la Cultura del Odio

El lenguaje de los tambores


Qué se oculta detrás de la Cultura del Odio?

 

 

Empecemos por lo más fácil: no hay “Choque de Civilizaciones” sino choque de intereses. Pero como nos muestra repetidas veces la historia, los peores opresores suelen ser los mismos oprimidos: los negros esclavos eran castigados sin piedad por otros esclavos elevados un miserable escalón en la escala de opresiones. A modo ilustrativo bastaría con leer la Autobiografía de un esclavo (1835) del cubano Juan Manzano; o el desprecio y la vergüenza que algunos indígenas descargan sobre sus propios hermanos en América Latina; o el desdén de muchos “hispanos naturalizados” en Estados Unidos por los nuevos inmigrantes con caras de pobres, etc.

El mismo mecanismo perverso se reproduce a una escala mayor y más profunda: las culturas de distinto color son ahora vistas como enemigas, como incompatibles formas de vivir, hasta el extremo de matarse por esas falsas banderas y contraseñas. Estas murallas se derrumbarían con un par de observaciones de una lista casi infinita: si la historia registra, obsesivamente, el recuerdo de guerras entre pueblos, registra también, sin tanto ruido, memorias y olvidos más vastos de cristianos, judíos y musulmanes conviviendo en una misma ciudad, colaborando la mayor parte de las veces en el comercio y en la cultura. Lo mismo podríamos decir de Nueva York: si las diferencias culturales fuesen insalvables, Manhattan debería ser un área más conflictiva que Bagdad o Jerusalén, ya que allí conviven decanas de diferentes etnias y lenguas.

Pero nos han vendido el cuento del Choque de civilizaciones y lo consumimos con el ardor de verdaderos adictos. Todo tiene un Por qué, el cual es diariamente evitado con discursos políticos y mediáticos sobre el mejor Cómo.

Para mi escaso entendimiento humano, el Por qué no es tan difícil de percibir. Como lo he desarrollado en otros espacios, esa lucha se libra en el “centro” de la cultura occidental, que es la cultura que ha encabezado los cambios históricos de los últimos siglos.

Vamos por parte. El breve y agonizante período histórico llamado Posmodernidad ha sido, a mi juicio, el resultado de un lógico antagonismo. Fue la consecuencia de la Modernidad, claro, pero no sólo por el rechazo a los valores de ésta (razón, abstracción, eurocentrismo, etc.) sino porque también el sector izquierdo de esta Posmodernidad radicalizó los mismos valores que había promovido la Modernidad y el humanismo contra la mentalidad escolástica: en resumen, la rebelión del individuo, primero, y de la llamada “masa” después. Las reivindicaciones de los actores periféricos no son una reacción contra la Modernidad sino una radicalización de ésta. Claro que podemos ver estos cambios como consecuencias de la (post)industrialización. Pero aún así se deben a una realidad cultural más vasta llamada Modernidad.

En definitiva, entiendo que la energía que se radicaliza en los últimos quinientos años es la que conduce al cuestionamiento de la autoridad (política, eclesiástica, sexual, cultural, colonial). Casi todo el pensamiento del siglo XX y de nuestro siglo se resume en una lucha sin tregua contra el poder económico e ideológico.

En su traducción política, esta radicalización de la Modernidad lleva a sustituir, irremediablemente, las viejas estructuras de poder que conquistaron y luego secuestraron términos y valores llamados “libertad”, “democracia”, “justicia”, etc. Estos valores han sido convertidos en ídolos con el fin de revertir un lento proceso revolucionario —la democracia progresiva— en un orden conservador: la democracia representativa.

La caída del antiguo bloque comunista dejó al centro conservador de occidente sin antagónico. Esto, a pesar del breve efecto propagandístico, no fue un triunfo de ese centro sino una derrota relativa. La caída simbólica de un muro célebre radicalizaba el mismo proceso de desobediencia civil y dejaba a las cúpulas del poder sin enemigo a la vista. Los viejos guerrilleros islámicos vinieron a ocupar el sillón vacante.

En el orden institucional, esta lucha entre los dos proyectos de Occidente se traduce en una lucha del viejo sistema de Democracia Representativa contra el siguiente estado de la historia: la Democracia Radical. Este nuevo orden es el tabú político, es el verdadero enemigo de los conservadores del viejo sistema “representativo”.

La reacción buscará, entonces, moralizar usando peones, imponiendo “el bien y la justicia” por la fuerza (Superman), luchando contra “los chicos malos” (El pato Donald) sin eliminarlos del todo. Así también los antiguos opresores se valían del esclavo negro para azotar a sus hermanos en nombre del Orden, la Paz y la Religión.

