Por si esta complejidad (aparentemente contradictoria) fuese poca, basta con echar un vistazo al sistema esclavista en las Américas que contribuye a la misma Revolución Industrial en Inglaterra, desde la explotación de los esclavos en el rico sur estadounidense en el siglo XIX hasta los esclavos asalariados en las colonias, desde Asia y África hasta América latina―sean poblaciones enterradas en las minas de las corporaciones trasnacionales o sen obreros contemporáneos.[1]
En la Inglaterra de finales del siglo XVIII, los nuevos inventos para procesar algodón más rápido reemplazaron la lana y el lino como materia prima principal. Aunque Inglaterra prohibió el comercio de esclavos en 1807 y la esclavitud en 1833, estos nuevos inventos industriales y el vertiginoso crecimiento de la demanda de algodón que provocó, promovieron la expansión de la esclavitud en Estados Unidos, lo que llevó a una nueva multiplicación del territorio de ese país, esta vez sobre territorios mexicanos, para reinstaurar la esclavitud como derecho de “la raza libre” y consolidar la masiva acumulación de capitales de los principales bancos del Sur esclavista, de los millonarios y del imperio capitalista estadounidense. Claro, siempre en nombre de la democracia y la libertad.
Los líderes políticos estadounidenses, aunque por lejos más hipócritas en sus discursos sobre la libertad y la democracia, demostraron una inteligencia estratégica muy superior. Durante sus primeros años, la nueva república exportaba productos agrícolas para importar productos manufacturados, exactamente como las colonias ibéricas y africanas. El primer secretario del Tesoro, Alexander Hamilton (Report on Manufactures, 1791), luego de analizar el caso británico, supo que no había industrialización posible sin políticas proteccionistas y una economía independiente basada en el desarrollo de la industria, de la tecnología y de las ciencias.[i] La política mercantilista de Hamilton no era de fronteras abiertas a la “libre competencia” sino que estaba fuertemente protegida por subsidios y tarifas, aparte de una política tendiente a un Estado más fuerte y centralizado (algo que, por obvias razones, Thomas Jefferson al principio, y luego los esclavistas y sus herederos, resistirán hasta el siglo XXI). Tres cuartos de siglo después, el presidente Ulysses Grant, poco después de la Guerra Civil, lo entendió y resumió de esta forma: “Durante siglos, Inglaterra ha confiado en la protección, la ha llevado al extremo y ha obtenido resultados satisfactorios de ella. No hay duda de que deben su fuerza actual a este sistema. Pero después de dos siglos, Inglaterra considera conveniente adoptar el libre comercio porque entiende que la protección ya no puede ofrecerle nada. Muy bien entonces, señores, mi conocimiento de nuestro país me lleva a creer que dentro de doscientos años, cuando Estados Unidos haya sacado de la protección todo lo que puede ofrecer, también será un campeón del libre comercio”.[ii] Un par de décadas más tarde, otro presidente, William McKinley, confirmó el mismo sentido común: “Bajo el libre mercado, el comerciante es el amo y el productor el esclavo. La protección no es más que la ley de la naturaleza, la ley de la autopreservación, del autodesarrollo”.[iii]
Al mismo tiempo, los países latinoamericanos seguían el curso contrario. Los países latinoamericanos (mejor dicho, su oligarquía liberal), desde México hasta Argentina, adoptaron el cuento británico del libre mercado sin pensarlo dos veces. En 1860, el argentino Juan Bautista Alberdi reconocía que “son las campañas las que tienen los puntos de contacto y de mancomunidad con la Europa industrial, comercial y marítima, que fue la promotora de la revolución, porque son ellas las que producen las materias primas, es decir, la riqueza, a cambio de la cual la Europa suministra a la América las manufacturas de su industria. Las campañas rurales son lo que América tiene de serio para Europa”. Más adelante: “En 1852 la Francia iba a abandonar toda esperanza de libertad fluvial de los afluentes del Plata (tratado Lepredour) cuando las provincias argentinas vencieron el americanismo de Buenos Aires, y se dieron a la Francia y al mundo, sin condiciones, la libertad de navegación fluvial y de comercio”.[iv]
