Pi i Margall y la voluntad de síntesis del krausismo

“Es ley de nuestra raza que se anticipen las reformas políticas a las sociales”

Nicolás Salmerón, Obras de don Nicolás Salmerón, 1881.

“Caudillo de España por la gracia de Dios”

Leyenda en las monedas con la imagen de Francisco Franco, 1960.

Índice:

Introducción……………………………………………………………………….         2

La generación en disputa…………………………………………………….         3

Razón, conciencia y libertad……………………………………………..          9

La unidad en la diversidad………………………………………………….          12

La fatalidad de la historia y la violencia de su negación…          16

El cuestionamiento de la tradición……………………………………          18

El individuo y la sociedad…………………………………………………..          20

El progreso de la historia y los cambios de paradigmas…….         22

Fundamento cosmológico: el panteísmo…………………………….          24

Bibliografía………………………………………………………………………..          31

  1. Introducción

De la misma forma que las ideas de Karl Christian Krause —progresión de la historia, surgimiento del pueblo, sentido “metafísico” del destino humano, etc.— están en consonancia con las ideas emergentes a mediados del siglo XVIII, de igual forma el krausismo español también es el resultado de esta tradición filosófica y de un contexto social concreto. Esto último implica un siglo de inestabilidad, de reclamos y de reacciones, de una lucha entre monárquicos y republicanos, entre católicos y liberales, entre conservadores y revolucionarios. Un libro resume este estado de la sociedad, aunque desde una perspectiva radical: La reacción y la revolución, de Francisco Pi i Margall.[1] Publicado en 1854, en medio de las convulsiones políticas que describe y anuncia, tendrá su antítesis teórica casi ochenta años más tarde, en La rebelión de las masa (1930) escrito por otro liberal[2]. La reacción y la revolución resume la actitud cultural e ideológica de la Modernidad, radicalmente rechazada por Ortega y Gasset. Para Pi, la revolución no es el elemento generador de la violencia; es la expresión natural de la dinámica de la historia en progreso. Su tesis central es muy simple: “la revolución es la paz y la reacción la guerra”. (Reacción, 65) La cual no sólo refleja una idea sino una actitud, del todo moderna: la provocativa resemantización —ética e ideológica— de las palabras, sobre todo de aquellas que se han instaurado como mitos sociales por una tradición que se pretende cuestionar.

Si recurrimos a la fórmula más célebre de la historia de la filosofía surgida, precisamente, de la pluma de Hegel, podemos identificar aquí a la monarquía y a los conservadores españoles con (I) la tesis a la cual revolucionarios liberales como Pi i Margall se opondrán invirtiendo los significados de “revolución” y “reacción”: (II) la antítesis. Situados en este contexto, podemos ver al movimiento krausista no tanto como una corriente “revolucionaria” sino todo lo contrario: el krausismo español representó la voluntad de (III) síntesis, no sólo como propuesta teórica, sino también como necesidad práctica, es decir, política: la (S) reforma antes que la (At) revolución y después de la (T) reacción.

En el presente ensayo, procuraremos verificar esta fórmula sintética (T + At = S) a través del análisis de las síntesis propias de cada uno de los términos (T, At y S) en un orden cronológico concreto. Es decir, no partiremos del análisis inductivo sino, a la inversa, de la síntesis —de la hipótesis— para identificar las partes. De esta forma, pretendemos mostrar que el krausismo no fue un movimiento “revolucionario” que surge como oposición a un contexto cultural e ideológico consolidado, sino la voluntad de “resolución”, se síntesis —traducida en un discurso metafísico como la búsqueda de la “armonía”— de una sociedad inestable y radicalizada.

Casi todos los intelectuales españoles en el siglo XIX —si no todos— entendían que la inexistencia de un pensamiento maduro en su país justificaba la importación de pensamiento “europeo” o, por lo menos, de ideas y modelos que se imponían en Francia y Alemania. Sanz del Río entendía que en España no había pensamiento y uno de sus detractores, Menéndez Pelayo, sólo coincidía en la descalificación:[3] “en España hemos sido krausistas por casualidad, gracias a la lobreguez y a la pereza intelectual de Sanz del Río”. Para Menéndez Pelayo, Sanz del Río no era más que un charlatán, pero el resto de la sociedad no era mejor: “Sólo aquí —se lamentaba— donde todo se extrema y acaba por convertirse en mojiganga, son posibles tales cenáculos”. (Menéndez, Ensayo) “En estudiar nadie pensaba… La enseñanza era pura farsa, un convenio tácito entre maestros y discípulos, fundado en la mutua ignorancia […] Olvidadas las ciencias experimentales, aprendíase física sin ver una máquina” (Fraile, 129). De algo parecido se quejaba Pi i Margall, al tiempo que se justificaba por el uso de un lenguaje con excesos de exabruptos: “Pero me extralimito sin sentirlo. El triste estado de la ciencia en España me obliga, tanto como la ignorancia de muchos revolucionarios, a usar este lenguaje […] No hay entre nosotros escuela, no hay crítica, no hay lucha”. (Reacción, 145) En su libro La reacción y la revolución (1854) se propuso “despertar […] una nueva creencia, y más aún que una creencia, una actividad filosófica de que por desgracia carecemos en España”. (292) Antonio Heredia Soriano, en El krausismo español (1975) hace su propia colección de expresiones de malestar sobre el estado del pensamiento y la cultura en España en esta época: Juan Valera, M. J. Narganes, Donoso Cortés, Balmes, López de Uribe, Borrego, Gil de Zárate, Francisco de Paula Canalejas, Manuel de la Revilla, Menéndez Pelayo, cada uno desde su perspectiva ideológica particular coincidía en el mismo pesimismo. Según Heredia, la crisis de 1833 —desencadenada por la muerte de Fernando VII— sólo deja paso a dos novedades: la democracia y el krausismo. La primera promovida como una idea del todo revolucionaria y vulgar a los ojos de sectores conservadores; la segunda como “versión original del nuevo cristianismo ilustrado”. (Heredia, Ensayo) Guillermo Fraile, en Historia de la filosofía española desde la Ilustración (Madrid, 1972) coincide con esta percepción y hace su propia lista de “decepcionados”, incluyendo a Pi i Margall, a Juan Valera, María Fabié, Laureano Figuerola, Francisco de Paula Canalejas, etc. (68-70) [4]

No podemos decir que Francisco Pi i Margall fuera un autor original, porque, como casi todos, estaba precedido por las novedades políticas e intelectuales que habían tenido lugar en el resto de Europa unas décadas antes. Aunque por entonces Hegel comenzaba a ser cuestionado y sus fervientes seguidores ya no eran fervientes, Pi i Margall sostuvo un principio básico de su dialéctica histórica: “¿Concebios algo? Vemos primero su tesis, su lado positivo; más tarde su antítesis, su lado negativo, y sólo después de otro tiempo dado su síntesis; síntesis que da a su vez lugar  a otra afirmación y a otra negación; et sic de cœteris”. (Reacción, 126) La misma dialéctica de inversión vuelve a usar para contestar a sus adversarios, con geométrica claridad: “Nuestro pueblo, es cierto, se ha insurreccionado cien veces en lo que va del siglo; mas se ha insurreccionado, examinadlo bien, por falta de libertad, no por la libertad de que ha gozado”[5] (273) Y poco más adelante concluye: “El pueblo cuanto más rudo es menos libre […] pero observad, en cambio, que la libertad, proclamada por la revolución, tiende principalmente a contrarrestar los efectos de la rudeza en ese mismo pueblo”. (273) Esta observación lleva implícita la idea de la libertad como condición necesaria para una reformulación de la educación social; el krausismo insistirá en un proceso inverso: la educación precede al cambio, a la superación y, por ende, precede a la libertad. En este sentido, si el pensamiento de Pi era materialista —en el sentido marxista de la palabra—, el pensamiento krausista procedía de forma inversa.[6]

Muchas de las ideas de Pi i Margall coinciden en temas, en forma y en formulaciones con aquellas que caracterizaron el pensamiento krausista en España. La reacción y la revolución, de 1854, contiene ya gran parte de las ideas políticas, sociales y teológicas —aunque reformuladas— que formularía Sanz del Río en Cuestión de la filosofía novísima (1856), Discurso pronunciado en la Universidad Central (1857) y en Ideal de la Humanidad para la vida (1860). No obstante, no encontramos pruebas contundentes para sugerir siquiera que Sanz del Río había leído con interés La reacción y la revolución. Por el contrario, un silencio casi hermético —y por ello significativo— cubre el nombre de Pi i Margall en los escritos de Sanz del Río, hecho que no deja de ser desconcertante cuando el destino juntó a Pi y Salmerón en el fracaso de la I República, cuando escritores fuertemente influenciados por el krausismo, como Pérez Galdós, se refirieron a Pi como político y como filósofo.[7] Pío Baroja comparó a Pi i Margall con uno de los más conocidos krausistas, lo que revela una coincidencia de contextos e ideales: “Pi i Margall no se parecía en nada a Salmerón. No era como éste, retórico y palabrero”. (Reacción, 13) Pero esta escasez de referencias directas sólo confirma la idea de Ortega y Gasset sobre las generaciones, según la cual en un mismo espacio y en un mismo tiempo vital, una generación comparte creencias, ideas y esperanzas que permean cada uno de sus individuos.[8] El propio Pi i Margall lo había dicho mucho antes con diferentes palabras: “hay pensamientos puramente sociales, verdades sociales, que en vano pretenderíamos atribuir a ningún hombre”. (120)

Sin embargo, krausistas, revolucionarios y liberales comparten un origen en común: el pensamiento alemán de principios del siglo XIX. Al igual que Sanz del Río, Pi i Margall se enfrentó con la aparente paradoja de (a) la historia como un proceso progresivo e inevitable y (b) la libertad humana como consecuencia de su razón. Con este propósito, dedicará el subtítulo: “Teoría de la libertad y la fatalidad, explicada por la historia general y la contemporánea española”. (115) Al igual que los krausistas que le seguirán a La reacción y la revolución,  las preocupaciones teológicas también lo ocuparon, como fundamento insoslayable de sus convicciones sobre la historia y la humanidad: el panteísmopanenteísmo en Sanz del Río, una reformulación más compleja de la primera—, como respuesta al dogma católico que había perdido su destino histórico de universalidad para identificarse con un dogma estático y nacionalista.

La actitud dialéctica del joven Pi i Margall —en 1854 tenía treinta años— se parecerá mucho al “antimoralismo” que practicará Nietzsche años después: la antítesis radical. “Tomo la pluma para demostrar —dice, y lo repetirá varias veces a lo largo de su primer libro—  que la revolución es la paz y la reacción la guerra”. (Reacción, 65) Si sus argumentos no son lógicos para probar su antítesis, al menos resultan suficientes o convincentes para inquietar la tesis que conservadora instalada en la sociedad y en la historia española. Como ejemplo puntual, se refiere a su momento, entendiendo que los conflictos entre sindicatos y patrones que se les hecha en culpa a la revolución no pueden ser resueltos por la reacción (271)

Su tesis fundamental está basada en el principio de “progreso histórico”. Si el progreso y la evolución de las sociedades humanas, de la historia, de la especie en sí misma es inevitable, pretender detenerla implica necesariamente violencia. Por lo tanto, con violencia debe superar el obstáculo: es la revolución necesaria, la revolución permanente. Este concepto de revolución es propio de la modernidad, pero será sustituido por los krausistas por la reforma, permanente y progresiva. De esta forma, se sintetizan las ideas de “progreso necesario” y de “instinto de conservación”[9] —por entonces en dramático en conflicto— en un el concepto krausista de armonía, como medio y como fin. Al tomarse este precepto “armónico” como constitucional del pensamiento krausista, se deberá llevarlo a los mismos ámbitos de discusión que ya había recorrido el mismo Pi i Margall: a la política, a la historia y a la metafísica —o religión, como problemática abarcadora de todas las demás.

Esta preocupación por la “dinámica natural” de la historia —que equivale a decir, por  “lo inevitable”, o por la “fatalidad”—, como ya dijimos, había encontrado en Pi i Margall y en los liberales de su tiempo una salida en la revolución necesaria. “La libertad —escribió—, permítaseme la expresión, es la verdadera válvula del vapor revolucionario”. (Reacción, 274) Mucho antes había advertido:

[No cortaremos el paso al progreso de la historia] cuando, adquirida ya por nuestra razón la completa conciencia de sus propias leyes [y] verificada la grande ecuación entre la libertad individual y la fatalidad de las cosas sociales, la humanidad puede dirigirse sin vacilar al cumplimiento de su objetivo (Reacción, 127)

Julián Sanz del Río parece haber estado de acuerdo con esta idea, cuando en los mismos tiempos de la revolución de 1854 escribió, en su diario personal: “¡Oh, julio de 1854! Has de ser una Restauración liberal pura para liberarte de tus excesos”. (Buezas, 161)

Una vez establecida la libertad como paradigma —como motor del proceso dialéctico de la historia y como objetivo de la humanidad en sí misma—, las consecuencias políticas son inevitables: “Un ser que lo reúne todo en sí es indudablemente soberano. El hombre, pues, todos los hombres son ingobernables. Todo poder es un absurdo. Todo hombre que extiende la mano sobre otro hombre es un tirano. Es más: es un sacrílego”. (Reacción, 246) Y más adelante: “Entre dos soberanos no caben más que pactos. Autoridad y soberanía son contradictorios. A la base social autoridad debe, por lo tanto, sustituirse la base social contrato. Lo manda así la lógica”. (246)

Ahora, este concepto nos lleva a un problema clásico que no fue resuelto en la larga historia de ideologías activistas del siglo XX, ni por su pensamiento filosófico: ¿de qué tipo de libertad estamos hablando? En primer lugar, de la libertad individual. Bien. No obstante, la persecución de esta libertad implicaba un “desequilibrio” social. Es decir, no es suficiente establecer que la libertad —el derecho— de uno termina donde comienza la libertad del otro, porque esto no sólo es tautológico sino que no define dónde está marcado ese límite. De hecho, esas fronteras suelen ser arbitrarias y dependen del poder de cada uno para extender o contraer el área de su propia libertad. Si esta libertad no está basada únicamente en el derecho que establece la igualdad de todo individuo ante la ley sino que, además —y quizás sobre todo— está basada en otro derecho, el de la propiedad, rápidamente tenderemos una desigualdad de “libertades”. ¿Es igualmente libre el que ordena que el que obedece? ¿Es igualmente libre el que vende su mano de obra que aquel que puede comprarla? ¿Es igualmente libre el que debe que el acreedor? Etcétera.

