1970. Nixon decide que los chilenos votaron mal

50 aniversario del Golpe de Estado en Chile (parte I)

Washington DC. 4 de setiembre de 1970—El embajador Edward Korry envía un cable a Washington informando que “Chile ha votado en calma por un gobierno marxista leninista, constituyéndose en la primera nación en decidirse, libremente y de forma consciente, por esta opción… hemos sufrido una derrota miserable”. Al día siguiente, el sábado 5, el presidente Nixon le ordena al director de la CIA Richard Helms, que evite que el presidente electo de Chile asuma el poder en noviembre. En la reunión del Consejo de Seguridad del martes 8 se discute el alarmante informe del embajador Edward Korry. Las soluciones son dos: Plan A y Plan B (Track I y II). El primero apunta a evitar que Allende tome posesión del gobierno convenciendo al Congreso chileno que esta vez, rompiendo una larga tradición en aquel país, no confirme al ganador de las elecciones. El Plan B se refiere a un golpe militar y se pondrá en marcha pocos días después, cuando el presidente Nixon lo apruebe el 15 de setiembre.

En la reunión secreta del 8 de setiembre se encuentran presentes el Asesor de Seguridad nacional, Henry Kissinger, el fiscal general John Newton Mitchell, el almirante Moorer, Mr. William McAfee, Mr. Packard, y el director de la CIA Richard Helms, entre otros.[1] El Comité 40, creado por el presidente Nixon para este fin, había solicitado que tanto la CIA como la Embajada en Santiago hicieran todo lo posible para sacarse de encima al doctor Allende. Según Henry Kissinger, Allende, como Árbenz en Guatemala dos décadas atrás, era un peligro mayor que Fidel Castro por haber llegado a la presidencia a través del voto, lo cual serviría no sólo como ejemplo para otros países de la región sino, incluso, para Europa, como era el caso inminente de Italia.

Richard Helms es partidario de un golpe de Estado rápido. Mr. Packard es optimista de que el ejército chileno se va a decidir fácilmente por un golpe. Mr. Johnson y Mr. Meyers argumentan que, si el golpe es inmediato, los seguidores de Allende podrían salir a las calles en apoyo de su líder, por lo cual antes es conveniente cierto trabajo psicológico. En conclusión, el Comité 40 decide ordenar a la Embajada en Santiago estudiar “con sangre fría” las dos opciones: 1) un golpe de Estado en Chile con la asistencia de Estados Unidos y 2) la organización y ayuda a una oposición al gobierno de Allende.El 16 de octubre de 1970, la CIA insiste: “Es inamovible nuestro propósito de que Allende sea derrocado por un golpe de Estado… Los medios incluirán propaganda, operaciones encubiertas, desinformación, contactos personales o cualquier otra cosa que se le ocurra”. Desde Langley, Virginia, el agente principal de la CIA para Chile, David Atlee Phillips ordena que se intensifique la creación de un ambiente de inestabilidad social y económica, que se refuerce la convicción del ejército chileno para llevar a cabo el golpe de Estado “y que se les informe que le gobierno de Estados Unidos quiere una solución militar, la que será apoyada antes y después de lograda”.

El 12 de setiembre, Kissinger le comunica a Richard Helms la decisión de impedir que Allende tome posesión del cargo a cualquier precio. Más tarde, Kissinger, con su arrogancia clásica, confirma la filosofía fundacional del proyecto: “No veo por qué razón deberíamos limitarnos a ver cómo un país se convierte en comunista por la irresponsabilidad de su propia gente”. El director de la CIA, Richard Helms, le escribe a Kissinger con la solución, por cierto, nada creativa: “Un repentino desastre económico será el pretexto lógico para justificar una acción militar”. Tres días después, el martes 15, en reunión secreta con Kissinger, Helms toma nota de las palabras del presidente Nixon. Con letra apurada, escribe en forma de verso: “cualquier gasto vale la pena / ningún riesgo que pueda preocuparnos / mantener la embajada por fuera / diez millones de dólares o más si es necesario / haremos que la economía chilena grite de dolor”. El 25 de noviembre, Henry Kissinger le envía un memorándum al presidente Nixon para la actuación en Chile con el título “Acción encubierta en Chile”, en la cual resume la estrategia a seguir: “1) Fracturar la coalición de Allende; 2) Mantener y extender los contactos con el ejército chileno; 3) Proveer de ayuda a los grupos no marxistas; 4) Darle visibilidad a los diarios y los medios contrarios a Allende; 5) Apoyar a los medios como [censurado] para que inventen que Cuba y los soviéticos están detrás de su gobierno. El Comité ha aprobado las medidas de actuación de la CIA y el presupuesto necesario”.