Aunque más lejanas, las sociedades islámicas se dirigen hacia este mismo estado de desobediencia social. No obstante, tanto los conservadores islámicos como los noroccidentales colaboran entre sí alimentando el antagonismo por la fuerza del miedo. El mido de nuestras sociedades a perder unos determinados “valores occidentales” nos lleva a perderlos, si consideramos que la característica de Occidente en los últimos siglos ha sido una progresiva democratización, una progresiva rebeldía y liberación de los sectores oprimidos. Al renunciar a esta exigencia de libertad, Occidente se suma al Oriente islámico y al extremo Oriente, en un modelo conservador de sociedad, con códigos morales y sexuales más propios de la Edad Media que del llamado Occidente moderno.

Parte de este discurso es repetir que la “cultura islámica es incapaz de progreso”. ¿Olvidan que gran parte del progreso occidental se inició con los progresistas islámicos, cuando Europa era aún más teocrática de lo que hoy es el mismo Irán? Para no recordar que la culta Alemania de hace apenas medio siglo, con sus millones de masacrados, no era precisamente un buen ejemplo de progreso. Para no seguir con ejemplos más recientes en España, Viet Nam, Argentina… Sin embargo Europa ha cambiado de la teocracia a la llamada “democracia” occidental. ¿Estaba, entonces, el cristianismo, incapacitado para cualquier progreso? ¿Por qué se niega siempre la capacidad humana del cambio, de progreso, a los demás?

La madre de todas las guerras no es la del centro contra la periferia, sino —como en el ajedrez— de la lucha por el centro. Para ello, una de las fracciones en el centro deberá mantener en jaque permanente al resto y así lograr el dominio y el statu quo, que para Occidente significa retroceso, decadencia.

En los últimos doscientos años, el poder de un individuo o de un sistema radicó en su “representatividad política”. Representar significa asumir y ejercer un poder que otro no puede ejercer por sí mismo. Esto, si bien fue un logro en el siglo XIX, resultará un anacronismo en el siglo XXI. Las masas que lucharon por obtener esta representatividad, naturalmente reclamarán hablar por voz propia, dejando de ser considerada masa para pasar a ser humanidad. Mientras esta realidad histórica no encuentre una nueva traducción social e institucional, la violencia continuará en todas sus formas. El viejo centro de poder, cada vez más cerrado sobre sí mismo, hará responsable a la víctima de su propia opresión. Pero tarde o temprano la democracia representativa dejará paso a la democracia radical de la Sociedad Desobediente. Los gobiernos y los parlamentos del mundo entero —con sus cámaras representando las antiguas clases sociales de lores y comunes— serán a los pueblos desobedientes lo que hoy son los reyes de Inglaterra al parlamento. Oriente se sumará a este inevitable proceso, apenas deje de consumir el discurso antagonista que comparte con Occidente, y se integre a un verdadero diálogo de culturas. La desobediencia, entonces, no estará en la violencia sino en el abandono del odio que tanto trafican hoy quienes se resisten a los cambios. ¿No fue acaso esa, la principal enseñanza social de Jesús —igualdad, fraternidad, liberación, universalidad—, que la política y la Cultura del Odio contradicen en Su propio nombre?

En mi recorrida por el mundo, siempre me sorprendió lo que debía ser lo más obvio: la gente, en sus aspiraciones más profundas, somos radicalmente iguales. Las diferencias culturales, de mentalidades son parte de la riqueza, no parte del problema. Somos iguales porque somos diferentes. Pero sufrimos un defecto universal: antes que el factor común que nos une, vemos las diferencias. Y convertimos estas diferencias en la razón de nuestros odios, de nuestras malditas guerras que benefician siempre a unos pocos en el nombre de muchos.

 

 

Jorge Majfud

The University of Georgia, 3 de noviembre de 2006.

 

 

 

La cultura del odio en la crisis de la historia

Sobre la revolución y la reacción silenciosa de nuestro tiempo. Las razones del caos ultramoderno. Sobre la colonización del lenguaje y de cómo el poder tradicional reacciona contra el progreso de la historia usando herramientas anacrónicas de repetición.

 

Pedagogía universal de la obediencia

La pedagogía antigua se sintetizaba en la frase “la letra con la sangre entra”. Este era el soporte ideológico que permitía al maestro golpear con una regla las nalgas o las manos de los malos estudiantes. Cuando el mal estudiante lograba memorizar y repetir lo que el maestro quería, cesaba el castigo y comenzaba el premio. Luego el mal estudiante, convertido en un “hombre de bien”, se dedicaba a dar clases repitiendo los mismos métodos. No es casualidad que el célebre estadista y pedagogo, F. Sarmiento, declarara que “un niño no es más que un animal que se educa y dociliza.” De hecho, no hace otra cosa quien pretende domesticar un animal cualquiera. “Enseñar” a un perro no significa otra cosa que “hacerlo obediente” a la voluntad de su amo, de humanizarlo. Lo cual es una forma de degeneración canina, como lo es la frecuente deshumanización de un hombre en perro —remito al teatro de Osvaldo Dragún.

