La verdadera función de los ejércitos latinoamericanos

Capítulo del libro La frontera salvaje: 200 años de fanatismo anglosajón en América latina (2021)

Washington DC. 11 de abril de 1962—A las 5: 40 de la tarde, el embajador venezolano José Antonio Mayobre se encuentra sentado en la Casa Blanca. Frente a él, el carismático presidente John Kennedy, el líder del mundo libre, mesurado y amable, el joven inexperiente de las frases históricas (muchas robadas, como suelen hacer los políticos) lo mira con su cara de eterna sonrisa. El embajador se anima y va al grano. Le informa sobre la gran preocupación de algunos países del sur sobre la posible influencia golpista que tendría en los militares latinoamericanos que son educados por Estados Unidos. Kennedy intenta tranquilizar al embajador asegurándole que el efecto será el contrario. Es más, diferente a la anterior diplomacia de Washington de apoyar las dictaduras militares en la región, el presidente le asegura su total respaldo a la democracia en el continente.

Treinta años antes, sumergido en la mayor crisis económica de la historia de Estados Unidos, Franklin Roosevelt había decidido retirar los marines de su patio trasero y hacer realidad la idea utópica del “Buen vecino”, al menos por un tiempo y mientras los nuevos dictadores amigos no necesitasen más que dólares. Sin embargo, luego de que los aliados, con la participación central de la Unión Soviética y su dictador Joseph Stalin derrotaran a los alemanes amigos del KKK y de una larga lista de pro nazis en Estados Unidos, el nuevo gobierno de Harry Truman había vuelto a las raíces de la política internacional y había promovido el militarismo en América latina como forma de decidir las políticas del continente habitado por las razas híbridas y las culturas que no entienden la democracia, pero que son de interés principal para la proyección de Estados Unidos al resto del mundo.

Para 1946, de veinte países latinoamericanos, quince habían logrado derribar dictaduras proto capitalistas o amigas de Washington para organizar gobiernos democráticos. Solo de 1944 a 1946, once dictaduras habían dejado lugar a democracias liberales. Los principios de No intervención reivindicado por los Estados latinoamericanos desde la Convención de Montevideo de 1933, como las nuevas ideas sobre los Derechos Humanos (que habían reemplazado ideas más antiguas, pero similares, sobre el Derecho Natural), se habían convertido en una bandera de la diplomacia de esos países del sur, no por casualidad protagonistas decisivos en la misma creación de las Naciones Unidas.

Este cambio dramático se debió, en parte, a la distracción de Washington con la Gran Depresión, primero, y con la Segunda Guerra Mundial, después. El cuatro veces presidente Franklin Roosevelt necesitaba consolidar los mercados de América latina para salir de la depresión y conquistar aliados con un discurso más o menos coherente en contra de los fascismos europeos. No es menos cierto el otro factor, olvidado por los historiadores del norte: por entonces, la clase media y trabajadora latinoamericana había alcanzado un número y una conciencia crítica que no existía en Estados Unidos y había logrado una mayor democratización, no gracias sino a pesar de una larga tradición de caudillos militares primero y de una tradición militarista y golpista apoyada y financiada por Washington después, desde mucho antes de Roosevelt.[1] A pesar de que fueron los países latinoamericanos los que lideraron la creación de las Naciones Unidas y el establecimiento de la Declaración Universal de los Derechos Humanos desde sus inicios en San Francisco, el coronel Truman (considerado un izquierdista de Franklin y enemigo personal del general Eisenhower) había sido el primero en revertir la política del Buen vecino hacia esos mismos países que se creyeron el cuento del derecho, la libertad y la democracia más allá de un límite razonable a sus posibilidades. En 1953, su sucesor, el general Eisenhower, había ordenado descolgar de las paredes de la Casa Blanca los retratos de los héroes de las independencias de los países latinoamericanos colgados por Franklin Roosevelt. Luego del general Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon y Ford radicalizarán esta tendencia militarista e intervencionista, el viejo control ajeno en nombre de la “defensa de nuestras libertades” y de nuestro way of life. A finales de los 70, Jimmy Carter logrará un tímido cambio, pero pocos años después Ronald Reagan y el nuevo lobby belicista de Washington llevarán esta política militarista al extremo.

Una vez ganada la Segunda guerra mundial contra los fascismos de extrema derecha, la lucha por la democracia pasó a ser algo relativo para Washington, desde la Casa Blanca hasta el Congreso. Destruida Europa y eliminado Japón como posibles adversarios imperiales, ahora la segunda nueva potencia mundial se había convertido en el único enemigo y en la primera obsesión, lo que degeneró en una paranoia macartista donde ni siquiera los comunistas tenían alguna chance de obtener un representante en el congreso de sus países. Pero era el enemigo perfecto para prevenir reformas democráticas en los países del sur que, inevitablemente y como ya lo había demostrado la historia, siempre tendían a desafiar la tradicional influencia de Washington y de las corporaciones estadounidenses.

Desde antes de la Segunda guerra mundial se había abandonado por un tiempo la costumbre de enviar marines a las repúblicas bananeras para cambiar sus gobiernos o para gobernar directamente. Ahora la estrategia es usar los ejércitos nacionales con el mismo propósito, incluso en países con gobiernos democráticos. Las dictaduras continuarán imponiéndose bajo nuevos métodos y nuevas excusas, como la lucha contra el comunismo, que abarca todo tipo de protesta y reclamo social.

En 1949, desde el recién construido edificio del Pentágono salió la asistencia para la creación de la Escola Superior de Guerra de Brasil que, bajo la bandera de la neutralidad política y el patriotismo puro, graduó a miles de civiles y militares en las doctrinas mesiánicas y salvadoras de la tradicional extrema derecha. A partir de 1952 Washington ya había aprobado una ayuda de 90 millones de dólares para los ejércitos del sur. En gran parte, debido a este cambio de política en Washington, para 1955, la mayoría de los gobiernos de América Latina habían retornado a dictaduras tradicionales, fenómeno que coincide directamente con las masivas inversiones de Washington en los ejércitos latinoamericanos, las que se incrementarán durante las décadas por venir. La nueva política pasó al siguiente presidente, el general Dwight Eisenhower. Para 1959, su administración había aportado 8.000 militares estadounidenses a América latina y al menos 400 millones de dólares (4,6 mil millones al valor 2020) para sus ejércitos. Un año después, se reunieron en Fort Amador, Panamá, los comandantes de 17 países latinoamericanos para coordinar estrategias políticas que dieran algún sentido a esta avalancha de dólares.[2]

Naturalmente, tenía sentido. Todas estas inversiones comenzaron a mostrar resultados concretos a corto plazo, por ejemplo, con el golpe de Estado de 1964 en Brasil. Ese mismo año, la CIA no sólo apoyará con diez millones de dólares la campaña presidencial de Eduardo Frei contra Salvador Allende, sino que Washington agregará otros 91 millones (770 millones a valor de 2020) para el ejército chileno, a pesar de que para entonces Chile no se encontrará en guerra con ningún otro país, sino más bien lo contrario.

Luego de las protestas y escupitajos que habían recibido al vicepresidente Richard Nixon y a su esposa en Venezuela cuatro años atrás, en 1958, meses después del derrocamiento de otra dictadura amiga de Washington en ese país, el gobierno de Eisenhower había confirmado la conocida idea de que la democracia no les hace bien a todos y que los países del sur no están preparados para algo tan complejo. Algunos congresistas habían reconocido que el problema no era, como decía la Casa Blanca y lo repetía la prensa, que había comunistas infiltrados entre los organizadores de las asquerosas protestas de Caracas, sino las mismas ayudas de Washington a las dictaduras del Sur, como la de Pérez Jiménez en ese mismo país. Otros congresistas, dolidos por la ofensa nacional, habían propuesto recortar la asistencia a los ejércitos de esos países malagradecidos. Entre ellos, y por otras razones, el senador Wayne Morse, quien años antes había abandonado el partido Republicano y se había sentado solo en la cámara.[3] En total desacuerdo con algún tipo de recorte presupuestal, el por entonces senador John F. Kennedy, en la sesión del miércoles 10 de junio de 1959, explicó por qué esas propuestas eran una mala idea: “La ayuda que le damos a los países latinoamericanos no es para prepararlos para resistir una invasión de la Unión Soviética. Los ejércitos son las instituciones más importantes en esos países, por lo que es necesario mantener lazos con ellos. Los 87 millones de dólares que les enviamos es dinero tirado por el caño en un sentido estrictamente militar, pero es dinero invertido en un sentido político”.[4] Once años más tarde, en una reunión del Consejo de Seguridad Nacional del 6 de noviembre de 1970, sentado al lado del intocable Henry Kissinger, el presidente Richard Nixon lo confirmará: “Nunca estaré de acuerdo con la política de restarle poder a los militares en América Latina. Ellos son centros de poder sujetos a nuestra influencia. Los otros, los intelectuales, no están sujetos a nuestra influencia”.

