A pocas millas de donde pierdo mi vida tratando de entender el absurdo de nuestra especie humana, Donald Trump ha vuelto a acusar a México de abusar de “la bondad de Estados Unidos” y a China de “abusar del canal de Panamá”. Como en el siglo XIX también quiere Canadá como un estado, pero de forma más amable. Al fin y al cabo sus habitantes pertenecen a una raza superior.
El abuso de China sobre el Canal de Panamá se refiere a que está haciendo demasiados negocios con Occidente y, peor aún, con América Latina, nuestro Patio trasero, nuestras repúblicas bananeras donde la gente habla “el idioma de las limpiadoras”. Como dijo el presidente Ulysses Grant en 1873 y lo practicaron siempre los británicos, “cuando hayamos obtenido todo lo que puede ofrecer del proteccionismo, también adoptaremos el libre comercio”.
Claro que más importante que la flexibilidad ideológica del capitalismo es su flexibilidad moral. Los imperios siempre se presentaron como víctimas o con algún derecho divino. Cuando en 1832 Andrew Jackson, en su discurso en el Congreso, justificó la remoción de los pueblos nativos, proclamó: “nos agredieron sin que nosotros los provocásemos”. Tuvimos que defendernos. Desde 1763 hasta hoy, la tradición ha sido forzar a los nativos a firmar tratados que luego serían violados por los dueños del cañón cada vez que los tratados limitaban las oportunidades de hacer negocios despojando a “las razas inferiores”. Lo mismo ocurrió con el Tratado de Guadalupe de 1848, el que obligó a ceder la mitad de México a Estados Unidos por una limosna y nunca se cumplió en los acuerdos que protegían los derechos de los mexicanos que quedaron de este lado de la nueva frontera. Como el lamento de “La pesada carga del hombre blanco” acuñado por el poeta británico Rudyard Kipling y difundido por Teo Roosevelt, sobre la humanidad de los invasores a tierras de “negros pacíficos”, esa “perfecta raza estúpida”, según el mismo Roosevelt.
Ahora, ¿cuál es y ha sido siempre el rol de la gran prensa?
En enero de 2025 CNN, la supuesta cadena anti-Trump reflexionó sobre sus propuestas expansionistas: “Trump, a su manera, está lidiando con cuestiones de seguridad nacional que Estados Unidos debe afrontar en un mundo nuevo moldeado por el ascenso de China (…) Las reflexiones de Trump sobre la terminación del Tratado del Canal de Panamá muestran la preocupación por la invasión de potencias extranjeras en el hemisferio occidental. No se trata de una preocupación nueva: ha sido un tema constante en la historia, desde la Doctrina Monroe de 1823, cuando los colonialistas europeos eran la amenaza. El problema perduró durante los temores comunistas de la Guerra Fría. Los usurpadores de hoy son China, Rusia e Irán”.
Para América Latina, los usurpadores, no en la retórica sino en la práctica, fueron siempre los Estados Unidos. Fue un periodista, John O’Sullivan, quien creó el mito del Destino Manifiesto. En 1852 escribió: “Este continente y sus islas adyacentes les pertenece a los blancos; los negros deben permanecer esclavos…”
Si salteamos tres mil intervenciones de Washington en los siguientes cincuenta años, podemos recordar que, según la lógica capitalista, el Canal de Panamá nunca fue de Estados Unidos como el Hudson Yards de Manhattan no le pertenece a Catar, ni el One World Trade Center ni el nuevo Waldorf Astoria en Nueva York o las mega urbanizaciones de Chicago y Los Angeles les pertenecen a China, por nombrar solo unos pocos ejemplos recientes.
Ahora, desde un punto moral y desde la existencia de la ley Internacional, podríamos recordar que Theodore Roosevelt le robó Panamá a Colombia con una revolución financiada por Washington. El canal fue construido con la sangre de cientos de panameños que el histórico racismo olvidó, como olvidó la construcción de las vías de ferrocarriles por parte de inmigrantes chinos en la costa Oeste o de irlandeses en la costa Este, grupos que sufrieron la persecución y la muerte por pertenecer a “razas inferiores”.
Si Washington pagase una mínima compensación por todas sus invasiones a los países latinoamericanos desde el siglo XIX, por todas sus democracias destruidas, por todas las sangrientas dictaduras impuestas a fuerza de cañón, por la “política del dólar” o por los sabotajes de la CIA durante la Guerra Fría y más acá, no nos darían las reservas de oro del Tesoro para cubrir un porcentaje mínimo. Por no hablar de los crímenes imperiales, muchas veces en colaboración con los imperios europeos (los supuestos enemigos de la Doctrina Monroe) en Asia y África que no solo asesinaron a sus lideres independentistas como Patrice Lumumba sino que dejaron mares de muerte y destrucción, todo en nombre de una democracia y una libertad que nunca llegaron y que nunca les importaron a los señores imperiales del poder.
