Humano se hace, no se nace

Cuando nace un niño, lo que nace no es un humano: es un pequeño, adorable animal con la capacidad de convertirse en humano, reconocido desde antes de nacer como humano por sus padres y por la sociedad. El amor de los padres no lo hace humano. También los lobos aman y protegen a sus crías. Poco a poco se convertirá en un individuo, algo que no existe fuera de la sociedad, porque no existe un individuo sin sociedad.

No entraré en consideraciones ontológicas sobre qué es un ser humano (“un bípedo implume”) para no complicar algo que puede ser entendido de una forma más fácil. Consideramos algo por demás obvio: el color amarillo de ese tigre que procede de su pantalla de teléfono, computadora o televisor no existe. Esto es extremadamente fácil de entender. Las pantallas sólo pueden emitir en un tubo de rayos catódicos del siglo XX o en cada pixel de nuestro tiempo tres ondas visibles específicas: rojo, azul y verde. Ni una más. Tampoco es necesario―bastante costó el azul. El amarillo es sólo la combinación de rojo y verde con una misma intensidad.

Tampoco tenemos en nuestras retinas células sensibles al amarillo. De los siete millones de conos que poseemos los humanoides, ninguno es sensible al amarillo. Sólo detectan tres colores. ¿Parecen pocos? Sí, si consideramos que un pequeño pájaro posee cinco tipos de conos, y pueden ver la luz ultravioleta. Pero los humanoides somos privilegiados al poseer una célula retiniana más que los jabalíes y los ciervos, que sólo poseen dos y, por lo tanto, ven al tigre de color verde.

Entonces, ¿son los tigres verdes o amarillos? La afirmación también parece una provocación inútil, pero si decimos que los tigres son amarillos, estamos omitiendo dos cosas: uno, que son amarillos para los humanoides, pero verdes para otras especies. De hecho, que los tigres sean verdes es más lógico, desde el punto de vista de la evolución a su favor (ya que mejora su camuflaje) y es una ventaja evolutiva de los humanos, ya que mejora la visibilidad del peligro en la selva. Es muy probable que a este simple detalle los humanos, o al menos los asiáticos, le deban su exitosa sobrevivencia. Por otro lado, como mencioné más arriba, lo que significa “amarillo” en el tigre es un fenómeno puramente mental que no existe en el mundo exterior. Es una ilusión. Una ilusión consistente, por lo cual no podemos decir exactamente qué ven otros humanos cuando en un cruce con semáforo se enciende la luz roja, pero sí podemos decir que, sea lo que sea, es siempre lo mismo, por lo cual no hay accidentes si todos estamos atentos al cambio de color. (Los daltónicos no pueden distinguir verde de rojo, pero saben que el rojo está abajo.)

Está de más decir que lo mismo aplica a los olores. Los olores no existen fuera del cerebro de algún animal. Una rosa emite químicos. El olor no es una realidad sino un efecto neuronal. Nada más. Podíamos seguir con los sonidos: Nocturna de Chopin, fuera del cerebro humano, es sólo una secuencia de vibraciones de moléculas de aire. Se convierten en “sonido” dentro del cerebro animal. A eso, debemos agregar el factor humano, es decir, el factor cultural: Nocturna, como cualquier otro sonido (un disparo de revólver, por ejemplo), está fuertemente ligada a una experiencia humana que, además de sonido, se convierte en significados y emociones.

Ahora, consideremos de la misma forma eso que llamamos ser humano y, más específicamente, individuo. El individualismo es un dogma capitalista (uno de los más destructivos de la historia), pero el individuo también es una construcción, aunque mucho más universal. Está centrada en la ilusión de que un humanoide nace ser humano y todo su ser se concentra en un cuerpo humanoide, independiente, que vive asociado con otros para formar una sociedad y una cultura. El error radica en que el individuo es parte de una cultura y de una evolución histórica de decenas de miles de años. La cultura crea más al individuo humano que el individuo humano crea cultura. Una cultura puede existir sin muchos individuos, siempre y cuando existan “individuos”, pero no viceversa.

Consideremos el caso de “el individuo”. Su condición está definida por una sociedad. Todo lo que desea, aspira, teme, rechaza, promueve; todas sus alegrías, tristezas, éxitos, fracasos están definidas en relación a una sociedad, a lo que esa sociedad espera o no espera de él, a lo que esa sociedad le provee o le impone. Consideremos una persona que naufraga y sobrevive nadando hacia una isla sin humanos. Esa persona podrá vivir por años sin ver a un solo ser humano, pero la sociedad y la cultura que dejó (los otros) nunca la abandonarán. Todas sus emociones podrán cambiar, pero hasta el último momento de su vida, el mundo perdido estará en ella, como una lengua materna y los recuerdos infantiles (“las raíces son lo último que se seca”) permanecen hasta el último minuto de conciencia de un ser humano, ya sea que acepte o que rechace ese pasado, como nostalgia o como trauma. Es decir, seguirá siendo un individuo humano porque seguirá estando definido y condicionado por esa sociedad que perdió.

