La silenciosa utopía que cambió el mundo (I)

La silenciosa utopía que cambió el mundo (II)

Reflexiones complementarias para la presenteción “Humanist Voice in an Often Inhumane World: The Essay Writing of Jorge Majfud”, de Dr. J. Goldstein. Georgia Southern University, Jueves 29 de marzo de 2012.

 

El humanismo: la silenciosa utopía que cambió el mundo (I)

 

Más allá de las variaciones, de las ambigüedades y contradicciones que podemos observar en lo que llamamos “humanismo”, como en cualquier fenómeno histórico y, sobre todo, humano, creo que también podemos entender con una relativa claridad el Humanismo, básicamente desde dos puntos de vista, uno diacrónico y otro sincrónico.

Montaigne Essais Manuscript

El primero, por referirse a la historia, es más “objetivo”, es decir, es más fácilmente contrastable con la literatura y el mar de documentos que nos han llegado. El segundo, se refiere más a una concepción filosófica de lo que es.

Empecemos por el segundo:

Sincrónico

Cada vez que en alguna clase menciono algún fenómeno social o algunos valores individuales como relativos al humanismo, mis estudiantes casi automáticamente piensan que estoy recurriendo a una explicación atea. Para algunos, humanismo y marxismo serían casi la misma cosa. Este error conceptual no es casualidad, ya que es el mismo que se asume en los medios y en muchos libros, incluso en algunos libros académicos de las últimas décadas.Para mí decir que el humanismo es una concepción atea es tan erróneo como decir que Dios y religión son la misma cosa. Hoy en día, sobre todo entre los grupos más conservadores, la sola idea de que alguien pueda prescindir de una religión para tener alguna idea o creencia de Dios es por lo menos inconcebible. El rechazo espontáneo es similar al que debió experimentar D. F. Sarmiento al anarquismo de los gauchos. Al mismo tiempo que estos grupos insisten en definirse como apolíticos, en negar que la muerte de Jesús fue (además) un hecho radicalmente político, se empeñan en mezclar política con religión.

Si tuviese que destilar o abstraer al máximo el primer rasgo “necesario” que define el pensamiento humanista diría que radica en la libertad del individuo. No me refiero a ese fetiche político del cual se ha abusado en los dos últimos siglos y, sobre todo, en las últimas décadas. Me refiero a un grado relativo, probablemente mínimo, de libertad concreta en un individuo concreto. Libertad de pensamiento y libertad de acción.

El marxismo más radical (a juzgar por los artículos que publicó durante diez años en The New York Daily Tribune, Karl Marx no era un típico marxista) no podía ser un humanismo porque consideraba que las ideas (y todo aquello perteneciente a la superestructura) era una consecuencia directa de la base, de las condiciones económicas, productivas, etc. Este aporte intelectual del marxismo es de una importancia histórica inconmensurable (de hecho explica el largo fracaso de algunos humanistas, laicos y religiosos, que por siglos lucharon contra la esclavitud y debieron esperar hasta la Revolución industrial, a las nuevas condiciones de producción y explotación para que sus valores morales se impusieran). Pero la verdad, como siempre, no se termina allí y, con frecuencia, resiste y destruye cualquier confortable convicción. En este sentido el marxismo más radical y panfletario era (o es) “anti-humanista” por lo que tenía de determinista. En oposición (no sin cierto grado de paradoja) estaría el intento de Jean Paul Sarte de reconciliar el existencialismo con el marxismo. Las corrientes existencialistas han sido básicamente corrientes humanistas, desde el existencialismo religioso de Soren Kierkegaard hasta el existencialismo ateo de Jean Paul Sartre, por el rol decisivo, central, que tenía el concepto de libertad individual (con sus implicaciones emocionales, antes que racionales).

Lo mismo podemos observar en ciertas corrientes religiosas, protestantes o islámicas, que tienen una concepción fatalista del destino del individuo y de la humanidad: el destino está escrito, decidido de antemano; no hay nada que un individuo pueda hacer para salvarse o perderse, etc. Todas estas son concepciones anti-humanistas porque no reconocen la libertad, el libre albedrío, como facultades definitorias del ser humano.

Lo mismo el capitalismo: cada vez que, como ideología, la libertad se reduce a una libertad de mercado pero en su extremo todo se reduce a la ley de oferta y demanda, a “la mano invisible del mercado”, entonces el destino humano estaría regido por una fatalidad meta-humana, divina o material, y, por lo tanto, no es un humanismo.