Un mes antes de su reunión con el embajador venezolano, el 13 de marzo de 1962, en una recepción en la Casa Blanca el presidente Kennedy había declamado: “Aquellos que hacen imposible una revolución pacífica, harán inevitable una revolución violenta”. La frase se la había robado al historiador Arthur M. Schlesinger quien le había enviado una carta advirtiendo de los cambios sociales en el sur. Con mayor realismo y con el mismo oculto temor por los de abajo, Schlesinger le escribió: “Si las clases dominantes en América latina hacen imposible cualquier revolución de la clase media, harán inevitable una revolución de trabajadores y campesinos”. Como buen político, Kennedy es un escritor de best sellers con frases musicales y fáciles de repetir. Su versión de la advertencia de Schlesinger es más simple y, además, se vende mejor. Pero no es para poner en práctica. Como presidente, Kennedy prefirió siempre la vía del control por la fuerza en nombre del diálogo y la negociación, una especie actualizada de la política del Garrote de Theodore Roosevelt. Para entonces, Kennedy acaba de aprobar un incremento en el presupuesto para los ejércitos latinoamericanos, aparte de la creación de grupos paramilitares en la región (a sugerencia del general William Yarborough), etiquetada como “Ayuda para la Seguridad Interna”. De esta forma, en América Central y en varios países de América del Sur, el discurso del poder llamará autodefensas a los poderosos grupos paramilitares (financiados y entrenados por Washington y las grandes empresas y responsables del 90 por ciento de las masacres), mientras que las guerrillas, las autodefensas de los campesinos desplazados y masacrados por el terrorismo paramilitar serán calificados de grupos terroristas, subversivos, antipatriotas, vendepatrias al servicio de intereses extranjeros.

Considerando que el centro de la preocupación de Washington ahora son las crecientes protestas sociales contra las clases dominantes y las organizaciones populares que reclaman por una democracia participativa, los ejércitos latinoamericanos abandonan el rol principal de cualquier ejército (la protección nacional contra posibles ataques de otros ejércitos) y pasan a especializarse en la represión interna. De las acciones internacionales se encarga el Pentágono y la NSA.[5] Se traducen manuales de técnicas, tácticas y operaciones al español y al portugués, donde se explican (como en el caso del manual Combat Intelligence, parte del “Project X”) las técnicas de represión y de identificación de grupos sospechosos, por ejemplo, a través del seguimiento de niños que en sus escuelas no muestran mucho entusiasmo por los símbolos del ejército estadounidense o los del ejército nacional, así como expresiones de reservas o ausencias en la participación en eventos nacionales y religiosos. La compleja realidad latinoamericana queda simplificada a un caramelo: si el niño no es patriota, su familia es comunista, terrorista o anti americana, por lo que se recomienda una investigación y seguimiento cuidadoso del entorno.[6] El manual también enseña cómo manipular el entorno de los locales usados para interrogación y cómo llevar hasta la inconsciencia a un detenido usando el confinamiento, la privación del sueño, la hipnosis o, directamente, las drogas. Una vez obtenida la información, reconocen los patriotas graduados de la School of the Americas, por obvias razones se debía eliminar la fuente, es decir, la víctima.

En línea con la misma lógica, así como las militares latinoamericanos se especializan en asuntos de control interno, la policía se militariza bajo la excusa de una intervención exterior. El gobierno de Kennedy destina otra partida presupuestaria para la militarización de la policía latinoamericana, la que se entrena en tácticas de guerra sin cambiar el uniforme de sus oficiales. Las embajadas son instruidas para acoger y colaborar con las nuevas “misiones militares” (MAAGs) para proveer entrenamiento, equipos y asistencia financiera a las “fuerzas del orden” en cada país. El 7 de agosto de 1962, el comunicado NSAM 177 lo establece de forma explícita: “Estados Unidos debe asistir a la policía en los países subdesarrollados para la lucha contra la subversión y la insurgencia”. Por supuesto que estos dos últimos sustantivos serán sujetos a libre interpretación por parte de la policía, los ejércitos y su clase dominante. Cuando no haya una amenaza real, se la inventará y Washington abrirá más el grifo de la Reserva Federal.

Desde los años cuarenta, la asistencia de Washington a los ejércitos latinoamericanos se ha ido ampliado desde la transferencia de millones de dólares y equipamiento hasta la instrucción directa del personal policial y militar en las sedes académicas de Washington y del Canal de Panamá, entre otros centros. En 1960, en Fort Bragg de Carolina del Norte, habían comenzado a dictarse cursos de “contrainsurgencia y guerra psicológica”. En el NSAM 88, bajo el título de “Training for Latin American Armed Forces” el presidente Kennedy había solicitado “una mayor intimidad entre nuestro ejército y el de los países latinoamericanos”. En un memorándum fechado exactamente un mes después, el 7 octubre de 1961, el general Maxwell Taylor, nombrado por el presidente, había informado de la asistencia regular a cursos de 600 militares latinoamericanos en la sede de Panamá y había confirmado el objetivo del plan: “lograr un acceso directo a los ejércitos latinoamericanos, las instituciones que mayor influencia tienen en sus gobiernos”.

En 1961, Kennedy había aprobado una partida extra de 34,9 millones de dólares (más de 300 millones al valor de 2020) para los ejércitos latinoamericanos. Nada nuevo, si no fuera por el propósito explícito de la inversión en política interna de, al menos, la mitad de esos países. Ahora los ejércitos ya no son para la defensa de la nación contra otros países sino contra sus propios ciudadanos que no están de acuerdo con Washington o con alguno de los gobiernos criollos. La nueva narrativa se centra en el tema de la “Seguridad nacional” y la “prevención de la insurgencia popular”.

Para eso es necesario enviar a los futuros oficiales de los ejércitos satélites a ser entrenados, ideológica y técnicamente en las escuelas militares de Estados Unidos. Washington también financia y provee de ayuda a los cuerpos de las policías del subcontinente en su objetivo de conquistar “mentes y corazones”. En 1962, el mismo Kennedy emite la orden de apoyar a la policía latinoamericana contra la insurgencia, también llamada subversión (NSAM 177) y luego se crea la Inter American Police Academy en el siempre estratégico canal de Panamá, cuya sede estará más tarde en Washington y cuyos principios destacan “las técnicas de interrogación y control de protestas populares”. Según una investigación de 2015 del profesor de la Naval War College, Jonathan Caverley, existirá una directa proporción entre la cantidad de tropas extranjeras entrenadas por Washington y las probabilidades de un golpe de Estado en el país de origen.

