Siempre en setiembre: atentado terrorista en Washington. Letelier 49 años después

Siempre en setiembre: atentado terrorista en Washington. Letelier 49 años después.

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    Letelier. Primer intento

    El 20 de setiembre, el Chevrolet celeste de Letelier no voló por el aire como estaba previsto. Suárez, Novo y Paz no encontraron palabras para insultar al gringo Townley, para entonces en un vuelo de Iberia a España. El experto no había logrado detonar ni el C4 y ni el TNT. ¿Fue un error premeditado?

    ―Es un comemielda.

    Luego de una breve discusión, decidieron terminar el trabajo por su propia cuenta. Era mejor que perder toda la inversión por un detalle estúpido. Sólo debían asegurarse de que el bip médico estuviese funcionando, algo que Townley presumía haberles enseñado. Por la noche, volvieron a la casa de Bethesda.

    Ronni y Michael estaban cenando con Orlando e Isabel. El entusiasmo del joven matrimonio los había contagiado. Los sueños de la juventud son los verdaderos sueños. Todo lo demás son aprendizajes, despertares.

    Los niños buscaban algo para ver en los muchos canales a color que los tenían atrapados. Una voz anunció el primer capítulo de la nueva temporada de Rich Man, Poor Man. Luego del asesinato del hermano pobre, Tom Jordache, el hermano rico Peter Haskell, dueño de Tricorp, debe enfrentarse al asesino Falconetti, quien ha quedado en libertad. Italiano o hijo de italianos tenía que ser. “Mañana, 21 de setiembre a las 9:00, por ABC”.

    Ronni Karpen tenía 25 años y su breve biografía se resumía a sus años en la Universidad de Maryland y a su activismo contra la Guerra de Vietnam, como Mariana Callejas en Miami. Se había graduado en Educación y enseguida se había dedicado a la creación de Centros de Enseñanza para estudiantes necesitados. En el IPS conoció a Michael.

    Cuando los muchachos ya se habían ido a dormir, Orlando se quedó hablando con Michael sobre algo que comenzaba a preocuparle. Le recordó el asesinato del general Carlos Prats y su esposa Sofía, en Buenos Aires. En diez días se cumplirían dos años del atentado. Había otros casos, como el de Bernardo Leighton y su esposa en Roma… Todos los atentados se llevaban a las esposas de sus víctimas también, pero esto debía ser sólo una coincidencia de la crueldad indiferente de los freedom fighters.

    Aunque la idea de algún tipo de agresión del gobierno de un país latinoamericano en la capital estadounidense parecía improbable, estaba el caso del profesor de Columbia University, Jesús Galíndez, secuestrado por el régimen de Leónidas Trujillo veinte años atrás, luego torturado y asesinado en República Dominicana. Orlando había sido testigo de las ejecuciones en Chile y sabía que el régimen fascista era capaz de cualquier cosa. En los hechos, poco a poco Letelier se había convertido en el líder de la resistencia chilena al régimen de Pinochet. Sólo un tonto no se daría cuenta que él era el número uno en la lista negra de Pinochet.

    ―La Dina ya mató a otros exiliados ―dijo Orlando―. No sería raro que intentaran hacerlo de nuevo. Es muy probable que estén espiándome todo el tiempo.

    Letelier se puso de pie y se acercó a la ventana. Afuera estaba oscuro como la muerte, por lo cual solo pudo ver el reflejo de su rostro y, más allá, sus propios pensamientos. Luego volvió a donde estaba Michael Moffitt.

    Dos horas después, en el momento de regresar, Michael y Ronni se encontraron con que su auto estaba descompuesto. No hubo forma de hacerlo arrancar.

    ―Lévense el mío―dijo Orlando.

    ―Oh, no…

    ―Sin problema ―insistió Orlando―. Sólo que mañana temprano deben estar aquí de vuelta para ir a las oficinas.

    Sin alternativa, el joven matrimonio regresó a su casa con el TNT y el C4 amarrado al chasis del Chevrolet de Letelier.

    Shit! ―dijo Suárez.

    ―¡Mierda! ―confirmó Virgilio Paz.

    ―Tendremos que levantarnos temprano mañana.

    ―Qué pareja encantadora ―dijo Isabel, llevando dos copas a la cocina.

    Unas horas después, Townley volaba a Miami. Quería encontrarse lo más lejos posible en el momento de la explosión. Luego viajó a Madrid.

    Última entrevista

    La cena con sus asistentes y la conversación sobre seguridad personal le habían removido varios recuerdos. La revista Playboy le había hecho una entrevista que aún no había sido publicada sobre aquella mañana del 11 de setiembre, tres años atrás. Nunca sabrá por qué una revista erótica iba a publicar su tortura en la cárcel más fría del fascismo ni por qué podría interesarles a sus lectores, como si hubiese una relación tenebrosa entre miedo y deseo, entre el dolor ajeno y el placer propio.

    Los niños ya se habían ido a dormir. La televisión continuaba vendiendo promesas de felicidad, todas a un precio justo y al alcance del verdadero hombre y la verdadera mujer. Siempre más por menos.

    Volvió a recordar la mañana del golpe. Recordó que le había dicho al periodista que ese día temprano había corrido al Ministerio de Defensa.

    ―Enseguida sentí una pistola en mi espalda. Estaba rodeado de una docena de soldados.

    De ahí lo llevaron a una habitación desde donde debió presenciar toda la noche la ejecución de decenas de detenidos en el patio central. A las cinco de la mañana, escuchó que afuera los soldados decían:

    ―Es el turno del ministro.

