El 9/11 chileno, Orlando Letelier y la libertad zombie de los ultraliberales

En agosto de 1976, un mes antes del atentado terrorista organizado por la DINA de Pinochet, la mafia cubana de Miami y la natural complicidad de la CIA que terminó con su vida y la de su asistente en Washington, el ministro de Salvador Allende, Orlando Letelier, publicó un extenso artículo a cinco páginas en The Nation titulado “Los Chicago Boys en Chile: el terrible precio de la libertad económica”, el cual traduzo y resumo aquí a la mitad de su extensión original. A días del 50 aniversario del golpe de Estado en Chile, las relfexiones de Letelier cobran más vigencia que nunca.

Jorge Majfud

Los Chicago Boys en Chile: el terrible precio de la libertad económica

(Orlando Letelier, agosto 1976)

“La represión para las mayorías y la ‘libertad económica’ para pequeños grupos privilegiados son dos caras de la misma moneda”.

Las políticas económicas están condicionadas por la situación social y política que las pone en práctica y, al mismo tiempo, las modifican. Por lo tanto, las políticas económicas se introducen siempre para alterar las estructuras sociales.

Es curioso que el hombre que escribió un libro titulado Capitalismo y libertad [Milton Friedman, 1962] afirmando que sólo el liberalismo económico clásico puede sustentar una democracia política, pueda ahora divorciar tan fácilmente la economía de la política cuando las teorías económicas que defiende coinciden con una restricción absoluta de todos los derechos y de todas las libertades democráticas.

Sería de esperar que si quienes restringen la empresa privada son considerados responsables de los efectos sociopolíticos de sus medidas, quienes imponen una “libertad económica” sin restricciones también deberían ser considerados responsables, sobre todo cuando la imposición de esta política va inevitablemente acompañada de una represión masiva, hambre, desempleo y la permanencia de un estado policial brutal.

La receta económica y la realidad de Chile

La violación de los derechos humanos, la brutalidad institucionalizada, el control y la supresión drástica de toda forma de disidencia se discuten (y a menudo se condenan) como un fenómeno sólo indirectamente vinculado (incluso completamente ajeno) a las clásicas políticas desenfrenadas de “libre mercado” que han sido aplicadas por la junta militar.

Esta falta de conexión ha sido particularmente característica de las instituciones financieras públicas y privadas que han elogiado y apoyado las políticas económicas adoptadas por el gobierno de Pinochet, al tiempo que lamentaron la “mala imagen internacional” que la junta se ha ganado con su “incomprensible” recurrencia a la tortura, encarcelando y persiguiendo a todos sus críticos.

Robert McNamara justificó una reciente decisión del Banco Mundial de conceder un préstamo de 33 millones de dólares a la junta como una decisión basada en criterios puramente “técnicos”, que no implicaban ninguna relación particular con las actuales condiciones políticas y sociales del país. La misma línea de justificación han seguido los bancos privados estadounidenses.

Probablemente nadie ha expresado mejor esta actitud que el Secretario del Tesoro. Después de una visita a Chile, durante la cual habló sobre las violaciones de derechos humanos cometidas por el gobierno militar, William Simon felicitó a Pinochet por su aporte a la “libertad económica” del pueblo chileno. Este concepto particularmente conveniente de un sistema social en el que la “libertad económica” y el terror político coexisten sin tocarse, permite a sus portavoces financieros sostener su concepto de “libertad” mientras ejercitan su defensa de los derechos humanos.

Profundamente involucrados en la preparación del golpe, los “chicago boys” convencieron a los generales de que estaban preparados para complementar la brutalidad que poseían los militares con los activos intelectuales de los que carecían.