Ahora, ¿dónde radica a capacidad de libertad de un individuo? Por supuesto que lo primero que uno piensa es en la libertad física y los ejemplos de personas encarceladas o esclavizadas por sus problemas económicos surgen casi de forma automática. Esto es una parte importante del problema, pero no es toda, ya que es parte de la condición humana estar limitados por barreras materiales, unas que permiten mucho espacio y otras que son capaces de aplastar a un ser humano, como lo es la tortura física y psicológica, la violencia física y moral.

Pero creo que en su sentido más profundo la libertad se basa y se define en la capacidad creadora del individuo, más allá de las condiciones favorables o desfavorables en las que se encuentra.

Es decir, si bien es cierto que casi todas nuestras ideas proceden de algún lado, son heredadas o producto de unas condiciones económicas, sociales y culturales dadas, también es cierto que hay un espacio, aunque sea mínimo, para la creatividad, para lograr que la combinación de dos elementos genere un tercer elemento nuevo, diferente. De otra forma, la historia siempre se repetiría mecánicamente, y si bien creo que en lo más profundo nuestra condición humana no ha cambiado mucho en los últimos milenios, que repetimos de forma inadvertida historias similares a la de nuestros abuelos y antepasados, también entiendo que la libertad está en cada variación y en cada decisión de ser o de hacer algo diferente a lo que podría indicar la rutina y el sentido común.

Cada vez que elegimos no seguir al primer instinto, el primer impulso, la mecanicidad de un acto rutinario, cada vez que elegimos cambiar con algún propósito y no sólo somos concientes de nuestras condiciones dadas sino que además dirigimos nuestras acciones por caminos nuevos, estamos ejercitando cierto grado de creatividad, es decir, cierto grado de libertad. Es decir, es en ese preciso memento en que estamos siendo humanos. Y cuando lo reconocemos y lo revindicamos, además de humanos somos humanistas.

(continúa)

La silenciosa utopía que cambió el mundo (II)

 

Jorge Majfud

Jacksonville University, marzo 2012.

majfud.org 

Milenio , II (Mexico)

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La venganza y la justicia

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La venganza y la justicia

Pocas cosas hay más estimulantes que las preguntas. Siempre les digo a mis estudiantes que cuando no tengan preguntas pueden considerar que están intelectualmente muertos. Con cierta frecuencia recibo colecciones de preguntas de otros estudiantes, casi todos, vaya a saber por qué, de universidades de Europa. Hoy, por ejemplo, me dispuse a contestar una larga lista de una estudiante de una conocida universidad de Francia, que está haciendo un posgrado en literatura y su trabajo final consiste en un análisis de La reina de América.

Cada vez que respondo este tipo de preguntas y comentarios, viejos fantasmas de la dictadura de mi país resurgen y, como si los lectores más lejanos fuesen mis mejores psicoanalistas, sin querer me revelan o me proveen de indicios sobre esas verdades que gritan en códigos de sueños pero que ni el mismo autor es capaz de comprender plenamente cuando se deja llevar por las emociones de una historia, por las pasiones de sus personajes. Al menos no de forma racional.

En La reina de América abunda la crueldad, es decir, la violencia moral. He dicho muchas veces que me parece que hay pocas violencias más terribles como la violencia moral, porque uno puede recuperarse de un golpe en la cara pero difícilmente pueda recuperarse de un golpe moral. Las dictaduras uruguaya y argentina fueron especialmente especialistas en este tipo de violencia que abunda en esa novela y en algunas otras, no por casualidad. Muchos presos políticos y muchos policías y militares de aquella época me confesaron historias de una innecesaria y cruel creatividad. Por alguna razón, no difícil de analizar, muchas de ellas tienen alguna relación con el sexo. Algunas, ya las he mencionado en novelas y artículos y este no es el momento de volver a ellas.

Pero no sólo las dictaduras practicaron la crueldad. Las post dictaduras ejercitaron este tipo de violencia moral de formas diferentes, si no por abuso de poder, por carecer de él. El miedo tiene la universal facultad de destrozar individuos y sociedades por igual. La impunidad fue una de esas formas y, quizás, por esta razón, varios personajes de la novela mencionada optaron por diferentes formas de venganza.