    Mientras lo llevaban al patio para ser ejecutado, hubo una discusión entre los soldados. Alguien había recibido otra orden. Finalmente, quien lo sostenía, le dijo:

    ―Tienes suerte, conchatumadre.

    Lo transfirieron a una celda fría en la isla Dawson, cerca de la Antártida. El nuevo gobierno no sabía qué hacer con él. Ejecutarlo o dejarlo con vida eran dos opciones con múltiples beneficios y efectos colaterales imposible de calcular.

    Un año más tarde, como consecuencia de la presión internacional, lo enviaron a Venezuela. Allí, el Institute for Policy Studies le ofreció el trabajo de investigador. Estaba en la ciudad más segura del mundo, por lo menos políticamente hablando, pero el instituto tenía un claro historial de resistencia contra la Guerra de Vietnam y las políticas exteriores de Washington. La prensa y la televisión no descansaban en alertar a la población del peligro del IPS para la democracia y la libertad. Más cuando, desde el cielo de la Casa Blanca, llovían millones de dólares sobre los periodistas para revertir la creciente resistencia del pueblo contra la Guerra de Vietnam.

    ―El IPS es un nido de radicales ―había dicho un tal Harvey.

    ―Sí, muy radicales ―había respondido alguien desde otro escritorio―. Están contra la Guerra de Vietnam y contra las dictaduras que plantamos nosotros por todo el mundo.

    Orlando apagó el televisor y se fue a dormir. En realidad, desde hacía algún tiempo, sólo simulaba que dormía.

    Esta vez no puede fallar

    A la mañana siguiente, Michael y Ronni volvieron a la casa de Orlando para ir a las oficinas de IPS. A las ocho, Orlando, tarde y sin haber dormido bien, se vistió de prisa mientras le decía a Isabel que fuera a almorzar con ellos.

    ―No creo que pueda, tengo demasiado trabajo ―contestó Isabel.

    ―Te va a gustar la sorpresa―insistió él.

    Llamó por teléfono a su asistente Juan Gabriel Valdés para decirle que iba a pasar por él de camino a las oficinas. Juan Gabriel le dijo que no podía a esa hora, que su esposa iba a hacer unas compras y él se iba a quedar cuidando a los niños, que lo veía un poco más tarde.

    Salieron los tres de prisa de la casa. Orlando encendió un cigarrillo y se acomodó el cuello de la camisa.

    ―¿Quiere que maneje? ―dijo Michael.

    ―No hay problema ―murmuró Orlando, con el cigarro entre los labios.

    Michael se adelantó y le abrió la puerta del acompañante a Ronni y se sentó detrás.

    En quince minutos, el Chevrolet Chevelle Malibu celeste había dejado Bethesda y entró en la avenida Massachusetts.

    Detrás iba el Ford gris. José Suárez comentaba detalles de la bomba que el pasado jueves 16 había logrado detonar con Omega 7, en el barco soviético Ivan Shepetkov, en el puerto de Nueva Jersey.[i] Como Fidel, el maldito no se hundió. Quedó con un enorme agujero de un costado, pero no se hundió.

    ―Poco después del mediodía, llamamos para revindicar el atentado. No íbamos a hacer todo ese trabajo sin recibir los créditos. Qué coño importa si se hundió o no se hundió el muy maldito.

    ―No murió nadie esta vez.

    Por lo cual la noticia no le dio vuelta al mundo y las donaciones no se dispararon como otras veces.

    A las 9:30, el Malibu celeste pasó por la antigua residencia de Letelier. El embajador Manuel Trucco salía de su cama en ese momento.

    En medio del fuego estarás junto a mí

    Poco después de las nueve de la mañana, Jorge Luis Borges caminaba por la avenida Diego Portales de Santiago. En unas horas más, asistiría a una ceremonia en su honor, con la presencia del general Pinochet y la literata Mariana Callejas en tercera fila.

    ―Sí, Neruda era un mal poeta. No conocía el soneto ni los misterios de la métrica. Le sobraron sílabas, como a Cien años de soledad le sobraron por lo menos cincuenta años…

    Borges coincidía con la crítica literaria de la CIA, no con el criterio de la academia sueca. Mucho menos con la opinión de los obreros que compraban sus libros en los quioscos.

    ―Sus libros también se venden en los quioscos ―le informó Antonio Carrizo.

    ―¿En los quioscos? ―preguntó Borges, sorprendido―. ¿Mis libros en los quioscos?

    En Washington, el Chevy Chevalle tomó la avenida Massachusetts antes de entrar en el DC. A las 9:33 pasó frente a su antigua residencia, ahora ocupada por la familia del embajador de Pinochet y, segundos después, entró en la rotonda de Sheridan, a tres minutos de las oficinas del IPS, en la calle Q 1901.

    En ese momento, a pocas cuadras de allí, se realizaba una reunión de Lasa, la Asociación de Estudios Latinoamericanos, para preparar el congreso que ese año sería en Atlanta. Letelier había enviado Juan Raúl Ferreira para informar sobre la dictadura uruguaya.

    A las 9: 34, en el Ford que seguía al Chevy celeste, Virgilio Paz apretó los dos botoncitos del control remoto. Era uno de los dispositivos que Townley había adaptado y probado él mismo en el viaje a México, uno de esos que usan los médicos para llamados de emergencia. El bip activó el C4 colocado en el chasis del Chevy, justo debajo del asiento del conductor.

