Invisible, silenciado y prácticamente abandonado: El Archivo Histórico de la Policía Nacional de Guatemala en su 20.º aniversario

El gobierno de Arévalo revierte con lentitud los recortes al presupuesto y al personal del AHPN.

El Archivo de Seguridad Nacional llama a la comunidad internacional a apoyar las iniciativas de memoria histórica en América Latina.

Washington, D.C., 20 de agosto de 2025 – Hace veinte años, un grupo de investigadores de derechos humanos en Guatemala se topó con un enorme archivo que contenía millones de registros históricos pertenecientes a la brutal y antigua policía nacional del país. Con el apoyo de la Fiscalía de Derechos Humanos del gobierno, financiación de fundaciones y embajadas extranjeras, y la asistencia de asesores internacionales, incluyendo el Archivo de Seguridad Nacional, el grupo logró rescatar los archivos deteriorados de un almacén abandonado hace mucho tiempo y convertirlos en el mayor repositorio público de registros policiales de Latinoamérica. Desde entonces, el Archivo Histórico de la Policía Nacional (AHPN) ha sido fuente de asombrosas revelaciones sobre el papel de las fuerzas de seguridad guatemaltecas en algunos de los peores abusos contra los derechos humanos documentados durante los 36 años de conflicto interno del país (1960-1996), incluyendo asesinatos políticos, secuestros, tortura y desapariciones forzadas. En el camino, se convirtió en un modelo para los sitios de memoria histórica en todo el mundo gracias a los decididos esfuerzos de los guatemaltecos por apropiarse de su historia y llevar a los responsables ante la justicia. Pero hoy, el célebre archivo policial de Guatemala es solo una sombra de lo que fue: una institución vaciada que opera a niveles drásticamente reducidos y con poco contacto con el público al que se supone debe servir. El auge del autoritarismo que azotó al país durante la última década permitió a ideólogos corruptos de derecha utilizar el sistema judicial como arma contra jueces, fiscales, defensores de derechos humanos, periodistas y activistas ambientales, entre otros. El AHPN, vinculado desde hace tiempo a la lucha por la justicia transicional y la memoria histórica, se convirtió en víctima de la intensa hostilidad gubernamental.

Este informe del Archivo de Seguridad Nacional se basa en dos visitas in situ realizadas en 2023 y 2025, dos décadas después del descubrimiento del AHPN, y se basa en años de experiencia y participación en el archivo policial y las iniciativas de memoria histórica en Guatemala. Los autores concluyen que el deterioro de las condiciones del archivo refleja una tendencia más amplia hacia la eliminación y el descuido de la memoria histórica en toda la región y hacen un llamado a la comunidad internacional para que proteja y apoye a instituciones como el AHPN que trabajan para preservarla.

Hace veinte años


Cuando se descubrió el Archivo Histórico de la Policía Nacional en julio de 2005, Guatemala había transcurrido casi una década desde los acuerdos de paz de 1996 que pusieron fin a más de 30 años de insurgencia armada y violenta represión estatal. En 1999, la Comisión de Esclarecimiento Histórico concluyó que el 93 % de los abusos contra los derechos humanos documentados fueron cometidos por fuerzas militares, policiales o paramilitares guatemaltecas, y que unos 200 000 civiles desarmados fueron asesinados o desaparecieron durante una sostenida campaña gubernamental de contrainsurgencia que derivó en genocidio.[1] Sin embargo, aunque la guerra había terminado, aún quedaba mucho trabajo por hacer para impulsar el reconocimiento y la reconciliación nacional, exigir responsabilidades a los perpetradores y crear un nuevo consenso posconflicto sobre lo sucedido.

Las fuerzas de seguridad del país se habían negado a participar en el proceso de la comisión de la verdad y negaron a los investigadores el acceso a los archivos gubernamentales. Así pues, el descubrimiento, en los terrenos de una base policial en funcionamiento en el centro de Ciudad de Guatemala, de una enorme bodega abandonada que albergaba un siglo de registros policiales representó una oportunidad significativa e inesperada para penetrar en una de las instituciones más opacas del país y contribuir a la justicia para sus numerosas víctimas. Bajo el liderazgo de Gustavo Meoño Brenner, exlíder guerrillero, un equipo de decenas de personas se dedicó a limpiar, organizar y escanear los documentos, convirtiendo los espacios oscuros y descuidados de la base en un hervidero de actividad y promesas. El proyecto procesó y digitalizó millones de registros y abrió sus puertas a los investigadores una vez que una cantidad considerable de ellos estuvo disponible para su consulta varios años después.