Excepto en el Chile actual, ningún gobierno en el mundo da total libertad a la empresa privada. Esto es así porque todos los economistas (excepto Friedman y sus seguidores) han sabido durante décadas que, en la vida real del capitalismo, no existe la competencia perfecta descrita por los economistas liberales clásicos. En marzo de 1975, en Santiago, un periodista se atrevió a sugerirle a Friedman que incluso en los países capitalistas más avanzados, como por ejemplo Estados Unidos, el gobierno aplica varios tipos de controles sobre la economía.

Es descabellado hablar de libre competencia en Chile. La economía allí está altamente monopolizada. Un estudio académico, realizado durante el régimen del presidente Frei, señaló que en 1966 “284 empresas controlaban todas y cada una de las subdivisiones de las actividades económicas chilenas. El 51 por ciento de las 160 empresas más grandes estaban efectivamente controladas por corporaciones globales.

Hay muchos otros ejemplos que demuestran que, en lo que respecta a la competencia, la prescripción de Friedman no produce los efectos económicos implícitos en su modelo teórico. En el primer semestre de 1975, como parte del proceso de eliminación de las regulaciones de la economía, el precio de la leche quedó exento de control. ¿Con qué resultado? El precio al consumidor aumentó un 40 por ciento y el precio pagado al productor cayó un 22 por ciento. En Chile hay más de diez mil productores de leche, pero sólo dos empresas procesadoras de leche controlan el mercado. Más del 80 por ciento de la producción chilena de papel y todos ciertos tipos de papel provienen de una empresa (la Compañía Fabricante de Papeles y Cartones, controlada por los intereses de Alessandri) que fija los precios sin temor a la competencia.

Los asesores económicos de la junta ignoran otros aspectos del tipo de economía que se enseña en la Universidad de Chicago. Uno es la importancia de los contratos salariales negociados libremente entre empleadores y trabajadores; otra es la eficiencia del mercado como instrumento para asignar recursos en la economía. Es sarcástico mencionar el derecho de los trabajadores a negociar en un país donde la Federación Central de Trabajadores ha sido ilegalizada y donde los salarios se fijan por decreto de la junta.

Según las cifras oficiales de la junta, entre abril y diciembre de 1975, el déficit gubernamental se redujo aproximadamente en el 50 por ciento que recomendaba Harberger. En el mismo período, el desempleo aumentó seis veces más de lo que había previsto. El remedio que sigue defendiendo consiste en reducir el gasto público, lo que reducirá la cantidad de moneda en circulación. Esto resultará en una contracción de la demanda, lo que a su vez provocará una reducción general de los precios. De esta manera se derrotaría a la inflación. El profesor Harberger no dice explícitamente quién tendría que bajar su nivel de vida para pagar los platos rotos.

Los resultados económicos

El 24 de abril de 1975, después de la última visita conocida de los señores Friedman y Harberger a Chile, el Ministro de Finanzas de la junta, Jorge Cauas, dijo: “El objetivo principal de este programa es detener la inflación en lo que queda de 1975”. (El “grupo de técnicos” es obviamente Friedman y compañía.) A finales de 1975, la tasa anual de inflación de Chile había alcanzado el 341 por ciento, es decir, la tasa de inflación más alta del mundo.

La implementación del modelo de Chicago no ha logrado una reducción significativa de la expansión monetaria. Sin embargo, ha provocado una reducción despiadada de los ingresos de los asalariados y un aumento brutal del desempleo; al mismo tiempo ha aumentado la cantidad de moneda en circulación mediante préstamos y transferencias a grandes empresas otorgando a instituciones financieras privadas el poder de crear dinero. Como dice el estadounidense James Petras, “las mismas clases sociales de las que depende la junta son los principales instrumentos de la inflación”.

La concentración de la riqueza no es el resultado marginal de una situación difícil, sino la base de un proyecto social. Esta situación recuerda la historia de un dictador latinoamericano a principios de este siglo. Cuando sus asesores vinieron a decirle que el país padecía un problema educativo muy grave, ordenó el cierre de todas las escuelas públicas. Ahora, después de más de setenta años de este siglo, todavía quedan discípulos del anecdótico dictador que piensan que la forma de erradicar la pobreza en Chile es matando a los pobres.