Esta contradicción se prendió resolver con otra contradicción, no menos paradójica. Durante casi todo el siglo XX, muchos intelectuales —Jean-Paul Sartre, por citar uno— creyeron afirmar la libertad individual, de una forma radical, proponiendo un Estado omnipresente que pusiera a salvo a la sociedad de relaciones feudales de poder, basadas en el siglo XX ya no en la posesión de la tierra sino en la posesión del capital, de los medios de producción (materiales) de reproducción (ideológicos) Cien años antes Pi i Margall entendía lo contrario, aunque no contestaba a los críticos revolucionarios y progresistas sino a sus opuestos, los conservadores: “Se espera generalmente mucho de gobiernos fuertes; se debe esperar muy poco. […] Todo poder, he dicho, es tiranía y toda tiranía engendra pobreza”. (Reacción, 273)[10]

Claro que las prácticas y experimentos radicales de algunos absolutismos del siglo XX nacieron en el siglo anterior, en el siglo de las utopías. A este efecto, Pi i Margall pone como ejemplo la instauración del modelo comunista de Owens en Inglaterra, sin que esto hubiese provocado la insurrección armada (Reacción, 274) Y, de forma casi indistinta, otro experimento racialmente diferente:

Fijad ahora la vista, siquiera por un momento, en esa gran república [Estados Unidos]. Es hoy el asilo de todos los proscriptos. Cada religión levanta allí su templo […] el furierista en el falansterio, el comunista en el seno de Icaria. Nada se rechaza por utópico […] Sólo la libertad corrige allí la libertad, y ved con todo ¡qué orden! ¿qué progreso! En setenta años ha pasado aquella gran nación de tributaria a vencedora (Reacción, 275)

Este entusiasmo, claro, no deja de tener el perfil de los mismo utópicos que le precedieron. La presunción de “derechos preexistentes”, como los “derechos naturales” son, sin duda, un avance histórico.[11] Necesarios pero no suficientes. La contradicción, el conflicto entre libertad individual y el poder social que lo limita y a veces lo restringe hasta obstruirlo —el poder del Estado o del capital— no se resuelven con la sola declaración. Pero se hace consciente al debate al formularlo de manera explícita:

¿Cómo puede ser pues el capital base y motivos de derechos que son inherentes a la calidad del hombre, que nacen en el hombre mismo? Todo hombre que tiene uso de razón es, por ser tal elector y elegible […] Puede pensar libremente, escribir libremente, enseñar libremente, hablar libremente de lo humano y lo divino, reunirse libremente […] (447)

El fin del último reinado absolutista de Fernando VII significó también el fin de una era. No obstante, la inercia cultural retardaba la aceptación de las nuevas ideas que hacían de otros países europeos sociedades más dinámicas y económicamente más desarrolladas. No hubo, por lo tanto, lugar a una evolución más fluida en la sociedad española de mediados de siglo, sino una lucha y tensión entre una estructura tradicionalista —y reaccionaria— y otra nueva que comenzaba a ser consciente de sus posibilidades y derechos. Pi i Margall, en 1854, resumió su momento histórico de esta forma: “Cincuenta años atrás —dicen— no existía entre nosotros esta peste abominable [de los partidos políticos]; a la voz de Dios doblaban todos los españoles la rodilla, a la del rey ceñían o desceñían sus espaldas. […] La libertad nos ha traído la discordia”.  (Reacción, 115) La opción revolucionaria era, por lo tanto, combatir el poder —aquí de una forma casi abstracta—: “Dividiré y subdividiré el poder, lo movilizaré, y lo iré de seguro destruyendo”. (249) Pero el poder debía ser atomizado no sólo como estrategia para su derrota, sino porque el nuevo depositario del poder era, ahora, lo que sería en el futuro uno de los problemas más difíciles de resolver: la libertad del pueblo y del individuo. “En un solo hombre se manifiesta cada una de las infinitas evoluciones del espíritu”. (251) La idea de Humanidad y, por lo tanto, de Universalidad, cala fuerte en pensadores como Pi i Margall, por un lado, y de los krausistas por el otro. Uno verá esta reinvención francesa del cristianismo primitivo (humanidad, fraternidad, universalidad) desde un punto de vista político; los otros desde una perspectiva religiosa, casi mística, aunque sin desdeñar el compromiso social sino todo lo contrario: como para los teólogos de la liberación, cien años después, la humanidad, la sociedad, es un elemento inseparable de la salvación del individuo.[12] La virtud dejará de ser el enclaustramiento para convertirse en la acción social, en la conciencia del individuo en la sociedad y ésta en la humanidad. Pero esta unidad en la humanidad es, al mismo tiempo, el reconocimiento y el respeto a la individualidad. El humanismo y el universalismo terminan en los derechos del hombre —y, consecuentemente, más tarde en los “derechos de la mujer”—, en el reconocimiento de la igualdad de los hombres. De igual forma, nacerá la búsqueda de la identidad nacional y regional, por lo cual podemos entender el universalismo humanista (internacionalismo) y el regionalismo (nacionalismo) como dos partes de un mismo proceso, tal como lo es el colectivismo y el individualismo, aparentemente incompatibles. Ya no serán problemas matrimoniales de reyes desconocidos, los depositarios de la voluntad de Dios, sino que la identidad del pueblo recaerá en su propia cultura. Los pueblos, los países —como los nuevos individuos— reclamarán de forma creciente ser considerados en un mismo nivel de igualdad, en su misma diversidad, y esto conducirá a los conflictos por las autonomías. “Continuad empeñándoos en sujetarlas todas [las provincias de España] a un solo tipo, y dejáis en pié otro motivo de discordia. Aumentáis el antagonismo queriendo disminuirlo. Comprimís el ingenio del vuelo nacional, cuyas manifestaciones son tanto más provechosas cuánto más diversas”. (Reacción, 267) Y de forma más explícita aún:

La revolución salva también estos escollos. Ama la unidad y hasta aspira a ver realizada la de la gran familia humana; mas quiere la unidad en la variedad, rechaza esa uniformidad absurda, por la que tanto reclaman los que piden la abolición de los fueros vascongados. […] Nuestra especie es una y mil las razas a que pertenecemos; una la verdad y la belleza, y mil las formas bajo que se presentan a la inteligencia y a los sentidos (Reacción, 267)

Consecuentemente, la autonomía de las regiones en España encontraba un equivalente en América en sus independencias.[13] Al mismo tiempo que en esta independencia de naciones había una ganancia para las partes que debían unirse en un orden mayor. Pi i Margall propone alianzas con las colonias de España e incluso con Portugal (en un sistema de república federal)[14] Advierte que los norteamericanos amenazan a la Antillas y propone convertirlas en provincias en lugar de colonias (Reacción, 270) “[Las Antillas] hoy gime bajo el arbitrario poder de codiciosos generales, y mañana viviría bajo sus propias leyes; hoy es esclava y mañana sería libre. ¿Favorecería mañana, como hoy, los intentos de la república de Washington? ¿Nos expondría como hoy a una guerra en que, a no contar con el apoyo de otras naciones, tenemos todas las posibilidades de salir vencidos?”. (270)

Esta unidad [la de los imperios] ha concentrado casi siempre la vida en la metrópolis, ha absorbido la de las colonias, las ha muerto. Ha apagado mil focos de actividad, ha destruido mil elementos de progreso. No ha dado al vencedor ni súbitos ni aliados; no le ha dado sino esclavos, que al verle en peligro han trabajado para hundirle más pronto en el sepulcro. Ha empobrecido y degenerado a las comarcas subyugadas, ha asesinado a la nación dominadora con las mismas riquezas arrebatadas por los soldados y los sátrapas. (167)

Incluso, Pi i Margall va más allá de lo que se podía esperar en una España marcada por la Reconquista: elogia la diversidad en tiempos de la presencia árabe en España, cuando “las más tenían convertidas su corte en morada de las ciencias y la poesía; en todas o casi en todas se desenvolvían las artes y el comercio, las instituciones políticas, la instrucción, las leyes. El genio peninsular se desarrollaba a la sazón en todo y en todas partes”. (268)

De la tradición francesa —que, luego del humanismo reelabora los principios del cristianismo primitivo pero bajo leyes laicas[15]— los progresistas y liberales españoles toman las ideas; de los países anglosajones el ejemplo. La Inglaterra, la Bélgica y “la república de Washington” se erigen como los nuevos paradigmas de la libertad. (274) Pi se quejaba de esa falta de libertad en España desde muchos puntos de vista. Como por ejemplo el religioso: “Sucede poco más o menos con nuestro monarquismo lo que con nuestras creencias religiosas. No ha habido en la cámara un solo hombre que haya tenido el suficiente valor para decir: ‘No soy católico, soy protestante o judío o musulmán o ateo’”. (279) Pero la concepción de “unidad” en los tradicionalistas no era la misma que la de los progresistas:

La unidad religiosa, han dicho todos, ¿cómo no hemos de quererla? Que la España es toda esencialmente católica ¿quién lo niega? ¡Miserables! Da vergüenza vivir en un país donde en el siglo XIX no hay aún valor para decir lo que todos los ojos ven y todos los oídos oyen. La voz de los obispos les intimida a esos hombres que se atreven a llamarse revolucionarios. (280)

También Sanz del Río, en El Ideal de la vida para la humanidad participa de la idea universalista de la humanidad que trasciende los límites nacionales:

las particulares y antipáticas nacionalidades, los pueblos y las Uniones de los pueblos, separados unos de otros con límite históricos y geográficos, reconozcan entonces en esta su limitación la tendencia progresiva de la humanidad a abrazar más y más en sí su personas interiores, venciendo con laboriosos ensayos un límite tras de otro”. (Ensayo, Ideal)

El discurso de Sanz del Río es esencialmente teológico, tradicional; no por sus ideas sobre Dios, sino por su método discursivo. Cada una de las ideas, cada una de las frases, no se deducen ni se relaciona a las anteriores ni a las posteriores sino por una profesión de fe. “Nosotros, digo otra vez, no vemos esto con nuestros ojos, pero lo sentimos más cerca, en nuestro corazón […]”. Un eclecticismo metodológico se puede observar en una especie extraña de “deducción mística”, expresada en afirmaciones de este tipo:

Aquí no se supone jamás; no se afirma más de lo que se ve directa, inmediatamente, desde la primera verdad de intuición inmediata, yo, hasta la última verdad, la intuición del ser, en la cual y por la cual existe y es posible la intuición del yo. El orden de progresión es tan circunspecto, tan rigurosamente gradual, que no es posible negar el asentimiento a cada afirmación sucesiva (Fraile, 131).

Y más adelante: “En la esfera política [es posible que] en los estados existentes en Europa pueda venir en un tiempo, y mediante los mismos, una unión superior política, p. ej., un Estado y reino europeo, en que los estados nacionales sean, aunque libres en su esfera, particulares y subordinados, no definitivos, absolutos, como lo son hoy”. (Ideal, Ensayo) Y de ahí a una unión mayor, probablemente mundial. Pero el mismo Sanz da un indicio de que esta idea ya estaba en circulación en su época: “se cree que estos Estados mayores políticos anularían la soberanía interior de los pueblos y Estados, hoy absolutos […]”. (Ideal, Ensayo) Al fin y al cabo, por un lado estaban los ejemplos de los reyes (que procedían de un país y gobernaban en otros) y, por el otro, existía el ejemplo norteamericano.

Pi i Margall reconoce que la revolución ha acabado con la paz de las generaciones anteriores. Pero, por otra parte, es un proceso inevitable. (Reacción, 115)  La historia posee su propio mecanismo, su propio proyecto más allá de los individuos y de los grupos sociales. “La revolución no la hemos ido a buscar; nos la han traído los sucesos, y nos la han traído porque era necesaria”. (116) Y más adelante, formula la misma idea con otras palabras: “Es inútil empeñarse en detener el progreso. La guerra misma difunde las ideas”. (121)

¿Por qué pues, repito, condenáis la revolución, si esta revolución es necesaria, es decir, nos viene impuesta por la fatalidad social de nuestra misma especie? ¿Por qué acusáis a la revolución de habernos traído la desunión y las luchas de partido, si estas no son sino el resultado de nuestra libertad mal dirigida? (127)

¿Por qué España podía prolongar su reacción? Por su propio atraso que evitaba condiciones de violencia inmediatas. El joven Pi i Margall, inmerso en las convulsiones de su propio tiempo, era consciente de una tesis que será sostenida a finales del siglo XX[16]:

Conviene, por otra parte, observar que nuestra situación no es aún desesperada como la de Inglaterra y Francia. El pauperismo existe entre nosotros; las causas que lo producen obran aquí como en aquellos países; mas, gracias a nuestro mismo atraso y a lo poco extendida que está la industria manufacturera, la miseria no ha invadido sino un corto número de clases […] La decreciente progresión de los salarios dista mucho de haber llegado a término funesto; las perturbaciones debidas a los adelantos de las máquinas no son continuas ni aún frecuentes. (273)

Lo cual, unida esta idea a las anteriores, produce la siguiente síntesis: “La guerra social en este país, ya que no es evitable, es aplazable”. (273)

La diferencia teórica e ideológica entre los krausistas y los progresistas como Pi, estaba en que este último sólo veía a las revoluciones como parte del mecanismo de “ajuste” de la fatalidad de la historia; los krauisitas, en cambio, concebían la progresión de este cambio, lo cual era afirmado por su concepto central de “armonía”. Esto, llevado de un plano teológico y místico a un plano social, simplemente significa eludir la fatalidad de las crisis —presupuesto marxista— como estado normal de las sociedades (capitalistas) en evolución.

