Ese amor está lleno de odio

Lo primero que hizo Hitler para seducir a las hordas de la superpotencia arrodillada fue prometer hacer Alemania fuerte de nuevo, “Alemania sobre todo(s)”. Para eso, persiguió y demonizó a intelectuales y periodistas, hasta cerrar escuelas como la célebre Bauhaus, la que él definía como nido de degenerados antipatriotas y comunistas anti alemanes.

En 2020, Donald Trump ya había llamado a imponer una “educación patriótica”, lo que respondimos con “¿Es la verdad antipatriota?” En su segunda presidencia, todo lo que había preparado en la primera se está poniendo en marcha; un Reich Americano, sin disimulos, donde la libertad de expresión y la libertad académica son decoraciones legales; donde la censura y autocensura de profesores y periodistas ha alcanzado niveles que supuestamente solo pertenece a esos países que el discurso popular identifica con dictaduras, para invadirlas o bloquearlas; donde no sólo se cancelan cursos, se echan a comediantes y a profesores, sino también se secuestra en las calles a alguien por escribir un artículo crítico y se la recluye en una prisión militar. Como en la Inquisición, cada tanto queman a uno (por no amar a Dios y a la Iglesia) para que el resto cierre la boca y se ponga a rezar.

En mayo de 2025, el asesor principal del gobierno de Estados Unidos, Stephen Miller, informó, desde el podio de la Casa Blanca, sobre la nueva doctrina del país: “A los jóvenes se les enseñará a amar a su país” (en inglés “children/kids” significa “menores de 18 años” y, con frecuencia, “hijos”, aunque tengan 25 años). ¿Cómo? enseñándoles historia patriótica. Lo dijo el vicepresidente JD Vance: “los profesores son los enemigos” en un evento patriótico titulado “Las universidades son el enemigo”.

Este odio radical, vestido de amor, se confesó en el mismo discurso de Miller, cuando anunció la persecución a todos “aquellos que promueven ideologías comunistas”. Le faltó el acento germánico. Como nadie puede seducir a las masas diciendo que van a promover el odio contra aquellos que piensen diferente y se atrevan a cumplir con su trabajo académico, y como el fascismo pierde siempre en las universidades del mundo y en la cultura no comercial, entonces hay que “luchar por la libertad” imponiendo a la fuerza lo que no se puede ganar por la libre competencia académica.

¿Por qué la búsqueda de la verdad es antipatriótica y atenta contra la libertad? Cuándo uno ama a alguien, ¿lo elogia cada vez que va a envenenarse o a cometer un crimen? ¿Es la mentira una obligación del amor? Si la búsqueda de la verdad y la justicia fuesen antipatrióticas, ¿de qué lado estarías? ¿O estamos ante “El falso dilema del patriotismo” ?

Como decía la “Canción de una madre patriótica a su hijo” (1849), instando a miles a ir a morir en la guerra de despojo contra México: “ve a la guerra, hijo, que nuestro país siempre tiene razón”. Esta doctrina del fascismo parasita, de a poco, sus cambios de control total de cuerpos y mentes, hasta que los esclavos terminan siendo los más fanáticos defensores de su propia esclavitud.

Es posible analizar la historia desde múltiples puntos de vista, pero, en cualquier caso, si se la practica de forma crítica y honesta, ésta debe tener siempre por objetivo la búsqueda de la verdad de los hechos olvidados. En mi recurrente revisionismo de la historia, nunca pretendo que mi interpretación de los hechos sea la única posible y, mucho menos, la verdad revelada. La verdad es demasiado grande como para tener dueños humanos. El objetivo de una historia revisionista (¿existe una investigación histórica que no sea revisionista?) es revelar hechos, ideas y crímenes silenciados por la historia oficial. La historia oficial es un ejercicio de narcisismo colectivo que se fosiliza a lo largo de las generaciones hasta que el fósil no tiene de la realidad fosilizada nada más que una vaga sombra. Cualquier historia patriótica es burda propaganda.

Aparte, ¿se puede amar a un país? Responderé de una forma que no caerá bien entre amigos y adversarios: no, no es posible. Se trata de un hermoso sustituto del amor, un reflejo fetichista del amor propio.