El sistema esclavista que le arrebató Texas, New Mexico, Colorado, Arizona, Nevada y California a México no desapareció con la Guerra Civil. Simplemente cambió de nombre (a veces, no siquiera eso) para continuar haciendo lo mismo, como los bancos y las corporaciones esclavistas JP Morgan, Wells Fargo, Bank of America, Aetna, CSX Corporation entre otros. En 1865 los esclavos de grilletes se convirtieron en esclavos asalariados (en muchos casos ni eso, ya que trabajaban por propinas, como hoy las meseras) y, de la misma forma que durante la esclavitud, al sistema se lo siguió llamando democracia, mientras que sus constituciones (la de 1789 y la confederada de 1861) protegieron la “libertad de expresión”.
Ahora, como lo formulamos en P = d.t, Occidente radicalizará la censura a los críticos por la simple razón de que su poder declina y su tolerancia también: desde la Grecia clásica, la libertad de expresión ha sido un lujo de los imperios que no se sienten amenazados por ninguna crítica, sino todo lo contrario: resulta una decoración a sus pretensiones de liberad y democracia.
Los medios dominantes tienen un pésimo récord de complicidad, siempre en nombre de la libertad. Cuando James Polk logró una excusa para invadir México y robarle más de la mitad de su territorio, lo hizo provocando un ataque de falsa bandera. Es hora de “expandir la libertad a otros territorios”, dijo Polk, refiriéndose al restablecimiento de esclavitud en un país que la había ilegalizado. Sus mismos soldados y generales en campaña, Ulyses Grant, Zachary Tylor y Winfield Scott reconocieron por escrito que no tenían ningún derecho a estar en territorio mexicano. El general Ethan Allen Hitchcock escribió en su diario: “A decir verdad, no tenemos ningún derecho de estar aquí. Más bien parece que el gobierno nos ha enviado con tan pocos hombres para provocar a los mexicanos y de esa forma tener un pretexto para una guerra que nos permita tomar California”.
La nueva prensa masiva de entonces, gracias al invento de la rotativa, fue el principal instrumento de propaganda y de “fakes news” que lanzó a miles de voluntarios a invadir México y, como lo reportaron los generales estadounidenses, a matar, robar y “violar a las mujeres delante de sus propios hijos y esposos”. América no estaba enviando sus mejores ciudadanos.
Cuando Polk supo de un incidente menor en territorio mexicano, corrió al Congreso e informó: el invasor “ha derramado sangre estadounidense en territorio estadounidense”. John Quincy Adams y lo acusaron de haber provocado una excusa para la guerra contra un país que no estaba en condiciones materiales de defenderse. También Abraham Lincoln se opuso a esta guerra (que luego Ulysses Grant llamaría “la guerra perversa”) tuvo que retirarse de la política por años, ya que nada más efectivo para silenciar una falta moral que el patriotismo ciego.
Exactamente lo mismo ocurrió por los siguientes 150 años. Ocurrió con el mito inventado de El Maine por parte de la prensa amarillista de Nueva York, dirigida por Joseph Pulitzer y por William Hearst, uno de los mogules de los medios y del cine. Hearst defendió a Hitler al tiempo que acusaba a F.D. Roosevelt de comunista. Por entonces, la prensa hegemónica presentó a Hitler como un patriota, como ahora presenta a Netanyahu como un enviado del Dios.
Lo mismo ocurrió con el general estadounidense más condecorado de su generación, Smedley Butler, cuando en 1933 se atrevió a decir: “La bandera sigue al dólar y los soldados siguen a la bandera. Yo no volvería a la guerra para proteger las inversiones de los banqueros… Nuestras guerras han sido planeadas muy bien por el capitalismo nacionalista. He servido en la Marina por 33 años y, durante todo ese período, he pasado la mayor parte de mi tiempo siendo el músculo de Wall Street y de los grandes negocios… En pocas palabras, he sido un mafioso del capitalismo…”
Cuando Butler comenzó a decir lo que pensaba, no se lo puso preso por delito de opinión, como fue el caso del candidato socialista Eugene Debs por oponerse a la Primera Guerra, sino que se echó mano a un recurso más común: se desacreditó al héroe militar como alguien con problemas psicológicos.
Lo mismo continuó ocurriendo por generaciones. Las bombas atómicas sobre Japón, el masivo bombardeo aéreo de Corea, el uso de armas químicas en Vietnam. Lyndon Johnson invirtió millones de dólares en la prensa para apoyar la guerra de Vietnam y su genocidio con bombardeos masivos y armas químicas sobre la población civil.