Pero la desmesurada visibilidad pública del archivo, así como sus contribuciones a los juicios de derechos humanos, enfureció a los poderosos sectores ultraconservadores de Guatemala, entre ellos militares retirados y adineradas élites empresariales. Tras la victoria presidencial de Jimmy Morales, el candidato favorito de la derecha política, en 2016, el gobierno buscó activamente frenar los avances en la reforma judicial, las iniciativas anticorrupción y la rendición de cuentas en materia de derechos humanos. La principal cómplice de Morales fue su fiscal general, María Consuelo Porras, a quien nombró en mayo de 2018.[2] Desde que asumió el cargo, Porras ha acosado, vigilado, procesado y encarcelado a decenas de defensores de derechos humanos, investigadores anticorrupción, activistas indígenas, abogados, fiscales, jueces y periodistas. Su rol le valió la designación del Departamento de Estado de EE. UU. como «actor corrupto y antidemocrático» en 2021, así como las sanciones impuestas por Estados Unidos y Gran Bretaña en 2025.

Guatemala no es el único país donde los archivos y las labores de documentación de derechos humanos están bajo ataque directo o sufren actos deliberados de negligencia. En todo el continente americano, a medida que las democracias se debilitan y los líderes autoritarios ascienden al poder, ha surgido un nuevo antagonismo hacia las personas y organizaciones que construyen narrativas de la represión y la violencia estatal del pasado. La negación de historias incómodas ha llevado al abandono generalizado de las iniciativas de memoria histórica: mediante el cierre de archivos, la destrucción de documentos, nuevas limitaciones al derecho a la información y la censura de diversas historias. Algunos ejemplos incluyen la decisión del presidente Javier Milei de retirar la financiación de los sitios de memoria que contienen registros de la guerra sucia de Argentina (1976-1983); las amenazas a los archivos de derechos humanos peruanos por parte de políticos de derecha que buscan reescribir la historia del país; La decisión de México de modificar su ley de acceso a la información pública para ampliar la facultad del gobierno de denegar el acceso público a sus registros, y la eliminación de información sobre las luchas por los derechos civiles en los Archivos Nacionales de Estados Unidos (AHPN) de las exhibiciones públicas.

A medida que el gobierno de Guatemala intensificaba sus ataques contra la justicia y los derechos humanos, el archivo policial se convirtió rápidamente en blanco de ataques. En 2018, el director del AHPN, Gustavo Meoño, fue destituido de su cargo. Inmediatamente se exilió; durante años, había sido objeto de denuncias infundadas presentadas por figuras de la derecha y temía por su libertad.[3] Decenas de empleados, desde archivistas hasta investigadores, expertos en informática y personal de acceso público, fueron despedidos y sus contratos no fueron renovados. Se ordenó al PNUD que se retirara de su función administrativa, lo que puso fin a la semiautónomaidad del archivo y lo convirtió en una entidad dependiente del gobierno federal.[4] En 2019, el ministro de Gobernación de Morales, Enrique Degenhart, amenazó con confiscar el AHPN del Ministerio de Cultura y Deportes (MICUDE) y devolver sus fondos a la reconstituida Policía Nacional Civil.

Esto no ocurrió, en gran parte gracias a la presión de organizaciones guatemaltecas de derechos humanos, la sociedad civil y aliados internacionales. En respuesta a una petición legal del fiscal de Derechos Humanos, Jordán Rodas Andrade, para proteger el AHPN, la Corte Suprema de Justicia de Guatemala dictaminó en 2020 que el archivo pertenecía al patrimonio cultural de la nación y debía ser supervisado por el MICUDE, no por el Ministerio de Gobernación. Igualmente importante, la Corte ordenó al MICUDE garantizar que la institución contara con los recursos financieros, administrativos y humanos necesarios para continuar la labor de procesar los archivos, preservarlos, protegerlos y hacerlos accesibles al público.

En cierto sentido, el fallo ratificó el intento del gobierno de «institucionalizar» el archivo policial incorporándolo al sistema nacional de archivos del país, dependiente del Ministerio de Cultura. Y no era ilógico considerar que la transición era natural, pues debería haber ofrecido un modelo más sostenible para el futuro.[5] Pero, en realidad, la pérdida del estatus independiente especial del AHPN lo dejó vulnerable a maquinaciones políticas y burocráticas que muy rápidamente socavaron su capacidad de funcionar al notable nivel que había alcanzado durante 13 años.

