¿Es la verdad antipatriota?

¿Es la verdad antipatriota?

En un discurso en el National Archives Museum, el presidente Donald Trump propuso la creación de la Comisión 1776 para crear un programa de educación más “pro-estadounidense” al tiempo que advertía de “un movimiento radical” que ha surgido de “décadas de indoctrinación izquierdista en las escuelas y en las universidades” que hace que los estudiantes “sientan vergüenza por su propia historia”. 

Algo así como que un presidente ruso o un canciller alemán reclame que los jóvenes de su país no se avergüencen de los crímenes de su historia. Claro que aquí hay otra trampa lingüística que decide el marco del debate. No son “los crímenes de su propia historia” sino “los crímenes de la historia de su país”. De hecho, no somos responsables por las matanzas de indios, de negros, de mexicanos y de los habitantes de todos aquellos paises tropicales donde la “raza superior” (sic) desembarcó con sus marines para imponer sangrientas dictaduras en nombre de la libertad. La estrategia lingüística y simbólica de quienes se creen dueños de los países consiste en identificar sus ideas con toda una nación. Una parte de esta estratégica confusión radica en incluir a los ciudadanos de hoy en ese “we” (nosotros) cuando se habla de una intervención que ocurrió hace cien años en Filipinas o unos años atrás en Afganistán sin siquiera haber participado en la decisión de las ejecusiones y los bombardeos. No somos responsables de algo que nunca aprobamos; somos responsables de nuestra respuesta ante las peores verdades del pasado y del presente. Pero esa es la trampa: si los ciudadanos se sienten responsables de algo que no cometieron, la mayoría lo defenderá a muerte y la historia se repetirá. No por casualidad, el ardiente debate en Estados Unidos continúa estancado en la Guerra Civil de 1861.  

Los llamados a controlar la libertad académica son viejos. Una década atrás, los senadores conservadores de los estados del sur, partidarios de la Teoría de la Creación en siete días, como forma de “balancear” el creciente dominio de la Teoría de la Evolución quisieron obligar a las universidades a enseñar “hechos, no teorías”. En sólo tres palabras demostraron el grado de brutalidad intelectual al que suelen llegar los hombres en el poder. Luego hubo otras propuestas para “balancear” la cantidad de profesores liberales (de izquierda) con los profesores conservadores (de derecha). 

Naturalmente, este es un lugar común de aquellos que se llenan la boca con la democracia y la libertad, pero odian la democracia y la libertad cuando son reclamadas por otros. El modelo del presidente Trump es el presidente Andrew Jackson (“el hombre menos preparado que he conocido en mi vida, sin ningún respeto por alguna ley o por la constitución”, según Thomas Jefferson). Jackson, conocido como Mata Indios, fue célebre por robarle los territorios a las naciones indígenas para expandir la esclavitud hacia el oeste y entregarle las nuevas tierras a sus granjeros blancos, que eran, según él, “los verdaderos amigos de la libertad”. 

Por las mismas razones y por la misma cultura, quienes ahora se quejan de la “indoctrinación de la izquierda” en las escuelas y las universidades nunca vieron nada de malo en la indoctrinación sistemática de la derecha que logró imponer falsedades y mitos históricos, como el Destino manifiesto, que persisten luego de años, décadas y siglos. 

En algo tienen razón. El número de profesores progresistas en las universidades, en casi todo el mundo, es claramente superior al de profesores conservadores. Pero lo mismo ocurre en el ámbito cultural fuera de las universidades. Esto no es difícil de explicar. Desde el Renacimiento, los intelectuales comenzaron a oponerse y a criticar al poder. Cuando veas a la gente de la cultura de un lado del espectro ideológico o político, mira hacia el otro para saber dónde está el poder social, aquellos que manejan los capitales, los grandes medios y los ejércitos; aquellos que tienen el poder de contratar y despedir a miles de trabajadores a su antojo. 