Nadie puede imponer el amor a una persona y mucho menos el amor a una cosa, a una montaña, a una idea abstracta, a una ficción, por poderosa que sea―porque no existe ese amor. Nadie ama un automóvil, los Apalaches, Arkansas, los Andes o la Antártida. Ni existe un país hoy que sea el mismo que hace doscientos años. El pasado es un país extranjero. ¿Los estadounidenses deben amar los Estados Unidos esclavistas? ¿Los belgas deben amar la Bélgica de Leopoldo II y los franceses la Francia genocida en Argelia?

También los amos decían que amaban a sus esclavos, como un líder fascista puede decir que ama a su pueblo. El amo esclavista no ama ni siquiera a quienes lo adulan. Los odian, porque el amo odia a sus esclavos por lo que son, tanto como los esclavos rebeldes odian a sus amos por lo que hacen. Dos formas de odios radicalmente diferentes, aunque ninguno califica como sustituto del amor.

Claro, hay diferencias semánticas, políticas y hasta morales en este amor por una ficción. El amor patriótico tiene diferentes proyecciones contradictorias, como el deseo supremacista de esclavizar al colonizado, y el deseo del colonizado de liberarse de ese imperio, por los medios que sean. Otra vez: un ideoléxico, dos realidades opuestas.

Cierto, nadie puede decirnos lo que creemos sentir, pero eso no significa que siempre sabemos lo que sentimos. Los psicópatas suelen decir que aman y sienten compasión. Algunos aprenden a llorar y hasta se convencen a sí mismos de que es un llanto verdadero. Es como decir que una pata de conejo es la buena suerte y que por eso protege a quien la lleve. Es una proyección fetichista del sentimiento de (in)seguridad en algo al que se le atribuye poderes especiales. Estamos en nuestro derecho de negar totalmente estos poderes y, por lo tanto, que los sentimientos de seguridad proceden de la pata y no de del individuo que refleja en ese fetiche sus propias necesidades y fantasías.

El patriotismo es uno de los fetiches más fáciles de manipular. Es un sentimiento o una idea tribal, creada y promovida por distintas instituciones, desde el Estado, la educación, los medios y la cultura, por lo general mucho más fuerte que los principios de Verdad, Justicia y Libertad. Pero decir que uno ama un país porque se identifica con él, es decir que también ama a sus asesinos, a sus KKK, a sus Hitler, a sus Pinochet, a sus Epstein… También ellos eran patriotas―a su manera, como todos.

La obligación, la imposición de un grupo, de un Estado a que sus ciudadanos amen un país no es sólo la imposición de un fetiche masivo, sino el instrumento principal del fascismo. Este amor obligatorio, violento, ficticio es, en realidad, odio hacia algún otro grupo de ciudadanos que no comparten sus fetiches―o tienen intereses o una idea diferente de país.

Ese amor es odio a quienes creen en la igualdad de derechos a la vida de cada individuo, por el solo hecho de haber nacido.

Jorge Majfud, setiembre 2025.

El ADN metacultural de un país

Los ensayos exculpatorios de los Padres fundadores de Estados Unidos por el hecho de haber tenido esclavos y proclamar la “igualdad de todos los hombres” suelen comenzar con una cita de Thomas Sowell: “Quienes critican a los redactores de la Constitución de los Estados Unidos por ‘condonar la esclavitud’ con su silencio, solo tendrían razón si la abolición fuese, de hecho, una opción disponible en aquel momento, en un país nuevo que luchaba por sobrevivir”.

Sowell, condecorado por George Bush, es la estrella afroamericana de los conservadores. Caso similar a Larry Elder, candidato afroamericano a gobernador de California en 2021, quien se opuso a la reparación a la comunidad negra por las condiciones de injusticia económica de partida en la fundación de este país: “Les guste o no” dijo Larry, la esclavitud era legal”. A los amos blancos “les arrebataron sus bienes legales después de la Guerra Civil”,así quese les debe reparaciones a “a quienes perdieron su propiedad privada”. En 1963, Malcolm X observó la diferencia moral y funcional de una sociedad que dividía de facto “los negros de la casa” de “los negros del campo”: los primeros son los más firmes defensores del orden social y moral de un sistema que oprime a sus propios hermanos.

El argumento de Sowell y de otros, sobre el “la necesidad existencial de la esclavitud” del nuevo país se destruye con simples observaciones históricas y conceptuales. Contemporáneo de Jefferson, José Artigas, Líder de los Pueblos Libres de lo que hoy es Uruguay y parte de Argentina, apenas venció al imperio español en el capo de batalla y resistió el acoso de Buenos Aires, repartió tierras entre negros, indios y blancos pobres; adoptó un indio como hijo y lo promovió a la gobernación de Misiones.

