Rebelión: existir al margen del capital es resistir


Breve historia de la privatización de los medios electrónicos

Según Marconi, la radio iba a ser “un heraldo de paz y civilización entre las naciones”. Poco después, vendió su invento a los británicos como instrumento de comunicación y propaganda para sus guerras coloniales. En 1906 se emitió el primer programa de radio en Estados Unidos. Pronto, los discursos políticos se redujeron de una hora a diez minutos. El político que mejor supo usar el nuevo medio fue Franklin Roosevelt. En Alemania, los nazis. Hitler no sólo se inspiró en la tradición racista de los esclavistas y de teóricos como Madison Grant, sino que su ministro de propaganda aprendió de los libros de Edward Bernays. Hitler no tenía dudas y no andaba con vueltas: “Cuando se desencadena una guerra, lo que importa no es tener la razón, sino conseguir la victoria”.

En Estados Unidos, en los años 20, la mayoría de la población prefería que el nuevo medio, la radio, continuara siendo un servicio público de información. Para 1926, sólo el 4,3 por ciento de las emisoras eran comerciales. Los gremios de maestros y profesores estaban a favor de mantener un número mínimo de esas ondas destinadas a la educación a distancia, no comercial y más democrática, pero para 1928, en apenas dos años, las universidades ya habían perdido decenas de ondas (de 128 a 95). El director de la radio de University of Arkansas se quejó de que la FRC (organismo en Washington que administraba las ondas de radio) “nos sacó todas las horas que valían algo y nos dejaron aquellas sin ningún valor”. Esto no es sólo un ejemplo; por entonces, apenas el cinco por ciento de la población estadounidense apoyaba un cambio radical hacia la comercialización. En 1932 Business Week reportó una avalancha de cartas protestando por la nueva radiodifusión basada en anuncios.

En 1925 los maestros y profesores habían fundado el National Association of Educational Broadcasters (NAEB) y en 1930, como respuesta al incipiente pero agresivo control del sector privado a través de la venta de publicidad, crearon el National Committee on Education by Radio. Para 1938 habían logrado asegurarse cinco ondas destinadas a la educación, pero todos los observadores estaban de acuerdo en que la exposición de anuncios comerciales no era bien recibido por la población. Pese a esta larga historia de resistencia por medios sin fines de lucro, a finales de los 30 ya quedaban pocas ondas destinadas a la difusión de la cultura y el conocimiento. Todas habían cedido terreno a la radiofonía comercial, con sus programas de diversión apoyados por anuncios comerciales.

Para dar el golpe final, las nuevas emisoras comerciales ofrecieron espacios gratis a los políticos y a los legisladores. ¿Suena conocido? Entre 1931 y 1933, los legisladores fueron invitados 298 veces a la flamante NBC, cadena propiedad de General Motors, la telefónica AT&T y la United Fruit Company, responsable de múltiples golpes de Estado y masacres en América Latina.

El 28 de abril de 1932, la publicación Education by Radio, sostenía que el principio de la Carta Magna de la radio estadounidense declaraba que su existencia se debía al “interés público” y criticaba los lobbies que intentaban cambiar estos principios: “El personal de la Comisión [Federal] de Radio está en este momento reclutado abogados y gente con intereses militares y comerciales (…) y subordinando el aspecto educativo al monopolio de los intereses comerciales”. Más adelante advierte: “La libertad de expresión es la base de cualquier democracia. Permitir que los intereses privados monopolicen el mayor instrumento de acceso a la mente humana que se ha conocido es destruir la democracia. Sin la libertad de expresión de aquellos que no tienen a los ‘beneficios’ como interés principal, no habrá una base inteligente para determinar ninguna política de interés social”.

Poco a poco, se fueron cerrando las radios universitarias y otras de educación, confirmando el divorcio de sus mayores instituciones de educación y cultura con el resto de la población, lo que se refleja cada dos años en los mapas electorales y en la mutua desconfianza entre estos dos sectores de la sociedad disociada. Ya por los años 30, las organizaciones a favor de una cuota de ondas no comerciales como el NCER (parte del Institute of Education Sciences) era caracterizado como “un grupo engañado por pedagogos” demandando tonterías “infantiles”. Por su parte, el “socialista” F. D. Roosevelt no tomó partido por los grupos que se oponían a la toma total de las ondas por los intereses privados porque, frecuente invitado en todas ellas, temía perder este favor político.