Naturalmente, estos objetivos siempre enfrentan, aquí y allá, opositores idealistas y románticos. Como respuesta, el general Taylor aclara que “la indoctrinación es poca” y que, en los cursos y en sus visitas a las academias del norte, los militares latinoamericanos más bien “absorben” los valores estadounidenses. Al mes siguiente, el 20 de noviembre, un análisis de lectura ambigua por parte de la agencia de inteligencia Bureau of Intelligence and Research había concluido que la asistencia e influencia de Washington en los ejércitos latinoamericanos “podría crear las condiciones y la justificación para algún golpe militar… los oficiales entrenados podrían entender que deseamos que ellos se hagan cargo de sus gobiernos e impongan reformas sociales y económicas; los cursos y entrenamientos sobre represión anti insurgente podrían hacerles creer que estamos en favor de regímenes totalitarios… lo cual generalmente no es nuestra intención”. El secretario de Estado, Robert McNamara, no está de acuerdo y declara que la exposición de los militares latinoamericanos a los valores estadounidenses los hará apreciar una forma de pensamiento democrático.[7]

Pero los oficiales que vuelven de la Superpotencia a sus países, como lo teme el embajador de Venezuela José Antonio Mayobre, vuelven no sólo adoctrinados y con nuevos conocimientos sobre “control de masas” sino, sobre todo, con un fuerte sentimiento de superioridad moral e intelectual. Como sea, el plan sigue adelante. Según otro memorando secreto del Departamento de Estado al presidente, fechado el 29 de junio de 1962, los oficiales de policía de Argentina seleccionados serán instruidos en “técnicas de vigilancia, de recolección de información, de interrogación, de manejo de redadas, razias, protestas y de control de masas”. Continuando con la idea de Kennedy de prevenir cualquier “revolución inevitable” de la clase media y de la clase trabajadora, la Escuela de las Américas se establece como centro para la preparación de miles de oficiales latinoamericanos en técnicas de represión de protestas y de movimientos populares contrainsurgentes.[8]

En apenas un año, Washington reconocerá de forma casi automática tres nuevas dictaduras, producto de cuatro nuevos golpes de Estado en Argentina y Perú en 1962, y en Guatemala, Ecuador y Honduras en 1963, aparte de lanzar una operación encubierta contra el primer ministro electo de Guyana, Cheddi Jagan, graduado en Estados Unidos pero demasiado progresista para el gusto de Washington. En Honduras, los militares golpistas portarán rifles “Made in USA” y serán acompañados por militares con el uniforme de Estados Unidos, al tiempo que su embajador negará cualquier responsabilidad política, excusándose en el argumento de que de todas formas el golpe se hubiese realizado con o sin participación de militares estadounidenses.

Para finales de esta década, Washington habrá apoyado 16 golpes de Estado liderados por oficiales graduados de sus academias militares. Aparte de los cientos de misiones militares enviadas a América latina para educar a los ejércitos nacionales, medio millar de oficiales latinoamericanos serán preparados en Fort Gulik, Panamá. En 1966, los investigadores Willard Barber y Neale Ronning observarán que en estos cursos se cubren “todos los aspectos de la contrainsurgencia: técnicas militares, paramilitares, políticas, sociológicas y psicológicas”.

Para 1967, con este objetivo de entrenamiento y educación política, Washington tenía casi diez mil oficiales y agentes, civiles y militares, distribuidos por toda América latina con la excepción de México y Haití. Un año después, el Departamento de Defensa enviará otro memorándum al presidente: “El hecho de que hoy por hoy en América latina no hay ninguna misión militar relevante aparte de la nuestra, es una prueba del éxito de Estados Unidos para establecerse como la influencia predominante en esa región… El hecho de que las fuerzas armadas latinoamericanas son las instituciones menos antiamericanas del continente es otro indicio de nuestra influencia… La adopción de la doctrina estadounidense, las tácticas, los métodos de entrenamiento, su organización y las armas que usan son el resultado directo de la presencia, el predominio y la influencia Estados Unidos”.

Como lo informará el New York Times del 22 de diciembre de 1968, desde 1950 Estados Unidos ha entrenado a 21.000 oficiales latinoamericanos en territorio estadounidense y 25.000 más en el Canal de Panamá. En una abrumadora proporción, los graduados de esa escuela, conocida como “La escuela de los dictadores”, participarán en una docena de regímenes de corte fascista y alineados a la voluntad de Washington. Sólo en dos casos, más bien excepcionales, como en Perú con el general Juan Velasco Alvarado y en Panamá con el general Omar Torrijos, los golpistas tomarán caminos no alineados e impulsarán políticas de nacionalización de recursos o de reformas sociales consideradas progresistas o de izquierda. Para cuando se consuma el largamente planeado golpe de Estado contra Allende en Chile y la imposición del experimento neoliberal, casi doscientos oficiales graduados en la Escuela de las Américas ocuparán cargos de relevancia en el gobierno, al igual que en otras dictaduras del continente.

En los años setenta, el presupuesto de Washington para el entrenamiento técnico e ideológico de los militares latinoamericanos ascenderá a 500 millones (3.000 millones al valor de 2020).[9] En estas academias no solo aprenderán a manejar armas, estrategias y técnicas de tortura y represión sino algo mil veces más letal y efectivo: aprenderán literatura política (ficción realista, por género), de la misma forma que los medios de prensa dominantes en el continente repetirán versos y cuentos plantados por la CIA y por las Embajadas, las que luego el pueblo y sus políticos consumirán como folklore propio. No habrá Plan Marshall para América latina porque un pueblo inmaduro no debe recibir asistencia pública sino privada, para que aprenda las reglas. Cuando se aprueben fondos para el desarrollo, serán para infraestructura que, como en el siglo anterior se trazaron los hermosos bulevares de París para introducir fuerzas armadas contra las revueltas, en las repúblicas infantiles del sur será para aplastar las revoluciones armadas y las protestas pacíficas con más facilidad.

Cuando en 2004 el presidente de Haití, el cura Jean-Bertrand Aristide (sospechoso de ser demasiado amable con los pobres y derrocado en un golpe de Estado organizado por la CIA en 1991) decida desmantelar el ejército haitiano, como lo hiciera Costa Rica en 1948 y Bolivia en 1952, será derrocado por un nuevo golpe de Estado—organizado y apoyado por Washington, está de más decir.


[1] Aparte de una clase media y trabajadora mucho más culta y educada en América latina que en Estados Unidos, otro de los frentes de la democratización de las sociedades latinoamericanas estuvo y continúa estando en sus universidades. Las universidades de Estados Unidos, por su sistema y funcionamiento se asemejan a la estructura de El Vaticano; no pueden competir en el alto grado de democracia alcanzado por sus pares del sur.

[2] No por casualidad, la diversidad ideológica del ejército estadounidense es mucho mayor que la de los ejércitos latinoamericanos. Entre los más feroces críticos y activistas opositores a las guerras de Washington se suelen encontrar veteranos de las mismas guerras imperialistas en las que participaron. En las elecciones de 2016, los militares donarán más al candidato Donald Trump que a Hilary Clinton. En las elecciones de 2020, el candidato socialista Bernie Sanders recibirá más donaciones de los soldados que el presidente Trump y el doble que el candidato demócrata Joe Biden. Con escasas excepciones, un militar latinoamericano está uniformado por dentro y por fuera.

[3] Morse también luchará contra el macartismo, por los Derechos Civiles en los 60 y se opondrá a la Guerra de Vietnam, por lo que será conocido como El Enojado o El Tigre del Congreso.

[4] Casi 600 millones de dólares anuales en valor de 2020. La cifra real continuará creciendo, sin contar la destinada a las operaciones secretas, como las de la CIA ni los recursos empleados para la educación de oficiales y expertos en represión en distintas instituciones militares estadounidenses.

[5] Entre 1789 y 1947, antes de la creación del Pentágono y su nuevo bautismo como “Departamento de Defensa”, el mismo organismo se llamaba “Departamento de Guerra”. Luego dicen que las palabras sólo les importa a los inútiles poetas.

[6] Estos manuales proceden de los años 50 y son permanentemente actualizados en detalles técnicos, pero sin cambiar la filosofía que los motiva: la manipulación de nuestros aliados para el control de los otros (los pueblos rebeldes) que no nos sirven.

[7] McNamara se ocupa de varios frentes. En Vietnam multiplica por cien los efectivos estadounidenses para el entrenamiento de los soldados locales, los que aumentará hasta medio millón en 1968. Más millones, de dólares y de muertos, no resultarán en una victoria, excepto en las películas de Hollywood y en la imaginación popular. De 1968 a 1981 será el presidente del Banco Mundial, desde donde distribuirá créditos a los países pobres que controlen el crecimiento de su población.

[8] Esta academia militar para países extranjeros había sido fundada en 1942 como “Centro de Entrenamiento Latino Americano”, renombrada en 1946 como U.S. Army Caribbean School, en 1963 como School of the Americas y en 2002 como Western Hemisphere Institute for Security Cooperation. Tantos escándalos y cambios de nombres no pudieron ocultar el hecho de que fue una universidad del terror, de cuyas aulas salieron múltiples dictadores, represores, genocidas de alto rango y hasta narcotraficantes.