La Revolución de las Trece Colonias no nace de una rebelión contra los impuestos en Boston sino del deseo de los colonos de despojar a los pueblos nativos de todas sus tierras sin respetar los acuerdos firmados por Londres en 1763. Como vimos en este libro, el mismo Washington, un militar más bien torpe en el campo de batalla, se hizo de miles de hectáreas indígenas antes de convertirse en un patriota y, al igual que otros héroes patriotas, continuó con el mismo proyecto de bienes raíces después de 1776.

La idea de “un país luchando por la sobrevivencia” sustituye la realidad histórica: se trató de una clase dominante y minoritaria luchando no sólo por su sobrevivencia, sino para satisfacer su deseo desatado de incrementar sus riquezas, tomando tierras indígenas, masacrando “razas inferiores” y expandiendo el negocio de esclavitud. Los indios no pedían nada a nadie, sino que los dejasen en paz. Infinitamente más democráticos que los fanáticos colonos, firmaron múltiples acuerdos para terminar con sus resistencias armadas a cambio de su independencia y de mantener un comercio libre con los europeos y otros pueblos nativos, tal como habían hecho por siglos.

Lo mismo los esclavos. ¿Debían mantenerse en esclavitud por generaciones para “salvar la existencia” de un país que no era de ellos, sino que los oprimía? Cuando en 1812 Gran Bretaña respondió con la quema de la Casa Blanca a un atentado previo de los colonos contra Canadá, la que querían como el estado catorce, los indígenas y los negros esclavos (los del campo, no los de la casa) apoyaron a los ingleses. No porque los creyeran moralmente superiores, sino, como había ocurrido en los dos siglos previos, los nativos hacían alianzas con cualquier potencia que respetase su derecho a la vida.

Este momento fue romantizado por los patriotas en su himno nacional. Cuando el himno habla de los agresores que querían dejarlos “sin hogar y sin patria”, advierte que

Ningún refugio pudo salvar al mercenario y al esclavo

del terror de la huida ni de la oscuridad de la tumba

¡Oh, que así sea siempre cuando los hombres libres se mantengan

entre su amado hogar y la desolación de la guerra!

Entonces debemos vencer, cuando nuestra causa sea justa

en la tierra de los libres y el hogar de los valientes.

Aquí “hombres libres” significaba “hombres blancos”. Esto es irrefutable en el lenguaje de la época, intercambiable con “la raza libre”.

Es decir, la mayoría tenía muchas opciones aparte de la esclavitud, la servidumbre y el coloniaje intra-nacional. No los amos blancos que, además, estaban motivados por la expansión de sus riquezas y del sistema eslavista.

En 1790 Washington era presidente, Adams vicepresidente y Jefferson Secretario de Estado. Ese año, se aprobó la ley que establecía la obligación de ser blanco para que un inmigrante pudiese convertirse en ciudadano. La rebelión de esclavos de 1791 en Haití sacudió la moral de los imperios y de la nueva república. Jefferson, propietario de 150 esclavos en Virginia, escribió: “tiemblo por mi país al pensar que Dios es justo; que su justicia no puede dormir eternamente; que (…) una revolución en la rueda de la fortuna, un cambio de situación, está entre los posibles eventos”.

Brutales y racistas como cualquier imperio, los franceses de Nueva Francia, como los españoles de Nueva España, no solían llegar a los extremos segregacionistas del imperio británico. Evangelizadores y misioneros proselitistas como cualquier cristiano, los jesuitas no llegaban al fanatismo de los pastores protestantes. Diferente a los franceses, los colonos anglosajones no respetaron ningún tratado de reciprocidad, ley de oro de la política internacional hasta nuestros días.

En 1784, el británico John Smyth, anotó en su libro A Tour in the United States of America: los americanos blancos sienten un profundo desprecio por toda la raza indígena; y no hay nada más común que oírlos hablar de extirparlos totalmente de la faz de la tierra: hombres, mujeres y niños. Por el contrario, los indios no parecen sentir ningún desprecio por los europeos”.