Durante 1975, el producto interno bruto real se contrajo casi un 15 por ciento hasta su nivel más bajo desde 1969, mientras que, según el FMI, el ingreso nacional real “cayó hasta un 26 por ciento, dejando el ingreso real per cápita por debajo de su nivel diez años antes”.

En el sector externo de la economía, los resultados han sido igualmente desastrosos. En 1975, el valor de las exportaciones cayó un 28 por ciento y el valor de las importaciones cayó un 18 por ciento aumentando el déficit comercial. Las importaciones de alimentos cayeron (mientras) la producción interna de alimentos disminuyó. Al mismo tiempo, la deuda pública externa pendiente de pago en moneda extranjera aumentó de 3.600 millones de dólares a 4.310 millones en un año. Esto acentuó la dependencia de Chile de fuentes externas de financiamiento, especialmente de Estados Unidos. Las políticas de la junta han cargado a Chile con una de las deudas externas per cápita más altas del mundo.

Pero el resultado más dramático de las políticas económicas ha sido el aumento del desempleo. Antes del golpe, el desempleo en Chile era del 3,1 por ciento, uno de los más bajos del hemisferio occidental. A fines de 1974, la tasa de desempleo había superado el 10 por ciento en el área metropolitana de Santiago y también era más alta en varias otras secciones del país. Las cifras oficiales de la junta y del FMI muestran que a finales de 1975 el desempleo en el área metropolitana de Santiago había alcanzado el 18,7 por ciento. 2,5 millones de chilenos (una cuarta parte de la población) no tienen ingreso alguno; sobreviven gracias a la comida y la ropa distribuidas por la iglesia y otras organizaciones humanitarias. Los intentos de instituciones religiosas y de otro tipo para aliviar la desesperación económica de miles de familias chilenas se han realizado, en la mayoría de los casos, bajo la sospecha y contra las acciones hostiles de la policía secreta.

Las políticas económicas de la junta chilena y sus resultados deben ubicarse en el contexto de un amplio proceso contrarrevolucionario que apunta a devolverle a una pequeña minoría el control económico, social y político que fue perdiendo gradualmente durante los últimos treinta años.

Justificación del poder

Hasta el 11 de septiembre de 1973, fecha del golpe, la sociedad chilena se había caracterizado por la creciente participación de la clase trabajadora y sus partidos políticos en la toma de decisiones económicas y sociales. Desde el año 1900, empleando los mecanismos de la democracia representativa, los trabajadores habían ido ganando constantemente nuevo poder económico, social y político. La elección de Salvador Allende como presidente de Chile fue la culminación de este proceso. Pero como no lograron destruir la conciencia del pueblo chileno, el plan económico tuvo que aplicarse.

A pesar de la fuerte presión financiera y política del exterior y los esfuerzos por manipular las actitudes de la clase media mediante la propaganda, el apoyo popular al gobierno de Allende aumentó significativamente entre 1970 y 1973. En marzo de 1973, sólo cinco meses antes del golpe militar, se celebraron elecciones parlamentarias. Los partidos políticos de la Unidad Popular aumentaron su participación en los votos en más de 7 puntos porcentuales sobre su total en las elecciones presidenciales de 1970. Esta fue la primera vez en la historia de Chile que los partidos políticos que apoyaban al gobierno en el poder ganaron votos durante una elección de mitad de período. La tendencia convenció a la burguesía nacional y a sus partidarios extranjeros de que no iban a poder recuperar sus privilegios a través del proceso democrático. Por eso resolvieron destruir el sistema democrático, las instituciones del Estado y, mediante una alianza con los militares, tomaron el poder por la fuerza.