Nicolás Salmerón, un cuarto de siglo más tarde, pasada la experiencia de la I República, dirá que “es ley de nuestra raza que se anticipen las reformas políticas a las sociales”. Pero para evitar volver a caer nuevamente en “esa triste serie de reacciones y de revoluciones que son el patrimonio casi exclusivo de las razas latinas, obligados estáis a preparar la evolución económica y social que debe constituir el fondo de las instituciones democráticas, de la organización republicana”. (Heredia, Ensayo) Lo cual nos pone en perspectiva las ideas de su colega Pi i Margall[17]La reacción y la revolución como antítesis— y la pretendida síntesis formulada y expuesta por el krausismo: evolución sin revolución; reforma sin reacción. Así, leeremos en los escritos de Sanz del Río frecuentes expresiones como “transformación gradual de las instituciones públicas”; “movimiento natural progresivo de la inteligencia”; “la noble y progresiva moral”; “educación libre, gradual, progresiva de la sociedad”, “la marcha progresiva de las sociedades humanas”, etc. El siguiente párrafo no deja dudas:

Así, aunque sus convicciones [las del hombre político ejemplar] puedan no concertar con la legislación dominante, no le niega la obediencia práctica; sus particulares ideas, sus planes de reforma social, política o administrativa procura manifestarlos y realizarlos por medios legítimos y conformes a la constitución y a las circunstancias históricas, cooperando desde su lugar por medios pacíficos para el cumplimiento de todo derecho y progreso en su pueblo. (Ideal, Ensayo)

 

Citando a Seco, en Gaceta oficial Carlista, de 1836, Casimiro Martí recuerda una percepción común para la época que hoy nos parece fantástica:

Desde que la revolución, para poner en movimiento las masas populares y hacerlas el fatal instrumento de sus designios, afectó destruir la sencilla y virtuosa ignorancia de las gentes, ignorancia saludable que les hiciera vivir contentas sin ambicionar destinos de superior jerarquía, desencadenándose cierto género de pasiones que hasta entonces tenía subyugadas […] ¡Cuánto más conveniente hubiera sido continuar bajo el pretendido oscurantismo y dejarse el pueblo conducir por la voluntad de los reyes! (Martí, 177)[18]

No obstante, Joaquín Francisco Pacheco decía que la mitad del electorado sería para los carlistas si existiese el voto universal (177) Lo cual nos sugiere que el autoritarismo que caía sobre el pueblo no se debía tanto a la violencia estatal sino a una ideología social.

No habían sido puestos en duda ni la naturaleza de Dios ni la legitimidad de los reyes. La aristocracia, el clero, la plebe se reunían todavía bajo una misma bóveda para legislar sobre los intereses de los pueblos […] Los más ardientes revolucionarios no aspiraban, como los demócratas de hoy, a las libertades absolutas; los proletarios no exigían, como los de hoy, las reformas de las leyes sociales para ver aliviados sus padecimientos (116)

Mª Victoria Alberola Fioravanti, en La revolución de 1869 y la prensa Francesa, observa —al igual que Ortega y Gasset— que el siglo XIX es el siglo de la “opinión pública”. Los individuos se hicieron consciente de su emancipación, de las posibilidades de un pensamiento propio y, sobre todo, de sus derechos y deberes sobre la participación de la vida pública. Las “masas” descubren que pueden influir y determinar su propio destino (15)

¿Qué traía consigo la realización de esa nueva idea [de la revolución]? Traía consigo nada menos que la negación del derecho divino de los reyes, la entronización del principio de soberanía de los pueblos […] la decadencia del principio de autoridad, la intervención completa de los poderes públicos (127)[19]

Pi i Margall promueve una conciencia diferente a la construida por la tradición eclesiástica, monárquica y feudal: “El pueblo no debe agradecer anda a nadie. El pueblo se lo merece todo a sí mismo”. (Reacción, 450) Por su parte, Sanz del Río advierte sobre la inmovilidad del dogma (religioso): la religión no debe estar “impuesta por estatutos históricos”; por el contrario, debe “poder ser examinada, rectificada, mejorada”Aquí hay un progresismo antidogmático, aunque no es más racional que declarativo (Discurso, Ensayo). Cien años después, no obstante, circulaban en España monedas con la imagen del general Francisco Franco y una leyenda faraónica que lo coronaba: “Caudillo de España por la gracia de Dios”.

Como anotamos antes, una de los problemas más graves de la Modernidad ha sido la conciliación entre (1) la nueva reivindicación de la libertad individual, de los derechos del hombre, por un lado, y (2) la aparente necesidad de un Estado omnipresente que pudiera garantizar esas libertades, es decir, que pudiera evitar un regreso a un orden feudal, por el otro. Esta paradoja nunca fue resuelta —hoy en día está vigente—, pero en el siglo XIX liberales, anarquistas y socialistas aún mantienen intactas sus esperanzas de realizar la “liberación del pueblo”. Pi i Margall entiende que “hay pensamientos puramente sociales, verdades sociales, que en vano pretenderíamos atribuir a ningún hombre”. (Reacción, 120) Lo cual, formulado como un “paradigma” o “zeitgeist” no implica grandes conflictos al entendimiento. Sin embargo, diferente a los pensadores krausistas, Pi también entiende que no hay progreso en el individuo, sino en la historia. Por otra parte, anota una observación que podría tomarse como una contradicción en esta relación individuo-sociedad: “Todo progreso, es un hecho irrecusable, empieza y ha de empezar forzosamente por la negación individual de un pensamiento colectivo”. (252)[20] Pi recuerda una idea común de algunos reformadores de su época —entre los cuales podemos identificar luego a los krausistas— que entendían que “sólo en la soberanía individual descansa la soberanía colectiva”, pero discrepa; luego se pregunta: “admitida la soberanía individual, ¿cómo admitir la colectiva?”. (252)

La tesis anarquista conlleva una contradicción interna; sueña con la realización de la libertad del individuo de los otros individuos (que tradicionalmente se organizaron en instituciones de poder). Para ello promueve la eliminación de cualquier tipo de gobierno, de autoridad:

[La tradición] ha sentado sobre las ruinas de la soberanía y de la libertad de todos, las de uno, las de muchos, la de las mayorías parlamentarias, las de las mayorías populares; las sientan todavía. Su forma no ha alterado esencialmente su principio, y por esto condeno aún como tiránicos y absurdos todos los sistemas de gobierno, o lo que es igual, todas las sociedades, tales como están actualmente constituidas. (Reacción, 248)

Incluso, Pi i Margall declaró que al mismo sistema republicano sólo podía aceptarlo “como una forma pasajera”. (276) Para él, una relación “justa” entre los individuos, entre los pueblos, entre las naciones no era una relación vertical —religiosa— que ordena súbditos y autoridades; una verdadera relación de “sociedad” sólo puede basarse en un pacto social, es decir, en leyes, en normas: en el derecho. [21] La sociedad “es en virtud de mi consentimiento”. (148) “El derecho, por lo tanto, lo mismo que el saber, o no existe o existe dentro de mí”. (250) Podemos entender que la autoridad no tiene existencia propia;[22] existe porque hay una sociedad de la cual se sirve, haciéndole creer de su preexistencia y preeminencia: “La sociedad y la autoridad, es decir, la fuerza, no puede nada sino en nuestros cuerpos, sujetos, como todo organismo, a la ley de una necesidad inevitable”. (251) En otro momento, Pi profundiza esta deconstrucción precoz de la relación del poder y del cuerpo: “El derecho de penar, simple atributo del poder, es tan místico y tan inconsistente como el poder mismo. La ciencia no lo explica, el principio de soberanía individual lo niega”. (260) Heredero de los ilustrados, Pi confirma la vocación de “despersonalizar” las relaciones sociales de organización, representadas anteriormente por las monarquías absolutistas —“L’État, c’est moi”, según Luis XIV—: “[Pueblo,] tus demás garantías son, no las personas, sino las instituciones”. (448)

Casimiro Martí entiende que el proceso que lleva a la aceptación del pensamiento krausista se debe fundamentalmente a las condiciones sociales de un momento determinado de España:

La fatiga de la guerra civil, y la endeblez de las bases teóricas del liberalismo, dan lugar a que la corriente liberal se manifieste en España con las características del eclecticismo. Las palabras claves de la vida política durante los últimos años de la lucha civil entre carlistas y liberales, y los inmediatos que la siguieron, son «coalición, conciliación, transacción», exponente no sólo de eclecticismo, sino de manifiesta ambigüedad. (Martí, 204) [El subrayado es nuestro.]

Diferente, Pi i Margall no veía tanto el contexto concreto, la particularidad dictando sus propias reglas, escribiendo su propia historia —la circunstancia orteguiena, la contingencia sartreana—, sino una dinámica histórica, universal, con sus leyes generales y sus reclamos inevitables[23]. El ahora antiguo aforismo era, para él, la primera ley: lo único que permanece es el cambio. Toda idea “verdaderamente social” se transforma y se depura, inevitablemente. La historia es un ser vivo que rejuvenece sin cesar. “¿La veis degenerada?  Es que toca ya al fin de una de sus evoluciones naturales. La oís protestando con poderosa voz contra viejos abusos cometidos en su nombre?  Es que ha entrado ya en otro cuadrante de su vida”. Y enseguida una observación que demuestra su conciencia de la problemática de los significados, de los propios instrumentos de definición de las ideas y, por ende, de la historia misma: “Justicia, libertad, propiedad, gobierno, ¿qué conservan ya de la significación que en otros períodos históricos tuvieron? Cada una de estas palabras encierra en sí una historia, y hoy ya son casi la antítesis de lo que en tiempos muy antiguos fueron”. (Reacción, 122) [24]

Semejante y diferente, Sanz del Río declaraba, tres años después, en su discurso pronunciado en la Universidad Central (1857): “miramos la tradición como una fuente de enseñanzas para las generaciones presentes, no como una norma […] que deba detener la marcha progresiva de las sociedades humanas”. (Discurso, Ensayo) No desprecia la historia, pero tampoco la acepta como regla y medida. En estas palabras vemos una voluntad conciliadora y de síntesis que caracterizó al krausismo español. Voluntad que no fue patrimonio exclusivo de éstos.

Casimiro Martí, en Revolución burguesa, oligarquía y constitucionalismo (1834-1932) observa que también “en el interior del partido democrático, la eliminación de los resabios utópicos socializantes significó la sustitución de la influencia francesa por la alemana, que se manifestó sobre todo a través de los krausistas”. (Marti, 205) Más adelante, el mismo autor confirma la idea del krausismo en su voluntad reformista (que se opone a la idea de la “revolución necesaria” como un estado permanente del progreso de la historia): “La filosofía de los krausistas españoles, en lo que toca a la realidad social y política, es portadora de una concepción racionalista, liberal (pero no individualista sino organicista), reformistas por la vía de la evolución, y sobre todo por vías de influencia pedagógica”. (205) Según Elías Díaz —citado por Martí—, esta inclinación del krausismo es consecuente con los intereses de la burguesía española del momento, la cual no podía estar a gusto con ninguno de los extremos: el despotismo monárquico, inmovilizador de la dinámica burguesa, y el “desorden” popular basado en las reformas abruptas.

Para Elías Díaz, las principales razones de la prevalencia de la filosofía krausista en España radican en su concordancia con la concepción del mundo y los intereses de todo tipo, propios de la burguesía liberal progresista española de la segunda mitad del siglo pasado. Entre estas concordancias, Elías Díaz destaca particularmente el afán de libertad del orden político y el intento de hacer compatible esa libertad con la defensa del orden socioeconómico basado en la propiedad privada. (Martí, 205)

A mediados del siglo XIX, el panteísmo y sus variaciones había ganado terreno entre varios intelectuales en España. Entre estos, podría incluirse krausistas como Sanz del Río y a otros filósofos como José Álvarez Guerra (autor de una teoría panteísta, semejante a la krausista, llamada Unidad simbólica y destino del Hombre en la Tierra, o Filosofía de la Razón, Madrid, 1837), Bonosio Piferrer (autor de El Ser y la nada, 1852) y Miguel López Martínez quien, según Guillermo Fraile, también procuró “armonizar el panteísmo con el catolicismo” (83) en su libro Armonía del mundo racional en sus tres fases: la Humanidad, La Sociedad y la Civilización (Madrid, 1851). En el caso de Sanz del Río, Gullermo Fraile entiende que el krausismo fue sólo una excusa —la más próxima, la que se le cruzó en el camino— en la expresión de sus ideas y sentimientos religiosos: “a los efectos religiosos probablemente hubieran sido iguales si hubiese elegido el kantismo, el hegelismo o cualquier otro”. (129) Esta expresión, de ser acertada, estaría afirmando que más importante que la doctrina en sí fue la necesidad de recambio filosófico de la época.  Es decir, la progresiva sustitución del idealismo alemán por el positivismo francés. No obstante debemos repetir la importancia de un contexto concreto, insoslayable: la agitación entre conservadores católicos y liberales de todo tipo —republicanos, socialistas, anarquistas, etc.