Un adversario político y enemigo personal de Alberdi, el presidente Domingo Faustino Sarmiento, como la gran mayoría de la oligarquía nacional, era de la misma idea de que “nosotros no seremos fabricantes sino con el lapso de los siglos y con la aglomeración de millones de habitantes: nuestro medio sencillo de riqueza, está en la exportación de las materias primas que la industria europea necesita”.[v] Todo lo que se parece al grito español de Unamuno: “que inventen ellos”.[vi]
Esta ideología extractivista del colonizado proveyó de cierta riqueza mercantilista a la Argentina por algunas décadas, hasta que todo terminó en los años 1930 y con las propuestas tardías de industrialización del primer período peronista. Podríamos seguir con otros ejemplos que regaron África y América latina con sangre y miseria, pero cerremos con el caso del dictador liberal de México, Porfirio Díaz. En nombre del progreso y de “una invasión pacífica”, Díaz entregó su país a las corporaciones anglosajonas y arruinó a la población campesina e indígena con sus políticas extractivistas y con la continuación de la privatización de la tierra iniciada en los 1850s, todo lo que terminaría con la mayoría de la población campesina sin tierras y, consecuentemente, con el violento e inevitable quiebre de la Revolución mexicana de 1910.
Ahora vayamos a las raíces ideológicas de este dogma moderno, de esta ideología imperialista del libre mercado, que nada tiene que ver con la libertad, ni de los individuos ni de los pueblos ni del mismo mercado. En gran medida, fue articulada por Adam Smith y, sobre todo por David Ricardo. Ricardo, un clásico de la economía liberal, se hizo rico especulando en las bolsas y más aún con las guerras napoleónicas y las prohibiciones de la libre importación y del libre mercado impuestas en Inglaterra. Tanto Adam Smith como David Ricardo (las ideas del segundo son las del primero llevadas a la arena internacional) intentaron solucionar las contradicciones de sus modelos abstractos con ad hocs que recuerda a la recurrencia de Isaac Newton a Dios para suturar grietas en sus teorías―la “Mano de Dios” explicaba por qué sus cálculos a veces no se correspondían con las observaciones astronómicas.
En el caso de Smith y Ricardo, estos ad hocs eran psicológicos. Smith consideraba que el peligro de la hiper acumulación de las corporaciones se solucionaría porque los millonarios se desprenderían generosamente de aporte de sus riquezas, ya que el prestigio social era más fuerte que la ambición material. Por su parte, Ricardo explicó que el peligro de la destrucción de trabajo en un país en beneficio de otro más barato debido a su teoría de la “ventaja competitiva” en un libre mercado abstracto se solucionaría porque los capitalistas preferirían ganar menos en sus países que mover sus capitales a otros países para ganar más―no hace falta recordar que la experiencia histórica lo niega rotundamente.
En su clásico The Principles of Political Economy and Taxation de 1817, David Ricardo concuerda con Adam Smith en que el colonialismo (palabras como imperialismo, esclavitud, India o Bangladesh no forman parte de su léxico) contradice sus ideas abstractas sobre el libre mercado y, no sin candor, consideran que le hacen mal tanto al colonizado como al colonizador.[vii] Declaración que es solo eso, una declaración, sin fundamento en la historia, sino todo lo contrario. Su único argumento consiste en una situación hipotética donde, siendo Inglaterra una colonia de Francia, y Francia imponiendo subsidios a la exportación de trigo, Francia también perdería al no lograr reducir el precio de trigo en una situación de prefecta libre competencia. El árbol impidiendo ver el bosque.
Los imperios modernos se beneficiaron del libre mercado en las colonias y del proteccionismo en sus metrópolis, hasta el día de hoy. Sin las tarifas y subsidios de Inglaterra en el siglo anterior a Ricardo, ni la economía ni la industria indo-bangladés hubiese sido destruida ni la economía ni la industria inglesa se hubiesen desarrollado como lo hizo; probablemente la Revolución industrial hubiese terminado de madurar en las colonias más ricas y efectivas de India y Bangladés antes de ser interrumpidas por la fuerza de los cañones europeos. O, más probablemente aún, otra forma de desarrollo, tal vez menos mercantilizada, hubiese desplazado al orden capitalista que surgió en su lugar a fuerza de todo tipo de violencias que, para nada, se ajustaban al dogma idealista y utópico del libre mercado ricardiano.