Al mismo tiempo, en Canadá se realizaron discusiones populares en decenas de ciudades para decidir qué era lo más conveniente, si seguir un incipiente proceso de comercialización del nuevo medio que se estaba dando en Estados Unidos a través de los avisos o mantener los medios independientes del capital privado. Como lo resumió el hombre de negocios y socialista canadiense Graham Spry al millonario estadounidense y defensor de los medios públicos, Armstrong Perry: “Nuestro mayor temor no es sólo el monopolio [comercial] sino el poder extranjero que viene con el monopolio”. La decisión mayoritaria fue mantener la radiodifusión como un servicio público, no comercial.

No obstante, el poder de los capitales acumulados era abrumador. Como observó el profesor Robert McChensny, el mismo proceso ocurrió durante los 90 en el debate sobre el estatus legal de Internet: mantener el nuevo medio de comunicación regulado por los gobiernos o dejarlo librado a las “leyes del mercado” y a los intereses de las corporaciones. El 22 de junio de 1998, el New York Time reportaba “un clima en el que cualquier regulación de Internet en su infancia comercial se considera alta traición”.

En 1934, los lobbies privatizadores y contra la petición de un 25 por ciento para canales no comerciales en Estados Unidos lograron su mayor éxito con la Ley de Comunicaciones. Esta fue la ley rectora de los medios hasta la Ley de Telecomunicaciones de 1996, no por casualidad diseñada para regular el nuevo medio, Internet, bajo la nueva ideología neoliberal de privatizaciones y desregulaciones de la “libertad comercial”. Entre otras previsiones, eliminó el número legal de canales en manos de un mismo grupo financiero. Es el caso de Sinclair Broadcast Group, el cual actualmente es dueño de casi doscientos de canales locales en diferentes estados (afiliados a las grandes cadenas nacionales como Fox, CBS y NBC) los cuales son forzados a leer manifiestos del directorio central como si se tratase de información real, objetiva e independiente, en todos los casos en apoyo de la ideología conservadora de las grandes corporaciones.

En 1938, años después del asalto privatizador de los medios, la NBC concluía: “Nuestros medios son lo que son porque operan en la democracia estadounidense. Es un sistema libre porque este es un país libre. Es de propiedad privada porque la propiedad privada es una de nuestras doctrinas nacionales. Se mantiene de forma privada, a través del patrocinio comercial de una parte de las horas del programa, y sin costo alguno para el oyente, porque el nuestro es un sistema económico gratuito”.

En Inglaterra, con la BBC y con el apoyo mayoritario de la población, la radiofonía permaneció, en su gran mayoría, como servicio público, no comercial, hasta una década después de la Segunda Guerra. Desde los años cincuenta hasta los ochenta, permaneció como propiedad mixta entre capitales públicos y privados pero con un claro control de calidad en cuanto a los contenidos culturales y de información por parte del Estado. Esto comenzó a cambiar a partir del neoliberalismo impuesto por el gobierno de Margaret Thatcher en los 80. Para los 90, la comercialización del servicio público británico tuvo lugar en Estados Unidos con el fin de recaudar fondos para su central en Inglaterra

La historia de Internet es un calco del proceso que sufrió la radio. A mediados de los años 20, cuando la radio, el nuevo medio revolucionario por entonces ya había sido inventado y su uso se encontraba en desarrollo, un tercio de las ondas todavía eran de servicio público, es decir, educativas o no comerciales. Similar a todos los medios de comunicación anteriores, Internet no fue inventada por ningún “exitoso hombre de negocios” sino por profesores estadounidenses que, a pesar de su origen militar, creyeron crear un medio anárquic; primero una red no comercial de investigadores y luego una red abierta al público para la interacción y la difusión de las ideas y la información. Como observa McChensny, “Internet nunca hubiese sido creada por ninguna compañía privada; no sólo porque el tiempo de espera para los retornos hubiese sido inaceptable, sino por su idea fundamental de una arquitectura de propiedad abierta hubiese sido inaceptable para las compañías privadas”.