También Pi i Margall se encargará de definir este aspecto religioso-metafísico en La Reacción y la Revolución. De forma explícita: “el panteísmo; es mi sistema”. (283) Y en otro momento: “perdona, lector, si tal vez a pesar tuyo te he conducido por ese espinoso terreno metafísico. Quisiera despertar en ti una nueva creencia, y más aún que una creencia, una actividad filosófica de que por desgracia carecemos en España”. (292) Pi i Margall no sólo suscribe el principio cartesiano de cogito ergo sum, sino que entiende que tanto el derecho como el conocimiento se realizan dentro del individuo. También la idea de Dios.

No se advierte que lo finito y lo infinito, lejos de ser contradictorios, se implican y se contienen mutuamente. No se advierte que, como lo infinito tiende necesariamente a limitarse, tiende lo finito a universalizarse y a absorberse en lo infinito […] El hombre está en Dios, Dios en el hombre. (290)

Pero, ¿por qué esa necesidad de definir su cosmogonía, una metafísica en medio de formulaciones sociales y políticas? Simplemente porque en este momento, especialmente en España, no era posible separar política de religión. Y una cosa es fundamento y lleva a la otra. Así, irá más lejos en su crítica y en la provocación al orden social de mediados del siglo XIX: “si todo está, por consiguiente en mí, soy, repito, soberano”. (251) Está claro que si el dogma católico es el instrumento ideológico del poder monárquico, vertical, el panteísmo —ya que no podía serlo el ateísmo— era la legitimación del individuo anárquico, que se reservaba el derecho de hablar con Dios sin intermediarios.

Al igual que lo harán los krausistas unos años después, Pi relacionará su concepción panteísta a una relación “armónica” entre el individuo y el todo (Dios): “si a algo me siento aquí obligado, es a poner en armonía la libertad con el panteísmo”. (292) (El subrayado es nuestro.) Julián Sanz del Río, a poco de instalado en su cátedra de la universidad en Madrid, dejó en su diario reflexiones sobre la revolución de junio de 1854, la que llamó “Restauración”. Diferente al ánimo de Pi pero bajo los mismos principios metodológicos, Sanz del Río anotó: “el pueblo que sabe creer y no pensar, no puede sistematizar su libertad”. (Buezas, 160) la creencia, llevada a la esfera social, es un reconocimiento sumiso de la revelación, de la Ley, del orden monárquico y vertical de la iglesia católica; el pensar, en cambio, exige una participación activa del individuo, obediente sólo a las reglas de un sistema racional, universal, pero nunca particular, partidario, relativo y personal. Este sistematizar será, en gran parte para el krausismo, tener la capacidad de poner en “armonía” en un todo los valores y las verdades relativas. (Fraile, 132).

El panteísmo de Pi formulado en la frase —y en uso de las mismas palabras de Sanz del Río— “como lo infinito tiende necesariamente a limitarse, tiende lo finito a universalizarse y a absorberse en lo infinito” encuentra su traducción (geo)política en la unión de las naciones soberanas, independientes. Para Pi i Margall, los individuos y las naciones se identifican bajo una misma ley humanista: “entre dos soberanos no caben más que pactos. Autoridad y soberanía son contradictorios. A la base social autoridad debe, por lo tanto, sustituirse la base social contrato. Lo manda así la lógica” (Reacción, 146). Semejantes, serán las ideas de los krausistas y las de Sanz del Río: “Únete a Portugal —escribió éste en su diario— como un hermano a otro hermano; como los dos brazos de un pueblo que fueron separados por Alfonso VI y Felipe IV”. (Buezas, 161)

En El krausismo español desde dentro, Martín Buezas transcribe las siguientes palabras del diario de Sanz del Río, las cuales adelantan uno de los principios de los teólogos de la liberación:

En la Edad Media, en el silencio del mundo, el hombre gozaba de Dios […] Dios quiere ser hallado por el hombre en el Mundo y en las relaciones simples y dobles del mundo; pero no permite ser gozado inmediatamente con un corazón egoísta y relativamente inútil (125)

Y más adelante, apunta: “Vida del Clero: ociosidad; riqueza sin proporción al trabajo: influencia fácil sobre le pueblo creyente”. (135)

Como ya anotamos, la formulación metafísica y la elección del panteísmo —cuando no el panenteísmo[25]— serán, por un lado, un requisito de la época y, por otro, una necesidad de reforma. De forma paradójica, el credo cristiano y el credo humanista, que alguna vez estuvieron en armonía y fueron separados por la tradición eclesiástica, vuelven a encontrarse en la Modernidad para provocar una profunda crisis. De esta confrontación surgirá el conflicto armado o la síntesis armónica. El “racionalismo armónico” de Sanz del Río es otra muestra de esta voluntad de síntesis: el racionalismo es aquí una forma del gnosticismo: se opone a la revelación, a la autoridad; es un perpetuo camino de ascenso, de perfección. Es la razón de la Ilustración sin sus pretensiones autárticas, idolátricas, laicas o ateas. “La verdad no se prueba por el número, ni se prueba por la tradición, ni se prueba por la autoridad”. (Racionalismo, Ensayo)

El racionalismo armónico [no lleva] al materialismo, como la negación del espíritu; ni al idealismo, como la negación del mundo exterior; ni al fatalismo, como negación de la libertad; ni al ateísmo, como la negación de Dios. El racionalismo armónico no es exclusivo, ni negativo, ni opositivo; sino que primeramente es uno, y ajo la unidad es interiormente relativo. Reconoce todos los principios constitutivos del hombre y del mundo (Racionalismo, Ensayo)

Luego de definir las bases del “racionalismo armónico” y sus implicaciones metafísicas, Sanz del Río derivará —en orden inverso al expuesto por Pi i Margall— al hecho político. Una consecuencia de estos principios será la “patria universal […] la libertad de pensamiento, de prensa, de enseñanza, de asociación”. Lo que nos recuerda a los principios revindicados por el catalán en 1854, pero a través de una “transformación gradual de las instituciones políticas”. En lo que atañe a las instituciones sociales ambos, Sanz y Pi, llegan a las mismas conclusiones aunque por caminos diferentes. También los krausistas declaran “injusta e invasora la pretensión del Estado de sujetar a su competencia e intervención toda la actividad social: la centralización como sistema de gobierno daña a la educación libre”.[26] También en lo que tocaba a derecho natural ambas corrientes estarían de acuerdo: “todo hombre tiene derechos absolutos, imprescindibles, que derivan de su propia naturaleza, y no de la voluntad, el interés o la convención de sus semejantes”. (Racionalismo, Ensayo)

Aunque, en el fondo, todo pensamiento es ecléctico —como toda raza es mestiza, etc.— podemos considerar al krausismo como un movimiento ecléctico, en el sentido tradicional de la palabra. No obstante los krausistas no prefirieron este término sino otro más elegante: armónico. Su fórmula sería, según Krause, “unir sin confundir y distinguir sin separar”. Fórmula asentada en un antiguo precepto —desde Heráclito hasta Platón— que Ramón de Campoamor define como la “substancia única: lo vario es siempre aparente; lo real es invariablemente siempre uno”. (Panenteísmo, Ensayo)

Como hemos visto en este ensayo, el krausismo no fue un movimiento revolucionario ni portador de ideas novedosas. Su vocación, desde el inicio, fue sustituir el sermón por la didáctica, la tradición estática por la progresión, la fragmentación por la unidad, la reacción y la revolución por el consenso. Su voluntad fue, en cada momento, la voluntad de síntesis debida más que a un quehacer filosófico tradicional a las condicionantes sociales de la España del siglo XIX. Es decir, a la circunstancia orteguiana. Su fracaso fue como todo fracaso humano: relativo. Su éxito, también.

  1. Conclusion

Un esquema resumido sobre lo que hemos visto en el curso en relación a una obra creo que fue, precisamente, parte de mi trabajo final. Si bien los krausistas rechazaron la etiqueta de “eclecticistas”, difícilmente podría negarse hoy la pluralidad de corrientes de pensamiento que integra el krausismo mismo. Por ello lo he llamado “voluntad de síntesis”. Primero porque podemos distinguir esta pluralidad dentro de su propia corriente; segundo, porque hay en sus escritos la pretensión (consciente) o la tendencia (inconsciente) de integrar y compatibilizar posiciones de pensamiento y de sentimiento religioso que en el siglo XIX estaban en profundo conflicto. Esta voluntad se expresa con el término elegido por Sanz del Río como bandera: armonía.

No obstante, todo pensamiento es la afirmación de algo y la negación de algo más. No es posible afirmarlo todo o negarlo todo. Aún un pensamiento con voluntad de síntesis debe, para no caer en contradicciones o en un valor intelectualmente neutro, inexistente, confirmar un credo. Éste será estrecho o amplio, pero nunca ilimitado. El krausismo, al confirmar la idea de la historia como progresión (necesaria) está negando, implícitamente otras doctrinas sobre el mismo tema. Por ejemplo, la doctrina de Hesíodo, según la cual la historia decae permanentemente. La idea contraria, la idea de que la historia progresa, es radicalmente moderna. Al afirmarla, el krausismo debe negar la aspiración católica de una conservación radical.

Tradicionalmente, para todo pensamiento religioso (especialmente para el judeocristiano), “todo pasado fue mejor”. Todo profeta es un crítico de su propia sociedad porque ésta, necesariamente, decae, se degenera, pierde los valores ancestrales, precisamente allí donde se origina la tradición canónica y,, más, los escritos sagrados. Por lo tanto, nada novedoso  puede ser bueno. Solo se puede profetizar el Apocalipsis; el profeta no puede nunca elogiar el presente ni la dirección hacia donde se dirigen aquellos que no han sido iluminados (el pueblo, la masa).

El krausismo debe luchar contra esta tradición y contra esta tentación psicológica.

Los filósofos modernos (desde Hegel hasta Nietzsche, pasando por Marx) son radicales en este sentido: “todo tiempo futuro será mejor”. Paradójicamente, su discurso será, aún profético en el sentido tradicional: este presente es horrible, injusto, pecaminoso. Esta es la situación de revolucionarios (al menos en el papel) como Pi i Margall. El krausismo, en cambio, será el producto, la síntesis de ambos: un corazón religioso con una mente filosófica. El resultado no es una nueva teología sino una nueva filosofía cosmológica.

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  1. Bibliografía citada

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  1. Bibliografía sugerida

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[1] El mismo año aparece la traducción de Sanz del Río, del alemán, Compendio de Historia Universal, del Dr. Jorge Weber. Según Guillermo Fraile, en Historia de la filosofía española desde la Ilustración. Madrid: Biblioteca de autores cristianos, 1972, el libro de Pi i Margall “aprovecha la libertad de imprenta [y] desahoga a su gusto su sectarismo anticristiano”. (79) Éste es el estilo predominante en la literatura crítica editada en España hasta el franquismo.

[2] José Ortega y Gasset. La rebelión de las masas. Madrid: Colección Austral, 1958.

[3] Descalificación que, por otra parte, era el estilo público y literario de su época y que abarcó a Ortega y Gasset a su momento, cuando éste escribió elogiosamente sobre el krausismo español. Rodríguez García Loredo, en su voluminoso libro El “esfuerzo medular” del Kraussimo frente a la obra gigante de Menéndez Pelayo, censura el siguiente párrafo de Ortega y Gasset:  “Por los años 70 quisieron los krausistas, único esfuerzo medular que ha gozado España en el último silgo, someter el intelecto y el corazón de sus compatriotas a la disciplina germánica. Mas el engaño no fructificó [gracias  a “nuestro catolicismo”] (19) Y más adelante: “Puedo afirmar, sin miedo a equivocarme, que el más rudo golpe y la mayor ruptura inferidos a nuestro sublime ideal católico, a nuestra gloriosa tradición científica y a la unidad nacional de España provienen del krausismo y la “Institución libre de enseñanza”. (27) Para Rodríguez García Loredo el sistema krausista era un “panteísmo psicológico, irracional y absurdo”. (28) “¡Qué enorme atraso mental demuestra este pobre hombre!”. (28) [Sanz del Rio] Mientras que uno de los méritos de Marcelino Menéndez Pelayo consistió en “recordar a los españoles cómo la clave de su grandeza reside en la ardiente y común profesión de la fé católica, que hizo a España “una nación de teólogos armados” y un segundo “pueblo escogido para ser la espada y el brazo de Dios”. (218) Más adelante encontramos de forma explícita su posición política e ideológica Clave ideológica: “Casi huelga decir que esos vaticinios de Menéndez Pelayo —sobre el seguimiento de España en el orden religioso, científico, etc.— comenzaron a cumplirse en el año 1936, año en que también se inició la liberadora Cruzada contra los enemigos de nuestra Religión, de nuestra historia, de nuestra ciencia, de nuestro ideario político, social, etc., etc.” (221)

[4]  A comienzos del siglo XX el panorama no era percibido de otra forma. En 1909, Ortega y Gasset había advertido que “tras una generación inepta no puede venir una generación potente, tras una generación de distraídos, sólo es posible una generación de vanidosos […] nuestro padres nos han dado ya muertas algunas partes de nuestras almas y no lograremos galvanizarlas”. (Antología, 50) Para concluir: “Hemos perdido la arcaicas virtudes y aún no hemos llegado a los gustos modernos”. (51) Pasado la mitad del siglo, en pleno Franquismo se publicará lo inverso, pero desde fuera de la perspectiva de la Modernidad, recurriendo a un discurso medieval de la época de la Reconquista. Para Rodríguez y García Loredo (El “esfuerzo medular” del Kraussimo frente a la obra gigante de Menéndez Pelayo. Oviedo, España: La Cruz, 1961)  uno de los méritos de Menéndez Pelayo consistió en “recordar a los españoles cómo la clave de su grandeza reside en la ardiente y común profesión de la fé católica, que hizo a España ‘una nación de teólogos armados’ y un segundo ‘pueblo escogido para ser la espada y el brazo de Dios’”. (218)

[5] Para comprender la dinámica de las rebeliones en este momento, es necesario tener en cuenta que la constitución de 1845 establecía una clase “económicamente apta” para el disfrute de los derechos políticos. Esta aptitud estaba estratégicamente definida por “aquellos que tenían algo que perder” y que, por lo tanto, estaban “interesados en el mantenimiento del orden público”. Es decir, un sector privilegiado de propietarios. Según esta definición de ciudadanos, los que estaban aptos para intervenir en la vida política era un 1,02% (en 1858) y un 2,67% (en 1865) El número de artesanos, sirvientes y jornaleros era de algo más del 20%. Según algunos autores, ésta era una de las explicaciones para la débil base del liberalismo español que pretendía universalizar los derechos del ciudadano. Casimiro Martí. “Afianzamiento y despliegue del sistema liberal” Revolución burguesa, oligarquía y constitucionalismo (1834-1932) Ed. Dirigida pro Manuel Tuñón de Lara, Tomo VIII. Barcelona: Editorial Labor, 1981. Pág. 187-188.