Pero una cosa fue (y es) el idealismo del libre mercado de Smith y Ricardo y otra fue (y es) el pragmatismo de los políticos y de los hombres de negocios. Incluso cuando el político y el hombre de negocios es Ricardo. Ricardo también fue miembro del parlamento británico y amasó una fortuna en el sector financiero del gobierno. Básicamente, como Adam Smith, cuestionó la teoría dominante del mercantilismo (para el cual el objetivo era una balanza comercial favorable en divisas, oro y plata) en favor del “libre mercado”, según el cual cada país tenía “una ventaja natural” (luego definida como “ventaja absoluta”) y le debía dedicar sus energías a esta ventaja. Los países con minerales debían dedicarse a exportar minerales y los países con industrias debían exportar productos manufacturados.
Ricardo olvidó decir que las industrias nunca fueron una “característica natural” de los países industrializados, por lo cual, mientras avanzaba el siglo y el apogeo del imperialismo europeo, se echó mano a la idea de superioridad racial, de raza emprendedora: unas razas, las negras, habían nacido para obedecer y otras, las blancas, para mandar―todo dicho por los campeones del libre mercado. Cuando esta centenaria tradición imperialista cayó en desgracia, se reemplazó el prejuicio racial por el prejuicio cultural y hasta ideológico para continuar practicando lo mismo.
Esta teoría ricardiana se tradujo en el siglo XX en la teoría Heckscher-Ohlin, según la cual aquellos países que poseían mano de obra barata debían dedicarse al cultivo intensivo (típico sistema esclavista y extractivo), mientras aquellos otros que tenían exceso de capitales debían dedicarse a la inversión―todo decorado con misteriosas gráficas cartesianas para darle a sus teorías socioeconómicas un aura de ciencia dura. Lo cual es otra magnífica paradoja imperialista: la mano de obra barata en las colonias fue mantenida en ese estado por la violencia comercial y militar de los imperios, los que, a su vez, extrajeron riquezas naturales, desde oro, plata, diamantes y todo tipo de materia prima necesaria para sus industrias y para alcanzar la mágica categoría de países con exceso de capitales que deben dedicarse a la inversión en los países con carencia de capitales y exceso de mano de obra barata.
Para que esta lógica colonial funcione, es necesario remover todos los “factores que distorsionan el libre mercado”. Es decir, los subsidios, los impuestos y las tarifas que desarrollaron las industrias en los imperios del Norte y que aún hoy mantienen, mientras continúan vendiendo la idea del “libre mercado” a través de sus políticos enfurecidos y sus mayordomos escandalizados por el atraso de la raza-cultura subdesarrollada―para estas teorías de gabinete, la esclavitud (la de látigo y la asalariada) no era un factor de distorsión de los mercados; sólo una piedra en el zapato de la conciencia moral.
Tanto Adam Smith como luego David Ricardo estaban en contra de las políticas que hicieron posible la industrialización en Inglaterra, la hegemonía capitalista y militar de Europa y luego de Estados Unidos: los subsidios y las tarifas proteccionistas. Naturalmente, aquellos que la sufrían en las colonias o en las repúblicas dependientes, inmediatamente subscribieron y practicaron estas fórmulas salvadoras y desarrollistas que nunca aplicaron en sus modelos mundiales. De hecho, no existe ningún ejemplo histórico de prosperidad y desarrollo basado en el libre mercado; el libre mercado fue la ideología adoptada, de forma por demás entusiasta, por los esclavos de las colonias.
Todas estas celebradas teorías económicas que desde en el siglo XX adoran las pseudo ecuaciones matemáticas fracasaron, no sólo como teorías libres de contradicciones y con algún mínimo poder de predicción, sino como instrumentos para prevenir o salvar a países pobres y ricos de sus respectivas crisis económicas. Excepto cuando tuvieron una marina armada de poderosos bombarderos, colonias o, más recientemente, cientos de bases militares por todo el mundo.