Desde libros como La frontera salvaje: 200 años de fanatismo anglosajón en América latina (2021), entre otros factores, observamos una particularidad en el racismo anglosajón: el segregacionismo, el desprecio por otras etnias y el sentimiento de superioridad a lo largo de la historia alcanzaban niveles obsesivos y neuróticos. Esto no se sustenta en ningún ADN biológico sino en un ADN cultural, tal vez surgido en algún momento de la Edad Media en algún rincón particular de las costas anglosajonas durante el dominio romano.

Ahora, a manera de especulación, podría ser legítimo para futuros estudios científicos sobre una “psico historiografía” de los pueblos estudiar qué rol pudo tener en esta formación cultural la observación del carácter recesivo de las características blancas, como, por ejemplo, los ojos azules y el color rubio de los cabellos. Según el carácter recesivo de este fenotipo, para que los hijos nazcan con las mismas características físicas, ambos padres deben poseerla. De lo contrario primarán los cabellos oscuros y el color de ojos negros o castaños.

Otra nota para investigadores: ¿qué relación existe entre esta obsesión con el nacimiento de la propiedad privada de tierras y seres humanos en la Inglaterra del siglo XVI? ¿Ha sido el miedo a la no sobrevivencia de la tribu basada en su aspecto físico?

jorge majfud, julio 2025.

https://www.pagina12.com.ar/842500-el-adn-metacultural-de-un-pais

https://www.ihu.unisinos.br/654666-o-dna-metacultural-de-um-pais-artigo-de-jorge-majfud

http://www.bitacora.com.uy/auc.aspx?16187

Patriotismo

El patriotismo es la distracción de quienes han perdido la patria que habitan

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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La guerra de los cerdos y la política tribal

La guerre au cochon et la politique tribale

Para distraer la atención del asalto global del 0,1 por ciento de la población mundial, tenemos una creciente Guerra del Cerdo (novela de 1969 de Bioy Casares) pero extendida a los extremos más diversos que el novelista argentino nunca imaginó: jóvenes contra viejos, blancos contra negros, latinos contra anglos, gordos contra flacos, camioneros y mineros contra universitarios, bebedores de cerveza contra abstemios, veganos contra vegetarianos y vegetarianos contra carnívoros, feministas de la primera ola contra feministas Instagram contra hombres, machistas contra feministas, hombres contra mujeres, lesbianas contra heteros y heteros contra gays, conductores de Ford contra conductores de Chevrolet, contra barbudos de Harley-Davidson contra profesores sin barba, inmigrantes de tercera generación contra inmigrantes de primera, amante de las armas y creyentes en Saturno contra creyentes en Urano. Odiadores buenos contra odiadores malos (“odiadores”, haters, otra palabreja intraducible defecada en el centro del mundo para consumo de la periferia).

A principios de este siglo (todavía con cierto optimismo en una nueva forma de democracia radical, directa, de una “sociedad desobediente” liberada de sus grandes líderes y de las manipulaciones de la aristocracia financiera) comenzamos a publicar sobre el regreso de “Las fronteras mentales del tribalismo” (2004, tribal, en el sentido europeo de la palabra, porque las “tribus salvajes” que encontré en África eran lo más civilizado y pacifico que conocí en mi vida), sobre la nueva “Cultura del odio” (2006) y sobre el posible regreso de los monstruos occidentales (“El lento suicidio de Occidente”, 2002) como el fascismo, la arrogancia y la intolerancia hacia “el otro”. El más reciente artículo “La opinión propia y otras banalidades” (2015), por entonces leído como sátira, hoy es una realidad: las máquinas fácilmente pueden opinar por cada individuo basadas en sus hábitos consumistas o en su posición social, racial, etc.

Pero todavía podemos especular que toda esa mentalidad medieval que se ha instalado en el mundo puede ser solo una reacción a un movimiento histórico mayor, profundizado en los sesentas o, en el peor de los casos, un ciclo histórico en sí mismo que ha llegado para quedarse por muchos años. (No creo tanto en esto último. Lo más probable es que en unas décadas estemos hablando de una reacción de los de abajo. Todavía no hemos cruzado la inevitable línea de quiebre y no va a ser agradable para nadie).

Los nuevos medios interactivos no han ayudado significativamente para conocer mejor al otro (al otro individuo, a la otra cultura) sino, probablemente, lo contrario.

¿Por qué? ¿Qué pasó?