    Michael escuchó un sonido eléctrico y un flash detrás de la cabeza de Ronni. Luego de una fracción de segundo, el Chevy voló por el aire y sus pedazos se esparcieron hasta veinticinco metros. Al caer, se incrustó contra un Volkswagen naranja que estaba estacionado. Ronni salió despedida del auto y cayó sobre el césped. Descalzo y sentir las piernas, asfixiado por el humo, Michael logró salir por una ventana y vio a Ronni de pie, como si nada le hubiese pasado.

    El único gravemente herido parecía ser Orlando. Estaba recostado de espaldas sobre el volante del conductor. Michael le palmeó la cara:

    ―Orlando ―dijo―. ¿Me puede escuchar?

    Orlando no contestó. Intentó poner una mano sobre Michael, pero no pudo. Sus ojos se movían lentamente y las lágrimas le recorrían las mejillas. Estuvo a punto de decir algo, pero se apagó en segundos.

    ―¡Fue la Dina! ―gritó Michael―. Malditos fascistas.

    Letelier murió en minutos después.

    Ronni no estaba bien. La explosión le había cortado la garganta, pero Michael no lo había notado porque ella se alejaba caminando. Hasta que cayó en el piso.

    Dana Peterson, una médica que corrió a auxiliarla, no pudo evitar que Ronni se ahogara en su propia sangre mientras intentaba sacarse de encima a Michael. Minutos después, llegó la ambulancia. Luego de una breve discusión, Michael logró subirse para acompañarla al hospital.

    En la reunión de Lasa, Juan Raúl Ferreira todavía respondía preguntas sobre las dictaduras del Cono Sur. Cerca del mediodía, se interrumpió la reunión con una conmoción sorda. Juan Raúl no alcanzaba a entender la información fragmentada que corría en inglés de un lado para el otro. Tomó a una joven de un brazo y le preguntó qué estaba pasando.

    ―¡Mataron a Letelier! ―dijo.

    Juan Raúl corrió al IPS.

    ―También mataron a Ronni ―dijo alguien que acababa de entrar al antiguo edificio de la calle Q.

    Entonces, Juan Raúl miró al escritorio que estaba frente al suyo. Era el escritorio de Ronni.[ii]

    Había comenzado a lloviznar. En el hospital, Michael Moffitt luchaba por deshacerse del acoso de la policía. Recordó los versos de Pablo Neruda que le había leído el día de su boda. Ella, todavía de blanco, sonreía radiante y con una alegría que no cabía en su pequeño cuerpo:

    Levántate conmigo

    y salgamos reunidos

    a luchar cuerpo a cuerpo

    contra las telarañas del malvado…

    En medio del fuego estarás

    junto a mí…

    ―¿Por qué dice que Neruda no es un gran poeta? ―le preguntó el periodista.

    ―¿Usted recuerda algún verso de Neruda? ―repreguntó Borges, lapidario, sonriendo a una cámara de televisión que lo apuntaba desde la eternidad.

    ―Bueno ―titubeó Carrizo―, me parece que de Neruda se puede citar alguno…

    ―A ver, ¿cuál?

    ―No, no me tome examen…

    ―Yo no recuerdo ninguno memorable ―dijo Borges, muriéndose de a poco, con una vana sonrisa.

    ―Borges, ¿usted le tiene miedo a la muerte?

    ―No, para nada. Sólo quiero que me olviden.

    El misterioso laberinto de la infamia

    La bomba estaba programada para explotar el lunes. Townley compró los diarios, escuchó las radios y no encontró ninguna información que lo confirmara. Cuando finalmente detonó la mañana del martes 21, ya se encontraba en Miami. De ahí se fue a cenar con sus padres en Boca Ratón.

    En Union City dos hombres conversaban frente a dos vasos casi vacíos de ron y con dos espesos habanos entre los dedos.

    ―Oye chico. Todavía me sigue dando vueltas en la cabeza algo que…

    Por la Bergenline Avenue caminaban la ultimas minifaldas del año, mientras el cielo no se decidía a enviar lluvia, llovizna o la primera nevada del año.

    ―Pues dime.

    ―¿Y si el americano preparó el detonador para que fallase a propósito, sabiendo que nosotros lo íbamos a reparar?

    ―Eso nunca lo sabremos…

    ―Lo vi un poco reticente a participar en la operación. Ahora, después de todo, resulta que fuimos nosotros quienes pusimos el C4 y luego lo detonamos. ¿No era eso lo que los chilenos querían?

    ―Nosotros también queríamos los créditos, ¿o no?

    ―¡Claro, chico! Pero otra cosa es la traición. No soporto la sola idea de que nos pudieron haber usado.

    A esa misma hora, Jorge Luis Borges caminaba por segunda vez la avenida Diego Portales de Santiago. Iba a recibir un doctorado honoris causa de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Católica, la misma que había dado a Chile y al Universo la orgullosa infamia anglosajona de los Chicago Boys. Borges era ateo, pero no lo impresionaban los misteriosos designios de la mano que figura y prefigura los avatares de las piezas del ajedrez que a un mismo tiempo entretuvieron las elucubraciones del moro y del judío en el laberinto de una civilización ya olvidada por las ficciones de la historia.

    María Callejas supo con tiempo de esta visita histórica y movió todos sus contactos para que la incluyeran en la cena con el escritor argentino. En una de las tertulias semanales de Lo Curro, un invitado había dicho:

    ―Dicen que Borges es un analfabeto político.

    ―Muy sabio.

    ―No le importaba mucho.