En tal contexto, la concentración de la riqueza no es un accidente, sino una regla; no es el resultado marginal de una situación difícil, sino la base de un proyecto social; no es un pasivo económico sino un éxito político temporal. Su verdadero fracaso no es su aparente incapacidad para redistribuir la riqueza o generar un camino de desarrollo más equitativo, sino su incapacidad para convencer a la mayoría de los chilenos de que sus políticas son razonables y necesarias. Como no han logrado destruir la conciencia del pueblo chileno, debieron aplicar su plan económico y eso sólo podría lograrse mediante el asesinato de miles de personas, el establecimiento de campos de concentración en todo el país, el encarcelamiento de más de 100.000 personas en tres años, el cierre del comercio, de sindicatos, de organizaciones vecinales, la prohibición de toda actividad política y toda forma de libre expresión.

Por estas razones, no tiene sentido que quienes inspiran, apoyan o financian esa política económica intenten presentar su defensa como restringida a “consideraciones técnicas”, mientras pretenden rechazar el sistema de terror que se requiere para que la nueva política económica tenga éxito.

Existe una noción generalizada, reportada por la prensa estadounidense, de que el gobierno de Allende hizo un “desastre” de la economía chilena. Sin embargo, en 1971, en el primer año del gobierno de Allende, la Renta Nacional Bruta aumentó un 8,9 por ciento; la producción industrial un 11 por ciento; la producción agrícola un 6 por ciento. El desempleo, que al final del gobierno de Frei estaba por encima del 8 por ciento, cayó al 3,8 por ciento. La inflación, que el año anterior había sido cercana al 35 por ciento, se redujo a una tasa anual del 22,1 por ciento.

Durante 1972 comenzaron a sentirse las presiones externas aplicadas sobre el gobierno y la reacción de la oposición interna. Se cortaron las líneas de crédito y la financiación provenientes de instituciones crediticias multinacionales, de los bancos privados y del gobierno de los Estados Unidos (con la excepción de la ayuda al ejército). Por otro lado, el Congreso chileno, controlado por la oposición, aprobó medidas que aumentaron el gasto público sin producir los ingresos necesarios (mediante un aumento de impuestos); Esto añadió impulso al proceso inflacionario. Al mismo tiempo, facciones de la derecha tradicional comenzaron a fomentar la violencia destinada a derrocar al gobierno. A pesar de todo esto y del hecho de que el precio del cobre, que representaba casi el 80 por ciento de los ingresos por exportaciones de Chile, cayó a su nivel más bajo en treinta años, la economía chilena continuó mejorando a lo largo de 1972.

A finales de ese año, la creciente participación de los trabajadores y campesinos en el proceso de toma de decisiones que acompañó el progreso económico de los dos años anteriores, comenzó a amenazar seriamente los privilegios de los grupos gobernantes tradicionales y provocó en ellos una resistencia aún más violenta.

En 1973, Chile estaba experimentando todos los efectos de la conspiración más destructiva y sofisticada de la historia de América Latina. Las fuerzas reaccionarias, apoyadas febrilmente por sus amigos en el extranjero, desarrollaron una amplia y sistemática campaña de sabotaje y terror, que se intensificó cuando la oposición no logró en las elecciones parlamentarias de marzo los dos tercios para destituir al presidente.

Fue esta desestabilización deliberada, y no la Unidad Popular, la que creó el caos durante los últimos días del gobierno de Allende.

Orlando Letleier, The Nation, Washington, agosto 1976.

(texto abreviado y traduccido por J.M.)

Mario Vargas Llosa en Argentina

Original from the then "Secretaría de Pre...

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Vargas a la carga

Página/12

 Por Luis Bruschtein

Antes de los ‘80 se decía que los liberales en política eran intervencionistas en economía. Y al revés. Los liberales en economía eran autoritarios en política. Autoritarios quiere decir que en realidad fragoteaban todo el tiempo para dar golpes militares. Viene a cuento porque el discurso liberal épico del escritor Vargas Llosa pareciera desconocerlo. Los liberales argentinos fueron golpistas desde el ’30 en adelante. Se dieron casos ridículos porque un buen militar tiene que ser nacionalista. Pero cada vez que un militar “nacionalista” dio un golpe, puso a un ministro de Economía liberal. Los golpes militares tuvieron siempre un discurso anticorrupción y supuestamente nacionalista con fragor de botas y banderas, pero fueron liberales en economía.