Muchos años atrás, con una mirada exterior desde dentro de la gran potencia, nos sorprendía que en Estados Unidos uno pudiese adivinar la afiliación política de una persona con sólo mirarla a la cara, con verla caminar, sin necesidad de que dijera una sola palabra. Ese aparente absurdo es actualmente la tendencia de moda en el mundo.

No previmos que uno de los monstruos reprimidos a los que nos habíamos referido antes de ese momento y que nos definen como seres humanos, opuesto al altruismo, a la búsqueda de justicia y convivencia, se iba a potenciar gracias a los mismos medios de interacción. Me refiero al ego ciego, a la necesidad de sentirse superior al resto a cualquier precio, al “síndrome Trump” en cada individuo como fuente ilusoria de placer (ya que no de felicidad) que solo provoca más ansiedad y frustración.

En otras palabras, es la política de las antes mencionadas tribus (los nacionalismos) y de las micro tribus (las burbujas sociales). Muchas veces, burbujas prefabricadas por la cultura del consumo.

A partir de esta atomización de la política y de la sociedad en tribus, en microburbujas, nuestra cultura global se ha convertido en algo crecientemente toxico, y el odio al otro en uno los factores comunes que la organiza. Odio e inevitable frustración exacerbada por la lucha por el reconocimiento social, por la fama de cinco minutos, por el deseo de convertirse en virus por alguna frivolidad, por la necesidad de “visibilidad”, antigua palabra y obsesión de la cultura estadounidense antes de ser adoptada como propia y natural por el resto del mundo. (Hace unos meses, una diputada uruguaya de nombre Graciela Bianchi, no una milenial sino una señora mayor, se defendía del cuestionamiento de un periodista argentino sobre los fundamentos de sus declaraciones diciendo que ella tenía “mucha visibilidad” en su país.)

Pero como no todos los individuos pueden ser famosos, “influencers” (mucho menos cuando el individuo ya no existe, cuando es un ente plano, estándar, repetido con mínimas variaciones que cada uno considera fundamental), la necesidad de reconocimiento individual se proyecta en un grupo mayor, en la tribu, en los irracionales sentimientos nacionalistas o raciales donde la furia por una bandera de un país o por la bandera de un club de futbol casi no difieren sino en escala. Así, si hasta un individuo llamado Donald Trump, un millonario que ha llegado a ser presidente del país más poderoso del mundo, necesita humillar y degradar al resto para sentirse superior, no es difícil imaginar lo que pasa por el músculo gris de millones de otros abstemios con menos suerte.

La idea humanista de igualdad-en-la-diversidad, el paradigma que más recientemente definió la Era Moderna (aparte de la razón y el secularismo) y que fuera una novedad absurda hasta el siglo XVIII, ha perdido, de repente, gran parte de su prestigio.

Aunque parezca absurdo, los pueblos se cansan de la paz, se cansan de la justicia, se cansan de la solidaridad. Por eso necesitan, cada tanto, un gran conflicto, una catástrofe, para volver a dejar de lado “la rabia y el orgullo” fallaciano, esa toxina del individuo, de la raza, de la tribu, del grupo en función a un enemigo y volver a preocuparse por los valores de la justicia y la sobrevivencia colectiva.

Por esta razón, son posibles ciertos períodos de paz y solidaridad mundial, pero la humanidad en sí está condenada a la autodestrucción, más tarde o más temprano. La naturaleza humana no se conforma con descargar sus energías más primitivas en los estadios de futbol, en las elecciones presidenciales, sino que necesita humillar, violar y matar. Si lo hacen otros en su nombre y con una bonita bandera, mucho mejor.

La historia seguirá escribiéndose en la eterna lucha del poder contra la justicia, pero la arrogancia moral, el egoísmo, individual o colectivo, siempre tendrán la espada de Damocles en su mano. La novela La ciudad de la Luna, publicada tardíamente en 2009, fue una metáfora clara del mundo que vino después, de este nuevo medievalismo en el que nos vamos hundiendo lentamente como Calataid se hundió en las arenas del desierto mientras sus integrantes se odiaban unos a otros en sectas que se consideraban la reserva moral del mundo.

No, nada de lo que vemos ahora fue una sorpresa de la historia.