No muy distinta es la lógica social. Quien tiene el poder es quien define qué significa una palabra o la otra. En ello va implícita una obediencia social. En este sentido, hay palabras claves que han sido colonizadas en nuestra cultura, tales como democracia, libertad, justicia, patriota, desarrollo, civilización, barbarie, etc. Si observamos la definición de cada una de las palabras que deriva desde el mismo poder —el amo—, veremos que sólo por la fuerza de un “aprendizaje violento”, colonizador y monopólico, se puede aplicar a un caso concreto y no al otro, a una apariencia y no a la otra, a una bandera y no a la otra —y casi siempre con la fuerza de la obviedad. No es otra lógica la que domina los discursos y los titulares de los diarios en el mundo entero. Incluso el perdedor, quien recibe el estigma semiótico, debe usar este lenguaje, estas herramientas ideológicas para defender una posición (tímidamente) diferente a la oficial, a la establecida.

 

La revolución y la reacción

Lo que vivimos en nuestro tiempo es una profunda crisis que naturalmente deriva de un cambio radical de sistemas —estructurales y mentales—: de un sistema de obediencias representativas por otro de democracia progresiva.

No es casualidad que esta reacción actual contra la desobediencia de los pueblos tome las formas de renacimiento del autoritarismo religioso, tanto en Oriente como en Occidente. Aquí podríamos decir, como Pi i Margall en 1853, que “la revolución es la paz y la reacción la guerra”. La diferencia en nuestro tiempo radica en que tanto la revolución como la reacción son invisibles; están camuflados con el caos de los acontecimientos, de los discursos mesiánicos y apocalípticos, en antiguos códigos de lectura heredados de la Era Moderna.

 

La gran estrategia de la reacción

Ahora, ¿cómo se sostiene esta reacción contra la democratización radical, que es la revolución invisible y tal vez inevitable? Podríamos continuar observando que una forma de atentar contra esta democratización es secuestrando la misma idea de “democracia” por parte de la misma reacción. Pero ahora mencionemos sólo algunos síntomas que son menos abstractos.

En el centro del “mundo desarrollado”, las cadenas de televisión y de radio más importantes repiten hasta el cansancio la idea de que “estamos en guerra” y que “debemos enfrentar a un enemigo que quiere destruirnos”. El mal deseo de grupos minoritarios —en crecimiento— es incuestionable; el objetivo, nuestra destrucción, es infinitamente improbable; a no ser por la ayuda de una autotraición, que consiste en copiar todos los defectos del enemigo que se pretende combatir. No por casualidad, el mismo discurso se repite entre los pueblos musulmanes —sin entrar a considerar una variedad mucho mayor que esta simple dicotomía, producto de otra creación típica de los poderes en pugna: la creación de falsos dilemas.

En la última guerra que hemos presenciado, regada como siempre de abundante sangre inocente, se repitió el viejo modelo que se repite cada día y sin tregua en tantos rincones del mundo. Un coronel, en una frontera imprecisa, declaraba a un canal del Mundo Civilizado, de forma dramática: “es en este camino donde se decide el futuro de la humanidad; es aquí donde se está desarrollando el ‘choque de las civilizaciones’’”. Durante todo ese día, como todos los días anteriores y los subsiguientes, las palabras y las ideas que se repetían una y otra vez eran: enemigo, guerra, peligro inminente, civilización y barbarie, etc. Poner en duda esto sería como negar la Sagrada Trinidad ante la Inquisición o, peor, cuestionar las virtudes del dinero ante Calvino, el elegido de Dios. Porque basta que un fanático llame a otro fanático de “bárbaro” o “infiel” para que todos se pongan de acuerdo en que hay que matarlo. El resultado final es que rara vez muere uno de estos bárbaros si no es por elección propia; los suprimidos por virtud de las guerras santas son, en su mayoría, inocentes que nunca eligen morir. Como en tiempos de Herodes, se procura eliminar la amenaza de un individuo asesinando a toda su generación —sin que se logre el objetivo, claro.

