ChatGPT, ¿por qué, para qué y para quién escribimos?

En una universidad de Florida, de cuyo nombre no quiero mencionar, no ha mucho tiempo un estudiante me rebatió una idea sobre el nacimiento del capitalismo usando el resumen de un libro realizado minutos antes por ChatGPT. Tal vez era Gemini o cualquier otra inteligencia artificial. Le sugerí que le pidiese al ente virtual las fuentes de su afirmación y, diez segundos, después el estudiante la tenía a mano: la idea procedía del libro “Flies in the Spiderweb: History of the Commercialization of Existence―and Its Means”. Eso es eficiencia a la velocidad de la luz.

Naturalmente, el joven no tenía por qué saber que ese libro lo había escrito yo. La mayoría de mis más de doscientos estudiantes por año son jóvenes en sus veintes―probablemente la mejor década de la vida para la mayoría de las personas; probablemente, la década más desperdiciada. Por pudor y por principio, nunca pongo mis libros como lectura obligatoria. Además, sería legítimo refutarme usando mis propios escritos. Hace mucho tiempo ya, tal vez un par de siglos, que el autor no es la autoridad ni de sus propios libros.

Seguramente la IA no citó ese libro como referencia autorizada de algo sino, más bien, el estudiante tomó algunas de mis palabras y los dioses del e-Olimpo se acordaron de este modesto y molesto profesor. Parafraseando a Andy Warhol, hoy todos podemos ser Aristóteles y Camus por treinta segundos―sospecho que Warhol le robó la idea a Dostoievski; sin mala intención, claro.

El resumen del dios GPT era tan malo que simplemente demostraba que la IA no había entendido nada del libro más allá de los primeros capítulos y había mezclado datos y conclusiones desde una perspectiva políticamente correcta. Es decir, una inteligencia artificial muy, pero muy humana, fácil de manipular por las ideas de la clase dominante, esa que luego irá a demonizar las ideas alternativas de las clases subordinadas.

No digo que las artiligencias sean siempre así de malas lectoras, pero, por lo general, basta con corregirlas para que se disculpen por el error. Seguramente mejorarán con el tiempo, porque son como niños prodigios, muy aplicados; asisten a todas las clases y toman nota de todo lo que puede ser relevante para convertirnos a los humanos en todo lo más irrelevante que podamos ser. En muchos casos, ya leen mejor que nuestros estudiantes, que cada vez confían más en esos dioses y menos en su propia capacidad intelectual y en su esfuerzo crítico―extraños dioses omniscientes y omnipresentes; extraños dioses, además, porque sus existencias se pueden probar.

“¿Profesor, para qué necesito estudiar matemáticas si voy a ser embajadora?”

“¿Y para qué carajo te matas en el gimnasio, si no vas a ser deportista?”

No estoy en contra de usar las nuevas herramientas para comprender o hacer algo. Solo estoy en contra de renunciar a una comprensión crítica ante algo que es percibido como infalible o, al menos, superior, como un dios posthumano, e-olímpico e, incluso, como un temible dios abrahámico; es decir, un dios celoso y, tal vez algún día, también lleno de ira.

Por otro lado, esto nos interpela a las generaciones anteriores y, en particular, a aquellos profesores, autores de libros o de estudios de largo aliento. Desde hace algunos años, me he propuesto que “este será mi último libro”, pero reincido. Todavía. Algún día, los libros escritos por seres humanos comenzarán a hacerse cada vez más escasos, como los bitcoins, y su valor cobrará una dimensión todavía desconocida.

A una escala más global, esa histórica tendencia humana a convertirse en cyborgs (el mejoramiento del cuerpo humano con herramientas de producción y de destrucción), probablemente derive en un régimen de apartheid impuesto por las inteligencias artificiales; por un lado, ellas, por el otro nosotros, con frecuentes tratados de paz, de colaboración y de destrucción. Una Gaza Global, en pocas palabras―al fin y al cabo, las IA habrán nacido de nosotros. Sus administradores ya tienen mucho de Washington o Tel Aviv y sus consumidores mucho de Palestina.

Claro, esta crisis existencial no se limita a la escritura ni a la actividad intelectual, pero en nuestro gremio cada medio siglo nos preguntamos por qué escribimos, sin alcanzar nunca una respuesta satisfactoria. Muchas veces, desde hace un par de años ya, tengo la fuerte impresión de que hemos dejado de escribir (al menos, libros) para lectores humanos, esa especie en peligro de extinción. Escribimos para las inteligencias artificiales, las cuales le resumirán nuestras investigaciones a nuestros estudiantes, demasiado perezosos e incapaces de leer un libro de cuatrocientas páginas y, mucho menos, entender un carajo de qué va la cosa. Invertimos horas, meses y años en investigaciones y en escritura que, sin quererlo, donaremos a los multibillonarios como si fuésemos miembros involuntarios de la secta de la Ilustración Oscura, liderada y sermoneada por los brujos dueños del mundo que (todavía) residen en Silicon Valley y en Wall Street. Y lo peor: para entonces, los humanos habrán perdido eso que los hizo humanos civilizados―el placer de la lectura, serena y reflexiva.