 

JM, 2 de enero 2019

El falso dilema del patriotismo

En mis años como profesor en diferentes universidades de Estados Unidos, me ha tocado tener en mis clases a estudiantes que estaban realizando la carrera militar. Marines, aviadores y todo tipo de futuros integrantes de las elites del ejército estadounidense. Este grupo es minoritario en universidades no militares (normalmente no pasa del cuatro por ciento). Como profesor consejero, me fueron asignados algunas veces excombatientes de las guerras Afganistán y de Iraq (esa misma que, desde enero de 2003, desde España, denunciamos en diferentes medios como un crimen internacional y el origen de la futura crisis estadounidense). Estos jóvenes reventados, física y emocionalmente, muchos de ellos con PTSD (trastorno de estrés postraumático) me confesaron sus experiencias, frustraciones y hasta fanatismos, alguno de los cuales habitan en mis novelas, con otros nombres y en otras historias.

En mis cursos sobre América Latina intento que no falten los eventos más relevantes de la historia de las Américas, ampliamente ignorados por el público en general y hasta por los mismos estudiantes universitarios. Eventos donde el papel que jugó Estados Unidos frecuentemente ha sido, como cualquier persona medianamente informada sabe, patético: despojo de los territorios indios, de los mexicanos; sangrientas intervenciones en los países caribeños y centroamericanos en defensa de las grandes compañías internacionales, arrogancia y racismo explicito, instalación o respaldo de sangrientas dictaduras por todas partes, represiones populares, destrucción de democracias como en Guatemala y en Chile, apoyo al terrorismo de Estado o a terroristas depuestos, como los Contras (“Freedom Fighters”), asesinato de religiosos, obreros, campesinos, sindicalistas, periodistas e intelectuales bajo diferentes excusas por parte de mafiosos entrenados en instituciones como la Escuela de las Américas o por sus soldados, que tanto obedecían la orden de limpiar los baños de sus superiores como de masacrar una aldea de sospechosos. Y un largo, larguísimo etcétera.

A pesar de proceder de las narrativas populares que todos los países repiten hasta el hastío, del siempre subyacente adoctrinamiento de Nosotros-somos-los-buenos-y-los-otros-los-malos, estos jóvenes, cada vez que se enfrentaron a la dura realidad documentada y probada de los hechos históricos, han sido siempre respetuosos. Al menos en el salón de clase. Respetuosos de una forma que rara vez se encuentra entre los mismos latinoamericanos procedentes de las tradicionales elites dominantes de las diversas repúblicas bananeras del sur o de las clases subalternas que apoyaron todo tipo de atrocidades contra sus propios pueblos, siempre en nombre de alguna excusa, dependiendo del momento histórico: negros quilomberos, indios borrachos, pobres haraganes, obreros parásitos, sirvientas putas, curas comunistas, intelectuales marxistas, and so on.

Una vez, uno de esos excombatientes del ejército estadounidense me propuso escribir un ensayo sobre Ernesto Che Guevara. Le di luz verde, como no podía ser de otra forma ante la petición de un estudiante interesado por investigar algo, pero luego nunca apareció por mi oficina para discutir el proyecto. Cuando se vencía el plazo de entrega, apareció y me dijo, con el tono de voz de alguien que está hablando muy en serio:

“Aunque no tiene ninguna importancia académica, debo decirle que soy anticomunista y que nunca me cayó bien Ernesto Guevara. Mis amigos de Miami dicen que era un asesino. Pero si yo hubiese sido un guatemalteco o un boliviano en los años sesenta, no tengo dudas que me hubiese unido a los guerrilleros del Che”.

Me dejó su ensayo en la mesa y se fue.

Sería casi imposible que un latinoamericano fuese capaz de este tipo de apertura. Los latinoamericanos suelen ser más fanáticos. Porque el colonizador no necesita ser fanático para defender sus intereses. El colonizado, alguien que defiende a muerte su propia opresión, sí.

Aquí en Estados Unidos conocí a muchos latinoamericanos (por suerte no la mayoría) que dicen venir escapando de alguna dictadura comunista (que en la historia latinoamericana son raras excepciones comparadas con la rica y centenaria tradición de las dictaduras capitalistas) donde no podían expresarse libremente. Apenas uno menciona algo que no les gusta, te invitan a abandonar el país de la Libertad y mudarte a Venezuela. Mentalidad intolerante y autoritaria que, obviamente, dice mucho sobre la realidad que supuestamente dejaron atrás. Como aquella otra estudiante que no le gustó que dijese que el FBI consideraba a Posada Carriles como un peligroso terrorista porque su abuelito cubano también había trabajado para la CIA y también vivía en Miami (de hecho, el abuelito solía seguir mis clases por su teléfono, según me confesó la misma estudiante).

