los intelectuales que molestaban por aquellas latitudes. Brillante idea que llevaron a la práctica, para que tiempo después no hubiese tantos preguntando por ahí por qué fracasamos como países y como sociedades. En Brasil, el educador Paulo Freire fue expulsado por ignorante, según los golpistas del momento. Por citar sólo dos ejemplos autóctonos.

Pero este desdén que surge de un poder instalado en las instituciones sociales y del frecuente complejo de inferioridad de sus actores, no es propio sólo de países “subdesarrollados”. Poco tiempo atrás, cuando le preguntaron a la esposa del presidente de Estados Unidos cómo había conocido a su marido, confesó: de una forma muy extraña. Ella trabajaba en una biblioteca. Lo conoció allí, por milagro, porque su esposo no visita ese tipo de recintos. Paradojas de un país que fue fundado por intelectuales.

Tampoco en Estados Unidos escuchan a sus intelectuales aunque, paradójicamente, ha sido este país, en casi toda su historia, el refugio de disidentes, casi siempre de izquierdas, como Albert Einstein, Érico Veríssimo, Edward Wadie Said o Ariel Dorfman —por citar a los más moderados. Quizás por esa misma razón: porque no son escuchados, a no ser por otros intelectuales. Es más, siempre son los intelectuales, los escritores o los artistas críticos quienes encabezan las listas de los diez estúpidos más estúpidos del país. Entre los preferidos de estas listas han estado siempre críticos como Noam Chomsky y Susan Sontag. Las universidades son respetadas al mismo tiempo que sus profesores son burlados en los canales de radio y televisión como estúpidos izquierdistas porque se atreven a opinar de política, área que parece reservada a los talk shows. Esta actitud recuerda a la crítica del teólogo peruano Gustavo Gutiérrez a su propia iglesia: “la no intervención en materia política vale para ciertos actos que comprometen la autoridad eclesiástica, pero no para otros. Es decir que ese principio no es aplicado cuando se trata de mantener el statu quo, pero es esgrimido cuando, por ejemplo, un movimiento de apostolado laico o un grupo sacerdotal toma una actitud considerada subversiva frente al orden establecido”. (Teología de la liberación, 1973).

Algo semejante podemos ver en la realidad universitaria de hoy en casi todo el mundo. Si se asume que la academia universitaria debe responder a un determinado interés político, religioso o ideológico, o a un determinado “proyecto” de sociedad, estamos anulando su principal fundamento. Incluso si advertimos que los académicos tienen una tendencia A o B no podríamos nunca legislar para cambiar esa tendencia —en teoría, producto de la misma libertad intelectual— con la excusa de buscar un “equilibrio”. Un “equilibrio” que siempre es planteado por el poder político cuando advierte que está representado por una minoría en algún sector de la sociedad. Por ejemplo, en Estados Unidos se ha propuesto muchas veces una ley para “equilibrar” el desproporcionado número de profesores liberales, es decir, de “izquierdistas” —tendencia que se repite en la mayoría de las universidades de Occidente. (En algún momento podríamos pensar que la idea de promover semejante equilibrio, aunque no sea un resultado espontáneo, es excelente: las universidades con más empresarios conservadores y las grandes compañías que controlan los países con más intelectuales de izquierda…)

Los intelectuales son estúpidos, y quienes hacen estas listas, ¿quiénes son? Los mismos de siempre: orgullosos hombres y mujeres con “sentido común”, como si esta falsificación del realismo no estuviera cargada de fantasías y de ideologías al servicio del poder del momento. “Sentido común” tenían los hombres y mujeres del pueblo que afirmaban que la Tierra era plana como una mesa; un hombre de “sentido común” fue Calvino, quien mandó quemar vivo a Miguel de Servet cuando se cansó de discutir por correspondencia con su adversario, sobre algunas ideas teológicas. Hombres de “sentido común” fueron aquellos que obligaron a Galileo Galilei a retractarse y cerrar su estúpida boca, o aquellos otros que se burlaban de las pretensiones de un carpintero llamado Jesús de Nazaret —asesinado por razones políticas y no religiosas.

Un personaje de la novela Incidente em Antares, de Érico Veríssimo, reflexionaba: “Durante a era hitlerista os humanistas alemães emigraram. Os tecnocratas ficaram com as mãos e as patas livres”. Y más adelante: “Quando o presidente Truman e os generais do Pentágono se reuniram, no maior sigilo, para decidir si lançavam ou não a primeira bomba atômica sobre uma cidade japonesa aberta… imaginas que eles convidaram para essa reunião algum humanista, artista, cientista, escritor ou sacerdote?”.