Un par de décadas después, cuando la idea y toda la estructura de Internet ya estaba desarrollada en base al principio más democrático de propiedad pública, como todos los medios y todos los grades inventos anteriores fue secuestrada por el poder de turno que, en lo que se refiere a los últimos siglos, está basado en el dinero y en la concentración de los capitales, es decir, las grandes corporaciones. La privatización y comercialización de Internet a través de diferentes leyes desreguladoras ocurrieron en los años 90, no por casualidad en la cresta de la ola neoliberal. Washington decidió la privatización de grandes sectores de la red en 1993, cuando hasta entonces se encontraba prohibida y se había mantenido y desarrollado como una realidad anárquica, amenazando en convertirse en propiedad de la gente común. La idea original de quienes trabajaron en esos proyectos no iba en favor del monopolio de un gobierno, pero tampoco en favor del oligopolio de las grandes corporaciones (protegidas por ese mismo gobierno) que en pocos años se hicieron con este instrumento fundamental de creación de realidad y de opinión pública, no en su totalidad, pero sí en un grado suficiente para mantener el control.

Incluso una poderosa publicación liberal (es decir, conservadora) como The Economist lo reconoció en 1998, aunque no sin sus clásicas ambigüedades de clase: “Cuando Cyberia [Internet] era un pequeño país de académicos, sus leyes funcionaban muy bien. Pero ahora ha sido colonizada por el mercado. Es necesaria una acción más en favor de los negocios” (“The death of an icon”, 22 de octubre de 1998). El poder siempre tiene una buena excusa para apropiarse de todos los inventos, habidos y por haber.

En este caso, la decisión de privatizar Internet se tomó muchos años antes, en 1990, en una reunión en Harvard University, a la cual asistieron representantes del gobierno de Washington y de las grandes corporaciones de las telecomunicaciones. Por supuesto que ni siquiera hubo un profesor de otras áreas, como ciencias o humanidades. Menos hubo un representante del pueblo, ni estadounidense ni de ningún otro pueblo. La democracia es siempre un estorbo para el progreso y la libertad, ¿no? “Es verdad, el gobierno creó Internet con sus recursos, pero el muchacho ha crecido y se ha ido de casa”, fue la explicación de uno de los miembros de la Internet Society (ISOC), interesados en su privatización (Wall Street Journal, 4 de junio de 1998, p. 26).

No por otra razón, en 1996 se aprobó la ley más importante sobre medios de comunicación desde 1934, la Ley de Telecomunicaciones, la que liberaba las fuerzas de los grandes lobbies y corporaciones en nombre de una participación democrática de todos los actores privados. Gracias a esta ley, una misma corporación dejó de estar limitada en el número de medios autorizados para operar. La libertad de los liberales y, más recientemente, de los libertarios conservadores, la libertad de los poderosos, la libertad de los dueños de los países. Que viva la libertad.

Desde la comercialización de Internet, la gente no abandonó la radio ni la televisión, sino que sumó un nuevo medio, agregando varias horas por día al mercado de la atención. Al igual que con la popularización de los periódicos en el siglo XIX, el nuevo medio prometía democratizar la información y crear pueblos e individuos más libres. Al igual que con todos los nuevos medios de comunicación, con Internet y las redes sociales esta libertad ha sido fuertemente cuestionada. Al igual que en todos los casos anteriores, los poderes de las elites de turno secuestraron los nuevos medios y las nuevas tecnologías desde el primer día y, en ningún caso, fue con un propósito altruista de ceder poder a la abrumadora mayoría de los de abajo, los (aparentemente) sin poder. Esta urgencia fue aún más importante en aquellos países que habían consolidado un sistema de democracia liberal con votaciones periódicas. De esta forma, los medios justificaron los fines y la opinión pública se convirtió en el comodity y en el arma más valiosa.

En octubre de 2022, el hombre más rico del planeta, Elon Musk, compró Twitter por 44 mil millones y, antes de conocer siquiera a los principales directores de la empresa, prometió despedir a la mitad de los empleados para “limpiar la casa”. Los asalariados son siempre basura para los psicópatas que aman el éxito y el ejercicio del poder despidiendo empleados. Para noviembre, ya había cumplido con su promesa y, en nombre de la libertad, propuso diferentes cobros del servicio, aparte de comenzar a incluir publicidad. En Twitter la libertad comenzó a expresarse con una explosión de racismo y violencia política. La red no mejoró pero el señor Musk continuó haciendo miles de millones de dólares. De una junta administrativa se pasó a una dictadura más estilo banana republic con un jefe psicópata, autopromocionado como el paladín de la libertad y la democracia.