Cierta vez, uno de mis estudiantes latinoamericanos me lanzó una de esas típicas preguntas que son como caballitos de Troya.

“Según tengo entendido –dijo–, usted es ciudadano uruguayo y estadounidense. Tiene doble ciudadanía. Mi pregunta es: en caso de una guerra entre Uruguay y Estados Unidos, ¿a qué país defendería usted?”

La pregunta era reveladora. Revelaba un paquete conocido de preceptos ideológicos que suelen manipularse a la perfección por los políticos y por todos aquellos que creen que un país es un monolito ideológico, una secta, un ejército, un equipo de futbol. Escuché preguntas similares en otros países, aplicadas como un martillo sobre judíos, musulmanes, y todos aquellos que son percibidos como binacionales.

Mi estudiante, al que aprecio como persona, con su uniforme caqui de los marines esa tarde, sonrió, como quien acaba de dar jaque en una partida de ajedrez.

Sólo me limité a aclararle que la pregunta era muy fácil de responder, a pesar de que siempre se respondía mal, cuando se respondía.

“Como ciudadano de ambos países, ese dilema no me produce ningún conflicto. En un caso hipotético (y absurdo) entre una guerra entre Uruguay y Estados Unidos, no dudaría en ponerme de lado de la verdad y la justicia, es decir, de quien, a mi juicio, está en lo justo. Defendería a quién tiene razón en la disputa. De esa forma, les haría un favor, aunque modesto y seguramente irrelevante, a los dos. A uno por defender su razón y derecho, y al otro por resistir su error”.

El muchacho dijo entender. Quién sabe. No soy tan optimista con respecto a otra gente que ya ha fosilizado convicciones como eso del “patriotismo” y otras prestigiosas ficciones lacrimógenas. Ciudadanos honestos y otros no tanto quienes han sido adoctrinados desde la tierna edad preescolar a dar más importancia a un trapo de colores que a la verdad y a la justicia.

 

JM, diciembre 2018

El autor socialista del juramento patriótico de EE.UU

2013-07-07 • CULTURA

En 1892, con motivo del cuarto centenario del descubrimiento europeo de América, Francis Julius Bellamy creó el famoso juramento que se repite hoy en Estados Unidos para jurar lealtad al país y a la bandera: “I pledge alleg

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And Justice for All — Pledge of Allegiance 5-9-09 9 (Photo credit: stevendepolo)

iance to my flag and to the Republic for which it stands, one nation, indivisible, with liberty and justice for all” (“Prometo lealtad a la bandera y a la República que representa, una nación, indivisible, con libertad y justicia para todos”).

Está de más decir que este juramento es una de las oraciones favoritas de los grupos más conservadores, religiosos, nacionalistas y defensores acérrimos del capitalismo como “lo americano”.

Las ideas sobre qué es y qué significa el patriotismo o lo “auténticamente americano”, o “lo auténticamente francés”, “basado en la tradición”, en la “defensa de la unidad”, “por el camino de Dios”, aparte de expresar sentimientos legítimos por sí mismos, son también instrumentos ideoléxicos: poseen una intencionalidad proselitista y una subliminal carga de violencia que universalmente siempre se ha ejercido en la definición misma de lo qué significa ser un habitante de un país determinado, más allá del respeto objetivo por sus leyes.

La historia registra innumerables casos y siempre repiten patrones psico-sociales y modus operandi muy similares: por ejemplo, para Fernando e Isabel en el siglo XVI, para el general Francisco Franco en el siglo XX, y para muchos entre medio y más acá, los verdaderos españoles eran los cristianos viejos (es decir no contaminados, sin abuelos moros o judíos), o los que hablan castellano, o los que defendían la familia tradicional, etc. Una causa sobre la “verdadera naturaleza” de las cosas sociales se vuelve radical, inflexible y violenta cuando la realidad lo niega. De esa forma, la definición del “buen español” que ocupó la vida de distinguidos escritores, académicos, políticos y sacerdotes, excluía, negaba y trataba de olvidar la enorme diversidad étnica, religiosa, cultural y lingüística que existió en la península Ibérica y luego en lo que se llamó España, ya desde tiempos de Séneca y desde mucho antes, desde los tiempos de los fenicios y los visigodos.