Aparte, hay otras razones más obvias. Quienes aman el dinero no tienen a pobres fracasados como Leonardo da Vinci, Albert Einstein o Charles Bukowski como modelos. Los genios no son influencers en un mundo de valores impuestos por la ideología del capital y de la cantidad de cualquier cosa (subscribers, Lamborghinis). Si alguien ama el lujo y le gusta presumir de su bonitas tetas en una playa de Miami o desde su lujoso apartamento de Punta del Este, seguramente no se dedicará diez horas al día a estudiar la Teoría estadística‎. Si alguien sueña con los autos caros o con el poder que emana de una espaciosa oficina ejecutiva, seguramente no se dedicará a la docencia. Si alguien ama el dinero, el prestigio político y social que emana de él y la sonrisa de jovencitas que buscan trabajo para sobrevivir, difícilmente se dedicará a escribir una novela, una investigación sobre la historia de Guatemala o un artículo sobre la dinámica de los fluidos. 

Luego, a la modesta búsqueda de las verdades inconvenientes llaman “propaganda de la izquierda” o “indoctrinación marxista”. La propaganda de la derecha es tan abrumadora que no se ve, como no se ve el aire. Nada o poco se dice de las multimillonarias inversiones en publicidad y en noticias falsas que los lobbies y las compañías invierten, por ejemplo, para propagar teorías y rumores sin base científica, para negar el cambio climático o para destrozar programas de salud públicos. 

La demonización de los críticos es parte de la estrategia propagandística de los dueños del poder y del dinero, algo que quedó demostrado muchas veces, por ejemplo, por la Comisión Church del Senado de Estados Unidos en los años 70: la CIA invirtió cifras millonarias en organizar “protestas populares” y en plantar artículos en los diarios de Estados Unidos y de América Latina para influir en las opinión pública. Gracias a esta ingeniería, millones de personas libres continúan repitiendo, con fanatismo, ideas diseñadas por la Agencia décadas atrás. Esta multimillonaria inversión en los medios y en la cultura con propósitos políticos e ideológicos continua, aunque generando menos documentos secretos y con mucho más millones de dólares que antes. 

Hace pocos días, estudiando la Guerra hispano-estadounidense, comencé por preguntarle a mis estudiantes qué sabían de esta guerra y (asumo total honestidad de su parte) me respondieron, como única respuesta, que todo había comenzado con el hundimiento del USS Maine en La Habana en 1898 por parte de los españoles. Este mito (en flagrante contradicción con los reportes de los mismos sobrevivientes, descartado por diferentes investigaciones y pese al reconocimiento de que todo fue una fabricación del New York Journal y del New York World para vender más diarios) continúa vivo. El mito patriótico es más real que la realidad y la verdad es antipatriótica. 

Esos mismos señores y señoras, que aman tanto el poder y el dinero y suelen estar en contra de la intervención del gobierno (del Estado) en la vida pública, son los primeros en meter al gobierno para regular todas aquellas verdades que no les conviene, interviniendo en la educación y en cualquier investigación libre e independiente. A esta independencia, el presidente llamó “abuso infantil”. En las universidades trabajamos con jóvenes adultos y a eso le llaman indoctrinación. En las sectas y en las iglesias de todo tipo trabajan con niños inocentes y a nadie se les ocurre intervenir ante ese tipo de indoctrinación y menos llamarlo “abuso infantil”. 

La sola idea de que un presidente se crea con la potestad de establecer qué deben enseñar las escuelas y qué deben investigar los profesores en las universidades es primitiva y facista. ¿Es la mentira o son las verdades controladas más patrióticas que la verdad cruda? ¿No será que hay algo de libertad en la verdad, por horrible que sea, y es esto lo que tanto preocupa al poder?

JM, september 2020

http://www.tlaxcala-int.org/article.asp?reference=29635

https://www.alainet.org/es/articulo/208959

https://www.pagina12.com.ar/296165-es-la-verdad-antipatriota

Is the truth unpatriotic?

In a speech at the National Archives Museum, President Donald Trump proposed the creation of the 1776 Commission to promote a more “pro-American” education program while warning of “a radical movement” that has grown out of “decades of indoctrination” of leftists in schools and universities “that makes students feel ashamed of their own history.”