    ―Es que una metáfora o una paradoja son universales. El ganador de unas elecciones es como el campeón de fútbol que levanta un trofeo. Ambos son productos del azar, de una conjunción de las arbitrariedades del destino que borrarán las arenas del reloj persa en los barcos del inspirado anglosajón sobre las ondulantes superficies de los cálidos y nunca del todo reales mares del sur.

    ―Como sea. En las elecciones de 1973, Borges le dijo a la madre que no iba a votar. Seguro que daba por descontado una victoria del peronismo. Leonor, su madre, por entonces con 96 años y postrada en la cama, se enojó. Leonor Borges odiaba a Perón, casi tanto como a Evita. “Si quiere voy y voto por usted”, le dijo Georgie. El mismo Borges reconoció que Leonor le había dado el sobre con el voto que Borges puso en la urna. Él nunca vio la boleta que su madre puso en el sobre. Por pudor político, aunque era demasiado obvio, dijo que no había querido ni saber lo que contenía aquel sobre.

    ―Es decir, nunca quiso saber lo que votaba…

    ―De eso se tratan las democracias, ¿no? ―dijo alguien y sumó otra carcajada unánime.

    ―¿Es cierto que todavía está dolido por haber perdido el Premio Nóbel con Pablo Neruda?

    ―No le importa. Estocolmo está lleno de comunistas.

    ―Mucha razón tiene cuando dice que ni Neruda debía recordar sus propios poemas, porque nadie puede recordarlos. Es decir, no son memorables. Si alguien se los leyera y se salteara un verso, Neruda no se daría cuenta.

    ―También dijo que Neruda era un discípulo de Lorca, pero mucho peor que Lorca.

    El patriota empresario

    Días después de la explosión en Sheridan Circle, el empresario Edwin Wilson se contactó con tres cubanos de Miami, quienes habían viajado a Washington tres días antes, para negociar la venta de explosivos y lápices cronometrados al gobierno de Libia, por un valor de cien mil dólares. En principio, el acuerdo con Muamar el Gadafi consistía en la compra de equipamiento de detección de explosivos, para limpiar los caminos de minas personales, pero algunas fuentes habían informado de la posibilidad de que el negocio pudiese ser extendido a la exportación de C4 para eliminar disidentes. Wilson (al igual que uno de los cubanos contactados, había sido agente de la CIA hasta semanas atrás) tenía un negocio de armas y explosivos, Consultants International, en el 1425 de la calle K, a diez minutos de Sheridan Circle.

    Bob Woodward, el periodista elevado a categoría de celebridad por el caso Watergate, reportó que, aparte de tecnología para detectar explosivos, “la propia literatura promocional de la empresa Consultants International deja claro que puede armar a un ejército con lanchas patrulleras, paracaídas, accesorios aerotransportados y vehículos blindados”. La misma empresa aseguraba en sus folletos: “Podemos diseñar paquetes de armamentos para satisfacer las necesidades de cada cliente”.

    Por alguna razón, el acuerdo programado entre Wilson y los cubanos en una reunión en Génova, no prosperó.

    ―Sabemos que el gobierno de Libia ha hecho, de muchas maneras, cosas que podrían haber estimulado el terrorismo ―dijo el presidente Ford, en una conferencia de prensa. [iii]

    El intento de relacionar al gobierno de Libia con el asesinato de Letelier tampoco prosperó. Su mayor debilidad era su falta de sentido común.

    Wilson será detenido en Nueva York, apenas arribado de República Dominicana, seis años y catorce millones de dólares más tarde, acusado de tráfico ilegal de explosivos. La prensa dirá que, a los largo de dos décadas de vida clandestina al servicio de la CIA y de los marines, Wilson había “cambiado patriotismo por negocios”. Desde 1955 hasta 1976, había sido agente de la CIA, había participado de la fallida invasión a Bahía Cochinos, de múltiples ataques contra Cuba y de la creación de varias compañías falsas con el propósito de continuar en privado lo que había sido un plan del gobierno.[iv]

    Los privados no lo hacen mejor, pero no se les ve la ideología. Sólo las ganancias.

    La Embajada de Chile comunica a la población

    El 21 de septiembre de 1976, el embajador de Chile en Washington, Manuel Trucco Gaete, emitió una declaración:

    Mi gobierno rotundamente repudia el ultrajante acto de terrorismo que ha costado las vidas de un anterior Embajador de Chile en los Estados Unidos y de uno de sus colaboradores.

    El deplorable hecho solo enfatiza la necesidad de combatir el terrorismo en cada uno de sus aspectos porque es indicativo de la extensión hasta la cual los elementos hostiles llegaran para obtener sus inconfesables objetivos.

    En nombre de mi gobierno urgentemente solicito que una completa y rigurosa investigación sea iniciada de manera que todas las facetas y circunstancias pertinentes a este acto brutal sean investigadas y los culpables procesados.

    El terrorismo y la violencia deben ser detenidos antes que haya más víctimas inocentes.

    Consultado por más detalles, el embajador agregó:

    ―Letelier no significaba ningún peligro para mí. El hombre vivía en una isla de marxistas, sin ninguna trascendencia en Estados Unidos.

    Setiembre, amor

    En Washington, el asesor de Letelier, Juan Gabriel Valdés, había invitado al uruguayo Juan Raúl Ferreira para colaborar con el instituto de investigaciones latinoamericanas IPS.

    ―El 11 de setiembre era el aniversario del Golpe ―dijo Juan Raúl―. El 18, la Fiesta nacional dieciochera.