En 1924 a la palabra “bandera” se le agregó “de los Estados Unidos de América”. Pienso que no se trató de un cambio semántico sino sólo de una aclaración: por entonces se percibía que había demasiados inmigrantes y algunos se podían confundir al decir “mi bandera”. Tampoco hay que olvidar que en algunos grupos sociales cundió lo que se llamó “Red Scare” (“Temor Rojo”), como consecuencia del triunfo de la Revolución rusa y de la emigración de los anarquistas europeos.

En 1954, el presidente Eisenhower aprobó el agregado de “under God” (bajo Dios), lo cual hubiese encontrado la clara oposición de la mayoría de los Padres Fundadores, quienes reconocieron no sólo el derecho privado y público de creer en cualquier dios sino, incluso, en el derecho de no creer en ninguno.

Ésta fue la primera modificación importante de la frase original de Bellam. No obstante, no fue el primer cambio semántico, porque el símbolo fue sufriendo cambios progresivos y radicales para expresar diferentes ideas subliminales o explícitas y para ser usado con objetivos algo diferentes.

Lo curioso es que, si nos situamos históricamente a fines del siglo XIX, podemos observar que el famoso juramento de Bellamy refleja las propias ideas de su autor, como no es de extrañar, a pesar de alguna posible crítica posmodernista. Las expresiones de “I pledge allegiance to my flag and to the Republic for which it stands, one nation, indivisible, with liberty and justice for all”expresan de forma inequívoca los valores centrales de “unidad” y de “libertad y justicia para todos”, lo cual no sólo fue un principio socialista e iluminista radical, sino que estaba en abierta contradicción con los aristócratas y las sociedades estamentales de Europa y con los conservadores (sobre todo del sur) de Estados Unidos, que no creían ni en la igualdad ni en la libertad de los negros, de los pobres y de los no elegidos. No obstante, los ideoléxicos “libertad” e “igualdad” han triunfado desde el siglo XIX a tal grado que ahora son casi incuestionables como símbolos.

El ideoléxico “socialista” ha sido consolidado con un valor negativo como símbolo, aunque sus significados todavía están en disputa mediante el uso de sustitutos, como lo es la palabra liberal.

Nada de esta metamorfosis ideoléxica es casualidad. Francis Julius Bellamy era un socialista cristiano, pero los conservadores no lo mencionan, quizás para no recordar su condición de criminal ideológico. Algo parecido ocurre con la idea actual de que los Padres Fundadores de Estados Unidos, eran hombres religiosos y conservadores. Esta idea se ha popularizado de forma casi unánime a pesar de que es históricamente errónea: si los autores de la Revolución americana hubiesen sido conservadores lo último que habrían producido es una revolución. Si no fueron más allá de sus idealismos iluministas, de libertad, igualdad y laicismo en la cosa pública fue, precisamente, por la oposición de los conservadores, por algunas contradicciones propias y porque los cambios ideológicos introducidos en las primeras cuatro décadas del nuevo país habían llegado demasiado lejos para un mundo que todavía seguía sumido en gobiernos totalitarios, hereditarios, aristocráticos, teocráticos en su mayoría o en revoluciones políticamente inestables como en Francia.

Igual que sucede con los textos religiosos, allí donde dice “es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que un rico acceda al reino de los cielos” termina por significar que la riqueza es una prueba de que un rico ha sido elegido para entrar al reino de los cielos, aún antes de nacer. Es decir, la desigualdad fue establecida por Dios al principio de los tiempos, y aunque se acepte el ideoléxico de “igualdad” y “diversidad” luego de una derrota semántica de dos siglos, la solución consiste en redefinir los campos semánticos de dichos ideoléxicos y asignarles valores diferentes en condiciones diferentes. Es decir, cuando no se puede cambiar una palabra en una escritura sagrada, ya sea la Biblia, el Corán o la Constitución X, la solución es interpretar: donde dice blancosignifica negro. Luego de un tiempo de repetirlo el significado original no sólo se echará al olvido sino que, cuando alguien intente sacarlo a la luz nuevamente, será desacreditado con diferentes mecanismos sociales, como la burla o el descrédito y la condena que históricamente deben sufrir los revisionistas.

Jorge Majfud

Milenio (Mexico)

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