El declive del AHPN


Para cuando la Corte Suprema emitió su fallo, un segundo gobierno conservador, bajo la presidencia de Alejandro Giammattei, había asumido el poder en Guatemala. Si bien el Ministerio del Interior abandonó sus esfuerzos por recuperar el archivo policial, su administración practicó una negligencia extrema, permitiendo que el AHPN se marchitara. Siguiendo los pasos de su predecesor, el gobierno de Giammattei continuó recortando el presupuesto del archivo, reduciendo drásticamente su personal a tiempo completo y reduciendo su visibilidad pública. Académicos externos reportaron dificultades para organizar visitas de investigación; como resultado, el número de usuarios anuales se desplomó. En 2023, un grupo de simpatizantes del AHPN realizó un informe sistemático y detallado sobre el impacto de las acciones del gobierno en las funciones del archivo. Integrado por miembros de la Asociación de Amigos de la UNESCO en Guatemala (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura), este grupo utilizó la sentencia de la Corte Suprema de 2020 para comparar el AHPN antes de 2018 —año en que el director Meoño fue despedido y el personal cesado— con el archivo de 2023, año en que se emitió el informe.[6]

Prácticamente en todos los casos, los autores encontraron un incumplimiento de las órdenes de la Corte. Su estudio —en inglés, “Archivo Histórico y Sitio de Memoria: Monitoreo del cumplimiento de la sentencia 1281-2019 de la Corte Suprema de Justicia relativa a la protección y el funcionamiento del AHPN”— concluyó que el AHPN tenía dificultades para cumplir con sus obligaciones de procesar los registros y garantizar el acceso público a la colección. Entre los hallazgos más impactantes del informe:

El presupuesto del AHPN pasó de un promedio de $1 millón al año en el período 2016-18, cuando aún se permitía la contribución de donantes internacionales, a un promedio de $124,000 al año en el período 2019-22 tras la toma de posesión del gobierno guatemalteco (págs. 13-14).
El gobierno ha despedido a empleados del AHPN a un ritmo constante, dejando cada vez menos personal para realizar las numerosas tareas necesarias para el funcionamiento de la institución. En 2017, había 63 personas trabajando en áreas como coordinación y administración, procesamiento de archivos, investigación e investigaciones, informática y digitalización, mantenimiento y seguridad. En 2020, contaba con 30 empleados y, para 2023, contaba con 21. El equipo de investigaciones, responsable de investigar casos de derechos humanos, entre otros asuntos críticos, fue eliminado por completo. Y el personal dedicado a responder a las solicitudes públicas de información se redujo de 11 personas a dos, entre 2020 y 2022. (pp. 15-17)
Según el informe, todas las métricas relacionadas con las funciones archivísticas básicas del AHPN han disminuido en un período de cinco años. Al comparar las tasas de clasificación y descripción de documentos, por ejemplo, los autores del informe encontraron que en 2022 el personal logró completar el 10% de lo logrado en 2017. (p. 24) La digitalización (escaneo de los documentos originales y frágiles) en 2022 fue inferior al 30% de lo que fue en 2017. (p. 25) Finalmente, en cuanto al uso público del AHPN, 5,794 investigadores consultaron las bases de datos del archivo para obtener información en 2017; en 2022, el número de usuarios se redujo a 574. (p. 25)

El Archivo Histórico de la Policía Nacional en el año 2025

En la última sección de esta publicación, la analista senior Kate Doyle, quien durante años se desempeñó como asesora internacional del Archivo Histórico de la Policía Nacional, y su colega analista Claire Dorfman informan sobre las condiciones dentro del AHPN con base en dos visitas in situ realizadas en 2023 y 2025.

En ambos viajes, realizamos un recorrido por las instalaciones, consultamos documentos en la sala de investigación pública y realizamos extensas entrevistas con empleados actuales y anteriores, funcionarios gubernamentales e investigadores de derechos humanos. Para este informe, describimos nuestra visita en marzo de 2025, con el fin de brindar la información más actualizada.

Nuestro primer desafío fue programar una visita. El AHPN ya no cuenta con un sitio web para consultar ni un número de teléfono al que llamar. Tras encontrar la página de Facebook del Archivo General de Centro América (AGCA), escribimos un correo electrónico a la oficina principal (agcasecretaria@yahoo.com) y nos dirigieron a la actual coordinadora del AHPN, Ulda Castillo. Ulda amablemente accedió a mostrarnos el archivo y a permitirnos hablar con el personal sobre su trabajo.