[9] Según la investigación del profesor Edwin Lieuwen de la Universidad de Nuevo México, para los años setenta, Washington proveerá más del 50 por ciento del presupuesto de los ejércitos latinoamericanos. En los casos de pequeños países, más del 90 por ciento.

jorge majfud, La frontera salvaje: 200 años de fanatismo anglosajón en América latina (2021) https://www.amazon.com/frontera-salvaje-fanatismo-anglosaj%C3%B3n-Am%C3%A9rica/dp/1737171031/ref=tmm_pap_swatch_0

Europa

En Uruguay tenía un colega y gran amigo arquitecto, Edwin Castro, con el cual trabajábamos juntos para proyectos urbanos y privados. Aparte, yo trabajaba para gente que no podía pagar. Un día llegó a la carpintería de mi padre y de mi hermano, donde yo tenía mi estudio polvoriento, y ve otro proyecto para una clínica rural y me dice:

“Si fueras mujer serías puta”.

“¿Perdón?”

“Es que no sabes decir que no”.

Pues, la anécdota me viene a la memoria leyendo sobre la reunión de la OTAN y las concesiones de la Unión Europea a la exigencia de Donald Trump de aumentar su gasto militar.

jorge majfud, junio 2025

¿Qué hemos aprendido de los estudiantes?

Una de las manifestaciones naturales de cualquier poder social fosilizado en el ápice de la pirámide social es la división de los de abajo. La variación capitalista de esta antigua ley, divide et impera, radicó en la inoculación explícita del racismo y en la desmovilización, desarticulación y desmoralización de cualquier organización social que no fuera el gremio de los millonarios, esos que pueden hacer huelgas de capitales cuando se les cante (en nombre del sagrado derecho a la propiedad privada de sus capitales) y presionar a los pueblos con la necesidad y el hambre cada vez que éstos deciden hacer lo mismo: unirse para defender sus derechos individuales, sus intereses de clase, su dignidad de pueblos colonizados.

El masivo movimiento de protesta de los estudiantes estadounidenses contra la masacre en Gaza que, en una medida importante encendió la mecha para otros levantamientos en otros países occidentales, aparece como un fenómeno paradójico. Al menos así me lo han expresado los periodistas que me han consultado sobre el tema.

Como toda paradoja, es una lógica que parece contradictoria: en el país donde sus ciudadanos son reconocidos por su ignorancia geopolítica, por su desinterés, cuando no insensibilidad por sus propias guerras imperialistas y su patriotismo ciego, por su adicción al consumo y su fanatismo militarista y religioso, las protestas estudiantiles pertenecen a una tradición que se inició en los años 60 con los movimientos antibélicos, continuó en los 80 con sus protestas contra el apartheid en Sud África y, más tarde, con varias reivindicaciones y demandas de desinversión de los administradores de sus poderosas universidades en el negocio de la guerra, de las cárceles privadas y de la contaminación ecocida.

Como en todos los casos, se trató de desacreditarlos como jóvenes irresponsables y fantasiosos, cuando fueron, precisamente esos jóvenes, los mejor informados y los más valientes de su sociedad, pese a que no proceden de un grupo sumergido por la violencia de las necesidades básicas. Lo cual tampoco es difícil de explicar: no sólo el conocimiento no comercializado, no solo el idealismo menos corrupto de los jóvenes explica esta reacción, sino que nadie puede imaginarse un sindicato de homeless organizándose para demandar mejores condiciones de vida, no porque sean productivos sino por la simple razón de ser seres humanos.  

Pero creo que hay otra razón que explica este fenómeno y, probablemente, sea una de las razones principales. Como anoté al principio, la división de los de abajo fue siempre un arma de dominación de los arriba. Podría detenerme en una infinidad de ejemplos cruciales en los últimos dos siglos, pero la regla es tan básica que pocos la cuestionarían. Una de sus traducciones, la desmovilización, fue y es una política no escrita pero enquistada en el propio sistema capitalista: primero desmovilización por el desmantelamiento y demonización de las organizaciones sociales, como los sindicatos de trabajadores. Segundo, a través del consuelo de las iglesias que en su casi totalidad apoyaron o justificaron el poder económico, político y social. Tercero, a través de la única secularización sagrada que fue permitida: el consumismo y el dogma del individualismo. El egoísmo y la avaricia, por siglos dos pecados entre los cristianos comuneros de los primeros tres siglos de existencia en la ilegalidad, y pecados morales en la mayoría de las filosofías sociales de la antigüedad, en el siglo XVI se convirtieron en virtudes sagradas para complacer y apoyar la fiebre de la nueva ideología capitalista.

Pero volvamos al caso específico de los estudiantes estadounidenses. Cualquiera que ha sido estudiante o profesor en Estados Unidos tiene una idea clara de cómo funciona la vida de los campuses. Aunque algunos proceden de las clases más altas y no necesitan becas ni préstamos porque sus padres les pagan la carrera en su totalidad, la gran mayoría toma dinero de su propio futuro para pagar las matrículas más caras del mundo. Otros, con más suerte o mérito inicial, reciben becas. En cualquier caso, sin distinción de clases pese a estar insertados en un sistema nacional y global ferozmente segregacionista, donde los privilegios y la lucha de clases no son menos feroces, en los campuses estas diferencias se atenúan hasta casi desaparecer. Ese es el primer punto.

El segundo punto, igual de contradictorio con el resto de la realidad social, radica en la permanente interacción social, grupal, casi familiar de los estudiantes universitarios. Una gran parte (a veces una gran mayoría) vive en los apartamentos del campus. La que no, es como si viviera allí. En mis clases, por ejemplo, apenas un diez porciento procede de la ciudad donde se encuentra la universidad, a pesar de que Jacksonville tiene un millón de habitantes. La mayoría procede de estados tan lejanos como Nueva York o California y de continentes tan diferentes como Europa, América Latina, África y Asia. Me sorprendería si el próximo semestre no tengo una clase con este patrón. Esta maravillosa diversidad (cierto, los pobres son una minoría, pero los hay debido a las becas) produce una conciencia humana y global que no se ve en el fanatismo provinciano de gran parte del resto de la sociedad y que es más conocido en el resto del mundo, porque lo ridículo y absurdo suele popularizarse y viralizarse de forma más rápida.

El tercer punto (para estas reflexiones es el primero) radica en que esta forma de vida no sólo expone a los jóvenes a pensamientos diferentes en sus clases, sino a formas de vida diferentes en la convivencia con sus compañeros extranjeros, desde la distracción del deporte, de las barbacoas en los parques hasta algunas fiestas excesivas en sus fraternidades y sororidades con sus bromas extremas—un día llegué a mi oficina cuando el sol comenzaba a despuntar y, en el camino, me encontré con bombachas y soutiens colgando de un árbol que precedía la entrada a un edificio donde suelo dar clases. Cosas de jóvenes.

Como profesor, he sido miembro de diferentes comités, como el de estudiantes y, aunque mi crítica al sistema universitario estadounidense radica en que no es tan democrático como el de Europa o América latina porque, por ejemplo, los estudiantes no votan, de todas formas, se las arreglan para organizarse y exigir reclamos que consideran justos y necesarios.

Es decir, los estudiantes no están desinformados, desmovilizados, desorganizados y atemorizados como lo estarán cuando se conviertan en un engranaje de la maquinaria. Esto los hace peligrosos para el sistema, todo lo que explica sus poderosas protestas en 50 campuses en todo el país por una causa de derechos humanos que consideraron justa, necesaria y urgente.

El ejemplo de los estudiantes sin más poder que su propia unión debe ser entendido con la seriedad que merece. El primero en entender esto fue el poder político (económico y mediático), razón por la cual no solo permitió la violencia contra los estudiantes, sino que los reprimió con irracional violencia, deteniendo a 3.000 de ellos y a ninguno de los fascistas quienes iniciaron la violencia en los capuces.