No hay opción: “es necesario triunfar en esta guerra”. Pero resulta que de esta guerra no saldrán vencedores sino vencidos: los pueblos que no comercian con la carne humana. Lo más curioso es que “de este lado” quienes están a favor de todas las guerras posibles son los más radicales cristianos, cuando fue precisamente Cristo quien se opuso, de palabra y con el ejemplo, a todas las formas de violencia, aún cuando pudo aplastar con el solo movimiento de una mano a todo el Imperio Romano —el centro de la civilización de entornes— y sus torturadores. Si los “líderes religiosos” de hoy en día tuviesen una minúscula parte del poder infinito de Jesús, las invertirían todas en ganar las guerras que todavía tienen pendientes. Claro que si vastas sectas cristianas, en un acto histórico de bendecir y justificar la acumulación insaciable de oro, han logrado pasar un ejército de camellos por el ojo de una misma aguja, ¿qué no harían con el difícil precepto de ofrecer la otra mejilla? No sólo no se ofrece la otra mejilla —lo cual es humano, aunque no sea cristiano—, sino que además se promueven todas las formas más avanzadas de la violencia sobre pueblos lejanos en nombre del Derecho, la Justicia, la Paz y la Libertad —y de los valores cristianos. Y aunque entre ellos no existe el alivio privado de la confesión católica, la practican frecuentemente después de algún que otro bombardeo sobre decenas de inocentes: “lo sentimos tanto…”

En otro programa de televisión, un informe mostraba fanáticos musulmanes sermoneando a las multitudes, llamando a combatir al enemigo occidental. Los periodistas preguntaban a profesores y analistas “cómo se forma un fanático musulmán?” A lo que cada especialista trataba de dar una respuesta recurriendo a la maldad de estos terribles personajes y otros argumentos metafísicos que, si bien son inútiles para explicar racionalmente algo, en cambio son muy útiles para retroalimentar el miedo y el espíritu de combate de sus fieles espectadores. No se les pasa por la mente siquiera pensar en lo más obvio: un fanático musulmán se forma igual que se forma un fanático cristiano, o un fanático judío: creyéndose los poseedores absolutos de la verdad, de la mejor moral, del derecho y, ante todo, de ser los ejecutores de la voluntad de Dios —violencia mediante. Para probarlo bastaría con echar un vistazo a la historia de los varios holocaustos que ha promovido la humanidad en su corta historia: ninguno de ellos ha carecido de Nobles Propósitos; casi todos fueron acometidos con el orgullo de ser hijos privilegiados de Dios.

Si uno es un verdadero creyente debe comenzar por no dudar del texto sagrado que fundamenta su doctrina o religión. Esto, que parece lógico, se convierte en trágico cuando una minoría le exige al resto del pueblo la misma actitud de obediencia ciega, usurpando el lugar de Dios en representación de Dios. Se opera así una transferencia de la fe en los textos sagrados a los textos políticos. El ministro del Rey se convierte en Primer Ministro y el Rey deja de gobernar. En la mayoría de los medios de comunicación no se nos exige que pensemos; se nos exige que creamos. Es la dinámica de la publicidad que forma consumidores de discursos basados en el sentido de la obviedad y la simplificación. Todo está organizado para convencernos de algo o para ratificar nuestra fe en un grupo, en un sistema, en un partido. Todo bajo el disfraz de la diversidad y la tolerancia, de la discusión y el debate, donde normalmente se invita a un gris representante de la posición contraria para humillarlo o burlarse de él. El periodista comprometido, como el político, es un pastor que se dirige a un público acostumbrado a escuchar sermones incuestionables, opiniones teológicas como si fuesen la misma palabra de Dios.

Estas observaciones son sólo para principiar, porque seríamos tan ingenuos como aquellos si no entrásemos en la ecuación los intereses materiales de los poderosos que —al menos hasta ahora— han decidido siempre, con su dedo pulgar, el destino de las masas inocentes. Lo que se prueba sólo con observar que los cientos y miles de víctimas inocentes, aparte de alguna disculpa por los errores cometidos, nunca son el centro de análisis de las guerras y del estado permanente de tensión psicológica, ideológica y espiritual. (Dicho aparte, creo que sería necesario ampliar una investigación científica sobre el ritmo cardíaco de los espectadores antes y después de presenciar una hora de estos programas “informativos” —o como se quiera llamar, considerando que, en realidad, lo más informativo de estos programas son los anuncios publicitarios; los informativos en sí mismo son propaganda, desde el momento que en reproducen el lenguaje colonizado.)