    Pinochet siempre lo conmemoraba con algún acto memorable. En setiembre de 1974, mataron a su antecesor, el general Prats, exiliado en Argentina. El 5 de octubre, de 1975, Townley y sus socios de Miami balearon a Bernardo Leighton y a su esposa en Roma, dejándolos paralíticos. 1976 no podía ser la excepción.

    Ariel Dorfman supo del atentado contra Letelier, esa misma tarde. Estaba en las oficinas del Transnacional Institute de Ámsterdam, el instituto que había fundado el mismo Orlando Letelier. Sus compañeros de trabajo murmuraban en distintos idiomas o sostenían silencios incrédulos.

    Ariel recordó la última vez que lo había visto. Había sido justo tres años atrás, en una reunión en la Peña de los Parra, en Santiago, donde solían cantar Violeta Parra y Víctor Jara.

    ―El encuentro ―me dijo Ariel― había sido organizado por Fernando Flores en memoria del General Prats. Trabajábamos juntos en La Moneda. También estaban Orlando, José Tohá y sus esposas. Todos los hombres presentes habían sido ministros de defensa de Allende. Conocían de cerca a Pinochet, podrían testimoniar de su traición a Allende y de su pequeñez emocional y mental. A los tres los mató Pinochet.

    En cierto momento, comenzó a sonar un tango y algunos invitados salieron a bailar. Ariel se mantuvo en su silla. Sabía que era pésimo bailando tango. Su esposa Angélica, en cambio, era una maravilla, pero casi siempre se solidarizaba con la torpeza y la timidez de Ariel y se quedaba en su mismo rol de espectadora.

    ―Tampoco iba a interrumpir a esas tres parejas que se habían robado el momento ―recordó Ariel.

    Orlando Letelier bailó con Sofía, la esposa del general Carlos Prats, Isabel con José Tohá y Prats con Moy, la esposa de Tohá. La alegría de esa noche fue como la calma que precede a un huracán.

    ―En ese momento ―recordó Ariel―, no podía darme cuenta de que los tres hombres que bailaban estaban unidos por un mismo destino fatal: los tres habían sido ministros de defensa de Allende. Los tres habían sido figuras muy próximas de los militares. Los tres fueron traicionados. Los tres sabían demasiado. Los tres fueron asesinados por Pinochet.

    Una apuesta más ambiciosa

    Mientras el presidente Andrés Pérez negaba cualquier conexión con el asesinato del exministro chileno, el gobernador de Caracas, Diego Arria, volvía a interceder por Orlando Letelier, esta vez para que su cuerpo sea enviado a Venezuela. Isabel estuvo de acuerdo en enviar lo que quedaba de su esposo en Caracas. El 29 de setiembre, Letelier fue enterrado en un costado de un cerro con vista a la ciudad. Andrés Pérez abrazó a la viuda y dio un discurso que ya nadie recuerda.

    Una semana antes, el jueves 23, Orlando Bosch había arribado a Caracas con otro pasaporte falso, pero en Inmigración todos sabían quién era el cubano. Pocos días después, se realizó una fiesta de beneficencia con carácter de discreción en una casa de La Castellana o, más probablemente, en La Lagunita Country Club, una urbanización similar a Lo Curro en Santiago, iniciada por el general Marcos Pérez Jiménez para los militares y que en poco tiempo se convirtió en un barrio exclusivo. El coctel se había anunciado para recaudar fondos para el combatiente refugiado cuyo nombre no se mencionaba en las invitaciones pero todos conocían o querían conocer.

    En un informe del 18 de octubre al Secretario de Estado Henry Kissinger, la CIA aseguró que Bosch le había ofrecido a los funcionarios venezolanos renunciar a actos de violencia en Estados Unidos durante la visita del presidente Carlos Andrés Pérez a la ONU, en noviembre, a cambio de “una contribución sustancial en efectivo a la organización” de Bosch. El mismo informe reportó que Bosch declaró:

    ―Ahora que nuestra organización ha quedado muy bien con el trabajo realizado en Washington contra Letelier, vamos a intentar algo más.

     Según los documentos clasificados de la CIA, la reunión se realizó en la residencia del cirujano cubano Hildo Folgar entre el 22 de setiembre y el 5 de octubre (la fecha más probable es el sábado 25 de setiembre). El precio del plato ascendió a 5.000 bolívares por asistente (1.118 dólares de la época; seis mil dólares cincuenta años después.) Otras fuentes reportaron casi un centenar de asistentes.

    Lo recaudado esa noche superaba claramente los dos mil dólares que costaba pagar un mercenario de Honduras o de El Salvador a Cuba o a Estados Unidos con todos los gastos incluidos. Según el mismo documento clasificado de la CIA con fecha del 14 de octubre, “en la cena, Bosch se le aproximó junto con García a un funcionario del Ministerio de Relaciones Interiores y le propuso que el gobierno de Venezuela haga una contribución económica importante a su causa; a cambio, Bosch se comprometería que los cubanos en Estados Unidos no realizarían ninguna protesta contra la visita de Carlos Andrés Pérez a las Naciones Unidas, programada parta noviembre, lo cual el funcionario venezolano aceptó”.