To illustrate, imagine a German chancellor demanding that the young people of their country should not be ashamed of the crimes of their history. Of course, here is another linguistic trap that decides the frame of the debate. They are not “the crimes of their own history,” but “the crimes of their country’s history.” In fact, we are not responsible for the massacres of Native Americans, Blacks, Mexicans, and the inhabitants of all those tropical countries where the “superior race” (sic) landed with their marines to impose bloody dictatorships in the name of freedom. Those who believe themselves to be the owners of their country will use the linguistic and symbolic strategy of identifying their own ideas with an entire nation. A part of this strategic confusion lies in including the citizens of today in that “we” when talking about an intervention that occurred a hundred years ago in the Philippines or a few years ago in Afghanistan without even having participated in the decision of the executions and bombings. We are not responsible for something we never approved of; we are responsible for our reply to the worst truths of the past and present. But that is the catch: if citizens feel responsible for something they did not do, the majority will defend it to the death and history will repeat itself. Not coincidentally, the fiery debate in the United States continues to stall in the Civil War of 1861.

The calls to control academic freedom are old. A decade ago, conservative senators from the southern states – supporters of the Creation Theory in Seven Days as a way to “balance” the growing dominance of the Theory of Evolution – wanted to force universities to teach “facts not theories.” In just three words they demonstrated the degree of intellectual brutality that men in power tend to reach, even extending to proposals to “balance” the number of liberal teachers (from the left) with conservative teachers (from the right).

Naturally, this is commonplace of those who give lip service to democracy and freedom but hate democracy and freedom when claimed by others. The model for President Trump is President Andrew Jackson (“the least prepared man I have ever met in my life, with no respect for any law or the constitution,” according to Thomas Jefferson). Jackson, known as Indian Killer, was famous for stealing territories from indigenous nations to spread slavery westward and give the new lands to his white farmers, who were, according to him, “the true friends of freedom.”

For the same reasons, those who now complain about the “indoctrination of the left” in schools and universities never saw anything wrong with the indoctrination of the right that succeeded in imposing falsehoods and historical myths, such as the Manifest Destiny, which persist after decades and centuries.

They are right about something. The number of progressive professors in universities, almost everywhere in the world, is clearly higher than that of conservative professors. However, the same thing happens in the cultural sphere outside the universities. This is not difficult to explain. Since the Renaissance, intellectuals began to oppose and criticize power. When you see the people of culture on one side of the ideological or political spectrum, look to the other side to find out where the industrial power lies; with those who run the capital, the big media, the armies, and who have the power to hire and fire thousands of workers at will.

Besides, there are other more obvious reasons for this divide. Those who love money do not have poor losers like Leonardo da Vinci, Albert Einstein or Charles Bukowski as role models. Geniuses are not influencers in a world of values imposed by the ideology of capital and the quantity of anything (ie., Subscribers, Lamborghinis). If someone loves luxury and likes to show off their nice tits on a Miami beach or from their luxurious apartment in Punta del Este, they will surely not spend ten hours a day studying Statistical Theory. If someone dreams of expensive cars or the power that emanates from a spacious executive office, surely they will not dedicate themselves to teaching. If someone loves money, the political and social prestige that emanates from it and the smile of young women looking for work to survive, they will hardly dedicate themselves to writing an investigation on the history of Guatemala or an article on the dynamics of fluids.

Additionally, sits the modest search for inconvenient truths they call “propaganda of the left” or “Marxist indoctrination.” The propaganda of the right is so overwhelming that it is not seen, as the air is not seen. Little is said about the multimillion-dollar investments in advertising and fake news that companies may use to spread theories and rumors without a scientific basis. For example, to deny climate change or to destroy public health programs.

The demonization of critics is part of the propaganda strategy of those with power and money, demonstrated many times, for example, by the Church Commission of the United States Senate in the 70s. The CIA invested millions of dollars to organize “popular protests” and planted fake articles in the newspapers of the United States and Latin America to influence public opinion. Thanks to this engineering, millions of free people continue to repeat, with fanaticism, ideas designed by the Agency decades ago. This multi-million-dollar investment in media and culture for political and ideological purposes continues, although generating fewer secret documents and with much more millions of dollars than before.