El diálogo se ha cortado y las posiciones se han alejado, envenenadas por el odio que destilan los grandes medios de comunicación, instrumentos del poder tradicional. “Ellos son la encarnación del Mal”; “Nuestros valores son superiores y por lo tanto tenemos derecho a exterminarlos”. “La humanidad depende de nuestro éxito”. Etcétera. Para que el éxito sea posible antes debemos asegurarnos la obediencia de nuestros conciudadanos. Pero quedaría por preguntarse si es realmente el “éxito de la guerra” el objetivo principal o un simple medio siempre prorrogable para mantener la obediencia del pueblo propio, el que amenazaba con independizarse y entenderse de una forma novedosa con los otros. Para todo esto, la propaganda, que es propagación del odio, es imprescindible. Los beneficiados son una minoría; la mayoría simplemente obedece con pasión y fanatismo: es la cultura del odio que nos enferma cada día. Pero la cultura del odio no es el origen metafísico del Mal, sino apenas el instrumento de otros intereses. Porque si el odio es un sentimiento que se puede democratizar, en cambio los intereses han sido hasta ahora propiedad de una elite. Hasta que la Humanidad entienda que el bien del otro no es mi perjuicio sino todo lo contrario: si el otro no odia, si el otro no es mi oprimido, también yo me beneficiaré de su sociedad. Pero vaya uno a explicarle esto al opresor o al oprimido; rápidamente lograrán ponerse de acuerdo para retroalimentar ese círculo perverso que nos impide evolucionar como Humanidad.

La humanidad resistirá, como siempre resistió a los cambios más importantes de la historia. No resistirán millones de inocentes, para los cuales los beneficios del progreso de la historia no llegarán nunca. Para ellos está reservado la misma historia de siempre: el dolor, la tortura y la muerte anónima que pudo evitarse, al menos en parte, si la cultura del odio hubiese sido reemplazada antes por la comprensión que un día será inevitable: el otro no es necesariamente un enemigo que debo exterminar envenenando a mis propios hermanos; el beneficio del otro será, también, mi beneficio propio.

Este principio fue la conciencia de Jesús, conciencia que luego fue corrompida por siglos de fanatismo religioso, lo más anticristiano que podía imaginarse de los Evangelios. Y lo mismo podríamos  decir de otras religiones.

En 1866 Juan Montalvo dejó testimonio de su propia amargura: “Los pueblos más civilizados, aquellos cuya inteligencia se ha encumbrado hasta el mismo cielo y cuyas prácticas caminan a un paso con la moral, no renuncian a la guerra: sus pechos están ardiendo siempre, su corazón celoso salta con ímpetus de exterminación” Y luego: “La paz de Europa no es la paz de Jesucristo, no: la paz de Europa es la paz de Francia e Inglaterra, la desconfianza, el temor recíproco, la amenaza; la una tiene ejércitos para sojuzgar el mundo, y sólo así cree en la paz; la otra se dilata por los mares, se apodera de todos los estrechos, domina las fortalezas más importantes de la tierra, y sólo así cree en paz.”

 

Salidas del laberinto

Si el conocimiento —o la ignorancia— se demuestra hablando, la sabiduría es el estado superior donde un hombre o una mujer aprenden a escuchar. Como bien recomendó Eduardo Galeano a los poderosos del mundo, el trabajo de un gobernante debería ser escuchar más y hablar menos. Aunque sea una recomendación retórica —en el entendido que es inútil aconsejar a quienes no escuchan— no deja de ser un principio irrefutable para cualquier demócrata mínimo. Pero los discursos oficiales y de los medios de comunicación, formados para formar soldados, sólo están ocupados en disciplinar según sus reglas. Su lucha es la consolidación de significados ideológicos en un lenguaje colonizado y divorciado de la realidad cotidiana de cada hablante: su lenguaje es terriblemente creador de una realidad terrible, casi siempre en abuso de paradojas y oxímorones —como puede ser el mismo nombre de “medios de comunicación”. Es el síntoma autista de nuestras sociedades que día a día se hunden en la cultura del odio. Es información y es deformación.

En muchos ensayos anteriores, he partido y llegado siempre a dos presupuestos que parecen contradictorios. El primero: no es verdad que la historia nunca se repite; siempre se repite; lo que no se repiten son las apariencias. El segundo precepto, con al menos cuatrocientos años de antigüedad: la historia progresa. Es decir, la humanidad aprende de su experiencia pasada y en este proceso se supera a sí misma. Ambas realidades humanas han luchado desde siempre. Si la raza humana fuese más memoriosa y menos hipócrita, si tuviera más conciencia de su importancia y más rebeldía ante su falsa impotencia, si en lugar de aceptar la fatalidad artificial del Clash of Civilizations reconociera la urgencia de un Dialogue of Cultures, esta lucha no regaría los campos de cadáveres y los pueblos de odio. El proceso histórico, desde sus raíces económicas, está determinado y no puede ser contradictorio con los intereses de la humanidad. Sólo falta saber cuándo y cómo. Si lo acompañamos con la nueva conciencia que exige la posteridad, no sólo adelantaremos un proceso tal vez inevitable; sobre todo evitaremos más dolor y el reguero de sangre y muerte que ha teñido el mundo de rojo-odio en esta crisis mayor de la historia.