Otro brasileño, Paulo Freire, nos recordó: “existe, en cierto momento de la experiencia existencial de los oprimidos una atracción irresistible por el opresor. Por sus patrones de vida” (Pedagogía del oprimido, 1971). Aunque provista de una incipiente y precoz consciencia historicista, la monja rebelde, la mexicana sor Juana Inés de la Cruz ya había advertido otro factor ahistórico que completa la respuesta: “no puede estar sin púas que la puncen quién está en lo alto […] Cualquiera eminencia, ya sea de dignidad, ya sea de nobleza, ya de riqueza, ya de hermosura, ya de ciencia padece esta pensión; pero la que con más rigor la experimenta es la del entendimiento: lo primero porque es el más indefenso, pues la riqueza y el poder castigan a quien se les atreve; y el entendimiento no, pues mientras es mayor, es más modesto y sufrido, y se defiende menos” (Respuesta a sor Filotea, 1691).

Estas últimas observaciones nos llevan a recordar —no debería ser necesario, pero nunca se debe subestimar la ignorancia del poder— que la división no radica en intelectuales y obreros, entre “cultos” e “incultos”, sino entre aquellos que respetan y defienden la cultura y el pensamiento y aquellos otros que la atacan o la ningunean. Ejemplos hay de sobra de doctores que, llegados al poder, liquidaron las universidades y la educación del pueblo mientras otros líderes sin educación formal pero con una conciencia más sensible la defendieron a ultranza —tal vez porque reconocieron en ella el camino más sólido de liberación de la pobreza y de la opresión social que divorcia brillantes discursos con las opacas realidades que promueven.

En nuestro tiempo y en los tiempos por venir, la misión del intelectual ya no será aquella escolástica mala costumbre de desplegar una erudición sin resultados concretos sino, por el contrario, la de poder realizar diferentes síntesis conceptuales, refinar y expurgar del mar de datos, ideas y divagaciones que la futura sociedad producirá, las ideas fundamentales, los pensamientos generatrices, los peligros del entusiasmo, de la propaganda y de las narraciones ideológicas; como un médico que busca detrás de los síntomas los desórdenes funcionales. Esta tarea será como ha sido siempre crítica. Como toda verdadera crítica, deberá apuntar al menos contra dos factores: el poder y la autocomplacencia. El primero —ya lo supo Descartes—, porque todo pensamiento antes de producirse como tal debe romper primero las cadenas invisibles que lo aprisionan con ideas prefabricadas, “políticamente correctas”, “moralistas”, al servicio de un determinado interés de clase, de género, de raza, etc. La segunda, porque la autocomplacencia es, en cierta forma, una consecuencia de la opresión del poder que reproduce el mismo oprimido para evitar el segundo paso que, tradicionalmente, han estado en deuda los intelectuales: la creación. Creación de caminos, de proyectos sociales y culturales, de una nueva forma de ser que tanto reclamaron Juan Bautista Alberdi, José Martí y José E. Rodó. Tal vez este déficit se haya debido a que la tarea es gigantesca para una simple elite intelectual o porque, especialmente en América Latina, la necesaria crítica, que nunca ha sido suficiente, ha absorbido todas sus energías. Pero el desafío sigue en pié y esperando.

Los intelectuales seguirán siendo una elite, como a su manera son una elite los electricistas y los calculistas. La virtud será que estas elites dejen de representarse y ser vistas en un orden vertical y comiencen a conformar una unidad más armónica y orgánica al servicio de las sociedades y no de algunas elites entronadas en el poder social. Me dirán que los intelectuales se han equivocado feo a lo largo de la historia; y tendré que darles la razón. Pero también se equivocan los electricistas, los médicos y los calculistas. Con la diferencia que, si bien cualquiera de estos errores pueden tener consecuencias trágicas en la sociedad, el trabajo del intelectual, por su naturaleza creativa sobre lo desconocido, sobre la nada, es mucho más difícil que la tarea del calculista, por ejemplo —y lo digo por experiencia personal: calcular la estructura de un edificio en altura implica una gran responsabilidad, pero su proceso no involucra, normalmente, ninguna duda fundamental.

Ernesto Che Guevara escribió en El socialismo y el hombre: “Los revolucionarios carecemos, muchas veces, de los conocimientos y la audacia intelectual necesarios para encarar la tarea del desarrollo de un hombre nuevo por métodos distintos a los convencionales; y los métodos convencionales sufren la influencia de la sociedad que los creó”.