A few days ago while studying the Spanish-American War, I began by asking my students what they knew about this war. (I assume total honesty on their part.) They responded, as the only answer, that everything had begun with the sinking of the USS Maine in La Havana in 1898 by the Spanish. Despite the flagrant contradiction with the reports of the survivors themselves, which were discarded by different investigations, and despite the recognition that it was all a fabrication of the New York Journal and the New York World to sell more newspapers, this myth continues to live as the only truth. The patriotic myth is more real than reality and the truth is unpatriotic.

Those same ladies and gentlemen, who love power and money are usually against the intervention of the government (the State) in public life, are the first to bring the government to regulate all those truths that do not suit them, intervening in education and in any free and independent research. This independence, the president called “child abuse.” In universities, we work with young adults and they call that indoctrination. In sects and churches of all kinds they work with innocent children and it does not occur to anyone to intervene in the face of this type of indoctrination, much less call it “child abuse”.

The very idea that a president has the power to establish what schools should teach and what professors should investigate in universities is primitive and fascist. Is the controlled truth more patriotic than raw truth? Could it be that there is some freedom in the truth, however horrible it may be, and this is what worries power so much?

Jorge Majfud, setiembre 2020

La verità è forse antipatriottica?

di Jorge Majfud

Propongo di seguito la versione integrale, da me tradotta in italiano, di un interessante articolo a firma di Jorge Majfud. Non sfuggirà come i punti cardinali dell’analisi siano rilevanti ben al di là della specifica realtà statunitense alla quale l’autore si riferisce. Al fondo riporto il link all’originale.

* * *

In un suo discorso al National Archives Museum, il presidente Donald Trump propose la creazione della 1776 Commission allo scopo di dar vita ad un programma educativo maggiormente “pro-statunitense”, denunciando “un movimento radicale” frutto di “decenni di indottrinamento da parte della sinistra nelle scuole e nelle univeristà” che «induce gli studenti a vergognarsi della propria storia”. 

Per dare un’idea, s’immagini un cancelliere tedesco che chieda che i giovani del suo paese non si vergognino dei crimini inscritti nella loro storia. Siamo qui in presenza, evidentemente, di un’altra trappola linguistica volta a disegnare la cornice stessa del dibattito. Non si tratta dei “crimini della propria storia”, quanto piuttosto dei “crimini della storia del proprio paese”. Difatti, non siamo responsabili dello sterminio di indiani, negri, messicani e degli abitanti di tutti quei paesi tropicali in cui la «razza superiore» (sic!) sbarcò con i suoi marins per imporre sanguinarie dittature in nome della libertà. Coloro i quali si ritengono padroni dei propri paesi useranno, quale strategia linguistica e simbolica, l’identificare delle loro idee con quelle dell’intera nazione. Parlando di un intervento che ha avuto luogo cent’anni fa nelle Filippine o qualche anno addietro in Afghanistan, parte di questa confusione strategica consiste nell’includere i cittadini d’oggi nel “noi”, senza però che questi abbiano in alcun modo preso parte alla decisione di esecuzioni e bombardamenti. Non siamo responsabili di qualcosa alla cui approvazione non abbiamo mai preso parte; siamo responsabili di come rispondiamo alle peggiori verità del passato e del presente. E qui sta la trappola: se i cittadini si sentono responsabili di qualcosa che non hanno commesso, la maggioranza lo difenderà fino alla morte e la storia si ripeterà. Non a caso, l’ardente dibattitto negli Stati Uniti persiste incagliato alla Guerra Civile del 1861.

Coloro i quali dovrebbero garantire la libertà accademica sono vecchi. Un decennio fa, i senatori conservatori degli stati del sud – partitari della Teoria della Creazione in sette giorni quale via per “bilanciare” il crescente dominio della Teoria dell’Evoluzione – vollero obbligare le università a insegnare “fatti, non teorie”. In appena tre parole diedero prova del grado di barbarie intellettuale al quale sono soliti approdare gli uomini di potere, avanzando poi proposte volte a «bilanciare» il numero dei professori liberali (di sinistra) con docenti conservatori (di destra).