 

 

Jorge Majfud

The University of Georgia, agosto, 2006

 

 

 

Mémoire douce de la barbarie:

La prison de Liberté

 

 

Mes vieux amis ont toujours ri de ma mémoire quoique, avec les années, ils ont crû en prudence et m’ont gardé leur amitié. Le meilleur sentiment dont je suis redevable envers ma mémoire est la nostalgie. Une profonde nostalgie. D’entre le pire est l’inutile regret.

Les paradoxes du destin ont fait que j’eus à regretter les années de la dictature militaire dans mon pays; j’eus la malchance de croître et d’abandonner mon enfance à cette époque. Ce n’est pas à la barbarie que je dois être reconnaissant et qui paraît, du reste, l’éclairer, si ce n’était par l’illimitée nécessité humaine qui jamais ne se repose. Une fois, dans une classe de littérature au secondaire, nous demandions à la professeure pourquoi on ne parlait pas d’Onetti, étant donné qu’il avait reçu, deux années auparavant, le prix Cervantes d’Espagne, et que, il était un des classiques d’actualité de notre pays. La réponse, contondante, fut que Juan Carlos Onetti avait tout reçu de son pays – éducation, renommée, etc. –, et que par la suite il s’en était allé en exil parler en mal de son propre pays. Il n’est pas nécessaire de commenter de tels ex abrupto. Seulement on attend de quelqu’un qui s’est dédié à la littérature une vision moins étroite de l’existence. On suppose qu’une personne avec cet étrange métier a vécu plusieurs vies et a eu à sentir et à penser le monde à partir de d’autres prisons. Cependant, il n’en est pas ainsi; la nécessité n’est pas la simple carence de quelque chose, mais le résultat d’un long apprentissage, presque toujours basé sur la pratique. Si ce rappel occupe encore dans sa mémoire quelque espace, peut-être fait-il partie de son quota de regrets. J’ajouterai que cette professeure, selon mon jugement, n’était pas une mauvaise personne. Peut-être était-elle plus heureuse que les autres professeures de littérature que j’eus par la suite pendant des années. La seule chose qu’elles avaient en commun était une certaine sensualité, insoupçonnable, par la façon de se vêtir ou de parler.

A ce que je vois, c’est qu’il ne serait pas rare que quelqu’un pense, pendant que je signale que je grandis en des temps de dictature, que je lui suis reconnaissant, que je lui dois mon éducation et, peu s’en faut, la vie, et que par conséquent, je devrais lui témoigner quelque reconnaissance. Bien sûr que la réponse est non. Comme disait Borges – si souvent aveugle, mais non moins si souvent brillant – une personne naît où elle peut. A moi me revint de naître à un moment historique où la politique – ou, pour mieux dire, son antithèse: la barbarie – s’infiltrait par les fentes des portes et des fenêtres, jusqu’à détruire des familles entières. Une de celles-là fut, bien sûr, ma famille. Mais je ne vais pas entrer dans ceci maintenant.

Je ne peux éviter de rappeler cette nuit noire «la prison de Liberté», là en Uruguay. Avant, j’avais connu des dépôts moindres à l’occasion de visites que ma famille rendait à mon grand-père, Ursino Albernaz, le vieux rebelle, le révolutionnaire, le mouton noir d’une famille de paysans conservateurs. Mon grand-père avait été renié par sa première famille; il lui restait celle que lui-même avait construite et, sans le vouloir, détruite aussi. Il fut torturé par plusieurs «petits soldats de la patrie». Je passerai sous silence le nom de voisins, quoiqu’ils vivent encore et que je n’aie de preuves que la confession de mes êtres chéris, maintenant tous décédés; je dirai seulement que le célèbre “Nino” Govazzo fut d’entre ses lâches inquisiteurs. Quoique l’adjectif «lâche» est une redondance historique, car les dictatures ne soulignent aucun acte héroïque, ni de ses soldats et encore moins de ses généraux. Ni même ne purent en inventer; non seulement parce qu’elles manquaient d’imagination, mais parce que ni eux-mêmes ne se croyaient lorsqu’ils s’accrochaient des étoiles et des médailles à leurs uniformes, une après l’autre, jusqu’à se couvrir toute la poitrine de ferraille qu’ils portaient orgueilleusement dans les fêtes sociales. Il ne reste que le souvenir de la permanente et obsessive propagande détaillant les horreurs d’autrui. Ou les démonstrations d’amour des religieux partisans de Pinochet qui, dans les années 90’, défilaient avec les portraits des disparus sous le régime et montrant une légende qui disait : “Grâce à Dieu, ils sont morts”. (Récemment était ici à l’Université de Géorgie le célèbre Frederic Jameson qui, avec son habituel clin d’œil provocateur, rappela les coutumes narratives des empires, le plaisir du succès et de la torture : l’épique appartient aux vainqueurs pendant que le romantisme est le propre des perdants. Cependant, c’est ce dernier qui demeure. En Amérique Latine, il n’y eut même jamais une épique des vainqueurs. Qui peut imaginer un écrivain, si petit soit-il, repêchant quelque chose des misérables succès de nos Attila?)