    ―Ahora que nuestra organización ha logrado realizar concluir exitosamente la Operación Letelier en ―dijo Bosch en la reunión, y sus palabras fueron recogidas por el informante de la CIA―, vamos a intentar algo más.[v]

    Orlando Bosch y El Mono Ricardo Morales vivieron por un tiempo en el hotel Caracas Hilton, cerca del parque Los Caobos. Al igual que Hernán Ricardo Lozano, Morales había comenzado a trabajar para la policía secreta venezolana gracias a las gestiones de sus jefes de la CIA. Todos eran especialistas en explosivos, pero ninguno detonó uno en su vida. Como decía Posada Carriles, en la CIA enseñaban de todo, desde patriotismo a cómo armar y detonar una bomba, pero eso no los hacía terroristas, como no eran terroristas los soldados que recibían cursos de cómo matar personas. El conocimiento estaba ahí por las dudas, pero nunca hicieron uso de él. El único que confesará la autoría de algunas bombas será El Mono Morales. Bosch y Posada Carriles también confesaron en diferentes momentos, pero luego lo negaron en su momento, sobre todo en los pocos juicios que debieron enfrentar.

    ―Vamos a golpear un vuelo de Cubana ―dijo Posada Carriles, según el informante de la CIA en Caracas― y Orlando tiene los detalles.

    Ningún documento desclasificado revelará que la CIA hizo algún intento por evitar el atentado terrorista de sus empleados.

    Freddy Lugo y Hernán Ricardo Lozano, los dos venezolanos contratados por Posada Carriles para su nueva empresa de detectives privados, fueron los únicos que presenciaron el accidente. ¿Era necesario ese espectáculo, como si se tratase de fuegos artificiales o de un partido de beisbol? Por la misma razón habían sido detenidos en el primer intento de volar otro avión de Cubana, dos meses antes. Pero esta vez el plan fue un éxito. Lugo y Ricardo tomaron el siguiente vuelo de regreso a Trinidad. Allí la policía los arrestó.

    Confesaron. En Venezuela, la policía arrestó a Bosch y Luis Posada Carriles, jefe de la división de explosivos de la Disip. Los dos negaron todas las acusaciones. Como en las malas traducciones de sus series de televisión favoritas:

    ―No sé de qué habla ―dijeron.

    No sabían nada de nada. Aunque no condenaban los hechos publicados en la prensa, tampoco eran capaces de perpetuar un acto tan abominable. Bosch, Posada Carriles, El Mono Navarrete y casi todos los demás colaboradores estaban de acuerdo en algo: Cubana 455 era un avión de combate y las 73 víctimas de Cubana no eran víctimas. Eran combatientes, como todos quienes no pensaban y sentían como ellos.

    Fue la DINA

    En minutos, la calle se llenó con ambulancias y autos de la policía. Poco después, llegó el agente Carter Cornick. Cuando vio a Michael quemado y gritando como loco “fue la Dina”, pensó que estaba hablando de una mujer. El agente del FBI no tenía idea de lo que pasaba fuera de fronteras.

    Michael alcanzó un teléfono público y dudó. Luego llamó a la secretaria de IPS para que llame a Isabel. El agente Cornick quería hablar con él.

    ―Le dices que estamos en el Hospital George Washington, que hubo un accidente…

    El FBI le llevó un perro a Michael para olfatearlo de pies a cabeza. Cuando Isabel atendió el teléfono, presintió lo peor. En los últimos años se había acostumbrado a lo peor. Recordó lo que Orlando le había dicho horas antes: “Ven a almorzar con nosotros. Tengo una noticia que te va a gustar”.

    Llamó a las escuelas donde estaban sus cuatro hijos, para que los dejaran salir antes de tiempo. Temblando, abrió su vestidor y tomó una chaqueta negra. Luego la volvió a colgar y se decidió por un vestido colorido.

    Cuando llegó al hospital, vio una muchedumbre a la entrada. Pensó, o quiso pensar, que se trataba de otra cosa.

    ―Es ella; es la viuda ―escuchó o creyó entender.

    Debían estar hablando de otra persona. Tal vez no entendió bien el inglés apurado. Cuando logró subir al piso donde estaba Orlando, se encontró con Michael, como si volviese de un incendio. Lo abrazó. Michel murmuró:

    ―Se llevaron a mi bebé también…

    Isabel no alcanza a comprender con claridad qué ha pasado y pide ver a Orlando.

    ―Su esposo está muerto ―le informa una de las enfermeras.

    Isabel insiste en verlo, pero las mujeres de la salud se amparan en el reglamento y dicen que no es posible. El señor Letelier ha muerto en una explosión y su cuerpo está en muy malas condiciones.

    ―Quiero verlo ―insiste Isabel―. Quiero despedirme de él, aunque sea de una mano.

    ―Lo siento, pero no es posible.

    Isabel no deja de repetir lo mismo hasta que una enfermera accede.

    Cuando Isabel descubre el rostro de Orlando, ve su expresión de dolor, o de tristeza. Ella conoce ese gesto mejor que nadie. Orlando supo lo que había pasado antes de morir y de ahí esa expresión. Supo que Pinochet lo había hecho de nuevo.

    En la radio del auto que lleva a sus hijos Juan Pablo y Francisco al hospital, escuchan algo sobre un coche bomba, pero saben que están en la ciudad más segura del mundo y que su padre estará bien. A 480 kilómetros, en la Universidad de Carolina del Sur, el hermano mayor, Cristian, debe salir de una clase de Política Mundial donde se discutía la política del Détente de la Guerra Fría.

    Para entonces, en el IPS, los empleados se habían encerrado con llave, esperando un nuevo ataque a las oficinas. A las 2:00 de la tarde, cuando los agentes del FBI, armados y con perros que no paraban de ladrar los convencen de abrir, comenzó el interrogatorio.

    Landau y su equipo requisó todo el material de la oficina de Orlando Letelier.