La introducción de publicidad en Twitter es la repetición del proceso de comercialización de un medio de comunicación, exactamente como ocurrió con la radio en los años 30, con la televisión más tarde y con las compañías de telecomunicación y, principalmente, con Internet en los años 90. La comercialización se vendió por parte de políticos, presidentes y grandes gerentes como una forma de expandir la libertad y la neutralidad ideológica, como si los grandes negocios y la cultura de adoración de las corporaciones y los multimillonarios no se sostuviera con un permanente y ubicuo bombardeo ideológico que es aceptado como si fuese la lluvia que da vida a los campos. Los anunciantes que realmente importan en esta lógica son las grandes compañías, no los pequeños negocios. Más aún, en los países periféricos (la mayoría del mundo) ni las grandes compañías tienen muchas chances de pagar publicidad en las plataformas en la escala en que lo hacen las compañías de los países dominantes.

La super comercialización de las sociedades ha creado una cultura del consumo y, con ella, la fosilización de la ideología que diviniza las leyes del mercado sobre toda actividad humana, define el éxito (los millonarios) y demoniza cualquier opción bajo alguna figura ficticia (los trabajadores holgazanes o los socialistas come niños). No hay consumo sin beneficios y no hay concentración de las ganancias sin un consumismo que impida cualquier pensamiento radical que se oponga a una realidad radical.

En el ensayo “There are Alternatives” publicado en 1998, el filósofo Jünger Habermas fue categórico: “No creo que podamos tener ilusiones sobre lo público de una sociedad en la que los medios de comunicación comerciales marcan la pauta” (New Left Review, Setiembre 1998). Claro que, como decía NBC y los lobbies empresariales en los años 30, todas estas opiniones no comerciales son irrealistas, infantiles, y están contra la libertad y la democracia. Al fin y al cabo, Habermas como el profesor Einstein o el pionero de la computación moderna, Alan Turing y los filósofos o inventores de los últimos siglos han sido todos pobres, irrealistas y fracasados.

Hoy, en Estados Unidos, existe una cadena pública de televisión, PBS, y una de radio, NPR. Hasta la presidencia de Ronald Reagan, la mayoría de sus ingresos procedían del gobierno federal, lo cual se fue reduciendo en las décadas posteriores hasta un magro 15 por ciento, en un persistente intenso en convertirlas, sino en privadas, al menos en cadenas comerciales. A pesar de ser los mayores productores de contenido cultural e informativo profesional del país, todos los años deben mendigar donaciones a su público para complementar su menguado presupuesto, siempre bajo ataque de los políticos conservadores y las corporaciones que los financian, los que entienden que la existencia de un medio depende de su rating. Por otro lado, como ya lo observó Robert McChesney, “lo último que quieren las cadenas comerciales es que PBS y NPR salgan a competir por la publicidad, sobre todo entre aquel público educado y de clase media alta. Cuando en 1998 el gobierno de Francia limitó el tiempo de publicidad en la televisión pública, TF1, la mayor cadena comercial del país, se vio de repente beneficiada”.

En 2025, el presidente Donald Trump eliminó casi todos los fondos del gobierno para NPR y PBS.

La misma historia ha sido y continúa siendo la historia de la Inteligencia Artificial. Luego de 70 años de investigación, experimentación y naturales fracasos por parte de sus creadores no capitalistas, se logró su desarrollo a principios del siglo XXI. Para 2015, luego de la aceleración del desarrollo de los modelos de lenguaje y aprendizaje artificial, se fundó una de las compañías más visible de la actualidad, OpenAI. Sus fundadores no inventaron nada, pero iniciaron el proyecto como una organización sin fines de lucro (nonprofit) para “asegurar que la inteligencia artificial general (AGI) beneficie a toda la humanidad”. En 2019 comenzó su privatización. Luego del éxito de ChatGPT, en 2025 OpenAI pasó de organización “sin fines de lucro” a corporación en gran parte privatizada, con fines de lucro.