Naturalmente, questo è il luogo comune di quanti si riempiono la bocca con democrazia e libertà, odiando però tanto la democrazia quanto la libertà quando a reclamarle sono altri. Il modello del presidente Trump è il presidente Andrew Jackson (“l’uomo meno preparato che ho conosciuto in tutta la mia vita, senza nessun rispetto per la legge o la costituzione”, secondo Thomas Jefferson). Jackson, noto come Indian Killer, deve la sua celebrità al fatto di aver sottratto i territori agli indigeni per espandere la schiavitù verso ovest e consegnare le nuove terre ai suoi fattori bianchi, i quali erano, a detta sua, “i veri amici della libertà”.

Per le stesse ragioni, quanti ora si lamentano dell’“indottrinamento di sinistra” nelle scuole e nelle università, non trovarono nulla di male in quell’indottrinamento sistematico di destra a cui si deve l’imposizione di falsità e miti storici che, come il Manifest Destiny, durano da decenni e secoli.

Su di un punto, però, hanno ragione. Nelle università di quasi tutto il mondo, il numero di professori progressisti è chiaramente superiore a quello dei professori conservatori. Né avviene diversamente in ambito culturale fuori dalle università. Ciò che non è difficile da spiegare. Sin dal Rinascimento, gli intellettuali si opposero e criticarono il potere. Quando, da un lato dello spettro ideologico o politico, vedi gli esponenti del mondo della cultura, guarda dalla parte opposta per trovare il potere industriale; coloro che controllano i capitali, i media e gli eserciti e che hanno il potere di assumere e licenziare arbitrariamente migliaia di lavori.

Alla radice di questa separazione vi sono poi altre più ovvie ragioni. Chi ama il denaro non erige di certo a modello dei poveri falliti come Leonardo da Vinci, Albert Einstein o Charles Bukowski. I geni non diventano influencers in un mondo dominato dai valori imposti dall’ideologia del capitale e della quantità (quantità di subscribers, Lamborghini…). Chi ama il lusso, chi adora far bella mostra delle sue belle tette in qualche spiaggia di Miami o dal suo lussuoso appartamento a Punta del Este, di certo non dedicherà dieci ore tutti i giorni a studiare statistica. Chi vagheggia auto di lusso o ambisce al potere che esprime uno spazioso ufficio dirigenziale, di certo non farà l’insegnante. Chi ama il denaro, il prestigio politico e sociale che da questo emana ed il sorriso di ragazzine in cerca di lavoro per sopravvivere, difficilmente si dedicherà a scrivere un romanzo, un saggio sulla storia del Guatemala o un articolo sulla dinamica dei fluidi.

La modesta ricerca di verità scomode viene tacciata di “propaganda di sinistra” o “indottrinamento marxista”. La propaganda di destra è a tal punto penetrante che, al pari dell’aria, nemmeno si vede. Poco o nulla viene detto a proposito degli investimenti multimilionari in pubblicità e fake news che le lobbies dispongono, per esempio, al fine di diffondere teorie e voci sprovviste della benché minima base scientifica, per negare la realtà del cambio climatico o per fare a pezzi programmi di salute pubblica.

La demonizzazione dei critici fa parte della strategia di propaganda dei padroni del potere e del denaro, cosa più volte dimostrata dai fatti, come per esempio la Church Commission del Senato degli Stati Uniti negli anni ’70: la CIA investì milioni di dollari per organizzare “proteste popolari” e per riempire i giornali degli Stati Uniti e dell’America Latina di articoli finalizzati ad influenzare l’opinione pubblica. Grazie a siffatta ingegneria, milioni di persone libere continuano a ripetere, fanaticamente, idee disegnate dall’Agency decenni prima. L’investimento multimilionario in comunicazione e cultura a fini politici ed ideologici continua, pur generando meno documenti segreti e con molti più milioni di dollari di prima.