[6] Este partir de lo supraestructural como motor de la dinámica social e histórica, será una característica radical en el pensamiento de Ortega y Gasset quien, precisamente, escribió elogiosamente sobre el krausismo como una de las pocas fuerzas intelectuales rescatables de la España pasada.(ver Cesaro Rodríguez García Laredo. El “esfuerzo medular” del Kraussimo frente a la obra gigante de Menéndez Pelayo. Oviedo, España: Imprenta La Cruz, 1961.) No obstante, al igual que la paradoja de igualdad y/o libertad de los individuos en sociedad, al igual que la antigua disputa entre cultura y/o infraestructura, aquí es muy difícil negar ambas o ninguna; por el contrario, parecería necesaria una nueva síntesis que reconociera una relación simbiótica entre ambos elementos.

[7] Ver Benito Pérez Galdós. Los artículos políticos en la Revista de España, 1871-1872, pág. 108-109.

[8] Las convicciones propias tienen vigencia individual. Pero las “ideas del tiempo” (Zeigeist) pertenecen a un “sujeto anónimo”, a la sociedad, con las que debo contar; gran parte de mis propias convicciones proceden de la sociedad. En un solo momento conviven al menos tres generaciones: gracias a este “desequilibrio” la historia cambia, se mueve. (Generaciones, Ensayo)

[9] El primer Ortega y Gasset lo formuló así: “La conservación es un instinto, el instinto más radical: por eso hay siempre conservadores, porque es natural. Liberalismo es, por el contrario, superación de todos los instintos sociales, domesticación de la naturaleza: por eso, en el pleno sentido de la palabra, hay tan pocos liberales en España, porque el liberalismo es cultural”. José Ortega y Gasset. Vieja y nueva política. Escritos políticos, I (1908/1918) Madrid: Ediciones de la Revista de Occidente, 1973, pág. 68.

[10] Paradójicamente, veinte años más tarde, cuando Pi i Margall alcance la presidencia de la I República, Pérez Galdós lo acusará de autoritario. “Parece que hasta los más alborotados inclinan la frente ante el dictador, lo cual prueba que los partidos que llevan al último límite la representación, son los primeros que abdican toda iniciativa en manos de una autoridad personal”. (Galdós, 108) El artículo original fue publicado en Revista Política, Tomo XXVI, 13 de mayo de 1872, número 101, pp 136-146.

[11] Ortega y Gasset, a principios del siglo XX, ejemplificaba este punto de la siguiente forma y (todavía) desde un punto de vista “revolucionario-liberal”, semejante al de Pi y que perderá más tarde: “Cree el liberalismo que ningún régimen social es definitivamente justo: siempre la norma o la idea de justicia reclama un más allá, un derecho humano aún no reconocido y que, por tanto, trasciende, rebosa de la constitución escrita. […] El derecho a transformar las constituciones es un derecho sobreconstitucional, no es un derecho escrito. […] a ese derecho sobreconstitucional que es a su vez un sagrado deber, llamo revolución”. (Política, 25)

[12] Ver ensayo de Ribera, El santo y el mártir

[13] Una problematización de este punto se puede encontrar en Josep Conangla i Fontanilles. Cuba y Pi y Margall. La Habana 1947.

[14] Ver Antoni Juglar. Pi i Margall y el federalismo español. Madrid: Tesaurus, 1975 e Isidre Moles. Ideario de Pi y Margall. Madrid: Península, 1996.

[15] Las reivindicaciones de la Revolución Francesa se oponen al poder y a los intereses de la Iglesia Católica; no obstante, podemos considerarlas propias del cristianismo primitivo. El término “católico”, que significa en su etimología refiere a lo “universal”, en España era sinónimo de lo opuesto: era (es) sinónimo de “nacionalismo”. Fue necesario un proceso histórico laico, que se  le opusiera, para volver a las raíces cristianas de universalidad (igualdad), fraternidad y libertad.

[16] Para una ampliación documentada de la situación socioeconómica de este momento, ver Historia de España. Dirigida por el profesor Manuel Tuñón de Lara. Tomo VIII. Barcelona: Editorial Labor, 1981.

[17] Ver C.A.M Hennessy. The Federal Republic in Spain; Pi y Margall and The Federal Republican movement, 1868-74. Oxford: Charleston Press, 1962.

[18] Años después, Ortega y Gasset pasará por sus propias revoluciones y reacciones personales. En La rebelión de las masas escribirá pensamientos o impresiones de este tipo: “[Antes] ciertos placeres de carácter artístico y lujoso, o bien las funciones de gobierno y de juicio político sobre los asuntos públicos […] eran ejercidas estas actividades especiales por minorías calificadas —calificadas, por lo menos en pretensión—. La masa no pretendía intervenir en ellas: se daba cuenta de que si quería intervenir tendría, congruentemente, que adquirir esas dotes especiales y dejar de ser masa. Conocía su papel en una saludable dinámica social.”. (José Ortega y Gasset. La rebelión de las masas. Madrid: Colección Austral, 1958, pág. 39) Más de diez años antes, en 1916, en las páginas de El Espectador el mismo Ortega, después de abandonar sus pretensiones socialistas y revolucionarias, había escrito, con nostalgia: “[Antes] el hombre del pueblo […] cuando veía pasar una duquesa en su carroza se extasiaba, y le era grato cavar la tierra de un planeta donde se ven, por veces, tan lindos espectáculos transeúntes”. Recurriendo a las lecturas de Nietzsche sobre el resentimiento —ressentiment, como aquel que niega las cualidades de las que carece—, Ortega concluye con un romanticismo pastoril: antes, “el hombre de pueblo no se despreciaba a sí mismo: se sabía distinto y menor que la clase noble; pero no mordía su pecho el venenoso ‘resentimiento’”. (José Ortega y Gasset. El Espectador (Antología). Selección y prólogo de Paulino Garragorri. Madrid: Alianza Editorial, 1980, pág. 35.) Los subrayados son nuestros.

[19] No obstante, Fioravanti cuestiona que aquello que se consideraba “libertad de conciencia”, por entonces, no era más que “libertad de imprenta”. (146)

[20] Aquí podemos entender “pensamiento colectivo” como “tradición”.

[21] Sin definir este término —¿qué es justicia?— se mantiene indefinida toda la teoría que se sirve de él. La teoría usa este concepto preestablecido en parte por una tradición determinada y, al mismo tiempo, la redefine (De este problema ya nos ocupamos en nuestro bosquejo de una teoría de los Campos Semánticos) Es decir, el corolario usa un axioma como base y punto de partida de una teoría —aquí estoy usando el modelo de los teoremas matemáticos—, pero no tiene otra opción que modificarlo en su propia formulación. Ninguna teoría humanística puede escapar alguna vez a este círculo relativo.

[22] Como el valor del dinero, es simbólico; no depende más del acreedor que del deudor que reconoce este valor, esta relación.

[23] “En un solo hombre se manifiesta cada una de las infinitas evoluciones del espíritu”. (251)

[24] Estos son otros ejemplos que Ortega y Gasset reformulará y presentará como propios: (1) cada generación es como una caravana. Dentro de una carreta va el hombre prisionero pero secretamente voluntario y satisfecho. De vez en cuando se ve cruzar otra caravana de perfil extranjero, enloquecida: es otra generación: (2) por otra parte, la observación de Pi sobre el lenguaje y las palabras también coinciden con las presentadas por Ortega en la misma conferencia de 1933: la ventaja del lenguaje consiste en ofrecer un soporte material al pensamiento; pero, al mismo tiempo, lleva con ello una desventaja: tiende a suplantarlo. (Generación, Ensayo)

[25] Campoamor llamaba a los krausistas “los caballeros de la lenteja” (Revista Europea, Nº 62, 9 de mayo de 1875 y nº 65, del 23 de mayo; Nº 73, del 18 de julio), en referencia a la metáfora usada por Sanz del Río para explicar la idea del panenteísmo, según la cual la humanidad era la síntesis perfecta entre la naturaleza y el espíritu. Según Campoamor, los krausistas han hecho retroceder cien años por lo menos la educación filosófica de España” (Fraile, 123). Lo cual, visto desde la perspectiva franquista es estrictamente cierto.

[26] No es extraño que aún los socialistas del siglo XIX simpatizaran más con los anarquistas y liberales que con una “dictadura del proletariado”: el Estado era la representación de la opresión; y en la propuesta que se materializaría en el siglo XX esta alternativa no sería más liberadora que opresora.

La justicia social para el fundador del liberalismo moderno

John Stuart Mill, el mayor filósofo y economista liberal del siglo XIX: sobre el liberalismo y la libertad individual, reflexiona sobre la justicia social, los impuestos, la libertad de los pobres, el mérito individual y el sentido social del individuo.

1. “La verdadera virtud de los seres humanos es la aptitud para vivir juntos como iguales”.

2. “Ya no esclavizados ni dependientes por la fuerza de la ley, la gran mayoría lo está por la pobreza; siguen encadenados a un lugar, a una ocupación y a la conformidad con la voluntad de un empleador y privados, por el accidente de nacimiento, tanto de los goces como de las ventajas mentales y morales que otros heredan sin esfuerzo e independientemente del mérito. Los pobres no se equivocan al creer que este es un mal igual a casi cualquiera de aquellos contra los que la humanidad ha luchado hasta ahora. ¿Es un mal necesario? Es lo dicen quienes no lo sienten, quienes han ganado los premios de la lotería de la vida. Pero también se decía que la esclavitud, el despotismo, todos los privilegios de la oligarquía eran necesarios”.

3. “Hemos tenido la moral de la sumisión, la moral de la caballerosidad y la generosidad; ha llegado la hora de la moral de la justicia. Siempre que, en épocas pasadas, se ha abordado la sociedad desde la igualdad, la justicia ha reivindicado sus derechos como fundamento de la virtud”.

4. “La recompensa, en lugar de ser proporcional al trabajo y la abstinencia del individuo, es casi inversamente proporcional: quienes menos reciben, más trabajan y más se abstienen”.

5. “La idea misma de justicia distributiva, o de cualquier proporcionalidad entre éxito y mérito, o entre éxito y esfuerzo, es en el estado actual de la sociedad tan manifiestamente quimérica que queda relegada al terreno de la fantasía”.

6. “La más poderosa de todas las circunstancias determinantes es el nacimiento”.

7. “La distinción entre ricos y pobres, tan poco relacionada como está con el mérito y el demérito, o incluso con el esfuerzo y la falta de esfuerzo individual, es obviamente injusta; tal característica no cabría en la más rudimentaria concepción de un estado social perfectamente justo”

8. “Puede considerarse irrevocablemente establecido que el destino de ningún miembro de la comunidad debe abandonarse al azar; que la sociedad puede y, por lo tanto, debe asegurar a cada individuo que la compone contra la extrema necesidad; que la condición, incluso de quienes no pueden encontrar su propio sustento, no tiene por qué ser de sufrimiento”.

9. “Por lo tanto, nuestro plan sería liberar por completo de impuestos directos a los ingresos más bajos, hasta el nivel que se considere suficiente para satisfacer las necesidades físicas de un ser humano que son independientes de los hábitos y las convenciones: protegerse del hambre y el frío, y prever la vejez y las eventualidades habituales de enfermedad u otra incapacidad laboral”.

10. “Una persona con un sentimiento social siquiera desarrollado no puede pensar en sus semejantes como rivales que luchan con él por la felicidad, y que debe desear ver derrotados en su objetivo para poder alcanzarlo”.

11. “La gran mayoría de nuestra población trabajadora no tiene representantes en el Parlamento, y no se puede decir que ocupe posición política alguna; mientras que la distribución de lo que podría llamarse dignidad social es más desigual en Inglaterra que en cualquier otro país civilizado de Europa”

12. No habría motivo de queja contra la sociedad si todos los que estuvieran dispuestos a realizar una parte justa del trabajo y abstinencia pudieran obtener una parte justa de los frutos. Pero ¿es esto cierto? ¿No es acaso lo contrario?

Textos y fuentes de las citas:

La recompensa, en lugar de ser proporcional al trabajo y la abstinencia del individuo, es casi inversamente proporcional: quienes menos reciben, más trabajan y más se abstienen. Incluso los pobres ociosos, imprudentes y maleducados, aquellos de quienes se dice con mayor razón que son culpables de su condición, a menudo realizan un trabajo mucho mayor y más arduo, no solo que quienes nacen con independencia económica, sino que casi cualquiera de los mejor remunerados que se ganan la vida; e incluso el autocontrol insuficiente que ejercen los pobres trabajadores les cuesta más sacrificio y esfuerzo que aquel que casi nunca se exige a los miembros más favorecidos de la sociedad.