De ces courses en enfer, mon grand-père en sortit avec une rotule claquée et quelques coups qui ne furent pas si démoralisateurs comme ceux dont dû souffrir son fils cadet, Caito, mort avant de voir la fin de ce qu’il appelait «les temps obscurs». Au début des années 70’, ils montèrent tous les deux au plus grand espace symbolique de la dictature : ils furent envoyés à la prison de Liberté.

Je me souviens de la prison de la Liberté à partir d’infinis points de vue. Pour nous les enfants qui allions là, le long voyage était une promenade, quoique nous devions toujours nous lever tôt pour ensuite attendre sur le côté d’une route, par nuits froides et pluvieuses. Attendre, toujours attendre sur la route, dans les terminaux d’omnibus, aux interminables postes de sécurité, dans les couloirs et les salles de tripotage. Enfants, nous ne pouvions imaginer que tout ce processus, en plus d’être épuisant, était humiliant. Cela nous sauvait l’innocence, ou la presque innocence, parce que je sus toujours ce que signifiait cela: c’était quelque chose dont nous ne pouvions parler. Des années plus tard, un de mes personnages nomma cette génération: “la génération du silence”, et je crois qu’il donna ses raisons, en plus de cela. Ce «silence» signifiait, pour moi, qu’il existait une contradiction tragique entre le discours officiel et ma propre vie. Dans l’humble école de Tacuarembó dans laquelle j’étais, cette école qui laissait dégoutter sur nos cahiers les jours de pluie, on nous parlait de la justice et de l’ordre pacifique qui régnaient sur le pays grâce aux Soldats de la Patrie. Des années plus tard, à l’école secondaire, on nous répétait encore que nous vivions en démocratie. Pendant que nous devions écouter et répéter tout cela sur la place publique, pendant les étés, dans une cuisine rurale de Colonie, rarement illuminée par une lanterne de mantille, j’écoutais les histoires de personnes inconnues au sujet d’hommes et de femmes jetés à partir d’avions dans le Rio de la Plata, un art de la dictature argentine. Quinze années plus tard, ce seraient ces mêmes confessions, de la part de l’ex-capitaine de navires Adolfo Scilingo, qui scandaliseraient le monde. Cela se passait en 1995, selon mes souvenirs; je lus cette nouvelle dans quelque pays d’Europe – par l’architecture ce pourrait être Prague -, ce qui me donna une idée de la suspecte innocence du monde et d’une bonne partie de notre société. Suite à Scilingo ou Tilingo (*), je me ravisai argumentant que tout cela avait été un «roman».

Si je libère ma mémoire à partir du premier «check point» qui a précédé l’entrée à la monstrueuse prison de Liberté, tout de suite me vient à la conscience des militaires de toutes parts portant des bottes noires, des femmes chargées de bourses, des enfants se plaignant du passage rapide de leurs mères, des malédictions en secret, des invocations à Dieu. Par la suite, un salon ressemblant à une station de train, gris, de tous côtés. Le ciel aussi gris et le plancher humide marqué par les bottes qui allaient et venaient. Un militaire à moustaches taillées et remplissant des formulaires et autorisant les gens à passer. Je ne sais pas pourquoi, il ressemblait à un Videla aux yeux clairs, aux lèvres serrées et à voix de commandement. Par la suite, une petite salle où d’autres militaires tâtaient les visiteurs. Puis, un chemin d’asphalte conduisant à un autre édifice. Une pièce sans fenêtre. Un portrait de José Artigas vêtu en lancier militaire. Plus tu attends, plus tu as envie d’aller aux toilettes et de ne pas pouvoir y aller. Une belle enfant qui me sourit parmi tout ce dégoût. Ses cheveux roux brillaient dans la pénombre de la petite salle. Mais, en ce qui me concerne, ce qui m’avait impressionné, c’était son regard, innocent (cela me revient maintenant), rempli de tendresse. Quelque chose d’improbable dans cet enfer.

A un certain moment, mon grand-père se leva et alla au téléphone parler à son fils. Une épaisse vitre les séparait. Ce même soir, ou bien un autre semblable, il lui avoua qu’il avait été là, en prison, où il s’était convertit en ce pour lequel il avait été emprisonné. Quelque temps plus tard, il me répéta aussi la même conviction : s’il était tombé injustement, maintenant, du moins, il avait une justification qui rendait toutes ses années de jeunesse plus supportables. Maintenant il avait une cause, une raison, quelque chose pour laquelle se sentir fier et racheté.