Pochi giorni fa, studiando la Guerra ispano-statunitense, ho preso a chiedere ai miei studenti cosa sapessero di detta guerra; ho ottenuto come unica risposta (non metto in dubbio la loro totale onestà) che tutto cominciò con l’affondamento dell’USS Maine a La Habana nel 1898 ad opera degli spagnoli. Nonostante la flagrante contraddizione con le testimonianze degli stessi sopravvissuti, scartate da varie ricerche, e nonostante il riconoscimento del fatto che si trattò di una macchinazione del New York Journal e del New York World per vendere più copie dei rispettivi giornali, questo mito continua ad essere l’unica verità ammessa. Il mito patriottico è più reale della realtà e la verità è antipatriottica.

Quegli stessi signori e signore che tanto amano il potere e il denaro e sono soliti opporsi all’intervento del governo (dello Stato) nella vita pubblica, sono poi i primi a tirare in ballo il governo quando si tratta di regolare le verità per loro sconvenienti, intervenendo nell’educazione ed in qualunque linea di ricerca libera ed indipendente. Il presidente chiamò quest’indipendenza “abuso infantile”. Nelle università lavoriamo con giovani adulti e a ciò essi danno il nome di indottrinamento. Nelle sette e nelle chiese d’ogni tipo lavorano con bambini innocenti e a nessuno viene in mente di intervenire dinanzi a questo genere di indottrinamento e ancor meno di definirlo “abuso infantile”.

L’idea stessa che un presidente creda di avere il potere di stabilire cosa deve essere insegnato nelle scuole e cosa deve essere oggetto di ricerca da parte dei professori nelle università è primitiva e fascista. Forse che le menzogne o le verità controllate sono più patriottiche della cruda verità? Non sarà che c’è della libertà nella verità, per orribile che sia, e che è proprio questo ciò che il potere tanto teme?

https://www.orizzonteatlantico.it/majfud-verita-antipatriottica

États-Unis. La vérité est-elle antipatriotique?

Jorge Majfud

lundi 28 septembre 2020, mis en ligne par Françoise Couëdel

18 septembre 2020.

Dans un discours prononcé au Musée des Archives nationales, le président Donald Trump a proposé la création de la Commission 1776 pour définir un programme d’éducation d’orientation «pro-états-unienne» en même temps qu’il dénonçait un «mouvement radical» forgé par des décennies d’endoctrinement gauchisant dans les écoles et dans les universités qui fait que les étudiants «ont honte de leur propre histoire».

En quelque sorte, c’est comme si un président russe ou un chancelier allemand réclamait que la jeunesse de son pays n’ait pas honte des crimes de son histoire. Il y a là un autre piège linguistique qui définit le cadre du débat. Ce ne sont pas «les crimes de leur propre histoire» mais «les crimes de l’histoire de leur pays». De fait, nous ne sommes pas responsables de l’extermination des Indiens, des noirs, des Mexicains et des habitants de tous ces pays tropicaux où la «race supérieure» (sic) a débarqué avec sa flotte pour imposer de sanglantes dictatures au nom de la liberté. La stratégie linguistique et symbolique de ceux qui se croient maîtres de leur pays consiste à imposer leurs idées à toute une nation. Une part de cette confusion stratégique consiste à inclure les citoyens d’aujourd’hui dans le «we» (nous) quand il s’agit d’une intervention qui a eu lieu, il y cent ans, aux Philippines ou, il y a quelques années, en Afghanistan, sans qu’ils aient même participé aux exécutions et aux bombardements. Nous ne sommes pas responsables d’actes que nous n’avons jamais approuvés; nous sommes responsables de notre positionnement face aux pires vérités du passé et du présent. Mais c’est là le piège : si les citoyens se sentent responsables d’une chose qu’ils n’ont pas commise, la majorité la défendra à mort et l’histoire se répètera. Ce n’est pas un hasard si, aux États-Unis, le débat acharné sur la Guerre civile de 1861 est toujours éludé.