Ahora consideramos que esa mujer náufraga, siete o nueve meses después no sobrevive a un parto, pero su hija sí porque, supongamos, es salvada del hambre por la leche de una loba, como afirma el mito fundacional de Roma―dejemos de lado que es probable que haya sido una confusión lingüística, ya que en italiano y en latín loba y prostituta (lupa-lupanar) es lo mismo.

Esa niña no sería un ser humano, aunque si alguien llegase a esa isla la identificaría como tal y la rescataría de su supuesta desgracia inhumana. No sería un ser humano sino una loba con cuerpo humanoide y con habilidades humanoides, como la de articular un lenguaje verbal que nunca desarrollará. Sería una loba experta en la caza de conejos que por las noches aullaría llamando a un lobo macho de su clan o de un clan ajeno. Si no lo hiciera, de todas formas, no se representaría como un individuo humano, sino como una loba diferente.

De la misma forma que los recién nacidos, los proto humanos (humanoides) tienen derechos humanos que todos defendemos, es posible que la sensibilidad de los seres humanos un día extiendan esos derechos al resto de los no humanos, de la misma forma que hace algunos siglos se dejó de considerar un grupo de humanos como elegidos por sus dioses y con derechos especiales sobre las vidas ajenas y se universalizó la idea de la igualdad ―la igualdad de derechos, lo que incluye el derecho a ser diferente.

Claro, nada de esa evolución evita que hoy existan cavernícolas que se burlan de ideas como que los humanos no existen, como el color amarillo o el olor de una rosa o Nocturna de Chopin, pero están seguros de que son seres humanos reales y con derechos especiales sobre el resto de la Humanidad.

 jorge majfud, junio 2025

La muerte del individuo

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Image via Wikipedia

La mort de l’individu (French)

La muerte del individuo

El individuo virtual y sus identidades

Es un lugar común en nuestras instituciones las políticas para ahorrar papel reemplazándolo por archivos PDF, etc. Está claro que las tecnologías electrónicas han hecho posible no sólo una mayor democratización mundial de la información y de algunos medios digitales de producción sino que, además, han evitado que esa masiva popularización del acceso a la participación de la vida moderna (que fastidiaba a Ernest Renan en el siglo XIX y a Ortega y Gasset a principios del XX) no se traduzca en una catástrofe ecológica mayor de la que ya tenemos.

Sin embargo, este mundo virtual no es tan “environmentally friendly” (“amable con el ambiente”) como se pretende. Todo tiene un precio. Usando el correo electrónico ahorramos energía y evitamos una contaminación mayor que si enviásemos cartas de papel por correo postal. Pero seguramente en la era del correo tradicional no enviábamos ni recibíamos cientos de cartas por día.

Desde hace algunos años sabemos que hacer una brevísima investigación on line usando un buscador como Google emite tanto dióxido de carbono como al hervir una caldera. Consideramos que una búsqueda razonable emite 7 gramos de CO2, lo que más o menos se corresponde con la aclaración de Google que dice que cuando uno aprieta “search” solo se consume/libera 0.2 gramos.

Esta referencia ecológica puede ilustrarnos un problema semejante a nivel psicológico y social cada vez que consideramos la “nueva libertad” y las nuevas posibilidades de comunicación de los individuos por el mero hecho de estar conectados. Ya hemos escrito mucho sobre este punto y no vamos a repetir. Pero ahora me interesa molestar un poco más sobre el problema central de este fenómeno del individuo-conectado.

Hace unos días, mientras esperaba en un mall o centro comercial (lo que en español latinoamericano se dice “shopping center”, tan equivoco como la palabra “plaza” usada en Estados Unidos) me detuve a descansar. En un instante dejé de mirar toda la gente que estaba buscando cosas para comprar y observé el resto de la gente que no estaba comprado cosas. Delante de mí pasó un padre seguido de tres niños, con un iPhone en una mano, el pulgar explorando la diminuta pantalla y sus ojos absortos en una lista de mensajes recibidos. Una chica entro a una tienda y revisó varias camisas sin dejar de leer su correo. Dos chicas más, repitiendo la misma práctica, se cruzaron increíblemente sin chocarse. En el nivel de abajo dos jóvenes y un hombre mayor reposaban en cuatro sillones. Cada uno tenía un BlackBerry, un iPad, un iPod y un iPud en una mano, sobre una rodilla, o en la mesita de al lado. (El insistente prefijo “i” puede referir “intelligent” o, ¿por qué no?, “yo” en inglés, algo así como “yo-Telefono”, “yo-Cosa”; porque cuando el mercado insiste con un símbolo, es porque el verdadero significado es el contrario.) Ninguno resistió más de un minuto sin revisar algo. Casi siempre cambiaban de postura y se ponían a escribir, tal vez contestaban un correo o chateaban con alguien que no debía ser ninguno de los otros dos que estaban al lado.