Se decía que un liberal en economía tenía que ser irremediablemente autoritario en política porque las medidas económicas de libre mercado son esencialmente antipopulares, y se pensaba que solamente podían ser aplicables con represión y mano dura. Eso no estaba en discusión y así sucedía.

Por el contrario, se decía que un liberal en política era intervencionista en la economía –o sea, lo contrario al libre mercado– porque las fuerzas del mercado no son democráticas, ya que siguen otras reglas, como la ley del más fuerte –el que más tiene, más gana y tiene más capacidad para sobrevivir y eliminar al más débil– que es lo opuesto a la democracia, donde todos los votos tienen el mismo valor. El libre mercado no es democrático porque favorece al más fuerte. Entonces, para ser democrático en economía, había que intervenir a través del Estado para equilibrar fuerzas y derechos.

El liberalismo original, el de los textos clásicos que plantearon igualdad ante la ley y de oportunidades, surgió en oposición a las monarquías y de allí se construyó el costado épico de su discurso. Pero, ya en el siglo XX, la herramienta política del liberalismo económico no fueron los votos sino los golpes militares. El liberalismo que llega a la modernidad no es el de los carbonarios sino el de los países centrales y el de los grandes capitales, o sea el discurso de los poderosos, que en nuestros países se verificó en invasiones y dictaduras. Ningún golpe de Estado se hizo en nombre de las dictaduras. Por el contrario, se hicieron “para defender la libertad y la democracia”. Los dictadores se presentaban siempre como demócratas. Además no es casual que los que defienden a los militares de la dictadura en la Argentina sean, sobre todo, los sectores liberales. Cuanto más liberales en el discurso, más los defienden y muchos de ellos son amigos y tienen relaciones personales con los viejos represores. José Alfredo Martínez de Hoz no era populista. Por el contrario, era muy representativo del capital concentrado que se expresaba en términos de “defensa de la democracia”, e ideológicamente se definía como un gran liberal.

Queda demostrado que, por lo menos en la Argentina moderna, ese liberalismo no fue democrático. En todo caso fueron más democráticos los acusados de populistas, como Yrigoyen y Perón, porque ampliaron derechos ciudadanos, aunque para ello debieron afectar intereses económicos.

En la excelente entrevista que le hicieron Martín Granovsky y Silvina Friera, publicada ayer por Página/12, el escritor peruano se ataja y afirma que los que apoyaron dictaduras no son verdaderamente liberales, y que no tiene por qué hacerse cargo de lo que hicieron otras personas que se dicen liberales, aun cuando hayan sido referentes ideológicos suyos, como Milton Friedman o Friedrik von Hayek, que respaldaron calurosamente a la dictadura de Augusto Pinochet en Chile y formaron parte de la Sociedad Mont Pelerin que trajo a Vargas Llosa a la Argentina.

La pasión y energía que invirtió –según relata en esa entrevista– en desentrañar las contradicciones del discurso revolucionario que lo había seducido en los ’60, contrasta con el desinterés y hasta la pereza intelectual que muestra el escritor frente a esas contradicciones del discurso liberal en los países de América latina.

Desinterés y pereza, más que ceguera o ingenuidad, porque en cada reunión a la que asiste en la región está acompañado por dirigentes y personajes que son empresarios o asesores de grandes empresas devenidos en políticos, más que políticos con trayectorias que sobresalgan por sus desempeños democráticos y pensamientos profundos. Aquí en la Argentina, su principal anfitrión fue Mauricio Macri, un hombre que repite que prefiere la mano dura antes que la negociación o que estigmatiza los inmigrantes de los países vecinos.