Un corolario consiste en la urgente necesidad de que el resto de la sociedad vuelva a organizarse en grupos y uniones, no sólo sindicatos de trabajadores, sino uniones de todo tipo, desde los comités políticos de base hasta los comités barriales. Esto puede ser realizado con los mismos instrumentos de división y desmovilización que se ha usado en su contra: la tecnología digital.

Tendremos un nuevo mundo cuando los individuos se integren a distintos grupos, a distintas asambleas, aunque sean virtuales, para discutir, para escuchar, para proponer, para sentir la pertenencia a algo más allá de la pobre individualidad del consumo. Si los humanos somos egoístas, no somos menos altruistas. Cuando identificamos una causa justa, luchamos por ella más allá de nuestros propios intereses. Ejemplos hay de sobra.

¿Volveremos a entender que el interés común de la humanidad, de la especie es, al menos a largo plazo, el interés más importante del individuo? En la recuperación de este sentido comunitario, de este involucramiento radica la salvación del individuo y de la humanidad.

Con el tiempo, esta multiplicidad de comunidades a distintos niveles y con distintos intereses lograrán que las donaciones voluntarias y los impuestos impuestos dejen de fluir a los ultramillonarios que compran presidentes, senadores, ejércitos y la misma opinión mundial. Porque los ricos no donan, invierten. Cuando no invierten en políticos, en jueces y en periodistas, invierten en el mercado de la moral. Por regla, no por excepción, los ricos siempre tienen una motivación personal para donar.

Los humanos nos movemos por el interés propio y por una causa colectiva. No hace falta aclarar cuál, en términos políticos e ideales, es la derecha y cuál es la izquierda. En todo caso, ambos intereses son humanos y deben ser considerado en la ecuación que hará de esta especie ansiosa, violenta e insatisfecha algo mejor. Para eso, la mayoría debe dejar de ser una clase descartable, irrelevante.

Jorge Majfud, mayo 2024.

https://www.pagina12.com.ar/741730-que-hemos-aprendido-de-los-estudiantes

Qu’avons-nous appris des étudiants ?

L’une des manifestations naturelles de tout pouvoir social fossilisé au sommet de la pyramide sociale est la division de ceux qui se trouvent en bas. La variante capitaliste de cette ancienne loi, divide et impera, était enracinée dans l’inoculation explicite du racisme et dans la démobilisation, la désarticulation et la démoralisation de toute organisation sociale qui n’était pas la guilde des millionnaires, ceux qui peuvent faire pression sur les peuples avec le besoin et la faim chaque fois qu’ils le décident. Faire de même : s’unir pour défendre leurs droits individuels, leurs intérêts de classe, leur dignité de peuples colonisés.

Le mouvement de protestation massif des étudiants américains contre le massacre de Gaza, qui, dans une large mesure, a allumé la mèche pour d’autres soulèvements dans d’autres pays occidentaux, apparaît comme un phénomène paradoxal. C’est du moins ce que m’ont dit les journalistes qui m’ont consulté sur le sujet.

Comme tout paradoxe, c’est une logique qui semble contradictoire : dans le pays où ses citoyens sont reconnus pour leur ignorance géopolitique, pour leur désintérêt, voire leur insensibilité pour leurs propres guerres impérialistes et leur patriotisme aveugle, pour leur addiction à la consommation et leur fanatisme militariste et religieux, les manifestations étudiantes appartiennent à une tradition qui a commencé dans les années 1960 avec les mouvements anti-guerres. Elle s’est poursuivie dans les années 1980 avec ses protestations contre l’apartheid en Afrique du Sud et, plus tard, avec diverses revendications et demandes de désinvestissement par les administrateurs de ses puissantes universités dans le commerce de la guerre, des prisons privées et de la pollution écocidaire.

Comme dans tous les cas, on a tenté de les discréditer en les qualifiant de jeunes irresponsables et fantaisistes, alors que ce sont précisément ces jeunes qui étaient les mieux informés et les plus courageux de leur société, bien qu’ils ne proviennent pas d’un groupe submergé par la violence des besoins fondamentaux. Ce qui n’est pas difficile à expliquer non plus : non seulement les connaissances non marchandes, non seulement l’idéalisme moins corrompu des jeunes expliquent cette réaction, mais personne ne peut imaginer un syndicat de sans-abri s’organiser pour réclamer de meilleures conditions de vie, non pas parce qu’ils sont productifs mais pour la simple raison d’être des êtres humains.

Mais je pense qu’il y a une autre raison à cela, et c’est probablement l’une des principales raisons. Comme je l’ai noté au début, la division de ceux qui sont en bas a toujours été une arme de domination de ceux qui sont en haut. Je pourrais m’attarder sur une myriade d’exemples cruciaux au cours des deux derniers siècles, mais la règle est si fondamentale que peu de gens la remettraient en question. L’une de ses traductions, la démobilisation, était et est une politique non écrite mais enracinée dans le système capitaliste lui-même : d’abord la démobilisation par le démantèlement et la diabolisation des organisations sociales, telles que les syndicats ouvriers. Deuxièmement, par la consolation des Églises qui soutenaient ou justifiaient presque entièrement le pouvoir économique, politique et social. Troisièmement, par la seule sécularisation sacrée qui était autorisée : le consumérisme et le dogme de l’individualisme. L’égoïsme et la cupidité, pendant des siècles deux péchés chez les communards chrétiens des trois premiers siècles d’existence dans l’illégalité, et les péchés moraux dans la plupart des philosophies sociales de l’antiquité, devinrent au XVIe siècle des vertus sacrées pour plaire et soutenir la fièvre de la nouvelle idéologie capitaliste.

Mais revenons au cas spécifique des étudiants américains. Quiconque a été étudiant ou enseignant aux États-Unis a une idée claire du fonctionnement de la vie sur le campus. Alors que certains viennent des classes supérieures et n’ont pas besoin de bourses ou de prêts parce que leurs parents paient l’intégralité de leurs frais de scolarité, la grande majorité prend de l’argent de leur propre avenir pour payer les frais de scolarité les plus chers du monde. D’autres, avec plus de chance ou de mérite initial, reçoivent des bourses. En tout cas, sans distinction de classe bien qu’insérées dans un système national et mondial farouchement ségrégationniste, où les privilèges et la lutte des classes ne sont pas moins féroces, sur les campus ces différences s’atténuent au point de presque disparaître. C’est le premier point.

Le deuxième point, tout aussi contradictoire avec le reste de la réalité sociale, réside dans l’interaction sociale permanente, de groupe, presque familiale des étudiants universitaires. Une grande partie (parfois une grande majorité) vit dans des appartements sur le campus. Dans mes cours, par exemple, seulement dix pour cent viennent de la ville où se trouve l’université, même si Jacksonville compte un million d’habitants. La plupart viennent d’États aussi éloignés que New York ou la Californie et de continents aussi différents que l’Europe, l’Amérique latine, l’Afrique et l’Asie. Je serais surpris si le semestre prochain je n’avais pas de cours avec ce modèle. Cette merveilleuse diversité (c’est vrai, les pauvres sont une minorité, mais il y en a à cause des bourses) produit une conscience humaine et globale qui ne se voit pas dans le fanatisme provincial d’une grande partie du reste de la société et qui est mieux connue dans le reste du monde, car le ridicule et l’absurde ont tendance à devenir populaires et viraux plus rapidement.

Le troisième point (car ces réflexions sont le premier) est que ce mode de vie expose non seulement les jeunes à des pensées différentes dans leurs classes, mais aussi à des modes de vie différents dans la vie avec leurs pairs étrangers, de la distraction du sport, des barbecues dans les parcs à des fêtes excessives dans leurs fraternités et sororités avec leurs blagues extrêmes – un jour, je suis arrivé à mon bureau alors que le soleil se levait. En chemin, je suis tombée sur des culottes et des soutiens suspendus à un arbre qui précédaient l’entrée d’un bâtiment où j’enseigne habituellement. Des trucs de jeunes.

En tant que professeur, j’ai été membre de différents comités, comme le comité des étudiants, et bien que ma critique du système universitaire américain soit qu’il n’est pas aussi démocratique que celui de l’Europe ou de l’Amérique latine parce que, par exemple, les étudiants ne votent pas, ils parviennent toujours à s’organiser et à exiger des revendications qu’ils jugent justes et nécessaires.