Nuestro segundo reto fue encontrar el edificio.

Kate ha visitado el AHPN innumerables veces desde su descubrimiento en 2005. Sin embargo, recientemente, la entrada se cambió de su antigua ubicación en la Avenida Pedrera, en la Zona 6 de la Ciudad de Guatemala. La nueva entrada sigue estando en la Pedrera, pero no hay dirección oficial, número ni letrero en la avenida que indique adónde ir.

Hay, como descubrimos tras caminar por la avenida durante 10 o 15 minutos, una puerta azul que da a un estacionamiento de tierra lleno de autobuses policiales. Pasamos junto a los autobuses, junto a un perro desaliñado que dormía al sol, hasta llegar a un edificio largo y bajo que pertenece al Departamento de Investigaciones y Desactivación de Armas y Explosivos (DIDAE), que ahora tiene el viejo letrero del AHPN atornillado al techo. El sendero que lleva a la puerta principal del archivo recorre todo el edificio, junto a un colorido mural pintado hace años por artistas de la comunidad, ahora sucio y deteriorado.

Mostramos nuestras identificaciones a un par de policías afuera y luego entramos por la antigua entrada del AHPN, ahora vacía. Es difícil reconciliar el espacio con el archivo policial de antaño: ya no hay bullicio de personal, ocupado atendiendo a visitantes o trabajando en sus escritorios. Ulda nos recibió y nos acompañó a través de la puerta marcada como «Solo personal autorizado» para hablar con los empleados del archivo. Donde antes había docenas de personas trabajando con los documentos, caminamos por pasillos vacíos, pasando por oficinas vacías. Solo 17 personas trabajan aquí ahora, incluyendo a los cuatro guardias de seguridad, un mensajero y una mujer de limpieza, dejando a 11 personas para realizar el verdadero trabajo del archivo policial.

Dos personas trabajan en la limpieza y conservación de documentos. Ulda nos contó que recientemente habían terminado de preparar los expedientes policiales del departamento de Huehuetenango y que estaban listos para ser escaneados. Ahora estaban revisando montones de documentos de Baja Verapaz.[7]

Avanzando por el pasillo, pasando por las puertas marcadas como «Restringido», entramos al espacio de trabajo dedicado a las investigaciones, donde solo hay una persona asignada para consultar el sistema de registros en respuesta a las solicitudes de información. Es la última empleada que queda de la época de Gustavo Meoño y la única persona competente para ayudar a los investigadores visitantes a navegar por la anticuada base de datos del AHPN en busca de documentos. En su escritorio había un grueso archivo de cartas del Ministerio Público (MP), cada una con múltiples solicitudes de información. Nos contó que reciben entre 10 y 12 cartas solicitando información del MP cada día y están obligados a responder en un plazo de diez días.[8] Dijo: «Es mucha responsabilidad, tengo que responder a todas las solicitudes». Aunque es la única persona en el archivo plenamente cualificada para realizar investigaciones, a veces otros empleados tienen que dejar de trabajar para ayudarla debido a la grave escasez de personal.

Ulda nos contó: «¡Estamos tan abrumados que incluso Paty, la mujer de la limpieza, ha colaborado para ayudarnos a buscar e investigar y poder responder a estas solicitudes!».

Pasamos al área de escaneo, donde cuatro personas estaban inclinadas sobre cuatro máquinas. El encargado de la digitalización nos hizo una breve demostración de su trabajo; los documentos que estaba escaneando eran cables deteriorados de la década de 1960, muchos devorados por insectos. Nos explicó que normalmente hay cinco personas escaneando todo el día, todos los días, pero que al quinto empleado se le había asignado temporalmente el papel de fotógrafo para nuestra visita y nos acompañaba de sala en sala, tomando fotos que presumiblemente serían enviadas a los superiores como prueba de la actividad continua del AHPN y de sus visitantes.

Otro empleado se encarga de la custodia documental, es decir, de llevar un registro de los archivos originales en papel y de supervisar cuándo salen del área segura donde se almacenan. Nos condujo a las estanterías, donde miles de cajas llenan los estantes metálicos. El suelo de la entrada había sido arrancado, dejando al descubierto un profundo agujero en la tierra y las tuberías que había debajo. Se colocaron tablas de madera desvencijadas sobre partes del agujero para permitir el paso de la gente. «Están arreglando la plomería», explicó Ulda. Al pasar por encima del agujero irregular en el suelo, el custodio nos describió el sistema biométrico y las cámaras de seguridad que habían instalado para proteger los archivos de daños.