Dos meses después, Nixon confirma el temor de la potencia hegemónica sobre los peligros del mal ejemplo entre los nativos latinoamericanos. En la reunión del Consejo de Seguridad del 6 de noviembre, luego de discutir cómo manipular el precio del cobre, el presidente dice: “No importa lo que los países verdaderamente democráticos de América Latina tengan para decir. El partido está en Argentina y Brasil”, dos dictaduras amigasNunca voy a estar de acuerdo con reducir el apoyo a los ejércitos latinoamericanos. Ellos son centros de poder sujetos a nuestra influencia. Los otros, los intelectuales, no están sujeto a nuestra influencia… Nuestra principal preocupación en Chile es la perspectiva de que Allende se consolide y proyecte su éxito al resto del mundo… Debemos ser amables y muy correctos mientras les enviamos un mensaje claro”. Al mismo tiempo que se decide estrangular la economía de Chile, Nixon ordena invertir más dinero(“put in more money”) en las dictaduras de Argentina y Brasil. A las diez de la mañana, como para que no queden dudas sobre la salud de la Doctrina Monroe y la sensibilidad racial que permea la política internacional de Washington como un viejo fantasma, Nixon sentencia: “América Latina no es Europa, con Tito y Ceausescu, con la cual no tenemos más remedio que entendernos y donde no es posible ningún cambio… Si hay alguna forma de hacer daño en Chile, ya sea usando las fuerzas de nuestro gobierno o a través de los negocios privados… Que en América Latina no quede ninguna impresión de que pueden salirse con la suyaNixon sólo se equivoca en su conclusión final, cuando ordena hacerle saber al nuevo presidente chileno, de forma privada, sobre el disgusto de Washington:“Allende no cambiará sino por su propio interés”, dice, y la reunión se disuelve.

Pero la masiva conspiración que culminará con el golpe de Estado en 1973 no había comenzado en Washington sino, como tantas otras veces, en los directorios de las poderosas empresas estadounidenses que operaban en Chile, en el desesperado llamado a una intervención estadounidense por parte de la elite criolla y en las alcobas de la vieja clase dominante. El embajador Edward Korry no sólo había discutido con el embajador de la dictadura brasileña, Antonio Cândido da Câmara Canto, el plan de abortar la inauguración de Allende como presidente; también había recibido varias veces al dueño del diario El Mercurio, Agustín Edwards Eastman, beneficiario de la CIA por muchos años y amigo personal del embajador, solicitando una intervención militar en Chile. También había recibido llamadas del gerente de la mega telefónica estadounidense ITT y del gerente de Pepsi Cola, Donald Kendall, preocupados porque las políticas del nuevo gobierno pudiesen afectar sus ventas. Poco después, Kendall visitó a Richard Nixon en la Casa Blanca. (Son viejos conocidos. Cuando Nixon perdió las elecciones con John Kennedy, Kendall lo contrató como abogado de Pepsi. Unos años después, Pepsi fue uno de los donantes más poderosos de la exitosa campaña presidencial de Nixon en 1969.) Por supuesto, Nixon atendió inmediatamente los reclamos de Kendall y de su amigo chileno en una reunión en la Casa Blanca y prometió encargarse personalmente del asunto. Agustín Edwards había pintado un futuro apocalíptico para las empresas en Chile en caso de que Allende sea confirmado como presidente. Su amigo, el embajador Korry, había echado leña al fuego: Allende podría acelerar la nacionalizar las principales compañías mineras de Chile, iniciada en el gobierno conservador de Eduardo Frei Montalva el año anterior. Las mineras son las estadounidenses Kennecott Utah Copper Company y Anaconda Copper Company, las cuales habían explotado el yacimiento de El Teniente por lo que iba del siglo.