Por supuesto que yo, como autor, soy incapaz de matar un gato ahogado en una fuente, pero mis personajes han ejercido esta locura de forma reiterada. Una de las protagonistas y la narradora principal de La reina de América, Consuelo, la hija de la inmigrante prostituta, no sólo ahoga un gato en una fuente sino que venga su propia violación con la violación de su violador, haciendo uso de una especie de sicario que sodomiza a su violador en un galpón de la Aguada, ante su propia presencia, tiempo después de haber heredado las propiedades de su tío. El dinero la inviste del poder necesario para ejercitar, por su parte, más violencia moral. Pero también uno de los protagonistas, que debe presenciar las fotografías de su amada siendo abusada por los militares que lo investigan, termina haciendo justicia por cuenta propia en un parque de Buenos Aires.

Una obra de ficción es un testimonio de un momento histórico, como un sueño revela una insatisfacción real. En este caso, creo, es el producto de una injusticia largamente institucionalizada en el Cono Sur, aunque con algunas enmiendas. La ficción es, como los sueños, la realización de actos que nuestra moral condena en su conciencia; es la revelación de frustraciones individuales y colectivas, como bien lo articulara Ernesto Sábato décadas atrás.

Ahora, por otro lado, en un plano más racional y analítico, también podemos enfocar un momento nuestra atención en las trágicas diferencias entre justicia y venganza.

Es políticamente correcto pedir justicia y condenar la venganza. Al menos en el discurso público, todos se cuidan de rechazar cualquier proximidad con esta práctica y deseo que todos condenamos a la luz del día. Sin embargo, creo que en lo más profundo, aunque son practicas distintas, no son dos categorías ontológicas ni morales tan diferentes. Porque la justicia es una venganza institucionalizada, y la venganza una justicia personalizada.

Claro que la primera es superior, ya que su propósito es conducir a una sociedad por un camino conveniente y justo, mientras que la segunda pone el énfasis en las emociones personales, que con frecuencia pueden producir injusticias. El problema es que cuando una sociedad falla grave y sistemáticamente garantizando la justicia más básica, como ocurrió en Uruguay con leyes que dieron inmunidad a los violadores de los Derechos Humanos, los sentimientos que afloran pueden estar my relacionados con los deseos de venganza. Como ocurre en La reina de América, el contexto social no garantiza esa justicia básica, razón por la cual los personajes con frecuencia recurren a la venganza.

En lo personal no estoy a favor de la venganza. No porque la considere de una categoría radicalmente diferente a la justicia, sino porque la considero peligrosa como práctica social e individual. Pero la ficción es un sueño colectivo, y por lo tanto es la expresión de frustraciones (colectivas y personales) con soluciones o desenlaces semejantes a los sueños, donde en ocasiones cometemos actos repudiables y en ocasiones realizamos deseos frustrados.

La justicia tiene la función de evitar agresiones y el quebrantamiento de la regla de oro (“no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”); pero la venganza también. Al fin y al cabo, la justicia es, aparte de un sentimiento antiguo muy relacionado con la venganza, una institución socialmente sofisticada, con reglas y leyes impersonales que exigen la sumisión de las pasiones. Pero cuando la justicia falla como institución y como práctica del poder, los individuos vuelven su mirada a su antepasado más primitivo, la venganza, precisamente, en búsqueda de esa justicia que no llega. Si en nuestro mundo contemporáneo las víctimas normalmente se contienen, es debido a un entrenamiento psicológico y moral que han recibido de una educación, de una cultura civilizada y, frecuentemente, por la esperanza de que el viejo refrán sea cierto: “la justicia tarda pero llega”.

Este refrán, probablemente, es, como muchos, aleccionador, moralizante. Es decir, es una moraleja, tipo medieval, que pretende prevenir determinadas conductas indeseables. No es necesariamente la verdad porque, en el fondo, toda justicia que tarda no llega. Bastaría con considerar la excarcelación de un inocente al final de su vida que es compensado con una suma abultada de dinero. ¿Qué tiene eso de justicia? El único refrán verdadero en este caso es “peor es nada”, pero nunca “la justicia tarda pero llega”, porque “justicia que tarda” es, en sí mismo, un oxímoron cuando se aplica a seres mortales. La justicia sólo es justicia cuando se realiza a tiempo. Lo cual, casi nunca es materialmente posible, pero al menos en un Estado de Derecho se compensa con la inmediata protección de la víctima, con su reparación moral, que incluye el castigo al victimario, y con el ejemplo social.

En un Estado donde no reina el derecho, a la víctima le queda otra forma de justicia que todos condenamos por conveniencia propia. Por ello, rara vez, sino nunca, la víctima procede como procedería la justicia si el derecho y el poder estuviesen distribuidos entre todos por igual.

Jorge Majfud

Jacksonville University, marzo 2012.

majfud.org

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