    ―No responderemos nada hasta que no esté presente nuestro abogado.

    Por los espionajes anteriores a IPS y a otros grupos antibélicos, reconocidos por el FBI ante el Congreso, los investigadores de IPS miden sus respuestas y desconfían hasta de sus sombras.

    ―Tranquilo, muchachos ―dice un agente―. Estamos aquí para ayudarlos.

    Media hora más tarde, otro agente inicia el interrogatorio:

    ―Si me permiten, procederé con la primera pregunta. ¿Quién creen que hizo este atentado?

    ―La Dina.

    ―¿Pueden deletrear su nombre?

    ―D-I-N-A.

    ―¿El apellido de Dina? ―preguntó el agente Carter Cornick.

    En el hospital, el detective Walter Johnson sabe que Ronni está muerta y presiona a Michael para que aporte alguna información de valor antes que el trauma del atentado silencie detalles que podrían ser relevantes solo para él. La noche ha caído hace horas sobre Washington. Michael es liberado del interrogatorio y sale por un pasillo como si arrastrase su propio cuerpo. En una habitación, un paciente mira Hombre Rico, hombre pobre. En la habitación contigua, otro paciente entretiene su insomnio con Mash, la serie favorita de Orlando Bosh, luego de Mission Impossible.

    Por la noche, Michael, aún con los restos de la explosión en su ropa y en su pelo, con la memoria del humo y del perro del FBI olfateándolo impregnada en todo lo que veía y sentía, volvió a la casa de Potomac, a donde Ronni ya no volverá. Allí los investigadores buscarán hasta el último rincón algún rastro de explosivos. Los senadores y todo tipo de desconocidos irán a acompañarlo, como si eso pudiese menguar en algo su dolor. Cuando, finalmente, lo dejan en paz, se dará un ducha y se emborrachará hasta caerse dormido. No por muchas horas. Despertó varias veces hasta que terminó por levantarse en la madrugada del 22 de septiembre.

    Una de las peores pesadillas de una persona es despertarse a la misma pesadilla del día anterior. Allí estaban la ropa, los libros, las cacerolas de Ronni. Michael no movió nada por meses. Tampoco cortó el pasto ni lavó la cocina. Por meses, por años, abusó del alcohol.


    [i] Metropolitan Briefs. “Jury Selection Starts on Bronfman Kidnapping Gimbel’s Strike Settled Soviet Ship Damaged Strike Halts Tramway 2 Admit Faking Accidents Retail Sales Increase”. The New York Times. 17 de setiemrbe de 1976, p. 26.

    [ii] Conversación del autor con Juan Raúl Ferreira. Con su autorización.

    [iii] Bob Woodward y Ben Weiser. “Ex-CIA Aide, 3 Cuban Exiles Focus of Letelier Inquiry.” Washington Post, 12 de abril de 1977. http://www.washingtonpost.com/archive/politics/1977/04/12/ex-cia-aide-3-cuban-exiles-focus-of-letelier-inquiry/e92eb95a-71f5-4ab1-a650-ed3fccd399f9/.

    [iv] “Ex agent nabbed in arm case”. The Akron Beacon Journal. 16 de junio de 1982, p. 2.

    [v] National Security Archive. GMU. CIA, 26 de noviembre de 1976. nsarchive2.gwu.edu/NSAEBB/NSAEBB157/19761209.pdf

    Jorge Majfud

    Orlando Letelier debe ser neutralizado

    El 6 de agosto de 1976, la embajada de China en Asunción dio una recepción a la que asistieron oficiales y diplomáticos de diferentes países. Entre ellos, el jefe de inteligencia de Alfredo Stroessner, coronel Benito Guanes, y el embajador de Estados Unidos, George Landau.

    El coronel Guanes estaba al tanto del viaje del director de la CIA, Vernon Walters. En un momento, el embajador Landau tomó de un brazo a Guanes y lo condujo con discreción a un rincón de la sala.

    ―Recibí un llamado del general Walters ―dijo el embajador―. Parece que surgió un problema con los pasaportes de los dos chilenos que van a viajar a Washington. El Departamento de Estado ha decidido suspender sus visas. Así que van a tener que usar sus pasaportes chilenos.

    El martes 24, el embajador cenó con el general Enrique Morel, agregado militar de Santiago en Washington. Uno de los asistentes, cuyo nombre aparecerá tachado en los documentos desclasificados, informó que se había reunido con Contreras el pasado mes de julio. El jefe del Servicio Nacional de Información, el coronel brasileño Joao Batista Figueiredo, le mencionó por escrito que Orlando Letelier y Juscelino Kubitschek debían ser neutralizados porque apoyaban la candidatura de Jimmy Carter, considerado un peligro para la seguridad de América del Sur.

    Lo primero que hizo el estadounidense que trabajaba para la Dina, Michael Townley, fue ponerse en contacto con cinco cubanos de su lista personal: Guillermo Novo, Ignacio Novo, Virgilio Paz Romero, Dionisio Suárez y Alvin Ross Díaz. Los cinco aceptaron.

    Poco antes, Townley había participado con uno de ellos en una operación que había sumado un nuevo éxito. El 9 de agosto, la CIA lo envió a Buenos Aires junto con el cubano Guillermo Novo. Aunque Novo se encontraba bajo libertad condicional por el atentado contra una embarcación cubana en Canadá, pudo acompañarlo a Buenos Aires para interrogar a dos diplomáticos cubanos que habían sido secuestrados por grupos paramilitares argentinos. Luego del interrogatorio, Crescencio Galañega Hernández de 26 años, y Jesús Cejas Arias de 22 años, desaparecieron para siempre. Según un testigo que no reveló su nombre, sus cuerpos fueron arrojados en los cimientos de un edificio en construcción de Buenos Aires.