Par la suite les enfants continuèrent par une autre porte et sortirent dans une cour tendrement équipée de jeux d’enfants. L’oncle était là avec sa grosse moustache et son éternel sourire. Sa calvitie naissante et ses questions infantiles : “Comment ça va à l’école ?”. A mon côté, je me souviens de mon frère regardant d’une façon absorbée mon oncle et mon cousin plus âgé. M., s’éjectant d’un toboggan. Caíto l’attrapait, le remontait de nouveau et, à travers les cris de joie de M., en venait à lui demander : “Comment vont les papas?” “Alors, as-tu une fiancée?”

Mais nous, nous n’étions pas là pour cela. Je me rapprochai de l’oncle et lui dis, à voix très basse, afin que le gardien qui marchait par-là n’entende pas le message que j’avais pour lui. Il devint sérieux.

Par la suite, je me souviens de lui de l’autre côté d’une clôture barbelée, marchant en file indienne avec les autres prisonniers. J’avais envie de pleurer mais me contins. Mon cousin cria son nom et il fit comme s’il se touchait la nuque en bougeant les doigts. Je le vis s’éloigner, la tête inclinée vers le sol. L’oncle avait été torturé avec différentes techniques : ils l’avaient submergé plusieurs fois dans un ruisseau, traîné dans un champ couvert d’épines. Plus tard je sus que lorsqu’ils lui apportèrent son épouse elle se tira une balle dans le cœur. Mon frère et moi, ce jour de 1973 ou 1974, étions dans ce camp de Tacuarembó, jouant dans la cour près de la route. Lorsque nous entendîmes le coup de feu, nous allâmes voir ce qui arrivait. La tante Marta, que je connaissais à peine, était étendue sur un lit et une tache couvrait sa poitrine. Par la suite entrèrent des personnes que je ne pus reconnaître à une aussi grande distance et nous obligèrent à sortir. Mon frère aîné avait six ans et commença à se demander : “Pourquoi naissons-nous si nous devons mourir?” La maman, la grand-mère Joaquina, qui était une inébranlable chrétienne, celle que je ne vis jamais dans aucune église, dit que la mort n’est pas quelque chose de définitif mais seulement un passage pour le ciel. Excepté pour ceux qui s’enlèvent la vie

–Alors, la tante Marta n’ira pas au ciel?

–Peut-être que non – répondait ma grand-mère –, quoique cela personne ne le sait.

Il plaisait à un employé de mon père, de jouer avec les rimes, qu’il répétait chaque fois utilisant une seule voyelle :

Estaba la calavera

Sentada en un butaca

Y vino la muerte y le preguntó

Por qué estaba tan flaca? (**)

Lorsqu’elle arriva ici, son visage déformé par tant de «a» me rappelait la mort. La tante Marta était froide et morte. Plus tard j’eus un rêve qui se répéta souvent. Je gisais immobile mais conscient dans un sous-sol rempli de déchets. Quelqu’un, avec la voix de ma grand-mère disait : “Laisse-le, il est mort”. Alors, il était doublement abandonné : par moi-même et par les autres. Ce rêve, comme certains autres – quoique les critiques littéraires se plaisent à répéter que les rêves n’ont d’importance qu’à ceux qui les rêvent – sont transcrits, presque littéralement, dans mon premier roman. Mon frère et moi nous sûmes, par déduction secrète, pourquoi elle l’avait fait. Quoique maintenant je pense que personne ne peut culpabiliser personne d’un suicide sinon celui qui presse la gâchette ou qui se pend à un arbre. Ni même un dictateur. Laisser pour son propre suicide des lettres rendant responsable quelqu’un qui n’est pas présent à ce moment est de compléter la lâcheté de l’acte suprême d’évasion – et une preuve posthume de la manipulation des émotions d’autrui que la mort exerça ou voulut exercer de son vivant. Dans le cas de la tante Marta, ce ne fut pas un acte politique; elle fut seulement victime de la politique et de ses propres faiblesses.

L’oncle Caíto mourut peu de temps après être sortit de prison, en 1983, presque dix années plus tard, lorsqu’il avait 39 ans. Il était malade du cœur. Il mourut pour cette raison ou d’un inexplicable accident de moto, sur un chemin de terre, au milieu de la campagne.

 

Jorge Majfud

Université de Géorgie

Février 2006

 

(*) “bête”

(**) Était la tête de mort

Assise sur un fauteuil

Et vint la mort et lui demanda

Pourquoi était-elle si maigre?

 

 

Traduit de l’Espagnol par : Pierre Trottier, mai 2006

Trois-Rivières, Québec, Canada

 

 

 

Un comentario en “la Cultura del Odio

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.