30 años de Rebelión, vanguardia y resistencia

A mediados de los años 90, muchos jóvenes vivimos el boom de Internet con la ambigüedad y las dudas propias de todo inicio. Por provenir del mundo de los libros y de la celebración de la cultura ilustrada, muchos balanceamos este entusiasmo con una dosis de pesimismo o, por lo menos, de precaución. Como joven del siglo XX, en Mozambique viví este contraste entre el siglo anterior y el próximo por llegar. A mi regreso a Uruguay no alcanzaba a romantizar ni a despreciar ninguno de los dos mundos. En 1997, como resumen de estos contrastes radicales y perplejidades de joven soñador, escribí los últimos capítulos de Crítica de la pasión pura, imaginando que ya no teníamos excusas para una “democracia directa”, ya que las herramientas de la Superred estaban allí, casi maduras. Al mismo tiempo, anotaba que toda esa aparente libertad de otorgarle voz y voto a los ciudadanos del mundo se iba a encontrar con la reacción de poder económico y financiero: la desilustración (por entonces la llamábamos el suicidio de cambiar la reflexión de los libros por la superficialidad de la urgencia) y, finalmente, la dictadura de un sistema que sería dueño hasta de la privacidad de los individuos. 

No obstante, todos necesitamos (y necesitamos) creer en proyectos, subscribir utopías, más si se es joven. Una buena parte de aquella utopía estaba en la primera parte de la ecuación: el acceso democrático y a bajo costo a la información y la “denuncia sin censura”, eran una forma de extender la cultura ilustrada en ese universo frágil, fragmentado y lleno de ruido y contaminación digital.

Fue ahí donde Rebelión funcionó como un medio que también cumplía una función doble y en apariencia (sólo en apariencia) contradictorio: el de vanguardia y resistencia

En 1996, en España, un grupo de jóvenes periodistas fundó Rebelion.org como respuesta al dominio mediático y narrativo de los medios tradicionales, con la particularidad de no poseer una sala de redacciones, costos de impresión y de distribución―y sin vender publicidad. Esta es, desde el comienzo, una política descomercializada, anti corporativa y, como consecuencia, anticapitalista. Naturalmente, la mayoría de sus autores y publicaciones reflejan lo que el lenguaje tradicional y dicotómico define como “de izquierda”, con toda la pluralidad histórica y presente de ese ideoléxico.

Rebelión llegó a estar entre los diez periódicos digitales más leídos en castellano y ser el primero en número de lectores de los medios alternativos. Actualmente, según diferentes medidores de rankings (web traffic estimators) sus visitantes alcanzan un promedio de casi diez minutos de lectura, lo que equivale a la lectura promedio de dos artículos en su totalidad.

Rebelión no solo es leído en varias decenas de países de todo el mundo. Más importante que eso, es reconocido por casi cualquier lector atento. Una particularidad remarcable de Rebelión, entiendo, radica en que sus publicaciones son reproducidas en otros sitios alternativos de diferentes continentes en un número muy superior al de muchos medios comerciales. Me atrevería a decir, sin un estudio estadístico pero sin miedo a equivocarme, que un artículo en Rebelión es republicado en sitios alternativos y en diarios tradicionales en una relación de diez a uno que es republicado de un diario comercial.

Este éxito descapitalizado ha hecho de Rebelión el objetivo de ataques, sabotajes y críticas por su “inclinación política” (bias), como si ésta fuese un secreto de los medios alternativos o como si el resto de los conglomerados privados (Grupo Clarín en Argentina, Televisa en México, Prisa en España, Walt Disney, Paramount, Sinclair, Warner Bros y Fox Corporation en Estados Unidos), estuviesen libres de ideología y sus productos mediáticos fuesen la expresión de la objetividad y la neutralidad cultural y periodística.

Rebelón no solo es leído en varias decenas de países de todo el mundo. Más importante que eso, es reconocido por casi cualquier lector atento. Su ícono de “la carita” (la fotografía sin diseño y sin photoshop de un niño que mira asombrado la realidad del mundo que le tocó vivir) es uno de las más reconocidos entre los lectores de muchos países―hace unos años, un periodista joven en Argentina me dijo: “Cito de memoria de un artículo que publicaste en un sitio latinoamericano… el de la carita”.