Un siglo antes, en 1848, Karl Marx criticó estas ideas abstractas sobre el mercado y las ventajas productivas (diferencias democráticas donde todos participan de la decisiones y se benefician de cada transacción) como propias y convenientes al imperialismo: las ventajas productivas de un país dependen de una imposición colonial, no de la mera naturaleza. En una conferencia dada en Bruselas sobre el “libre comercio”, y con alusiones claras a David Ricardo y sus apologistas, Marx lo resume de la siguiente forma: “Llamar fraternidad universal a la explotación cosmopolita es una idea que sólo puede engendrarse en el cerebro de la burguesía. Todos los fenómenos destructivos que provoca la competencia ilimitada dentro de un país se reproducen en proporciones más gigantescas en el resto del mundo (…) Se nos dice que el libre comercio crearía una división internacional del trabajo y, por lo tanto, daría a cada país la producción que esté más en armonía con su ventaja natural. Ustedes creen, señores, que la producción de café y azúcar es el destino natural de las Indias Occidentales, pero hace dos siglos, la naturaleza, que no sabe nada de comercio, no había sembrado allí ni caña de azúcar ni café”.[viii]
En 1902, el economista e historiador británico John Hobson publicó su célebre y maldecido libro Imperialism: A Study en el cual expresó una conciencia que quemaba por entonces y sigue quemando hoy: “Gran Bretaña se ha convertido en una nación que vive de los tributos del extranjero, y las clases sociales que disfrutan de este tributo tienen un incentivo cada vez mayor para emplear la política pública, el erario público y la fuerza pública para ampliar el campo de sus inversiones privadas y así salvaguardar y mejorar sus inversiones privadas”.[ix]
En otras palabras, si los pragmáticos y fanáticos hombres de negocios anglosajones les hubiesen hecho algún caso a Adam Smith y a David Ricardo, ni Europa ni Estados Unidos se hubiesen convertido jamás en las superpotencias globales que dominaron, se beneficiaron, hicieron y deshicieron el mundo a su antojo como perfectas dictaduras en nombre de la civilización, la libertad, la democracia y los Derechos Humanos―dejando países destruidos y cientos de millones de personas masacradas o muertas en decenas de catastróficas hambrunas.
[1] Nos detuvimos en esta lógica histórica de Esclavitud-Revolución industrial-capitalismo corporativo en La frontera salvaje (2021) y otros escritos.
[i] Hamilton, Alexander. Report on the Subject of Manufactures. Cosimo, 2007.
[ii] Theory and Methodology of World Development: The Writings of Andre Gunder Frank. United Kingdom, Palgrave Macmillan, 2010, p. 47.
[iii] Tusveld, Ruud, and van de Heetkamp, Anne. Origin Management: Rules of Origin in Free Trade Agreements. Germany, Springer Berlin Heidelberg, 2011, p. 39.
[iv] Alberdi, Juan Bautista. La barbarie histórica de Sarmiento. [1865] Buenos Aires: Ediciones Pampa y cielo, 1964, p. 13 y 56.
[v] Sarmiento, D. F. “Argirópolis o la Capital de los Estados Confederados del Río de la Plata” (1896). Obras de Sarmiento. Tomo XIII, Buenos Aires, Gobierno argentino, p. 85.
[vi] Unamuno, Miguel D. Del sentimiento trágico de la vida. La agonía del cristianismo. Ediciones AKAL, 1983.
[vii] Ricardo, David. The Principles of Political Economy and Taxation. 1817, p. 360-363.
[viii] Marx, Karl. Free Trade: A Speech Delivered Before the Democratic Club, Brussels, Belgium, Jan. 9, 1848. With Extract from La Misère de la Philosophie. 1888.
[ix] Hobson, J.A. Imperialism: A Study. London: James Nisbet. 1902, p. 60.
jorge majfud. Del libro Moscas en la telaraña. agendado el 22 de diciembre de 2022 para ser publicado en 2025.

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