El acoso de un país más débil, las fake news y la búsqueda de una excusa para proceder por la fuerza no son algo nuevo para la geopolítica estadounidense desde la independencia de Texas en 1836. Nueve años atrás, Salvador Allende había perdido las elecciones de 1964 con Eduardo Frei, al que la CIA había financiado con diez millones de dólares de la época, más de la mitad de todo el presupuesto de su partido.[2] Sin pruebas ni conocimiento de este hecho, Allende había concedido y Chile tuvo otros seis años de “paz y democracia”. Pero Allende y sus seguidores eran tercos y estaban decididos a jugar según las reglas de la democracia liberal. Cuando se presentan a las elecciones de 1970, el Gobierno de Estados Unidos no tenía dudas. Aunque las estadísticas de su hombre de confianza, Agustín Edwards, habían pintado un escenario optimista para el candidato de la CIA, Jorge Alessandri Rodríguez, la cosa se había puesto cada vez más difícil. El dinero enviado a Alessandri no había tenido el mismo efecto de torcer la opinión pública como en las elecciones de 1958 y 1964, en las cuales Allende había estado cerca de ganar. Tampoco el millón y medio de dólares inyectados en Teletrece y en el diario El Mercurio, campeón de la libre competencia y de la empresa privada. Agustín Edwards, el mogul de la prensa chilena, el hombre más rico de ese país y filántropo en su tiempo libre, había sido un canal de la CIA por muchos años, facilitando la operación propagandística orientada a manipular la opinión pública llamada Operation Mockingbird (Operación Sinsonte, en español, por la habilidad de ese pájaro de engañar a otros imitando su canto; en náhuatl, cenzon-tlahtol-e significa cuatrocientos cantos). Bajo la supervisión de la CIA, la Operation Mockingbird había infestado los mayores medios de prensa estadounidenses desde los años cincuenta, promoviendo todo tipo de políticas conservadoras y, sobre todo, de la extrema derecha. Esta red de filtros periodísticos, inoculación de información falsa y creación mercenaria de opinión, participó en diferentes golpes de Estados en América Latina, como el de Guatemala en 1954, impidiendo que periodistas estadounidenses considerados de izquierda se sumaran al grupo que debía reportar sobre ese país.

Ahora, la operación destinada a estrangular la economía de Chile se llama FUBELT, en referencia a “belt” (cinturón). Como lo había ordenado Nixon, la economía chilena debía gritar de dolor (la orden fue “make the economy scream”) por estrangulamiento cuidadosamente planificado. El 80 por ciento del precio del cobre es manipulado desde Wall Street (como a principios del siglo XXI, en coordinación con Arabia Saudita, Washington manipulará el precio del petróleo para desestabilizar a Venezuela, entre otras medidas de bloqueo) para castigar al “régimen” chileno. Para sumar, los bancos internacionales le cortan los créditos a Chile y, asistido por una intensa propaganda que es plantada en los principales medios y en rumores callejeros (en pocos meses, la CIA gasta casi seis millones de dólares en propaganda oculta, cuyos beneficiarios directos son los medios dominantes), el país comienza a sufrir las consecuencias que serán atribuidas al “gobierno ineficaz e irresponsable del socialista Allende”. En menos de dos años, los alimentos comienzan a escasear. No hay repuestos suficientes para los autos y camiones. Como hicieran Mohammed Mossadegh de Irán y el embajador de Guatemala ante la misma situación de acoso previo al golpe, Allende acude a la ONU para denunciar la injerencia y el complot de las transnacionales. Con el mismo resultado. Como los dos casos anteriores, como Patrice Lumumba en el Congo y como tantos otros, Allende es demonizado como un peligro comunista. Esta vez, el plan no podía fallar como en Cuba. Chile iba a ser otra Guatemala.

Pero no todo es tan fácil como en Guatemala. Como de costumbre, los expertos de la superpotencia ignoran la realidad profunda de los países en los que intervienen. Lo que Nixon, Kissinger y la CIA ignoran es que Allende no es un producto extraño y menos foráneo de la política chilena. Ignoran que, pese a las comisiones y entrenamientos de miles de oficiales en bases estadounidenses, un número crítico de militares chilenos todavía es constitucionalista y no está de acuerdo en tomar posición política, realidad que cambiará drásticamente durante y después de la dictadura de Pinochet. Ignoran que la abrumadora mayoría de los políticos chilenos, incluso muchos conservadores, tampoco está de acuerdo en subvertir las leyes para perjudicar al ganador. La nacionalización de las mineras había sido iniciada en gobiernos anteriores y su culminación no será decretada por Allende sino por el voto del Congreso chileno, el 11 de julio de 1971. Años después, una comisión investigadora del Congreso de Estados Unidos determinará que la acusación de que Allende iba a llevar a Chile al comunismo no tenía una sola fundamentación en los hechos; los documentos probatorios son inexistentes, la probabilidad es prácticamente cero. Según la comisión Church, lo que se debía esperar era que, pese a los antiguos problemas sociales, tanto Allende como el resto del sistema político chileno repitieran una larga tradición de estabilidad y respeto al orden constitucional. Lo más probable sería que, luego del injusto bloqueo económico, Allende perdiese las próximas elecciones. ¿Cómo podría un presidente imponer un sistema comunista si el ejército chileno era anticomunista?En sentido contrario a las conclusiones del congreso estadounidense, los conservadores latinoamericanos continuarán repitiendo el invento narrativo de la CIA, inoculado con millones de dólares en la prensa de casi todos los países, incluso hasta bien entrado el siglo XXI, décadas después de terminada la Guerra fría. Este fenómeno se dará más entre los latinoamericanos que entre los estadounidenses, porque los inoculados fueron y serán los latinoamericanos; los estadounidenses básicamente se mantendrán ignorantes de las acciones de su propio gobierno.