Siempre pensé que el fenómeno de las comunicaciones había puesto de relieve, a un nivel crítico, alguna obsesión histórica o natural de la humanidad por la comunicación. Algo así como el impulso de los insectos en la noche que orbitan alrededor del fuego y van a morir incinerados allí mismo. Al fin al cabo, la gente habla y escribe, en gran medida, no porque tenga algo importante o crucial que decir, sino por el solo hecho, placer o necesidad de sentirse comunicados, desde un novelista hasta un médico o un mecánico.

Todo lo cual parecería ser algo muy humano: la comunión sería el clímax de este impulso de comunicación.

Estuve media ahora observando, tratando de descifrar el fenómeno que nos engloba. Tratar de dar respuestas a cada fenómeno que cae alrededor también es otra obsesión. Pero yo no quería resolver esa cuestión antes de tener una idea, al menos vaga, una tímida hipótesis, del fenómeno que había atrapado a el resto de la gente que no estaba comprando, consumiendo (fenómeno más primitivo y más fácil de explicar).

Para responder a esta pregunta había que preguntarse primero por qué el fenómeno de hablar por teléfono y, sobre todo, de textear, ha reemplazado de forma tan dramática el simple acto de hablar cara a cara, con lo interesante que debe ser sentir con todos los sentidos a un semejante, a otro ser humano.

¿Cómo explicar, entonces, la contradicción de este impulso histórico de comunicación con la incomunicación resultante?

Entonces creí encontrar la lógica de esta aparente contradicción. En el mundo de la comunicación digital no sólo se destila en su estado más puro el acto de la comunicación, que requiere la distancia como obstáculo de placer, sino que el acto es una confirmación del individuo aislado, alienado, por la supresión del otro, por la objetivización del sujeto.

En este mundo, el otro se ha multiplicado de forma exponencial y proporcionalmente se ha diluido la comunión con cualquiera de ellos. El otro es menos sujeto y mas objeto, desde el momento en que yo, como individuo, puedo decidir cuándo eliminarlo. Es decir, en todo momento me protege la conciencia o la percepción de que el otro no amenazará mi espacio individual con una visita incómoda de la que no puedo deshacerme. Así, el otro está bajo control.

Los jóvenes y el viejo estaban allí, comunicándose con alguien más, con muchos más, pero su espacio vital, sus individualidades estaban protegidas por un simple botón (que ni siquiera es un botón) capaz de eliminar la presencia del otro, capaz de ponerlo entre paréntesis o de arrastrarlos a un tiempo posterior, un tiempo de calendario que depende del individuo-aislado-que-se-comunica.

Al mismo tiempo, esta paradoja genera otra contradicción aparente que es parte de la misma lógica. Tampoco el individuo-aislado-que-se-comunica es un individuo en el sentido tradicional. Primero, porque su existencia virtual puede adquirir varias identidades simultaneas. El sujeto se autocosifica con una máscara. Segundo, porque su “verdadera identidad” (más exactamente su “identidad oficial”) puede ser robada. El robo de identidad es uno de los terrores crecientes de la nueva civilización digital. Una vez que alguien le roba la identidad a Juan Rosas-Z con carnet número X, ni el pesado peso del gobierno más poderoso del mundo puede hacer mucho. Juan Rosas-Z deja de ser Juan Rosas-Z y adquiere los delitos que alguien más, que ahora se llama Juan Rosas-Z ha cometido en alguna parte del mundo. En algunos casos, se ha verificado que esta pesadilla ha llevado a mucha gente a cambiar su nombre oficial, su identidad, para detener la ola de actos cometidos por su fantasma.

El otro, el fantasma que ha perdido su condición humana de sujeto, ahora forma parte de un mundo fantasmagórico donde vive el individuo que tiene a los otros bajo control pero ha perdido el control sobre si mismo.

Queda una esperanza, claro. El individuo-colectivo-humano se ha suicidado muchas veces y muchas veces ha renacido con viejas y nuevas obsesiones. Tal vez sea su forma natural de reinventarse cada quinientos años.

Jorge Majfud

Enero 2011.

Jacksonville University

Panamá América

Cambio 16

Milenio

La República

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