Vargas Llosa afirmó que el populismo y la izquierda ganaron una batalla al conseguir que el término “liberal” sea tomado como una mala palabra. En realidad, la izquierda y el supuesto populismo no estaban para dar ninguna batalla en los años ’90. Fueron los mismos liberales los que lograron ese desmérito.

En los años ’80, con el comienzo de la globalización, los gobiernos militares ya no ofrecían seguridad jurídica para la desbordante liquidez mundial. A partir de allí, no hubo más golpes. Cuando estos supuestos liberales dejaron de buscarlos o apoyarlos, se acabaron los golpes en América latina. O si los hubo, fracasaron. Las nuevas herramientas para llevar adelante esas políticas económicas fueron la presión mediática, los golpes de mercado y, por supuesto, las poderosas consecuencias de un nuevo ordenamiento mundial con hegemonía unilateral norteamericana. En el caso de la Argentina, esas presiones doblegaron a los partidos tradicionales desde la segunda mitad del gobierno de Alfonsín, más los dos gobiernos de Carlos Menem y el gobierno de la Alianza. Fueron más de 15 años de neoliberalismo que culminaron con la mitad de la población por debajo de la línea de pobreza.

Pero la ola fue tan fuerte que, de la misma manera que en los años ’70 se habían reproducido como una plaga las dictaduras en la región, entre los ’80 y los ’90 se extendieron las experiencias neoliberales y en todos los países con los mismos resultados desastrosos. Pensadores populares que habían participado en el desarrollo de la Teoría de la Dependencia como el brasileño Fernando Henrique Cardoso se convirtieron al neoliberalismo y, en su caso, fue el presidente que aplicó esas teorías en Brasil. El peronismo en la Argentina, que había sido el gran muro de contención contra esas medidas, se dio vuelta con el menemismo y se convirtió en su herramienta política. Algunos gobiernos se cuidaron un poco más, Brasil no privatizó su petrolera estatal y en Chile tampoco lo hicieron con la empresa del cobre. En la Argentina, el menemismo vendió hasta la vajilla de la abuelita. En todos hubo una reacción en contra. En la Argentina, donde esas políticas habían sido salvajes, la crisis fue más profunda y la reacción popular, más violenta. Se equivoca Vargas Llosa: la izquierda o el supuesto populismo no tuvieron ningún mérito en la campaña por convertir al liberalismo en mala palabra. Fue todo obra de los mismos liberales, algunos de los cuales lo acompañan ahora cuando viene a darles charlas magistrales.

No existe liberal de izquierda, ni liberal progresista, y cuando hablan equívocamente de progreso o de cambio, siempre son cambios regresivos que favorecen al más fuerte. Cualquier desviación del libre mercado es considerada “colectivista”. Ni hablar de la distribución de la riqueza. En suma: para ser liberal hay que ser rico o, por lo menos, no hay que ser pobre. Esta expresión de un liberalismo donde prima lo que ellos llaman libertades económicas sobre los factores sociales, y donde el valor supremo es el de la propiedad, es más bien el neoliberalismo, una versión parcial y más cruda de los viejos ideales de los revolucionarios antimonárquicos que en su idealismo ponían por delante la igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades. Esta segunda parte del discurso de los viejos liberales no está muy considerada por quienes en la actualidad se asumen como sus discípulos, porque la única forma de que haya igualdad de oportunidades es a través de un Estado que regule los procesos económicos preservando una dinámica democrática.

Resulta simpático advertir que antes a los marxistas se les decía “materialistas” porque afirmaban que lo económico determinaba por sí sólo lo social y cultural. A los viejos liberales se les llamaba “idealistas” porque decían que las ideas determinaban todo lo demás. Pero estos nuevos liberales ya no son idealistas sino marxistas al revés: lo que prima es la economía, pero a favor de los poderosos.