Nuestra última parada fue la sala de lectura pública, donde hay una docena de terminales de ordenador instaladas en largas mesas para los investigadores visitantes. Dos investigadores de la Fiscalía de Derechos Humanos estaban sentados frente a las pantallas, consultando la base de datos en busca de registros. Juan Bautista era el encargado. Es un hombre cortés, de hecho, la cara visible del AHPN, que da la bienvenida a los forasteros y explica cómo presentar solicitudes o consultar la antigua base de datos «Total Image», de la que aún depende el archivo policial. La plataforma es tan compleja y poco intuitiva que Bautista a menudo necesita la ayuda del único miembro del personal que queda de antes de 2018 para guiar a los investigadores en su navegación. Por supuesto, cuando acude a la sala de lectura para ayudar a los investigadores, tiene que hacer una pausa para responder a las crecientes solicitudes de información del Ministerio Público, lo que la retrasa aún más.[9]

Bautista nos comentó que ya muy poca gente viene al AHPN a investigar. Recordó haber visto a un par de académicos internacionales en los últimos años: uno mexicano y el otro guatemalteco de Estados Unidos. Pero ningún investigador local viene a menos que sea del gobierno. «A veces vienen expolicías o sus familias a buscar información personal sobre pensiones, ese tipo de cosas». Como hay tan poco que hacer en la sala de investigación, a menudo ayuda a la sección de investigaciones a responder a las solicitudes del Ministerio Público.

Hace años, el archivo policial tenía una sólida presencia en línea a través de su rico sitio web (ahora eliminado), su constante flujo de noticias en Twitter y Facebook, y sus videos ocasionales en YouTube. Al prepararnos para dejar el archivo, le preguntamos a Ulda si existía algún plan para crear una página web o una cuenta en redes sociales para el AHPN. La invisibilidad actual de la institución —su falta de presencia pública en línea y la dificultad incluso para encontrar el edificio— es claramente un enorme obstáculo para los visitantes. ¿Cómo actualiza el AHPN a los investigadores o comparte noticias sobre los avances del archivo? Por ejemplo, ¿cómo difundirían la reciente digitalización del conjunto de archivos de Huehuetenango, un verdadero logro?

Ulda afirmó que el AHPN no tiene permitido crear su propia página web ni comunicarse unilateralmente con el público. Esas decisiones deben ser tomadas por el Ministerio de Cultura y Deportes o por la dirección del archivo nacional. Tampoco existe un procedimiento establecido para compartir actualizaciones sobre los avances del archivo. Los forasteros se enteran de ellos por el boca a boca, por visitantes que publican en sus redes sociales o por algún artículo periodístico ocasional.

A pesar de su puesto como Coordinadora del AHPN, Ulda, junto con el resto de sus colegas del archivo policial, es lo que en Guatemala se conoce como una «029», es decir, una empleada con contrato temporal, en lugar de ocupar un puesto fijo. Los contratos del archivo tienen una duración de solo tres meses y deben renovarse cuatro veces al año. Esa falta de estabilidad, incluso para el personal de mayor jerarquía —esa impermanencia e incertidumbre sobre su futuro—, explica por qué la persona que dirige las funciones diarias del archivo no tiene la autoridad para decidir si lanzar un sitio web, contactar con universidades o difundir los logros del archivo.

Cuando le dijimos a Ulda que íbamos a hablar con un funcionario del MICUDE, hizo un gesto de oración con las manos, como diciendo: «Por favor, busquen ayuda».

La lucha por los archivos, de nuevo


Desafortunadamente, la ayuda no está en camino. Si bien la elección del candidato moderado y prodemocrático Bernardo Arévalo como presidente en 2023 prometía un renovado enfoque en los derechos humanos, Arévalo y su administración han tenido que gobernar bajo el ataque constante de congresistas conservadores y la fiscal general, Consuelo Porras. Entre ambos, han intentado enjuiciar al presidente en 13 ocasiones y diez veces su despojo de inmunidad. La lucha política en curso ha dejado huérfanas las iniciativas de justicia transicional y memoria, entre ellas el archivo policial.

Expresamos nuestra preocupación por el AHPN durante una reunión con la Viceministra de Patrimonio Cultural del Ministerio de Cultura, Laura Cotí Lux, una de las funcionarias clave que supervisa los archivos gubernamentales en Guatemala, incluido el AHPN. Ella coincidió en que el archivo policial necesitaba más recursos para operar eficazmente. Pero el MICUDE no es propietario absoluto de los edificios que albergan el archivo policial ni del terreno que ocupa, añadió, a pesar del fallo de la Suprema Corte de 2020. Estos siguen perteneciendo a la Secretaría de Gobernación.