Ceux qui sont appelés à contrôler la liberté académique sont vieux. Il y a une décennie les sénateurs conservateurs des États du sud, partisans de la théorie créationniste, de la Création en sept jours, comme manière de «contredire» l’acceptation de plus en plus répandue de la Théorie de l’évolution, ont voulu obliger les universités à enseigner des «faits et non des théories». Par ces seuls trois mots ils ont manifesté un niveau de brutalité intellectuelle auquel seuls les hommes au pouvoir peuvent parvenir. D’autres propositions ont été faites ensuite destinées à «équilibrer» le nombre de professeurs libéraux (de gauche) et de professeurs conservateurs (de droite).

Naturellement, c’est le lieu commun de ceux qui se gargarisent des mots de démocratie et de liberté, mais haïssent la démocratie et la liberté quand ce sont les autres qui les réclament. Le modèle de référence du président Trump est le président Andrew Jackson («l’homme le moins éduqué que j’ai connu dans ma vie, sans aucun respect pour aucune loi ou pour la Constitution» a dit Thomas Jefferson). Jackson connu comme le Tueur d’indiens, s’est rendu célèbre pour avoir volé leurs territoires aux nations indiennes, pour étendre l’esclavage vers l’ouest et donné ces nouvelles terres aux paysans blancs, qui étaient, selon lui, «les vrais amis de la liberté».

Pour les mêmes raisons et selon la même culture ceux qui se plaignent de «l’endoctrinement par la gauche» dans les écoles et les universités n’ont jamais considéré néfaste l’endoctrinement par la droite qui a réussi à imposer des mensonges et des mythes historiques, comme celui du Destin manifeste, qui persistent après des années, des décennies, des siècles.

Ils ont en partie raison. Le nombre de professeurs progressistes dans les universités, presque partout dans le monde, est nettement supérieur à celui des professeurs conservateurs. Mais la même chose se produit dans le domaine de la culture en dehors des universités. Cela s’explique aisément. Dès la Renaissance, les intellectuels ont commencé à s’opposer au pouvoir et à le critiquer. Quand on considère les gens de la culture d’un côté du spectre idéologique ou politique, et si on regarde de l’autre côté pour savoir où est le pouvoir social, on y trouve ceux qui ont entre leurs mains le capital, les grands medias, et les forces armées, ceux qui ont le pouvoir d’embaucher et de licencier à leur guise des milliers de travailleurs.

En outre, il y a des raisons plus évidentes. Ceux qui aiment l’argent n’ont pas pour modèles de pauvres ratés comme Léonard de Vinci, Albert Einstein ou Charles Bukowski. Les génies ne sont pas des influenceurs dans un monde de valeurs imposées par l’idéologie du capital et l’accumulation de n’importe quel bien (adeptes de Lamborghini). Si un homme aime le luxe et qu’il lui plait de frimer en compagnie d’une paire de beaux seins sur une plage de Miami ou avec son luxueux appartement de Punta del Este, il ne consacrera certainement pas dix heures à étudier la théorie statistique. Si quelqu’un rêve de belles voitures ou du pouvoir que lui confère un bureau spacieux de chef d’entreprise il ne se consacrera certainement pas à l’enseignement. Si un homme qui aime l’argent, le prestige politique et social qu’il lui confère, le sourire des jeunes filles en fleur qui cherchent du travail pour survivre, il y a peu de chance qu’il se consacre à écrire un roman, une étude sur l’histoire du Guatemala ou un article sur la dynamique des fluides.

Par ailleurs, ils appellent «propagande de gauche» ou «endoctrinement marxiste» la simple recherche des vérités dissidentes. La propagande de droite est si ennuyeuse qu’elle est invisible, tout comme l’air est invisible. On parle peu ou très peu des millions et des millions investis dans la publicité et dans de fausses informations que les lobbys consacrent, par exemple, à propager des théories ou des rumeurs sans base scientifique, à nier le changement climatique ou à annuler des programmes de santé publique.