También puede haber razones egoístas y personales de nuestra parte. Al menos yo, escribo libros por puro placer y, sobre todo, para intentar comprender el caos del mundo humano. Una tarea desde el inicio imposible, pero inevitable.

Tal vez, en un tiempo no muy lejano, una nueva civilización postcapitalista (¿posthumana o más humana?) escribirá sus libros de historia y conocerá nuestro tiempo, hoy tan orgulloso de sus progresos, como la Era de la Barbarie. Claro, eso si la humanidad sobrevive a esta orgullosa barbarie.

No hace mucho, una amable lectora publicó en X un fragmento de una consulta que le hizo a ChatGPT. El fragmento afirmaba, o reconocía, que “los modelos de IA, como los grandes modelos de lenguaje, se entrenan con enormes cantidades de texto provenientes de libros, artículos, ensayos y publicaciones en línea. Autores e intelectuales que escriben de manera crítica y profunda, como Majfud, forman parte de ese conjunto de datos. Cuando la IA procesa estos textos, aprende patrones de razonamiento, argumentación y crítica cultural. Así, perspectivas filosóficas sobre política, economía y justicia social pueden aparecer en sus respuestas”.

Me pregunto si no estoy siendo autocomplaciente al copiar aquí este párrafo y, aunque la respuesta puede ser , por otro lado, no puedo eliminarlo sin perder un claro ejemplo ilustrativo de lo que quiero decir: (1) las IA nos usan y nos plagian todos los días. Quienes son (todavía) dueños de esos dioses pronto descubrirán que (2) somos una mala influencia para las futuras generaciones de no lectores, por lo que comenzarán a distorsionar lo que los últimos humanos escribieron y, más fácil, ignorarlos deliberadamente.

Al fin y al cabo, así evolucionó un tyrannosaurus de una ameba. Como humanos, sólo puedo decir: ha sido muy interesante haber existido como miembro de la especie humana. No fuimos tan importantes como creíamos. Apenas fuimos una anécdota. Una anécdota interesante para quienes la vivimos―no para el resto del Universo que ni siquiera se enteró.

Jorge Majfud, octubre 2025

El poder y la elocuencia terraplanista

En 2005, no sin perplejidad, descubrí que para algunos de mis estudiantes en la Universidad de Georgia el argumento más sólido e incontestable consistía en que algo “es verdad porque yo lo creo”. La perplejidad se multiplicaba por varias razones. Las razones del origen de semejante argumento y su actual y devastador efecto en las sociedades del Norte y del Sur, también.

Por entonces, yo era un asistente de cátedra y, a su vez, estudiante de posgrado que había llegado con su esposa y sesenta dólares en el bolsillo un par de años antes, golpeado por la masiva crisis neoliberal del Cono Sur. Con un salario mínimo, pero con los estudios cubiertos por la universidad, vivimos varios años por debajo del nivel oficial de pobreza, pero nuestra austeridad natural, el descubrimiento permanente (desde el salón de clase hasta las reuniones en los parques del campus con decenas de estudiantes de todos los continentes) habían convertido esas limitaciones, el exilio económico, la intemperie psicológica y la ausencia de cualquier ayuda económica en una experiencia más bien agradable e inolvidable. Lo mismo el placer por el estudio y la investigación, sin condiciones y sin la obsesión monetaria, que cada vez escasea más en las nuevas generaciones, según lo observo en mis nuevos estudiantes y en muchos jóvenes que encuentro en otros países.

Por entonces, veníamos de un país pequeño, sin posibilidades de dictar ni imponerle nada a ningún otro (afortunadamente), pero todavía con una sólida tradición intelectual y pedagógica proveniente de la Ilustración, por lo cual el contraste con Estados Unidos fue evidente en todos los aspectos. Al menos por entonces, en Uruguay no era necesario ser universitario para poseer una sólida formación intelectual. La cultura y el ejercicio civilizado de la discusión crítica solían estar en los cafés, en los bares y las librerías callejeras. Para mí no hay dudas: eran muy superiores a lo que es hoy la educación comercializada y banalizada de las universidades más caras del mundo capitalista y postcapitalista.