“Como vieron, las condiciones del edificio no son las ideales. Pero no queremos invertir muchos recursos en mejorar las instalaciones mientras no tengamos la garantía de conservarlas. Cada año, hay más limitaciones en el espacio disponible; el AHPN se ve reducido [por la Policía Nacional Civil (PNC)] a áreas cada vez más pequeñas. Cada año, el territorio de la PNC se expande y nos rodea más”.

Dada la escasez de recursos disponibles para el archivo en el presupuesto federal, dijo Cotí Lux, los donantes internacionales pueden volver a realizar donaciones directamente al AHPN; pero no observamos evidencia de una campaña activa para solicitar fondos, ni hay nadie que lidere dicha iniciativa.[10] El viceministro señaló la falta de archivistas profesionales en Guatemala como una de las razones de la escasa plantilla de trabajadores contratados, a pesar de que la era Meoño dejó un legado de empleados de archivo experimentados y capacitados que fueron quienes rescataron el repositorio abandonado y lo convirtieron en la institución que es hoy. Durante los presidentes Morales y Giammattei, todos menos uno fueron despedidos. Cuando preguntamos por qué el AHPN aún no cuenta con un sitio web ni un programa de divulgación, Cotí Lux nos respondió que es Haroldo Zamora, director del Archivo Nacional (AGCA), quien toma las decisiones sobre la estrategia de comunicación del archivo policial, no el MICUDE.[11]

El Ministerio de Gobernación y el Ministerio de Cultura y Deportes han expresado su disposición a invertir nuevos recursos en el AHPN para mejorar las condiciones del archivo, pero hasta la fecha, esas palabras no se han traducido en acciones concretas. El escaso compromiso del gobierno con la mejora del archivo policial implica que las conclusiones del informe de la Asociación de Amigos de la UNESCO en Guatemala, elaborado al final del gobierno de Giammattei en febrero de 2023, siguen vigentes hoy, 18 meses después del inicio de la presidencia de Arévalo. El AHPN necesita espacio, financiación, personal, tecnología, seguridad y mejoras de infraestructura adecuadas para su correcto funcionamiento. Necesita personal permanente para su estabilidad y continuidad. Y necesita que se le garantice el derecho al terreno donde se asienta y a los edificios que ocupa. (pp. 32-34)

De nuestra propia experiencia visitando el archivo, podemos añadir que la institución necesita urgentemente una dirección física, un número de teléfono y un correo electrónico para que los investigadores externos puedan contactar directamente con el AHPN. Debe contar con una entrada independiente y protegida, plazas de aparcamiento para el personal y los visitantes, y un área dedicada a eventos comunitarios. El Archivo Nacional de Guatemala (AGCA) debería facilitar de inmediato la creación de un nuevo sitio web y reabrir sus cuentas en redes sociales, restaurando así el acceso público a sus publicaciones, fotografías, videos y el historial de sus actividades.

El hecho de que el Archivo Policial haya sobrevivido años de hostilidad por parte de gobiernos anteriores y siga sobreviviendo a la lenta asistencia del actual gobierno es testimonio del activismo sostenido de la sociedad civil guatemalteca y de los simpatizantes internacionales. La solidaridad que la coalición de amigos del AHPN demostró a lo largo de los años al presionar a Guatemala para que preservara el archivo contribuyó a garantizar su continuidad. Pero quizás la acción más importante que los simpatizantes del AHPN pueden realizar hoy sea la más sencilla: programar una visita. Investiguen sus vastos fondos, soliciten copias de documentos, hablen con el personal, compartan su experiencia en redes sociales y exijan al gobierno que aumente los recursos del Archivo Policial.[12]

El AHPN es un tesoro de la historia guatemalteca. Si bien sus circunstancias son únicas, se inscribe en un movimiento más amplio de justicia transicional, que se sustenta en una sociedad civil activa y vocal. Guatemala fue en su día un símbolo de este esfuerzo para países de todo el mundo; puede volver a serlo.

Antes de partir de Guatemala, conversamos con un grupo de extrabajadores del AHPN. Formaron parte de la primera generación de personas contratadas por Gustavo Meoño después de 2005 para ayudar a rescatar los enormes y deteriorados archivos de la Policía Nacional: depurándolos, clasificándolos, digitalizándolos y abriéndolos al público. Ninguno de ellos trabaja allí actualmente. Acordamos no nombrarlos para que pudieran hablar con libertad. Pero la mayoría de sus historias estaban teñidas de nostalgia, no de amargura.