C’est-à-dire que les élèves ne sont pas désinformés, démobilisés, désorganisés et effrayés comme ils le seront lorsqu’ils deviendront des rouages de la machine. Cela les rend dangereux pour le système, ce qui explique leurs puissantes manifestations sur 50 campus à travers le pays pour une cause des droits de l’homme qu’ils jugeaient juste, nécessaire et urgente.

L’exemple des étudiants qui n’ont pas d’autre pouvoir que leur propre syndicat doit être compris avec le sérieux qu’il mérite. Le premier à comprendre cela a été le pouvoir politique (économique et médiatique), c’est pourquoi il a non seulement permis la violence contre les étudiants, mais les a réprimés avec une violence irrationnelle, arrêtant 3 000 d’entre eux et aucun des fascistes qui ont initié la violence dans les quartiers.

Un corollaire est le besoin urgent pour le reste de la société de se réorganiser en groupes et en syndicats, pas seulement des syndicats de travailleurs, mais des syndicats de toutes sortes, des comités politiques de base aux comités de quartier. Cela peut se faire avec les mêmes instruments de division et de démobilisation qui ont été utilisés contre eux : le numérique.

Nous aurons un monde nouveau où les individus seront intégrés dans différents groupes, différentes assemblées, même virtuelles, pour discuter, écouter, proposer, se sentir appartenir à quelque chose au-delà de la pauvre individualité de la consommation. Si les humains sont égoïstes, nous ne sommes pas moins altruistes. Lorsque nous identifions une cause juste, nous nous battons pour elle au-delà de nos propres intérêts. Il y a beaucoup d’exemples.

Comprendrons-nous un jour à nouveau que l’intérêt commun de l’humanité, de l’espèce, est, au moins à long terme, l’intérêt le plus important de l’individu ? Dans la récupération de ce sens de la communauté, de cette implication, réside le salut de l’individu et de l’humanité.

Au fil du temps, cette multiplicité de communautés à différents niveaux et avec des intérêts différents fera en sorte que les dons volontaires et les taxes imposées cesseront d’affluer vers les ultra-millionnaires qui achètent des présidents, des sénateurs, des armées et l’opinion mondiale elle-même. Parce que les riches ne donnent pas, ils investissent. Lorsqu’ils n’investissent pas dans les politiciens, les juges et les journalistes, ils investissent dans le marché de la moralité. En règle générale, et non l’exception, les riches ont toujours une motivation personnelle pour faire un don.

Les humains sont motivés par leur intérêt personnel et une cause collective. Il n’est pas nécessaire de clarifier qui, en termes politiques et idéaux, est de droite et qui est de gauche. Dans tous les cas, les deux intérêts sont humains et doivent être pris en compte dans l’équation qui rendra cette espèce anxieuse, violente et insatisfaite meilleure. Pour cela, la majorité doit cesser d’être une classe jetable et non pertinente.

Jorge Majfud, 31 Mai 2024

El viejo sueño de los golpistas travestidos

El capital político de Uruguay en declive

 

Cuarenta años atrás, el Capitán Nino Gavazzo reventó a piñas a mi abuelo cuando el viejo tenía las manos atadas en un interrogatorio. Ese era el método, la regla del procedimiento. Ese ha sido el concepto del “honor” y “valentía” de los cobardes profesionales que se llenan la boca y el pecho con el valor, el patriotismo y la defensa de la nación.

Cuarenta años después, para continuar la vieja historia, y para estar a tono con el estratégico neo fascismo en América latina, también en Uruguay los militares de alto rango tantean las aguas de un golpe de Estado en el caso de que la “coalición multicolor” que integran no gane el balotaje de mañana, 24 de noviembre. Como es muy probable que ganen con el aporte minoritario del diez por ciento de su electorado, no necesitarán echar mano al histórico Plan B y, como antes en tantos otros países del continente, se hablará de “recuperación de la democracia” y de “la herencia maldita”. 

Sí, en dicha coalición hay demócratas, y nada de malo tiene la alternancia política en el poder. Todo lo contrario. El problema es cuando un demócrata comienza a recibir apoyos de los nazis y fascistas, de quienes conspiran en las sombras, desde sus bastiones de poder de las grandes empresas y de los cuarteles, de aquellos que amenazan desde distintos grupos asociados al ejército (supuesta institución neutral subordinada al Estado), cuando se les pide un “voto patriótico” a los familiares de los uniformados y no se pregunta por qué. 

Una ironía trágica radica en que los autoproclamados “patriotas” y los “ultra nacionalistas” de todo el mundo no odian otras naciones tanto como odian a sus propios connacionales que no piensan como ellos y, además, tienen el descaro de gobernar cuando son elegidos. Casi todo el tiempo se pasan combatiendo a otros con su propia ciudadanía. Si a veces el discurso es contra el extranjero, ello se debe a un desplazamiento semántico: no pueden decir que odian o quieren exiliar a sus connacionales, como los racistas hablan de naciones y no de razas, pero todas su energías se invierten contra sus propios compatriotas. Dividen en nombre de la Unión. No los une la Patria, la integración del otro que vive en su propio país, sino el odio al diferente, el odio a quien se atreve a pensar y reclamar su derecho a decirlo y hacerlo conforme a las leyes.

En todos los índices internacionales, incluido los de grupos conservadores como el británico Democracy Index, en los últimos años Uruguay se ha posicionado por encima de países como Estados Unidos en calidad de democracia y en el ejercicio de las libertades individuales. Como la estrategia discursiva ha sido siempre el efectivo divorcio narrativa/realidad, se han encargado, desde militares hasta políticos, en insistir en lo contrario: “en Uruguay hay dictadura”, etc. Vieja y conocida página cuarta del manual.

Este clan hermético y conspirativo, como una serpiente que se muerde su propia cola, ha vivido retro alimentándose de la literatura política inventada durante la Guerra fría por las agencias propagandísticas de los servicios de inteligencia extranjeros (no es una opinión, es una vieja y múltiple confesión de parte, disponible en los documentos desclasificados del gobierno de Estados Unidos). Así, continúan repitiendo el cuento de Caperucita roja como un rosario, para no perder la fe y para mantenerla viva en un grupo significativo de gente que los defiende con fanatismo pese a haberlos sufrido de múltiples formas indirectas. 

Quienes gozan del dinero seguro de los impuestos acusan a otros en el gobierno o en el servicio público de hacer lo mismo. Quienes violaron los Derechos Humanos más básicos o silenciaron estas violaciones gritan que “La ley debe caer no suave sino implacablemente sobre los corruptos de toda condición”. Hasta ese grado de desvergüenza puede llegar un hombre. 

El Klan amenaza cada vez que puede, con anónimos colectivos o personalizados desde diferentes medios con una impunidad familiar, desde sus oscuros búnquers, con sus medias palabras o con silencios significativos cuando las víctimas de su pasado régimen fascista le reclaman la verdad sobre sus familiares desaparecidos. 

O con discursos como el más reciente del senador electo Gral. Manini Ríos, violando la veda electoral y reconociendo (ahora de forma explícita) el perfil político e ideológico de las fuerzas armadas latinoamericanas desde finales del siglo XIX. El General se olvida de su alto grado castrense y de haber sido ascendido por ese gobierno que desprecia y declara, al estilo de los Comunicados del pasado: “a ellos esta vez los soldados les contestamos que ya los conocemos”. La conocida frase (suficientemente ambigua, como lo indica el Manual) que suele aplicarse también a quienes no somos políticos ni pertenecemos a ningún partido.

Es verdad, ustedes los conocen y nos conocen. Conocen lo que decimos y lo que hacemos, porque no escondemos nada. Nosotros no andamos tramando a escondidas, ni en cuarteles ni en sectas. Todo lo que pensamos, equivocados o no, lo decimos en público, en entrevistas, en nuestras clases; lo publicamos en libros, en artículos, con firma, nunca de forma anónima. 