Yo no sería tan extremista: tampoco los intelectuales tienen la fórmula de la creación de ese “hombre nuevo”, reclamado por Europa en el siglo XIX. Pero sin duda podrán ser agentes estimulantes en su creación o en su desarrollo —si no se los aplasta antes, con la persecución o el ninguneo; si ellos mismos no se precipitan antes, desde esas inútiles alturas que suelen escalar, enceguecidos por sus propios —por nuestros propios egos.

Jorge Majfud

The University of Georgia, 14 de octubre de 2006.

Power and the Intellectuals

Jorge Majfud

University of Georgia

A student once asked me: “If Latin America has always had so many good writers, why is it so poor?”  The answer is multiple.  First one would have to problematize a little something that seems obvious: what do we mean when we talk about poverty?  What do we mean when we talk about success?  I am certain that the concept assumed in both cases is the same one understood by Donald Duck and his uncle. As Ariel Dorfman observed, for the Disney characters there are only two possible forms of success: money and fame.  The Disney characters neither work nor love:  they conquer – if they are male – or seduce – if they are female.  Which is why we never encounter among them workers or fathers or mothers.

Now, on the other hand we have to answer a rhetorical question: “And when in Latin America have the structures of power, the governments and private enterprises, ever paid any attention to the intellectuals?”  The answer is again multiple.  Yes, in the 19th century there were intellectual presidents, when they weren’t military men.  In the following century the former became scarce and the latter abundant.  Although I believe it would be better to listen a little to someone who has dedicated their life to study instead of listening to so many opinions about politics, economics and culture from soccer players and movie stars, I don’t believe we intellectuals should have  a central voice in society or in the decisions about its future.  It is curious that in these times the intellectuals don’t play soccer or displace the actors from the theater stage, and don’t take work from the politicians, and yet any sports figure, star of film or of “the real world” repeatedly exercises their right to publicly express their thoughts even though they might not be thoughts so much as spontaneous vibrations of the moment.  An old man who has spent his life researching birds is a failure; but if Madonna or Maradona has an opinion about ornithology they are listened to and discussed on a mass scale.

In the 20th century intellectuals were systematically expelled or demoted by the power structures.  According to César Milstein, when military leaders in Argentina took control of civilian power in the 1960s, they declared that our countries would be put in order as soon as all the intellectuals who were meddling in the region were expelled.  In Brazil, the educator Paulo Freire was kicked out of the country for being ignorant, according to the organizers of the coup d’ etat of the moment.  To cite just two of our many cases.

But this contempt that arises from a power installed in the social institutions and from the inferiority complex of its actors, is not a property of “underdeveloped” countries.  In the United States they don’t listen to their intellectuals either.  In fact, it is always the critical intellectuals, writers or artists who head the top-ten lists of the most stupid of the stupid in the country.  Intellectuals are stupid, and those who make these lists, who are they?  The same as always: prideful men and women with “common sense,” as if this distorted claim to realism were not heavily laden with fantasies and ideologies at the service of the status quo.  “Common sense” is what the common men and women had who asserted that the Earth was flat like a table; Calvin was a man of “common sense” who ordered that Miguel de Servet be burned alive, after he tired of arguing about theology via correspondence with his adversary.  It was men of “common sense” who obligated Galileo Galilei to retract his claims and shut his stupid mouth, as were those others who mocked the pretensions of a carpenter named Jesus of Nazareth.

A character from the novel Incident in Antares, by Érico Veríssimo, reflected: “During the Hitler era the German humanists emigrated.  As a result, the technocrats were given free reign.”  And later: “When president Truman and the generals of the Pentagon met, under the greatest secrecy, to decide whether or not to drop the first atomic bomb over a Japonese city… do you think they invited to that meeting a humanist, artist, scientist, writer or priest?”

Jorge Majfud

The University of Georgia

Translated by Bruce Campbell

Bruce Campbell is an Associate Professor of Hispanic Studies at St. John’s University in Collegeville, MN, where he is chair of the Latino/Latin American Studies program.  He is the author of Mexican Murals in Times of Crisis (University of Arizona, 2003); his scholarship centers on art, culture and politics in Latin America, and his work has appeared in publications such as the Journal of Latin American Cultural Studies and XCP: Cross-cultural Poetics.  He serves as translator/editor for the «Southern Voices» project at http://www.americas.org, through which Spanish- and Portuguese-language opinion essays by Latin American authors are made available in English for the first time.