Una de las primeras capturas de Rebelión que sobreviven en archive.org es del 17 de agosto de 2000. Allí se pueden leer reflexiones de Juan Gelman, Ariel Dorfman, Naomi Klein y dos piezas breves de Eduardo Galeano. En una de ellas, titulada “Disparen contra Rigoberta”, Eduardo nos recuerda (la conjugación de este verbo en tiempo presente es deliberada):

El Nobel de la Paz, que Rigoberta ganó en el 92, no sólo fue la única conmemoración decente y justa de los quinientos años de eso que llaman Descubrimiento de América, sino que, además, resultó un buen plumerazo para un premio que necesitaba una limpieza. El Premio Nobel de la Paz venía cargando mucha mugre desde 1906, cuando se lo dieron a Teddy Roosevelt, quien a los cuatro vientos proclamaba que la guerra purifica a los hombres, y más sucio fue quedando, con el paso del tiempo, cuando fue recibido por otros jefes guerreros, como, por ejemplo, Henry Kissinger, quien debe al mundo muchas muertes y ha sido el papá de Pinochet y otros monstruitos. Patas arriba: el mundo al revés discute ahora si Rigoberta merecía ese premio, en lugar de discutir si ese premio la merecía”.

En el otro artículo, publicado el día anterior con título “El periodismo independiente”, Galeano nos dice, como si se tratase de un texto escrito a propósito de los 30 años de Rebelión:

“Las ideas revelaban cierta inclinación al rojo, pero más rojos estaban los números. El administrador del semanario Marcha [Uruguay], que cumplía la insalubre tarea de pagar las cuentas, saltaba de alegría en raras ocasiones:

―¡Llegaron avisos! ¡Tenemos la edición financiada!

En la historia universal del periodismo independiente, siempre se ha celebrado semejante milagro como una prueba de la existencia de Dios. Pero al director, Carlos Quijano, se le torcía la cara. Y mascullaba maldiciones: aquella buena noticia era la peor de las noticias. Si había publicidad, se iba a sacrificar algún espacio imprescindible para difundir información mentida o escondida, y ya no se iba a cumplir como era debido con la misión que había dado nacimiento al semanario.

Marcha había nacido a contraviento, y a contraviento vivía: no había sido fundada para cazar consumidores, sino para encender conciencias, joder paciencias y alborotar avisperos.

Siempre resultaban pocas las páginas para decir todo lo que había que decir, viernes tras viernes, hasta que el terror militar puso fin a los treinta y cuatro años de esa locura”.

Naturalmente, ni Marcha, ni Galeano ni Rebelión fueron nunca neutrales ni quisieron serlo. La diferencia con los medios dominantes radicaba en que tenían la suficiente honestidad para no escondérselo a sus lectores.  

Ahora, en el siglo XXI, Rebelión continúa la brillante y heroica tradición de columnas y ensayos políticos sobre problemáticas reales, sociales y culturales de actualidad que procede del siglo XIX y ha tenido destacados ejemplos en publicaciones como The Nation (1865), Monthly Review (1949), Le Monde Diplomatique (1954), New Left Review (1960), Partisan Review (1934), Marcha (1939), Crisis (1973), entre otros.

Como estos medios históricos, también Rebelión le dio espacio y permanencia a los textos de destacados intelectuales como Pascual Serrano (uno de sus fundadores), Eduardo Galeano, Noam Chomsky, Ignacio Ramonet, Heinz Dieterich, Boaventura de Sousa Santos, Juan Gelman, Atilio Boron, Antonio Maira, Raúl Zibechi, Marcelo Colussi, James Petras, Vijay Prashad, Giorgio Trucchi, Lilliam Oviedo, Cynthia Cisneros Fajardo, entre muchas otros que por razones de espacio y de tiempo omito ahora.

Mi vinculación con este valiente, resistente y entrañable medio se remonta a principios del siglo XXI y desde entonces ha continuado hasta hoy gracias a la amistad y al trabajo serio y meticuloso de Silvia Arana quien, desde Ecuador, suele señalarme mis habituales desprolijidades.

Jorge Majfud, diciembre 2025