Hablaron del papel que el archivo ha desempeñado en sus vidas y carreras como archivistas e investigadores. También reconocieron la singular experiencia de contribuir al éxito de los juicios de derechos humanos a través de su trabajo en el AHPN. «Trabajar allí fue un privilegio. Cuando los documentos empiezan a hablar…», se le llenaron los ojos de lágrimas al hablar. Todos asintieron.

Notas


[1] Véase el resumen en inglés del informe de la CEH, Guatemala, Memoria del Silencio: Informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, Conclusiones y Recomendaciones (págs. 17 y 20) para obtener estadísticas sobre víctimas y perpetradores de abusos contra los derechos humanos durante el conflicto.

[2] En 2022, Porras fue nombrado para un nuevo mandato de cuatro años por el sucesor de Morales, el presidente Alejandro Giammattei.

[3] Un juez firmó una orden de arresto en su contra en 2023, acusándolo de su presunta participación en un atentado con bomba en 1980 en Ciudad de Guatemala, cuando Meoño era miembro del grupo insurgente Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP).

[4] Cabe destacar que, a partir de 2019, cuando el archivo policial se convirtió en una colección dentro del Archivo Nacional de Guatemala, su nombre se cambió a Fondo Documental del Antiguo Archivo Histórico de la Policía Nacional (FDaAHPN). La torpeza de este nuevo acrónimo explica, sin duda, por qué la mayoría de los guatemaltecos aún se refieren a la colección como el AHPN, y nosotros hacemos lo mismo en esta publicación.

[5] Como consultor del PNUD en 2019, el archivista español Antonio González Quintana concluyó que la institucionalización del AHPN era un paso necesario en su evolución. Escribió que, como «bien patrimonial cultural de interés para el país, debe ser protegido por las instituciones públicas, que deben velar por su salvaguardia y uso». https://nsarchive.gwu.edu/document/19327-plan-estrate-gico-ahpn (p. 17)

[6] Los autores del informe fueron Lucía Pellecer, Luisa Rivas, Daniel Barczay, Rodolfo Kepfer y Juan Muñoz.

[7] El AHPN no solo contiene millones de páginas de archivos de la sede central de la antigua Policía Nacional en Ciudad de Guatemala, sino también archivos históricos que han sido trasladados al archivo desde muchos de los 22 departamentos del país.

[8] El AHPN, como todos los archivos gubernamentales, debe proporcionar registros para las investigaciones judiciales en curso. Dar seguimiento a la gran cantidad de solicitudes es un desafío significativo en las condiciones actuales.

[9] Cuando visitamos el AHPN en 2023, probamos el sistema nosotros mismos. Descubrimos que, con la ayuda del empleado de investigaciones, pudimos consultar la base de datos sobre temas de nuestro interés (como ciertos casos de derechos humanos, nombres de lugares, nombres de víctimas o exfuncionarios guatemaltecos) e identificar los registros relevantes. Solicitamos copias de los registros y Bautista nos envió versiones digitales por correo electrónico en una semana.

[10] El primer director del AHPN, Gustavo Meoño, recaudó millones de dólares para el archivo a lo largo de los años, hasta que fue acusado por funcionarios del gobierno de Morales de canalizar ilegalmente dinero extranjero a la institución. Por lo tanto, el incentivo para reanudar tales gestiones no está claro de inmediato.

[11] Hoy en día, el único lugar donde se pueden encontrar los informes sumamente útiles e informativos que el personal del AHPN elaboró describiendo la riqueza del archivo es un sitio web alojado por la Universidad de Texas en Austin, que contiene una copia de los 20 millones de registros escaneados antes del despido de Meoño en 2018. Para encontrar los diez informes, vaya a la página «Acerca de» y desplácese hacia abajo hasta «Recursos relacionados».

[12] Como para subrayar la precaria situación del AHPN, poco después de nuestra salida de Guatemala a finales de marzo, la base de datos del archivo policial sufrió un grave problema técnico, lo que obligó al personal a suspender por completo el acceso público a los registros. A finales de agosto, el problema persistía, aunque la coordinadora Ulda Castillo nos aseguró en un mensaje de WhatsApp que «se han tomado medidas para resolver el problema con prontitud y, una vez concluido, se restablecerá el servicio». El Archivo de Seguridad Nacional seguirá supervisando el restablecimiento de la base de datos.