Para entonces, la Operación Mockingbird de la CIA ya había inoculado a todos los mayores diarios de América Latina con “fake news” y editoriales escritas en Miami y Nueva York. Lo mismo hizo con los grandes medios de Estados Unidos, con libros, películas, etc. La policía ideológica benefició a las grandes compañías, mientras dejaban cientos de miles de masacrados sólo en América Central, todo en nombre de la “seguridad nacional” que produjo una estratégica inseguridad.
Antes de lanzarse la masiva invasión a Irak de 2003, la que dejó un millón de muertos, millones de desplazados y todo Medio Oriente en caos, publicamos en los diarios de países marginales sobre la ilógica de la narrativa que la justificaba. Pero la gran prensa hegemónica logró convencer a los estadounidenses de que los tambores de guerra decían la verdad. El New York Times tomó posición a favor de la invasión como un acto patriótico y de “seguridad nacional”. En nombre del patriotismo, se censuró, por ley (Patriot Act) y por acoso social a todos los críticos. Los medios ni siquiera podían mostrar las imágenes de los soldados retornando en ataúdes. Mucho menos los cientos de miles de civiles iraquíes masacrados que nunca importaron en esta cobardía colectiva que solo dejó ganancias a los superricos mercaderes de la muerte de siempre.
Años después, incluso cuando George Bush y su marioneta, el presidente español José María Aznar reconocieron que las razones para la invasión eran falsas, que Sadam Hussein no tenía armas de destrucción masiva (aportadas por Alemania y Estados Unidos en los 80s) ni vínculos con Al Qaeda (como los talibán, hijos independizados de la CIA), la mayoría de los consumidores de Fox News continuaban creyendo en la mentira desmentida por sus propios perpetuadoras. Al fin y al cabo, fueron entrenados para creer contra toda evidencia.
En política, narrativa y realidad están más divorciados que en una novela de J. K. Rowling. Al mismo tiempo que los grandes medios se venden a sí mismos como independientes y salvaguardias de la democracia, ni son independientes ni son democráticos. Dependen no solo de un puñado de millonarios anunciantes; los miles de millones de dólares que las corporaciones y lunáticos como Elon Musk donan a los partidos políticos son el negocio perfecto: con cada dólar se compran, a un mismo tiempo, a los políticos y a los medios que los promueven. Los medios son parte de esa dictadura plutocrática y su trabajo (que no es diferente al de los sacerdotes que daban sermones en las iglesias y catedrales financiadas por los nobles) es inventar una realidad contraria, cómplice con el gran poder del dinero, del imperialismo y del racismo. Todo en nombre de la democracia, de la Ley internacional y de la diversidad.
¿Piensan que este país necesita más adulones o más críticos? Claro, todos responden en favor de los críticos, pero en los hechos mudos todos saben que si alguien quiere escalar en la escalera del éxito y del poder, por lejos paga mucho más la adulonería. Es algo que saben desde algunos pobres inmigrantes hasta académicos serviles, políticos comprados por los lobbies y miembros de grandes directorios que aspiran a CEO.
Estamos en la misma situación del siglo XIX: expansión geopolítica y arrogancia racista. La diferencia es que, por entonces, Estados Unidos era un imperio en acenso y hoy está en descenso. Como lo demuestran los ejemplos europeos, los imperialismos siempre han sido muy caros para sus ciudadanos, ya que no existen si guerras permanentes, pero en sus apogeos siempre dejaron ganancias económicas, sobre todo para los de arriba. El problema es cuando se trata de un imperio en decadencia. Entonces, la arrogancia resulta carísima y solo puede acelerar su decadencia, miseria y conflictos, tanto dentro como fuera de sus fronteras.
Saber negociar en un mundo que no nos pertenece, hacer amigos en lugar de enemigos, es la estrategia más barata, más efectiva, más justa y más razonable. ¿Qué más? El problema es que liderar una paz siempre ha sido más difícil que liderar una guerra, ese recurso de los mediocres que nunca falla, incluso cuando se arrastra a su propio país a la destrucción.
Cada año que pasa vamos confirmando la historia hacia el fascismo de los imperios decadentes de hace un siglo. Los primeros en caer seremos los críticos. Cuando las cenizas no sean cosas de algún pobre e indefenso país en el otro lado del mundo sino en el corazón mismo del imperio, los sobrevivientes negarán tres veces haber sido partícipes de tanta arrogancia cobarde.
Como siempre , será demasiado tarde, porque si la Humanidad ha tenido la verdad y la justicia como valore supremo, rara vez las ha practicado. Lo normal ha sido lo contrario.
Jorge Majfud, enero 2025.

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