La idea misma de justicia distributiva, o de cualquier proporcionalidad entre éxito y mérito, o entre éxito y esfuerzo, es en el estado actual de la sociedad tan manifiestamente quimérica que queda relegada al terreno de la fantasía. Es cierto que la suerte de los individuos no es enteramente independiente de su virtud e inteligencia; estas realmente influyen en su favor, pero mucho menos que muchas otras cosas en las que no hay mérito alguno.

La más poderosa de todas las circunstancias determinantes es el nacimiento. La gran mayoría es lo que nació para ser. Algunos nacen ricos sin trabajar, otros nacen en una posición en la que pueden enriquecerse mediante el trabajo, la gran mayoría nace para el trabajo duro y la pobreza durante toda la vida, y algunos para la indigencia. Después del nacimiento, la principal causa del éxito en la vida es la casualidad y la oportunidad. Cuando una persona que no nació para la riqueza logra adquirirla, podemos decir que su propia laboriosidad y destreza generalmente han contribuido al resultado. Pero la industria y la destreza no habrían sido suficientes a menos que hubiera existido también una competencia de oportunidades y posibilidades que solo recae en un pequeño número…

La conexión entre la fortuna y la conducta es principalmente esta: existe cierto grado de mala conducta, o más bien de ciertos tipos de mala conducta, que basta para arruinar cualquier cantidad de buena fortuna; pero lo contrario no es cierto: en la situación de la mayoría de las personas, no se puede contar con ningún grado de buena conducta para ascender en el mundo, sin la ayuda de accidentes afortunados.

La distinción entre ricos y pobres, tan poco relacionada como está con el mérito y el demérito, o incluso con el esfuerzo y la falta de esfuerzo individual, es obviamente injusta; tal característica no cabría en la más rudimentaria concepción de un estado social perfectamente justo; la actual distribución caprichosa de los medios de vida y disfrute solo podría defenderse como una imperfección admitida, aceptada como efecto de causas beneficiosas en otros aspectos… El socialismo, mientras ataque el individualismo existente, triunfará fácilmente; su debilidad hasta ahora reside en lo que propone sustituir.

(“Newman’s Political Economy”, CW V.444; véase también “Vindicación de la Revolución Francesa de febrero de 1848”, CW XX.351)

No hay injusticia en gravar a quienes no han adquirido lo que tienen con su propio esfuerzo, sino que lo han recibido gratuitamente; y no hay razones de justicia ni de política que impidan gravar las herencias enormemente cuantiosas con mayor rigor que las herencias menores… Yo lo haría en la medida de lo posible para imponerlo sin que se frustre. (“El Impuesto sobre la Renta y la Propiedad”,

CW V.491)

Puede considerarse irrevocablemente establecido que el destino de ningún miembro de la comunidad debe abandonarse al azar; que la sociedad puede y, por lo tanto, debe asegurar a cada individuo que la compone contra la extrema necesidad; que la condición, incluso de quienes no pueden encontrar su propio sustento, no tiene por qué ser de sufrimiento físico ni de temor a él, sino solo de indulgencia restringida y de una disciplina rígida e inflexible.

(PPE, CW II.360; véase Perksy [2016: 204-5])

El derecho de todos a la felicidad, según el moralista y el legislador, implica el mismo derecho a todos los medios para alcanzarla, salvo en la medida en que las condiciones inevitables de la vida humana y el interés general, que incluye el de cada individuo, limiten la máxima… Se considera que todas las personas tienen derecho a la igualdad de trato, salvo cuando alguna conveniencia social reconocida exija lo contrario. Y, por lo tanto, todas las desigualdades sociales que han dejado de considerarse convenientes asumen el carácter no de simple inconveniencia, sino de injusticia…

(Utilitarismo, CW X.257-8; primer énfasis añadido)

Por lo tanto, nuestro plan sería liberar por completo de impuestos directos a los ingresos más bajos, hasta el nivel que se considere suficiente para satisfacer las necesidades físicas de un ser humano que son independientes de los hábitos y las convenciones: protegerse del hambre y el frío, y prever la vejez y las eventualidades habituales de enfermedad u otra incapacidad laboral.

(“Errores y verdades sobre el impuesto predial”, CW XXIII.553)

En una asociación industrial cooperativa, ¿es justo que el talento o la habilidad den derecho a una remuneración superior? En el lado negativo de la cuestión, se argumenta que quien se esfuerza al máximo merece el mismo bien y, en justicia, no debería ser inferior sin culpa propia; que las habilidades superiores ya tienen ventajas más que suficientes… y que la sociedad está obligada, en justicia, a compensar a los menos favorecidos por esta desigualdad inmerecida de ventajas, en lugar de agravarla. En el lado contrario, se argumenta que la sociedad recibe más del trabajador más eficiente; que, al ser sus servicios más útiles, la sociedad le debe una mayor recompensa por ellos… que si solo recibe tanto como otros, solo se le puede exigir con justicia que produzca lo mismo y que dedique menos tiempo y esfuerzo, proporcional a su mayor eficiencia. ¿Quién decidirá entre estas apelaciones a principios de justicia contrapuestos?… Solo la utilidad social puede decidir la preferencia.

(Utilitarismo, CW X.254-5)

La proporción de la remuneración al trabajo realizado es realmente justa solo en la medida en que la mayor o menor cantidad de trabajo sea una cuestión de elección: cuando depende de la diferencia natural de fuerza o capacidad, este principio de remuneración es en sí mismo una injusticia: es dar a quienes tienen; asignar la mayor parte a quienes ya son más favorecidos por la naturaleza. Sin embargo, considerado como un compromiso con el carácter egoísta formado por el actual estándar de moralidad y fomentado por las instituciones sociales existentes, es sumamente conveniente; y hasta que la educación se haya regenerado por completo, tiene muchas más probabilidades de tener éxito inmediato que un intento por alcanzar un ideal superior.

(PPE, CW II.210)

Una persona con un sentimiento social siquiera desarrollado no puede pensar en sus semejantes como rivales que luchan con él por la felicidad, y que debe desear ver derrotados en su objetivo para poder alcanzarlo. La arraigada concepción que todo individuo tiene de sí mismo como ser social, incluso ahora, tiende a hacerle sentir que es una de sus necesidades naturales la armonía entre sus sentimientos y objetivos y los de sus semejantes.

(Utilitarismo, C.W. X.233)

El sentimiento de obligación, tal como existe actualmente, hacia diferentes individuos y clases dentro de una misma comunidad, es lamentablemente desigual. El bienestar y el sufrimiento de un hombre, en cuya previsión se basa todo sentido racional de obligación hacia él, cuentan, en general, infinitamente más que los de otro hombre de diferente rango o posición. La gran mayoría de nuestra población trabajadora no tiene representantes en el Parlamento, y no se puede decir que ocupe posición política alguna; mientras que la distribución de lo que podría llamarse dignidad social es más desigual en Inglaterra que en cualquier otro país civilizado de Europa.

(“Taylor’s Statesman”, CW XIX.637, en coautoría con George Grote).

Ya no esclavizados ni dependientes por la fuerza de la ley, la gran mayoría lo está por la pobreza; siguen encadenados a un lugar, a una ocupación y a la conformidad con la voluntad de un empleador, y privados, por el accidente de nacimiento, tanto de los goces como de las ventajas mentales y morales que otros heredan sin esfuerzo e independientemente del mérito. Los pobres no se equivocan al creer que este es un mal igual a casi cualquiera de aquellos contra los que la humanidad ha luchado hasta ahora. ¿Es un mal necesario? Se lo dicen quienes no lo sienten, quienes han ganado los premios de la lotería de la vida. Pero también se decía que la esclavitud, el despotismo, todos los privilegios de la oligarquía eran necesarios.

(Capítulos sobre el Socialismo, CW V.710; también PPE, CW II.383)

La verdadera virtud de los seres humanos es la aptitud para vivir juntos como iguales; no reclamar nada para sí mismos excepto lo que libremente conceden a todos los demás; considerar el mando de cualquier tipo como una necesidad excepcional y, en todos los casos, temporal; y preferir, siempre que sea posible, la compañía de aquellos con quienes el liderazgo y el seguimiento puedan ser alternados y recíprocos.

(CW XXI.294)

Ya en la vida moderna, y cada vez más a medida que esta mejora progresivamente, el mando y la obediencia se convierten en realidades excepcionales, la asociación igualitaria en la regla general… Hemos tenido la moral de la sumisión, la moral de la caballerosidad y la generosidad; ha llegado la hora de la moral de la justicia. Siempre que, en épocas pasadas, se ha abordado la sociedad desde la igualdad, la justicia ha reivindicado sus derechos como fundamento de la virtud.

(La sujeción de la mujer, CW XXI.293-4)

notas

jorge majfud, junio 2025

Estados Unidos hacia la tecno-Edad Media (entrevista de 2014)

The United States towards the techno-Middle Ages (2014) 20 junio, 2025

(Esta entrevista se publica 11 años después de su primera publicación. Si hoy, 2025, tuviese que contestar estas mismas preguntas haría algunas correcciones mínimas. JM)

Qué democracias nos promete la nueva Guerra Fría

De repente, el mundo cambió y no una, sino varias veces. Espías disidentes, países que anexan pedazos de otros, conflictos internos imparables. Un diálogo con Jorge Majfud.

https://www.mdzol.com/mundo/2014/3/29/que-democracias-nos-promete-la-nueva-guerra-fria-917537.html

“Lo peor que le puede pasar a una democracia es dejar a la política en manos de los políticos”. La frase la lanza en forma provocadora desde su despacho en la Universidad de Jacksonville, en EEUU, Jorge Majfud, el uruguayo que es uno de los escritores de origen latinos más destacados de ese país. Tanto así que está entre los finalistas del premio más importante para este año: el “International Latino Book Awards”.

Majfud es arquitecto, pero además es máster en literatura y doctor en Filosofía y Letras. Y es esto último, junto con la literatura, lo que lo ha marcado. Traductor y prologuista de académicos como Noam Chomsky lo han dejado reservado a un sector del público lector, aunque ha podido llegar a porciones mayores con sus columnas en Milenio (México), La República (Uruguay), Cambio 16 y La Vanguardia (España), Courier International de Paris (Francia), Political Affairs y The Huffington Post, de Nueva York, Jornada de Bolivia, El Nuevo Herald de Miami, Página/12 de Buenos Aires y ―por qué no decirlo― de MDZ, en donde sus textos y su palabra no han pasado desapercibidos.

Pero en los últimos meses se produjo un impasse en su presencia mediática. Justo, cuando ―en todo caso― más se lo “necesitaba”, digamos, para decodificar una realidad que los medios, muchas veces, nos esmeramos por no analizar, sino en oficiar de espejos (muchas veces deformes) de otros medios.

Lanzada su provocación en tiempos en que cunden los gobiernos elegidos popularmente y derrocados de la misma forma, antes de tiempo; en que unos países deciden abiertamente qué pasará mañana adentro de otro y en los que el orden mundial se ve trastocado por jugadas geopolíticas fuera de agenda, la tomamos, para tentarlo a profundizar en el presente, sabiendo que el resultado de la charla no será jamás la hipnotización del lector, sino un puntapié hacia el pensamiento crítico.

Gabriel Conte: Hace algún tiempo que no leemos sus columnas en los diarios…

Jorge Majfud: Cuando supe que 85 personas en el mundo poseían la misma riqueza que la mitad de la población del mundo, me di cuenta que todo estaba dicho. Como yo nunca quise ser rico, me resultaría indiferente este hecho si esos que sí se mueren por serlo nos dejaran de gobernar.

GC: ¿Es una ironía?

JM: Un poco. Pero también es verdad.

GC: ¿Cómo nos gobiernan “los ricos”?

JM: Más que los ricos, que ya son casi los nuevos proletarios, los megarricos, las corporaciones, lo que viene a ser una nueva paradoja, ya que si en el Renacimiento el dinero significó el fin de la aristocracia y sus privilegios de clase y de sangre, hoy en día ese mismo dinero ha creado un neo feudalismo donde las corporaciones son ducados y principados cerrados, con algunas muy publicitadas excepciones, obviamente. Ahora, si usted mira la desproporción de la propiedad del dinero se dará cuenta quién tiene la capacidad de dictar narraciones y quienes sólo pierden su tiempo replicando. Es un ejercicio dialectico, parecido a los torneos que se hacían en la antigua Grecia. Puro deporte dialectico. Últimamente me he desencantado de las posibilidades de este tipo de lucha. Probablemente regresaré, porque no es fácil dejar un vicio, pero ya no creo que sea el mismo joven optimista de unas décadas atrás. Por otro lado, también me desencanta un poco percibir cómo domina la “mentalidad de fútbol” en las disputas dialécticas. Unos se ponen de un lado y los otros del otro y todo lo que leen o dicen sirve para defender sus ideas y no para cuestionar las propias.

Aunque admiro a José Martí, no estoy de acuerdo con su optimismo acerca de que las “trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra”. Sí, valen más, pero cuánto mal hacen también.

GC: ¿Se puede creer todavía en la política?

JM: Esa pregunta contiene una suposición epistemológica más antigua que Amenofis IV: la verdad existe y es única. En política no hay verdades, hay intereses. Claro que podemos medirla también desde un punto de vista moral. Por lo tanto, a esa pregunta hay que contestarla que sí y no. Si bien la política es un área fundamental en la existencia humana, pocas cosas hay más superficiales que las opiniones políticas.