En los últimos quince años, Uruguay nunca tuvo una recesión económica, se convirtió en el país latinoamericano con mayor PIB per cápita al tiempo que en el país que mejor distribuye la riqueza en medio de un contexto regional que desde hace años arde en profundas crisis económicas y sociales. Por eso mismo, el coronel Carlos Silva asegura que es precisamente ese gobierno que ha llevado al país a la ruina porque es “marxista” (supongo que marxista como el presidente Donald Trump, quien construye una torre y tiene negocios allí). Por si fuese poco, el gobierno democrático de su país es traidor y antipatriota

Para los fascistas, todos quienes no piensen como ellos son antipatriotas. Sin embargo, y con excepciones, si en los países latinoamericanos hubo injerencia directa y efectiva, si fue posible la entrega de los recursos nacionales y los derechos más básicos de sus poblaciones bajo dictaduras a lo largo de 150 años, fue gracias a esos autoproclamados “patriotas” que se cuelgan medallas unos a otros, mientras se llenaban la boca con el cuento de que salvaron al país de ser entregado al interés extranjero.

El General Manini Ríos acusa a sus adversarios políticos de ser “los mismos que no se han cansado de insultar a aquel que viste un uniforme”. No, general. No ha sido la gente, ni los críticos, ni ningún partido político que “ha insultado la institución armada”; con las inevitables excepciones a la regla, la historia y el presente dicen que han sido ustedes mismos, sus capitanes y generales, con la complicidad sádica de unos algunos soldados y la complicidad interesada de muchos civiles. 

 

JM, noviembre 2019

https://www.pagina12.com.ar/232640-elecciones-en-uruguay-el-viejo-sueno-de-los-golpistas-traves

 

 

La paradoja del patriotismo militarista latinoamericano

En una reciente entrevista*, hice referencia a la función complementaria que la mayoría de los ejércitos latinoamericanos han cumplido desde el siglo XIX en la dinámica global administrada por las grandes potencias. Como siempre, narrativa y realidad estuvieron divorciadas hasta que la primera se inoculó en la segunda y luego se fosilizó en el subconsciente popular de un sector de la población. La idea medieval del “honor” (XIII), las más modernas de “la reserva moral de la Nación” (Chile, 1924) y de la doctrina de la “Seguridad nacional” para América Latina (Washington, 1962), resultaron ser sus estrictos opuestos: gracias a estos ejércitos, las superpotencias mundiales fueron capaces de intervenir, dominar y dictar las políticas de sus patios traseros (África y América latina).

Inmediatamente me llegaron los clásicos insultos acusando de “vendepatrias”, “infiltrados” y “traidores” a los críticos de la Santa Institución, de la política del Palo largo y de la ideología militarista que seduce tanto a quienes se les acalambra el brazo, la mano y los dedos.

La lista de evidencias es ilimitada, pero mencionemos unos pocos ejemplos, los menos conocidos. Cuando en 1928 los campesinos colombianos de Ciénaga se dieron cuenta que ninguno de ellos llegaba a viejo, iniciaron una huelga contra la poderosa United Fruit Company exigiendo, no una revolución comunista ni de ningún otro tipo sino algunas mejoras como la construcción de una clínica y la contratación de médicos para los miles de trabajadores que cortaban bananas para la felicidad de la compañía y de los consumidores civilizados. La Compañía no aceptó los reclamos y se negó a pagar los beneficios establecidos por la ley colombiana de 1915, alegando que sus trabajadores no eran sus trabajadores sino de un subcontratista colombiano. Cinco mil trabajadores fueron a la huelga y el gobierno de Estados Unidos, presionado por la compañía bananera, amenazó a Colombia con enviar, como era su costumbre, los marines. Al fin y al cabo, los marines se encontraban ocupando o supervisando varios países cercanos en América Central y en el Caribe, países incapaces de gobernarse a sí mismos por defecto de sus razas inferiores, como lo reconocía la prensa estadounidense del momento. El presidente colombiano, Miguel Abadía Méndez, temiendo otra intervención que le recordara el desgarro de parte de su territorio, Panamá, veinticinco años atrás, envió su propio ejército a Ciénaga. Según un cable del consulado estadounidense, no todos los soldados estaban dispuestos a cumplir con su deber, pero en la noche del cinco de diciembre, los soldados colombianos, casi tan pobres (el “casi” es relevante) como los campesinos a quienes fueron a reprimir, encontraron a cinco mil trabajadores durmiendo en las calles del pueblo a la espera del gerente de la compañía todopoderosa. Los soldados les leyeron el comunicado de toque de queda que prohibía reuniones de más de tres personas. Como casi nadie pudo escuchar lo que decían, nadie obedeció. Cientos fueron masacrados en pocas horas y cargados por la madrugada en tren con rumbo desconocido. Cuando salió el sol, quedaban siete cadáveres sin recoger, lo que explicaba el tiroteo. La brutalidad militar y paramilitar se repetirán por mil por las próximas generaciones, pero bajo otras excusas.

Veinte años después, en 1948, Costa Rica, harta de manipulaciones, elimina su ejército y hasta resiste las invasiones de regímenes militaristas de la región. Desde entonces, pese a su contexto adverso y en medio del Patio trasero plagado de dictaturas títeres, nunca más supo de dictaduras militares.

Veamos el caso de la revolución boliviana de 1952. Fue la única revolución popular en América Latina aceptada por Estados Unidos. ¿Cómo se entiende esta excepción a la regla? Cuando un hecho contradice el patrón histórico, basta con bucear en los documentos originales para encontrar la respuesta. Uno de ellos es un informe enviado al presidente Truman el 22 de mayo de 1952 por su Secretario de Estado, Dean Acheson, quien le advierte a Washington que si Estados Unidos no reconoce la nueva revolución popular encabezada por Siles Zuazo y Juan Lechín (Víctor Paz Estensoro se sumó desde el exilio), Bolivia se iba a radicalizar contra la presencia de las compañías estadounidenses. (Algo que la soberbia de Eisenhower y Nixon no comprendió cuando Fidel Castro los visitó en Washington apenas llegado al poder de la isla; creyeron que iban a resolver el problema de Cuba tan fácil como lo habían hecho con Guatemala e Irán seis años antes, pero la derrota militar en Bahía Cochinos les demostró lo contrario.) Truman concedió, siguió la sugerencia de Acheson, y los cambios en Bolivia empezaron a tomar forma. Aunque de forma muy marginal, los indios y los mineros comenzaron a existir como seres humanos.

El siguiente paso era obvio: Washington comenzó a exigirle al gobierno boliviano que desarme las milicias que hicieron posible la revolución del 52 (una contradicción ideológica para los fundadores de Estados Unidos) y en su lugar consolide un ejército tradicional.

Una de las figuras de la revolución, el presidente Paz Estensoro, comenzó a alinearse con las directivas del Norte. Consolidó un ejército fuerte en Bolivia hasta que él mismo fue desplazado por una nueva dictadura en su segundo mandato, orquestada por la CIA. Bolivia sufrirá otras dictaduras oligárquicas con la ayuda de algunos criminales nazis (como el carnicero de Lyon, Klaus Barbie) contratados por la CIA para ayudar a reprimir los movimientos populares que eran estratégicamente calificados como “comunistas”, como si sólo los comunistas fuesen capaces de luchar por la justicia social, la libertad individual y los derechos humanos de los pueblos. 

Podríamos continuar, pero acabo de transgredir el límite intimidatorio de las mil palabras. Resumamos el patrón histórico que se induce de toda esta historia trágica. Después de analizar miles de documentos desclasificados creo que, además de probar la pasada función servil de la mayoría de los ejércitos latinoamericanos, podemos inducir y deducir que las superpotencias imperialistas sólo tuvieron éxito cuando las rebeliones populares llegaron al poder por elecciones (Venezuela 1948, Guatemala 1954, Brasil 1964, Chile 1973, Haití, 2004, etc.) y fracasaron estrepitosamente cuando éstas llegaron por una acción armada, no por sus ejércitos sino por sus milicias rebeldes (México 1920, Bolivia 1952, Cuba 1959, Nicaragua 1979). No estoy diciendo que esa sea la solución hoy, sino que esa fue la realidad a lo largo de más de un siglo y esa es la cultura fosilizada en un margen significativo de su población.