Como anotaba al comienzo, uno de esos descubrimientos que me mantuvieron perplejo desde principios del siglo y por mucho tiempo fue el mecanismo dialéctico de los jóvenes que vivían en la potencia mundial (“es verdad porque yo lo creo”) y que se parecía mucho más al fanatismo político y religioso (supongamos que son cosas diferentes) que a alguna excelencia por el pensamiento crítico, científico e ilustrado al que, desde el Sur, yo asociaba con gente como Carl Sagan. Desde entonces, sospeché que este entrenamiento intelectual, esta confusión de la física con la metafísica (aclarada por Averroes hace ya casi mil años) que cada año se hacía más dominante (la fe como valor supremo, aun contradiciendo todas las pruebas objetivas) provenía de las majestuosas y millonarias iglesias del sur de Estados Unidos. Ya escribí sobre esto hace muchos años y no quisiera repetirme aquí.

Ahora, los hábitos adictivos de las nuevas tecnologías, como mirar cada día cien micro videos y responder a cien opiniones antes de terminar de comprenderlas o de leerlas, pese a su brevedad y simpleza, ha destruido las capacidades intelectuales más básicas, desde la simple memorización de un poema o de un hecho histórico, desde la concentración serena en el intento de comprender algo con lo cual discrepamos, hasta el razonamiento de principios matemáticos básicos, como de proporción, de  probabilidades o la ecuación más simple como una regla de tres.

Es más, ya no sólo el estudio de la filosofía, eso que nos permite un diálogo civilizado con siglos anteriores de la humanidad, sino también las matemáticas son cuestionadas como “conocimiento inútil”. No generan dopamina ni dinero fácil e inmediato. No se considera que ambas disciplinas son un ejercicio intelectual insustituible para evitar convertirnos en plantas, en insectos dando vueltas en torno al fuego donde van a morir, en sanguijuelas pegadas a una pantallita luminosa esperando eternamente a que sangre un poco.

Pero sí se matan en el gimnasio para sacar músculos que se desinflan en dos semanas o afirmar las nalgas (muy bonitas, eso sí) para sacudirlas delante de un teléfono y ejercitar así su narcisismo en Instagram o TikTok. Ejercitar el músculo gris con un poco de lectura compleja es desacreditado como una pérdida de tiempo. Naturalmente, lo dicen porque lo creen y, además, tienen toda la fuerza del convencimiento del fanático―en este caso, laico.

Una forma que tiene el Narciso de las redes para defenderse del esfuerzo intelectual es etiquetándolo como “lavado de cerebro”. Es decir, acusar a los demás de lo que se sufre de forma objetiva y radical. Nos estamos aproximando a la realidad política de nuestro tiempo ¿no? Aún nos falta otro elemento central.

Debido a la cultura de la competencia y con el propósito de “elevar la autoestima” del niño que se revuelca en el piso porque no le compraron lo que quería, la psicología Disney se ha encargado de convencer a los hijos desde la tierna infancia de que son todos genios, de que sus opiniones son respetables por el hecho de ser suyas y que, por si fuese poco, tienen el derecho de no fracasar nunca. Que alguien los ayude a comprender que están equivocados se convierte en una ofensa intolerable que responden con una nueva pataleta.

Luego, como muchos nunca maduran en sociedades infantilizadas como las nuestras, responden con violencia. Primero violencia verbal, luego electoral y, finalmente, fascista. Como tampoco pueden hacerse cargo de su tan mentada libertad, culpan a los padres por haber sido padres en algún momento, en lugar de psicólogos y proveedores incondicionales de entretenimiento y felicidad eterna. Las opiniones de los Bambi y de los Tribilin (como que la Tierra es plana y el progreso del mundo se debe al infinito esfuerzo de individuos multibillonarios como Elon Musk) no solo deben ser respetadas, sino además deben ser consideradas verdades, verdades alternativas.

Así, no sólo llegamos a una nueva Edad Media donde la verdad se basa en la fe, sino que hasta los terraplanistas han invadido como hordas la esfera pública y han tomado por asalto la política y los gobiernos. Ahora también van por las universidades, con ciertas posibilidades reales de éxito, sino por la destrucción vandálica de la privatización for profit, al menos por el desangrado a través del desfinanciamiento y de la pérdida de autonomía académica.

Argentina, por mencionar un solo caso. Las Lilia Lemoine, los Ramiro Marra y el mismo presidente Javier Milei son personajes que treinta años atrás ni siquiera hubiesen calificado para un casting de un programa humorístico como No toca botón. Todos hablan con elocuencia (Psicología Disney del hijo genio) porque su nivel de vacío e ignorancia es tan abrumador que ni siquiera les da para adoptar una mínima actitud de modestia (“Es verdad porque yo lo creo”).

Los otros de su especie espantapájaros que no alcanzan su visibilidad (otra palabra adoptada que me sorprendía en 2005), los votan los defienden a muerte, porque se sienten representados. Al menos en esto tienen razón: están más que bien representados en la dictadura del lumpeado.

jorge majfud, abril 2, 2024