La diabolisation des critiques fait partie de la stratégie de propagande des détenteurs du pouvoir et de l’argent, ce qui a été démontré à maintes reprises, par exemple, par la Commission Church du sénat des États-Unis dans les années 70 : la CIA a investi des millions pour organiser des «manifestations populaires» et imposer des articles dans les quotidiens des États-Unis et d’Amérique latine pour influencer l’opinion publique. Grâce à cette ingénierie, des millions de personnes libres continuent à répéter, avec fanatisme, des idées conçues par l’Agence il y a des décennies. Cet investissement de plusieurs millions dans les medias et la culture à des fins politiques et idéologiques se poursuit, bien qu’elle produise moins de documents secrets et dépense beaucoup moins de millions de dollars qu’avant.

Il y a quelque temps, alors que j’enseignais la Guerre hispano-étatsunienne, j’ai commencé par demander à mes étudiants ce qu’ils savaient de cette guerre, (je reconnais une honnêteté totale de leur part) ils m’ont donné comme unique réponse que tout avait commencé avec l’explosion de l’USS Maine à La Havane, en 1898, perpétrée par les Espagnols. Ce mythe (en contradiction flagrante avec les récits des survivants eux-mêmes, rejeté par les chercheurs et en dépit de la reconnaissance de ce que tout avait été une fabrication du New York Journal et du New York Post pour vendre plus de journaux) circule toujours. Le mythe patriotique est plus réel que la réalité et la vérité.

Ces mêmes messieurs et dames, qui aiment tellement le pouvoir et l’argent et qui sont généralement opposés à l’intervention du gouvernement (de l’État) dans la vie publique sont les premiers à en appeler au gouvernement pour qu’il contrôle ces vérités qui ne leur conviennent pas, en intervenant dans l’éducation et dans toute recherche libre et indépendante. Cette indépendance, le président l’a appelé «abus sur des enfants». Dans les universités nous travaillons avec de jeunes adultes et eux appellent ça endoctrinement. Les sectes et les églises de tout type s’adressent à des enfants innocents et personne n’a l’idée d’intervenir dans ce type d’endoctrinement et encore moins de l’appeler «abus sur des enfants».

La seule idée qu’un président s’imagine doté du pouvoir d’établir ce qui doit être enseigné dans les écoles et sur quoi doivent porter les recherches des professeurs d’université est primaire et fasciste. Le mensonge ou les vérités contrôlées sont-ils plus patriotiques que la vérité pure? N’y aurait-il pas une part de liberté dans la vérité, aussi horrible soit-elle, et n’est-ce pas là ce qui préoccupe tellement le pouvoir?


Jorge Majfud est un écrivain uruguayen et états-unien, auteur de Crisis y otras novelas.

Traduction française de Françoise Couëdel.

http://www.alterinfos.org/spip.php?article8712

Source (espagnol) : https://www.alainet.org/es/articulo/208959.

2 comentarios en “¿Es la verdad antipatriota?

  1. El valor que tiene su análisis,Jorge, entre lo que ocurre día a día, y la separación entre el interés amenazado y la objetividad científica es una tarea realmente académica, no exenta de peligros, desdeñados por la propia nobleza suya.Si, lo más importante es la verdad, pero esta, cuando aparece en nuestra mente, no trae con su luz, el valor de aceptarle. Cuando los intereses tienen otro eje,eso deja de importar. Filósofo quiere decir amante de la verdad,¿ Porque, los gánsteres tienen más poder que ellos? ¿ Es una fatalidad? Gracias otra vez por su lucha en aceptar ese » desafío candente en la conciencia de los hombres» Nadie puede ser ruin ni malvado sin pérdida segura y daño cierto, decía Epicteto. Van al encuentro de lo que huyen, es decir la ruina. Pero la gente, si se identifica con el poder y la riqueza, no es mejor que ellos, y por eso la academia, debe al menos advertir el peligro, pues el único daño verdadero es el que cada uno se hace a sí mismo El cristianismo( nada que ver con el catolismo ) hace 2000 años dice en vano que las riquezas y el poder pervierten irremediablemente pero pocos lo creen

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    • gracias, che.
      el protestantismo es aún más raducal en su amor por el dinero–y como signo de salvacion, como si Jesus nunca hubiese dicho nada sobre las riquezas materiales.

      los antiguos griegos, siempre tienen algo oportuno para decir.

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