La función tradicional de los ejércitos latinoamericanos no fue luchar ninguna guerra contra ningún invasor (la guerra de Malvinas fue un recurso desesperado para salvar otra dictadura) sino reprimir a sus propios pueblos cuando éstos se revelaron contra la explotación de poderosos intereses criollos y extranjeros, protegidos por dictadores puestos y alimentados por las grandes potencias imperiales.

La marca en el subconsciente colectivo es tan poderosa que cualquiera que hoy se atreva a señalar estos simples hechos será estigmatizado como “agente peligroso”. El odio a los de abajo no ha desaparecido, incluso en países donde el brazo imperial se ha retirado. Queda el trauma, la tara, pero con nombres más elegantes. ¿Cuántos en Estados Unidos tolerarían a su ejército desplegado en las calles de su propio país? En América latina es una vieja costumbre.

Para no hablar de lo que Malcolm X llamaba “los negros de la casa”, que cuando escuchan a alguien hablando de la oligarquía y los de abajo, se persignan y acusan al mensajero de crear grietas y divisiones en la sociedad.

 

JM, noviembre 3, 2019

https://www.alainet.org/es/articulo/203030?language=en

 

 

 

Il paradosso del patriottismo militarista latinoamericano

Translated by  Alba Canelli

In una recente intervista, ho fatto riferimento al ruolo complementare che la maggior parte degli eserciti latinoamericani hanno svolto dall’Ottocento nelle dinamiche globali amministrate dalle grandi potenze. Come sempre, la storia e la realtà divorziarono fino a quando la prima fu inoculata nella seconda e poi fossilizzata nel subconscio popolare di una parte della popolazione. L’idea medievale di «onore» (XIII), la più moderna di «riserva morale della Nazione» (Cile, 1924) e la dottrina della «sicurezza nazionale» per l’America Latina (Washington, 1962), si sono rivelate il loro stretto contrario: grazie a questi eserciti, le grandi potenze mondiali poterono intervenire, dominare e dettare le politiche dei loro cortili (Africa e America Latina).

Immediatamente ho ricevuto i classici insulti che chiamano «vendepatria», «infiltrato» e «traditore» chi critica la Sacra Istituzione, della politica del Big Stick (grosso bastone) e dell’ideologia militarista che seduce coloro che hanno crampi alle braccio, alle mani e alle dita.

Il presidente colombiano Miguel Abadía Méndez, temendo un altro intervento che gli ricordasse lo sradicamento di parte del suo territorio, Panama, venticinque anni prima, aveva inviato il proprio esercito a Ciénaga. Secondo un telegramma del consolato usamericano, non tutti i soldati erano pronti a fare il loro dovere, ma la notte del 5 dicembre i soldati colombiani, quasi poveri (il «quasi» è rilevante) quanto i contadini che andavano a reprimere, trovarono cinquemila operai che dormivano per le strade della città in attesa del direttore dell’onnipotente compagnia. I soldati lessero loro il comunicato di coprifuoco che vietava le riunioni di più di tre persone. Poiché quasi nessuno riusciva a sentire quello che dicevano, nessuno obbedì. Centinaia di persone furono massacrate in poche ore e caricate sul treno del mattino per un percorso sconosciuto. Quando il sole sorse, c’erano sette corpi non raccolti, che dimostravano la sparatoria. La brutalità militare e paramilitare si ripeterà mille volte nelle generazioni successive, ma con altri pretesti.

Vent’anni dopo, nel 1948, la Costa Rica, stanca delle manipolazioni, eliminò il suo esercito e resistette persino alle invasioni dei regimi militaristi della regione. Da allora, nonostante il contesto sfavorevole e in mezzo al cortile di casa tormentato dalle dittature dei burattini, non ha mai più sentito parlare di dittature militari.

Prendiamo il caso della rivoluzione boliviana del 1952. È l’unica rivoluzione popolare in America Latina accettata dagli Stati Uniti. Come possiamo capire questa eccezione alla regola? Quando un fatto contraddice il modello storico, basta esaminare i documenti originali per trovare la risposta. Uno di questi è un rapporto inviato al presidente Truman il 22 maggio 1952 dal suo ambasciatore in Bolivia, Dean Acheson, che avvertiva Washington che se gli Stati Uniti non avessero riconosciuto la nuova rivoluzione popolare guidata da Siles Zuazo e Juan Lechín (Victor Paz Estensoro si unì a loro dall’esilio), la Bolivia sarebbe diventata più radicale contro la presenza di compagnie usamericane. (Qualcosa che Eisenhower e l’arroganza di Nixon non permetteva loro di capire quando Fidel Castro li visitò a Washington non appena arrivato al potere sull’isola: credevano che avrebbero risolto il problema cubano con la stessa facilità con cui avevano affrontato Guatemala e Iran sei anni prima, ma la sconfitta militare a Baia dei Porci dimostrò loro il contrario). Truman diede il suo OK, seguì il suggerimento di Acheson, e i cambiamenti in Bolivia cominciarono a prendere forma. Anche se molto marginalmente, indiani e minatori cominciarono ad esistere come esseri umani.

Il passo successivo era ovvio: Washington cominciò a chiedere al governo boliviano di disarmare le milizie che avevano reso possibile la rivoluzione del 1952 (una contraddizione ideologica per i fondatori degli Stati Uniti) e di consolidare invece un esercito tradizionale.

Una delle figure della rivoluzione, il presidente Paz Estensoro, ha iniziato ad allinearsi alle direttive del Nord. Ha consolidato un forte esercito in Bolivia fino a quando, durante il suo secondo mandato, è stato rovesciato da una nuova dittatura, orchestrata dalla CIA. La Bolivia subirà altre dittature oligarchiche con l’aiuto di alcuni criminali nazisti (come il macellaio di Lione, Klaus Barbie) assunti dalla CIA per sopprimere i movimenti popolari strategicamente definiti «comunisti», come se solo i comunisti fossero in grado di lottare per la giustizia sociale, la libertà individuale e i diritti umani dei popoli.

Potremmo continuare, ma ho appena oltrepassato il limite intimidatorio delle mille parole. Riassumiamo lo schema storico indotto da tutta questa storia tragica. Dopo aver analizzato migliaia di documenti declassificati, credo che, oltre a dimostrare la passata funzione servile della maggior parte degli eserciti latinoamericani, possiamo indurre e dedurre che le superpotenze imperialiste hanno avuto successo solo quando le rivolte popolari sono arrivate al potere attraverso le elezioni (Venezuela 1948, Guatemala 1954, Brasile 1964, Cile 1973, Haiti, 2004, etc.) e fallito miseramente quando trionfarono con l’azione armata, non dai loro eserciti ma dalle loro milizie ribelli (Messico 1910, Bolivia 1952, Cuba 1959, Nicaragua 1979). Non sto dicendo che questa è la soluzione oggi, ma che è stata la realtà per più di un secolo ed è la cultura fossilizzata in una parte significativa della sua popolazione.

La funzione tradizionale degli eserciti latinoamericani non era quella di condurre alcuna guerra contro un invasore (la guerra delle Malvine fu un tentativo disperato di salvare un’altra dittatura), ma di reprimere i propri popoli quando si ribellavano contro lo sfruttamento dei potenti interessi creoli e stranieri, protetti da dittatori istituiti e nutriti dalle grandi potenze imperiali.

Il marchio sul subconscio collettivo è così potente che chiunque osi ora ricordare questi semplici fatti sarà stigmatizzato come «agente pericoloso». L’odio per chi sta sotto non è scomparso, anche nei paesi in cui il braccio imperiale si è ritirato. C’è ancora il trauma, l’avvizzimento, ma con nomi più eleganti. Quante persone negli Stati Uniti tollererebbero che il loro esercito fosse dispiegato per le strade del proprio paese [li si dispiega la Guardia Nazionale, una forza militare che fa da polizia in caso di «disordini sociali», modello che Fratelli d’Italia ha proposta di imitare nel 2013, NdlT]? In America Latina, questa è una vecchia usanza.

Per non parlare di quelli che Malcolm X chiamava «i negri di casa», che quando sentono qualcuno parlare dell’oligarchia e di quelli di sotto, fanno il segno della croce e accusano il messaggero di creare crepe e divisioni nella società.

JM.