Peor: podemos ver que todavía hay una fuerte intoxicación de política en muchos países, como en Venezuela o en Estados Unidos, lo cual es tan mortal como la indiferencia radical.

Ahora, más allá de todos los relativismos, podemos pensar que debe haber unos pocos puntos fijos, como por ejemplo la tolerancia, eso que tanta falta hoy en día en tantas partes del mundo. Si no es por los odios políticos, es por los odios religiosos o por los odios deportivos o por los nacionales que últimamente se reduce a medirse el tamaño del PIB. Mientras unos pocos se benefician de tanto odio, el resto lo practica: unas ideas y unas pasiones sirven a las corporaciones privadas, otras sirven a los caudillos de turno. Todos, siempre, tienen comprensibles excusas para mantenerse en el poder.

GC: ¿Hacia dónde nos dirigimos en política, entonces?

JM: En los años 90, en contra de la ola neoliberal que celebraba la derrota de los débiles, yo era de la opinión de que la historia se estaba moviendo de una democracia representativa a una democracia directa. En el 2003 la opción me parecía todavía en curso, aunque seguía publicando que luego de una gran crisis económica y de sistema como consecuencia de la guerra en Irak y de movimientos sociales de desobediencia, la humanidad se debatiría entre más democracia o más control del Estado. Por alguna oscura razón todavía creo que nos dirigimos a una mayor democracia directa, pero el presente parece contradecir mi predicción y, por el contrario, nos muestra un fuerte avance de totalitarismos no tradicionales.

GC: Democracia no es solo votar. Cada tanto, el dictador Stroessner se hacía plebiscitar para legitimarse. En Corea del Norte y China, como en Cuba hay “elecciones”, aunque no pluripartidarias. ¿De qué calidad sería esa “democracia directa” de la que usted habla? ¿A nivel muy local? Se volvería a un dialogo oportunista con las masas para avalar decisiones? ¿Qué será del sistema de partidos políticos?

JM: Cuba fue una Revolución en los 60, una de las más importantes del siglo XX. Hoy es apenas un régimen conservador, aferrado a una religión. Por democracia directa me refería a la posibilidad de tomar decisiones por parte de los pueblos de forma inmediata o, al menos, no condicionada por ciclos electorales. Los representantes ya no representan nada más que una tradición, como los reyes en la vieja Europa. Son resabios de la inercia histórica.

Sin embargo, la madurez de la Sociedad Desobediente está mucho más lejos de lo que pensaba veinte años atrás. Sus principales instrumentos, las redes de comunicación, aún no alcanzan a ser verdaderas herramientas democráticas; todavía son juguetes.

Digo todavía, como un aviente atisbo de optimismo…

GC: ¿Por ejemplo?

JM: …Como por ejemplo el totalitarismo financiero de las democracias occidentales, (o como se llamen, aunque prefiero una democracia entre comillas a una dictadura con mayúscula), como por ejemplo el control astronómico del hipergobierno de Estados Unidos debido a las nuevas tecnologías, totalmente a contrapelo de sus valores fundacionales.  Como por ejemplo el autoritarismo menos abstracto de gobiernos partidistas o personalistas como los de China y Rusia, o la torpeza personalista de Maduro en Venezuela, etc.

GC: ¿Se dirige Estados Unidos a una forma de totalitarismo?

JM: En muchos aspectos ya lo es, aunque en otros todavía tenemos algo que se llaman leyes que, afortunadamente, son el último recurso de los que no tienen poder.

Como la antigua Atenas de Pericles, es una democracia fronteras adentro y un poder arrogante fronteras afueras.

Claro que, como los mismos atenienses se justificaban antes las quejas de Esparta y de otros pueblos diciendo “ustedes se quejan porque no pueden hacerlo como nosotros podemos”, cualquier otra opción sería igual. O peor, si consideramos una China o una Rusia con la misma capacidad de crear y destruir como Estados Unidos. Pero esto último es pura especulación. 

GC:¿La sociedad estadounidense se ha vuelto más radical?

JM: No. Al menos desde un punto de vista humanístico, la sociedad es menos fundamentalista que lo era en los años cincuenta e, incluso en los ochenta. Ahora se acepta mucho mejor la verdadera naturaleza de este país, que consiste en una inabarcable diversidad. Personalmente, ésta es la característica que más me apasiona de este país: su infinita diversidad, esa fértil obviedad que tanto cuesta ver desde afuera. Pero si vamos a juzgar los sentimientos populares que se desprenden de sus narrativas sociales, quizás podamos abusar de un aforismo y decir que hay dos tipos de personas que odian la enorme diversidad de Estados Unidos: uno son los antiestadounidenses; los otros son los estadounidenses…  esos nacionalistas que en todos los países pretenden hacerse pasar por los verdaderos ciudadanos. Ahora, cuando hablo del totalitarismo de Estados Unidos no me refiero a la sociedad, quizás ni siquiera al gobierno de turno, sino a las megas corporaciones y a los sistemas de control ejercidos por los aparatos del gobierno: control de los individuos, violación de su privacidad, control de las narrativas sociales, etc. Como todo totalitarismo, no es total. Menos este producto paradójico de un país tan diverso y complejo. El solo hecho de que podamos criticarlo es un indicio que lo demuestra, creo.

GC: Es decir que sigue siendo un país de leyes.

JM: Si. No obstante, las corporaciones y los lobbies se las arreglan muy bien para que las leyes no sean un obstáculo, es decir, para extender sus poderes sin necesidad de violar leyes escritas. Por ejemplo, si bien la casi infinita capacidad de la NSA, un organismo del gobierno superior a cualquier imaginario Gran Hermano, puede ser considerada ilegal desde algún punto de vista, o al menos cuestionable desde un punto de vista constitucional o moral, el abrumador poder de las corporaciones en la opinión pública es perfectamente legal. El problema es que las soluciones para limitar este poder privado han consistido, al menos en la experiencia de otros países como Venezuela, en el abuso del poder estatal, lo cual no ha solucionado el problema sino que ha creado otros. Venezuela, radicalizada para su mal, un partido o el otro pueden disputarles a las familias tradicionales, a los dueños de los grandes medios, el poder de crear “opinión pública” mediante el poco recomendable método del conflicto y la proscripción. Por el contrario, los gobiernos deberían propiciar la disidencia y la libertad individual (la única libertad real) en todas sus formas posibles.

Para esto yo insistiría con algo que he repetido desde hace años: lo peor que le puede pasar a una democracia es dejar a la política en manos de los políticos.

Un gobierno debe dar la bienvenida a la crítica y a la protesta, si es necesario, y tratar de integrar a los disidentes que siempre son y deben ser parte de la sociedad.

Tal vez Uruguay es uno de esos ejemplos concretos de tolerancia política en nuestro continente. Podemos discutirlo todo, podemos cuestionarlo todo, pero en una democracia la tolerancia es la única verdad política posible.

GC: Los intelectuales estadounidenses siempre se hablan de “las corporaciones”, pero ¿se puede ser más preciso, por ejemplo, en cómo actúan supuestamente estos grupos?

JM: Es muy simple: ellas no necesitan ser dueñas de ningún medio. Les basta con ser los principales anunciantes. Por ejemplo, si yo soy el dueño de la mayor fábrica de jabones en mi pueblo y el diario y todos sus trabajadores, periodistas y demás asalariados dependen de mis anuncios, seguramente ninguno de ellos se pondría a investigar sobre mis negocios, ni siquiera sus columnistas insistirían cada semana en atacar mis ideas políticas. Eso, más o menos, es lo que ocurre a gran escala en el mundo desarrollado hoy. Antes los diarios eran más independientes porque vivían de las ventas de sus ejemplares, pero hoy ese ingreso es mínimo, cuando no simbólico.

GC: ¿Hacia dónde se dirige la política en Estados Unidos?

JM: Me temo que Estados Unidos se dirige a una política étnica, al menos a nivel partidario. Desde un punto de vista humanístico y democrático, no tiene sentido que uno pueda adivinar las preferencias políticas sólo con ver el color de piel de una persona o su lugar de residencia, pero el hecho concreto es que actualmente es así. Antes esta previsibilidad venía, fundamentalmente, de las clases sociales. En cierta medida, en América Latina los odios siguen siendo de clase pero, sobre todo, son odios ideológicos, que vienen a ser un sustituto de los pasados odios religiosos de Europa la que, por su parte, se ha volcado a las disputas nacionalistas.

Es decir, América Latina se ha estancado en el siglo XX, Europa ha retrocedido a la Era Moderna de los siglos XVIII y XIX y Estaos Unidos se dirige, como siempre, a romper todas las barreras y practicar una política de la Edad Madia y, en pocos años, una política de las cavernas, donde las etnias son más importantes que las supersticiones religiosas e ideológicas.

 Sea como sea, el antídoto para evitar la catástrofe se basa en la novedad introducida por los humanistas del Renacimiento y por el Iluminismo de la Era Moderna: la tolerancia a la diversidad, ya que no el reconocimiento de su naturaleza constitucional.

GC: ¿Cuál es el modelo a seguir en el mundo?

JM: Tal vez no debería haber un modelo. Quizás una tendencia histórica, quizás una condición natural del ser humano, que se resumiría en la anarquía. No obstante, y aunque la humanidad den los últimos novecientos años ha dado grandes pasos hacia esa utopía, sigue siendo una utopía y probablemente lo será por siempre. El equilibrio está, entonces, en la mayor libertad individual posible y la mínima autoridad y control de parte de un grupo minoritario, sea éste el Estado o las corporaciones privadas, las que tanto se parecen a los principados de la Edad Media y del Renacimiento.

GC: Desde su punto de vista, ¿vamos hacia una nueva bipolaridad con “guerra fría” entre EEUU más Europa contra Rusia, la América chavista, Irán y China?

JM: Ya existe, desde hace algún tiempo, una neo Guerra Fría.

En alguna medida Rusia se parece a la humillada Alemania de la entreguerras: un pasado imperio al más antiguo estilo de anexar territorios viviendo un renacimiento nacionalista. Por el otro, las potencias occidentales haciendo su negocio de siempre, aunque con algunos riesgos, como es el caso de Europa. Para Estados Unidos, muy a pesar de las criticas que los conservadores le hacen a Obama, la situación es mucho más favorable de lo que parece. Significa la perfecta excusa para tomar parte de otro de los países de la Europa del Este, descuartizados por los intereses de las potencias opuestas. Como escribí hace más de una década, los países árabes y el persa no son más que una distracción en un conflicto más amplio: Estados Unidos y Europa por un lado y China y Rusia por el otro. Pero yo no diría bipolaridad, aunque la mente humana tiende siempre a las confrontaciones de partidos bipolares. Yo diría multipolar con potencias dominantes.

GC: Hace unos días revisé los pronósticos de los thinks tanks para 2014. El que más prensa tuvo a finales de 2013 no dijo ni jota de Ucrania, salvo lo que veía en ese momento: “una crisis interna”. ¿Será que está más imprevisible el mundo debido a la rapidez con que se caen estrategias y se difunden datos secretos gracias a gente como Assange o Snowden? ¿O que “todo está fuera de control”? 

JM: El mundo no es imprevisible sino que su complejidad es tan inabarcable que nadie puede preverlo todo. Así ha sido siempre. Con todo, lo de Ucrania no es tan grave. Todos están haciendo un gran negocio, menos los ucranianos, lo cual es parte de un patrón histórico, sobre todo en el área.

¿Cuándo las potencias mundiales no sacaron ventajas de las intervenciones en los países de Europa del Este? Hace siglos que viene ocurriendo y seguirá ocurriendo.

Educación para una esclavitud más eficiente

Mi abuelo era un granjero que no leía libros, pero (como la mayoría de su generación) estimaba la educación como el principal instrumento de liberación. Igual, la generación que lo siguió. Mis padres, aparte de comerciantes y obreros, eran docentes de secundaria y de la Escuela Industrial. Entre sus trofeos contaban haber tenido de alumnos a artistas ahora clásicos en Uruguay, como Eduardo Darnauchans y Eduardo Larbanois.

Mi padre y su suegro mantuvieron un diálogo intenso, sobre todo por teléfono, ya que vivían en extremos opuestos del Uruguay, aún dos décadas después de la muerte de mi madre y hasta la muerte de mi abuelo. Más allá de sus diferencias ideológicas (mi abuelo socialista, mi padre capitalista), ambos coincidían en ciertos valores básicos. Rasgo de tolerancia que es más pronunciado en Uruguay que en otros países del hemisferio y que, en gran medida, procede de la cultura de la Ilustración promovida desde el siglo XIX por la educación gratuita de J.P. Varela y J. Batlle y Ordóñez.

Ambos eran consumidores de noticias de la prensa, pero casi nunca leían libros. Aun así, el respeto por la educación ilustrada era incuestionable. Mi padre, como carpintero, cambiaba deudas por libros.

―¿Por qué libros ―le decía yo de niño― si nunca los lees?

―No importa ―decía él―. Los libros no le hacen mal a nadie y, tarde o temprano, le servirán a alguien.

En su pequeña biblioteca dominaban Shakespeare, las enciclopedias y los libros técnicos, algunos de los cuales eran soviéticos traducidos al español. Cuando los soldados rompieron el cielorraso de mi habitación buscando “material subversivo” de mi abuelo, no se les ocurrió tomarse la molestia de abrir un libro de la biblioteca.

Las dictaduras fascistas del continente impusieron la idea de que los libros podían ser peligrosos. No sólo los quemaban, sino que desaparecían a sus lectores. Esta idea, en realidad había sido inoculada por la CIA (entre las operaciones más conocidas estuvo Mockingbird), aplicando las teorías del marxista Antonio Gramsci, mientras se culpaba a los gramscianos de “lavar el cerebro” de la gente culta. Gramsci había hecho un diagnóstico de la realidad, de la misma forma que la lucha de clases era, antes que una prescripción, un diagnóstico histórico y social de Marx. De hecho, hay que ser ciego para no verlo en la actualidad.