    Como muchos miembros de la Operación Cóndor, el 23 de agosto Townley se hizo de un pasaporte falso en Paraguay a nombre de Juan Williams Rose. Cuando fueron por las visas, el embajador George Landau puso reparos. Pero Landau recibió una visita de la mano derecha del dictador paraguayo, quien le informó que las visas fueron solicitadas por Pinochet para “una reunión especial” con el subdirector de la CIA, Vernon Waters, en Washington. Poco después las visas fueron asignadas a los pasaportes falsos. El embajador copió los pasaportes y los envió a Vernon Waters para su autenticación, quien respondió que no sabía quiénes eran estos agentes chilenos.

    El 3 de agosto de 1976, el Subsecretario de Estado, Harry Shlaudeman, le informó a Henry Kissinger sobre posibles asesinatos de figuras internacionales. En el Departamento de Estado, los funcionarios discutieron cómo debería proceder el gobierno de Estados Unidos y varios de los principales asesores recomendaron una respuesta directa y contundente a Chile contra cualquier magnicidio que pudiera desatar un escándalo internacional.

    El 23 de agosto, Kissinger firmó un cable dirigido a las embajadas de Uruguay, Paraguay y Chile. Los embajadores fueron informados de los informes de la CIA sobre asesinatos planeados y dirigidos dentro y fuera del territorio de los miembros de la Operación Cóndor con instrucciones de colaborar con los colaboradores. Washington estaba al tanto de los asesinatos planeados de “figuras prominentes” y continuaba preocupado por el impacto en la opinión internacional.

    Al día siguiente, el embajador de Estados Unidos en Chile, David Popper, se opuso a participar en el pedido de pasaportes de Pinochet. Popper sabía que Pinochet tomaría la medida cautelar como un insulto y que minaría la colaboración con su régimen, pero no tenía muchas alternativas. El embajador de Estados Unidos en Uruguay también dudó. Consideró que pasar en alto tal advertencia pondría en peligro su vida.

    El 30 de agosto, el Subsecretario para Asuntos Interamericanos, Harry Shlaudeman, le envió un memorando a Kissinger solicitando permiso para permitir que el embajador de Estados Unidos en Uruguay, Ernest Siracusa, se reuniese con altos funcionarios de Operación Cóndor: “Debemos evitar una serie de asesinatos internacionales que podrían causar graves daños a la reputación de nuestros países”.

    Pero Kissinger y la CIA no tenían ese tipo de preocupaciones.

    El 28 de agosto The Nation publicó el artículo de Orlando Letelier titulado “Los Chicago Boys en Chile”. En la página 137, sus asistentes en el Institute for Policy Studies en Washington, Ronnie y Michael Moffitt, reconocieron la voz de Orlando en la letra impresa:

    Las políticas económicas están condicionadas por la situación social y política en la que se ponen en práctica y, al mismo tiempo, las modifican. Por lo tanto, las políticas económicas se introducen siempre para alterar las estructuras sociales.

    Es curioso que el hombre que escribió un libro titulado Capitalismo y libertad [Milton Friedman] afirmando que sólo el liberalismo económico clásico puede sustentar una democracia política, pueda ahora divorciar tan fácilmente la economía de la política cuando las teorías económicas que defiende coinciden con una restricción absoluta de todos los derechos y de todas las libertades democráticas. Sería de esperar que si quienes restringen la empresa privada son considerados responsables de los efectos de sus medidas en la esfera política, quienes imponen una “libertad económica” sin restricciones también deberían ser considerados responsables, sobre todo cuando la imposición de esta política va inevitablemente acompañada de una represión masiva, hambre, desempleo y la permanencia de un estado policial brutal… La represión para las mayorías y la ‘libertad económica’ para pequeños grupos privilegiados son dos caras de la misma moneda”.

    ―Orlando es el candidato ideal para ser el próximo presidente de Chile ―dijo Ronni.

    ―Eso mismo me preocupa ―insistió Michael.

    Su antiguo asistente, el general Augusto Pinochet, debía pensar lo mismo. La estatura política e intelectual de Letelier crecía de forma acelerada. Trabajaba en el IPS, daba clases en la Amercian University y había logrado que el gobierno de Holanda retuviera una importante inversión del grupo minero Stevin en Chile. Acababa de recibir una oferta por un libro con un anticipo de derechos igual a lo que ganaba en un año en IPS. No existía en el exilio una figura con más reconocimiento y aceptación. También tenía el apoyo de muchos senadores en Washington; solía almorzar con Ted Kennedy, Hubert Humphrey y George McGovern. La activista feminista Angela Yvonne Davis y otras figuras de los movimientos sociales solían visitarlo en su casa de Bethesda.

    Pero Letelier y los exiliados de las dictaduras fascistas de América Latina tenían una debilidad notoria: escribían artículos, daban conferencias. No ponían bombas en las embajadas, en los teatros ni en los aviones.

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    La Dina también tomó nota de este peligro. Orlando Letelier en Washington, Juscelino Kubitschek en Rio de Janeiro y João Goulart en Corrientes fueron neutralizados antes de que terminase el año 1976. Entre muchos otros.

    Jorge Majfud. Capítulo adaptado de 1976. El exilio del terror.

    https://www.facebook.com/javier.mirelesortiz/videos/3656126324640378