Lo que no es materia de probabilidades es que Allende nunca violó la constitución de Chile y que Washington nunca tuvo legitimidad para autoproclamarse juez y policía del mundo, imponiendo dictaduras a su alegre antojo. Luego de varios meses, y a pesar de una intensa campaña de propaganda encubierta en la prensa, la radio y televisión chilena, la CIA no logra el objetivo deseado del Plan A. Contactan a legisladores e intentan convencer al expresidente Eduardo Frei Montalva para que apoye la primera opción, el bloqueo en el congreso chileno. Frei no está de acuerdo y los legisladores terminan confirmando al ganador, Allende. Pese al asesinato del comandante en jefe, el general Schneider, el 24 de octubre de 1970 (atribuido a los partidarios de Allende, pero orquestado por la CIA debido a la oposición de Schneider a intervenir contra el presidente electo y) el Congreso chileno ratifica la designación de Allende por 153 a 24 votos, por lo cual Washington decide proceder con el Plan B.[3]

Nixon reemplaza al embajador Korry por Nathaniel Davis y al director de la CIA, Richard Helms, por James Schlesinger en procura de una mayor agresividad en la ejecución del plan. La CIA canaliza millones de dólares, esta vez no para los políticos amigos sino para crear rabia e insatisfacción popular contra el gobierno que apenas había asumido y para torcer el ejército chileno en contra del orden constitucional, alegando razones morales y patrióticas. El Plan B funcionará a la perfección. La estrategia es efectiva: continuar la guerra económica y psicológica antes de la solución final. El 21 de setiembre, el embajador Edward Korry le escribe un reporte oficial al Consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger: “No permitiremos que ni una tuerca ni un tornillo llegue a Chile mientras Allende sea presidente. Haremos todo lo que esté a nuestro alcance para condenar a Chile y a todos los chilenos a la mayor miseria que sea posible”.

Sin más demora, Nixon instruye a Henry Kissinger para que estudie un plan de acción. Kissinger levanta el teléfono y solicita colaboración a su viejo amigo, David Rockefeller, director general del banco de la familia, el Chase Manhattan Bank (luego JPMorgan Chase), y uno de los principales bancos en Chile. Nixon procede a cortar los créditos de aquel país, pero no las ayudas millonarias a la oposición. Mientras tanto, el gerente de ITT en Chile, John McCone (ex director de la CIA, dueño del 70 por ciento de las telefónicas en ese país y distinguido en 1987 por Ronald Reagan con la Medalla Presidencial de la Libertad) ya había informado de su disposición de poner un millón de dólares para desestabilizar a Allende. Su primera donación había sido de 350.000 dólares para la campaña política del rival de Allende, Jorge Alessandri, la cual había sido igualada por múltiples donaciones de otras grandes corporaciones estadounidenses en Chile. Ahora está dispuesto a redoblar la apuesta. El viejo socio de la gran empresa privada, el maldito gobierno de Washington, también.

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[1] Entre sus célebres miembros están Richard Helms (removido como director de la CIA el 2 de abril, probablemente por oponerse a un plan de asesinato del presidente electo, sugerido por Kissinger), el fiscal general John Newton Mitchell (conocido por su lema “la ley y el orden” y enviado a prisión por unos meses por el caso Watergate) y David Packard (filántropo y cofundador de Hewlett-Packard).

[2] El agente Philip Agee recordará años después que la CIA también había participado activamente en las elecciones de 1958 para asegurarse que Allende no ganara, lo cual efectivamente ocurrió. Si consideramos la inversión de dólares por habitante, la CIA invirtió más en su candidato chileno que de los candidatos a la presidencia en Estados Unidos, Johnson y Goldwater, invirtieron en las elecciones de 1964.

[3] Con el tiempo, Eduardo Frei Montalva se convertirá en uno de los pocos críticos sobrevivientes del régimen de Augusto Pinochet. Morirá en 1982 por una dosis de talio, gas mostaza o gas sarín (una especialidad del químico Eugenio Berríos, empleado de la DINA y de la nazi Colonia Dignidad) que tenía la ventaja de no dejar rastros en los cuerpos de las víctimas. Esta acusación será enfáticamente negada por los diarios de la familia Edwards, El Mercurio La Segunda. Berríos participará en la ejecución de Orlando Letelier en Washington en 1976, en coordinación con el exilio cubano de Miami, y será ejecutado en Uruguay en 1992 por orden de Pinochet y en colaboración con miembros del ejército uruguayo, como parte de la Operación Cóndor que todavía actuaba en el nuevo periodo democrático en el Cono Sur y quería asegurar el silencio de algunos testigos.