Se le atribuye al nazi Göring la fase: “cuando oigo la palabra cultura, saco mi revolver”. A principios de los 60, recuerda el premio Nobel Cesar Milstein, un ministro del gobierno militar decía que en la Argentina las cosas no se iban a arreglar hasta que no se expulsaran a dos millones de intelectuales. Cuando, en la década de los sesenta se expulsó a Milstein y a todo un grupo de intelectuales, la Argentina se encontraba a la par de Australia y Canadá. El fascismo, siempre tan torpe con las ideas, atribuyó el subdesarrollo de América latina al hecho de que los pobres leían Las venas abiertas de América latina de Galeano. Galeano dedicó su vida a criticar a los poderosos; los poderosos nunca se defendieron, porque otros dedicaron sus vidas a criticar a Galeano.

El neofascismo actual es una simple expresión del orden neofeudal de la economía mundial y de las frustraciones de los imperios en decadencia, como hace cien años. Pero sus estrategias se han actualizado: ya no se queman libros ni se secuestran escritores, como durante la Alemania nazi o el Chile de Pinochet. Ahora se los presenta como inútiles o irrelevantes―cuando no se los prohíbe por ley, como en Estados Unidos.

Los influencers han multiplicado la ilusión de la libertad atomizada de los entrepreneurs que, por cien o por mil dólares (sin aporte a la jubilación, sin derecho a vacaciones, salud o educación) humillan a un mendigo por unos cientos de likes.

El otro látigo golpea contra las universidades y las escuelas públicas, que la familia Bush comenzó a privatizar en los 80s con su modelo de escuelas charter. Como siempre, la genialidad fue vampirizar dinero de los odiados Estados para desfinanciar la educación pública y presentar a la privada como solución.

Desde entonces, el odio y el desprecio por las universidades, paradójicamente surgido contra el sistema universitario más prestigioso del mundo, agregó una nueva estrategia. Escritores como Andrés Oppenheimer la resumieron en el cliché “Necesitamos más ingenieros y menso filósofos”. ¿Por qué no “necesitamos más ingenieros y menos exitosos hombres de negocios, lobbies y sectas financieras”?

Mi primer título universitario fue el de arquitecto. Por el sistema de educación de Uruguay, pude dedicarme varios años al cálculo de estructuras de hormigón armado y un tiempo menor a ser profesor de matemáticas de bachillerato. Podemos estar de acuerdo en que Estados Unidos, Europa o América Latina necesitan más ingenieros, pero ¿desde cuándo la ingeniería y la filosofía son incompatibles? ¿Por qué un ingeniero no puede ser un filósofo y viceversa?

El centro del problema se llama educación, no entrenamiento secuestrado por los intereses ideológicos de los dueños del mundo. El ataque a las humanidades, a la filosofía, a las artes no procede ni de los científicos ni de los ingenieros con una cultura amplia; procede de los “exitosos hombres de negocios” que son siempre hombres y siempre exitosos porque logran secuestrar a los Estados que odian.

Esta ideología utilitaria tiene, como objetivo no declarado, confirmar y controlar esclavos asalariados. Exactamente lo mismo sermoneaban y practicaban los esclavistas del siglo XIX en nombre de la libertad: los esclavos debían especializarse en una actividad única, productiva, útil, que agradase a Dios, por su propio bien y por el bien de su país. Cada vez que un esclavo aprendía a leer, se lo castigaba. Si escribía sus memorias, como fue el caso de Juan Manzano, eran torturados. Si el esclavo prosperaba se lo aplaudía. Si dedicaba su tiempo libre a alguna forma de educación inútil, liberadora, humanista, se lo demonizaba. Por eso, muchos esclavos eran firmes defensores del sistema esclavista y perseguían a aquellos hombres libres que se atrevían a cuestionar los significados de libertad que procedía de todo un sistema. Los amos ni siquiera se molestaban en moralizar, porque siempre tenían adulones profesionales que lo hacían mejor.

Hemos vuelto a ese momento. En Uruguay, el ataque a la educación ilustrada y liberadora tiene sus promotores. También sus defensores, como mi amigo Pablo Romero García, uno de los expertos más informados sobre educación, pero con el pecado de ser profesor de filosofía. Encomenderos como el presidente Milei en Argentina y su horda de bárbaros antiilustrados han atacado las universidades públicas (independientes del capital nobiliario) desde el primer día. Como no tienen ideas, se dedican a copiar lo que en Estados Unidos ya comienza a ser viejo y a crear demonios para presentarse como santos salvadores―como en la Edad Media.

Mientras, en Estados Unidos, los capitalistas libertarios continúan culpando de todos sus males al socialismo (surgido de las universidades) y promueven la anti-Ilustración, el utilitarismo esclavista como solución final. La solución de la barbarie y la esclavitud―siempre en nombre de la libertad, claro.

Jorge Majfud, 11 de enero 2025.

https://www.pagina12.com.ar/796418-educacion-para-una-esclavitud-mas-eficiente

https://www.amazon.com/s?i=stripbooks&rh=p_27%3AJorge%2BMajfud&s=relevancerank&text=Jorge+Majfud&ref=dp_byline_sr_book_2

https://actualidad.rt.com/programas/zoom_plus/523007-elon-musk-enigma-descubierto

https://archive.org/details/rt-majfud-elon-musk

Una teoría política de los campos semánticos (PDF)

(A 20 años de su publicación, este estudio se encuentra libre de derechos por parte de la Universidad de Gerogia. En esta página se puede descargar gratis.)

Este estudio sobre la lucha por los campos semánticos en la narrativa social fue publicado originalmente como tesis por la Universidad de Georgia en el año 2005. Desde entonces, los acontecimientos políticos y sociales y las nuevas tecnologías, como las redes sociales, han ido confirmando la relevancia política e histórica de la lucha semántica (aún sobre el siempre presente peso de los sistemas de producción y consumo) expuesta en este libro. En esta nueva edición no se han introducido cambios relevantes al estudio general. Con sus aciertos y errores, el autor ha decidido entregar esta nueva edición de Una teoría política de los campos semánticos tal como fue presentada en 2005, sin revisiones y con la intención de mantener el contexto histórico inmediato.


Una madre y su hijo en una manifestación en Arkansas (1959) contra la integración racial: “Gobernador Faubus, salve nuestra América cristiana”; “La integración racial es comunismo”. (Everett Collection Historical / Alamy Stock Photo)

This work explores the complex relationships between semantic fields, identity, power, and historical narratives, focusing on Latin America. Majfud contrasts differing interpretations and models for understanding the sociopolitical and cultural dynamics of the region, particularly through a critique of Eduardo Galeano’s Las venas abiertas de América Latina and Carlos Alberto Montaner’s Las raíces torcidas de América Latina. The work incorporates poststructuralist, dialectical, and political theory perspectives.


Descargar el libro en formato PDF

Summary of Una teoría política de los campos semánticos by Jorge Majfud (2005)

Introduction to Semantic Fields and Political Struggles
Una teoría política de los campos semánticos develops a theoretical framework to explore the construction, struggle, and administration of meanings within sociopolitical contexts. Central to this work is the idea that history, power, and identity are shaped through competing narratives and semantic interpretations. Majfud describes these “semantic fields” as arenas where concepts like freedom, justice, and progress are contested, revealing the ideological and historical forces behind their formation.

The book focuses on the narratives of Latin America’s identity and history, contrasting Eduardo Galeano’s Las venas abiertas de América Latina (1971), a Marxist critique of imperialism and exploitation, with Carlos Alberto Montaner’s Las raíces torcidas de América Latina (2001), which attributes Latin America’s struggles to internal cultural and ideological failures. Majfud uses these two works to illustrate the dual perspectives of external oppression versus internal flaws in understanding Latin America’s sociopolitical evolution.


Deconstruction of Binary Oppositions

Majfud uses poststructuralist tools, especially Jacques Derrida’s deconstruction theory, to interrogate how binary oppositions like oppressor/oppressed or development/underdevelopment dominate ideological discourse. He argues that these binaries are not «natural» but constructed by dominant metaphors and ideologies. This critical method enables Majfud to expose the underlying power structures embedded in historical narratives. For example, the binaries in Galeano’s and Montaner’s works reflect broader tensions between materialist and culturalist interpretations of history.

Majfud critiques both perspectives for privileging one term in these binaries while marginalizing the other. Galeano views external imperialist exploitation as the primary driver of Latin America’s struggles, whereas Montaner sees internal cultural «deficiencies» as central. Majfud highlights the limitations of these unilateral views, advocating for a synthesis that recognizes both external and internal factors in historical processes.


The Clash of Historical Narratives

A significant focus of the book is the analysis of how historical narratives shape perceptions of justice, freedom, and identity. Galeano’s Las venas abiertas constructs Latin America as a subject of external exploitation, with its resources drained by colonial powers and later by modern imperialism. This materialist perspective posits that economic structures determine cultural and political realities, aligning with Marxist history theories.

In contrast, Montaner’s Las raíces torcidas emphasizes cultural and educational shortcomings, arguing that Latin America’s failures stem from inherited ideological and intellectual frameworks that stifle innovation and progress. Montaner’s approach can be seen as a «culturalist» critique that shifts responsibility inward, portraying Latin America’s underdevelopment as self-inflicted.


Semantic Fields and Identity Formation

Majfud explores the concept of “semantic fields” to analyze how terms like «America,» «Latin America,» and «identity» are socially constructed and contested. He delves into the etymology and historical development of these terms, showing how they reflect layers of ideological and geopolitical conflict. For instance, the term «Latin America» emerged as a French invention to assert cultural connections with the region, but it later became a symbol of resistance and unity against imperialism.

Majfud critiques the homogenization of Latin American identity, arguing that it reduces the region’s diverse cultures and histories into a single, oversimplified narrative. This homogenization serves political purposes, but it also perpetuates misunderstandings and exclusions. For example, indigenous and Afro-descendant populations are often marginalized in mainstream narratives of Latin American identity.

The author highlights the tension between imposed identities (e.g., colonial definitions of “Latin America”) and self-defined identities, showing how the struggle over semantic fields shapes collective consciousness. The process of naming and defining becomes an act of power, where dominant groups impose their meanings while marginalized groups resist and reinterpret them.


Materialist and Culturalist Models of Interpretation

Majfud contrasts two primary models of interpretation in his analysis: the materialist model, which sees economic structures as the foundation of historical processes, and the culturalist model, which attributes historical outcomes to ideological and cultural factors. Galeano represents the materialist perspective, while Montaner exemplifies the culturalist view.

  1. Materialist Model: Galeano argues that the exploitation of Latin America’s natural resources by colonial and neocolonial powers has perpetuated its underdevelopment. Economic dependency and unequal trade relationships have locked the region into a subordinate position in the global capitalist system.
  2. Culturalist Model: Montaner claims that Latin America’s problems stem from internal factors such as authoritarianism, collectivist ideologies, and resistance to modernization. He attributes these traits to cultural legacies, particularly those inherited from colonial and medieval European institutions.

Majfud critiques the rigidity of both models, arguing that they fail to account for the interplay between material and cultural factors. He advocates for a dialectical approach that recognizes the mutual influence of economic and ideological forces in shaping historical realities.


The Role of Metaphors and Symbols

A recurring theme in the book is the power of metaphors and symbols in constructing reality. Majfud argues that metaphors are not merely rhetorical devices but fundamental tools for shaping thought and perception. For instance, the metaphor of «open veins» in Galeano’s work evokes a sense of victimization and exploitation, while Montaner’s metaphor of «twisted roots» suggests internal dysfunction and decay.

Majfud emphasizes that these metaphors are not neutral; they carry ideological baggage and influence how readers interpret history. By unpacking the metaphors in both works, Majfud reveals the underlying assumptions and biases that shape their arguments. He calls for greater awareness of the symbolic dimensions of language, urging readers to critically examine the metaphors they encounter.


Justice, Freedom, and Ethical Evolution

The book also explores the evolving meanings of justice and freedom in historical and ethical contexts. Majfud critiques simplistic notions of justice as either a natural law or a product of economic systems, arguing that justice is a dynamic concept shaped by cultural, ethical, and political struggles.

He draws on examples such as the abolition of slavery and the feminist movement to illustrate how ethical values evolve in response to changing social and economic conditions. Majfud rejects reductionist explanations that attribute these changes solely to material or ideological causes, also emphasizing the symbiotic relationship between ethical consciousness and economic structures.


Toward a Synthesis: A Dialectical Approach

Majfud concludes by advocating for a dialectical approach that transcends the limitations of materialist and culturalist models. He argues that historical analysis must consider the dynamic interplay between external and internal factors, economic and ideological forces, and individual and collective agency. This approach recognizes the complexity of historical processes and avoids the pitfalls of reductionism.

In the context of Latin America, Majfud calls for a reevaluation of the region’s history and identity, one that acknowledges its diversity and contradictions. He urges readers to move beyond binary oppositions and embrace a more nuanced understanding of the factors shaping Latin America’s past and present.


Conclusion

Una teoría política de los campos semánticos is a profound exploration of the power of language, ideology, and history in shaping collective consciousness. Through his analysis of Galeano and Montaner, Majfud reveals the ideological struggles underlying competing narratives of Latin America’s identity and history. His call for a dialectical synthesis challenges readers to critically examine their assumptions and engage with the complexities of historical processes.

The book’s insights extend beyond Latin America, offering valuable tools for analyzing the dynamics of power and meaning in any sociopolitical context. Majfud’s work is a testament to the transformative potential of critical thought and the enduring struggle for justice and freedom in the semantic fields of history.