Democracia liberal: un oxímoron y tres hipótesis

Liberal Democracy: An Oxymoron and Three Hypotheses

iberal Democracy: An Oxymoron and Three HypothesesSegún una de las teorías más sólidas de lectura de la historia, el materialismo dialéctico, los fenómenos simbólicos son expresiones de la base material de una sociedad, de sus medios de producción y de consumo. Luego de la muerte de Marx, sus seguidores y detractores introdujeron variaciones que iban desde Max Weber hasta los marxistas Antonio Gramsci, Louis Althusser y la Escuela de Frankfurt.

Los marxistas del siglo XX se detuvieron en la idea de que la supraestructura simbólica no es mera consecuencia de las condiciones de producción y consumo, sino que poseen una relativa independencia e influencia sobre la base material. Esta crítica de los marxistas a Marx, por lo general, establecía que estas instituciones, ideas e ideologías independientes de los sistemas económicos tenían por objetivo, cuando eran dominantes, confirmar los intereses de la clase social beneficiada.

Uno de los conceptos que quisiera introducir aquí radica en la extraña y aparentemente contradictoria dialéctica entre (1) las traducciones simbólicas de la base material de las sociedades y (2) aquellas ideas que le son, en principio, inconvenientes y hasta foráneas. Me refiero a los dos dogmas ideológicos dominantes de la Era Moderna: capitalismo y democracia. Por generaciones, ha sido un entendido común en Estados Unidos que ambos son la misma cosa, tanto como lo es socialismo y dictadura―o capitalismo y cristianismo.

El liberalismo, articulación ideológica de los antiguos señores feudales y de los posteriores esclavistas, se opuso al poder político concentrado de las monarquías. No se opuso a las monarquías parlamentarias que protegió a la nueva elite burguesa (la antigua clase nobiliaria), sino a las monarquías absolutistas (dictaduras) que no respondían a su control directo, representado, como en la Atenas imperial, en una minoría de elegidos, cuando no en un senado hereditario. La compra y el secuestro del poder del Estado (las monarquías) por parte de sus enemigos, los liberales nobiliarios, le aseguró a la nueva clase dominante una brutal fuerza de represión contra las anteriores revueltas comuneras y de campesinos despojados por la privatización de la tierra a través del sistema de enclosure o cercado (Moscas en la telaraña).

Por definición, el capitalismo es antidemocrático, ya que su único objetivo radica en la concentración de capitales. Ninguna democracia es real si la libertad de sus ciudadanos está limitada a una minoría que da órdenes y una mayoría que las recibe. Sin poder no hay libertad (social) y sin dinero no hay poder. La mayoría de los miembros de una sociedad capitalista son asalariados, profesionales o pequeños mercaderes―es decir, no son capitalistas. El poder de decidir, de legislar, de comprar y vender bienes, servicios, narrativas y voluntades está concentrado-privatizado. En Estados Unidos y en cualquier neocolonia un puñado de hombres blancos posee tanta riqueza como la mitad del país y se dedican a comprar senadores y presidentes o a escribir las leyes directamente. El modelo de las sociedades esclavistas permanece intacto: todos tienen, como en tiempos de la esclavitud de grilletes, una libertad de expresión garantizada por la constitución (siempre y cuando se cumpla con la fórmula P=d.t); todos han sido por igual unidos con un mismo dogma mitológico (los nacionales y los religiosos), por una misma obediencia al trabajo duro y efectivo como valor superior. Las corporaciones que se enriquecieron durante la esclavitud, sobrevivieron la abolición legal del sistema esclavista secuestrando el sermón libertario para presentarlo como propio y exigir los créditos de las libertades que los ex esclavos de grilletes gozan hoy en día.

Por historia, el capitalismo también siempre fue antidemocrático. Desde su nacimiento en el siglo XVII, en nombre de la libertad de mercados, de la libertad individual y de la democracia, el capitalismo se especializó en destruir la libertad de sus súbditos y esclavos. Se encargó de destruir la libertad de mercado, donde la había, para instaurar la dictadura de los capitales y de sus imperios. Se encargó de destruir democracias, reemplazándolas por dictadores bananeros en todos los continentes que vampirizó a fuerza de cañón, de masacres de y corrupción de sociedades oprimidas, para luego presentarse como el modelo ejemplar de desarrollo, de libertad y de civilización.  

Otra hipótesis problemática aquí es: diferente al protestantismo, la democracia contradijo al sistema capitalista desde su base material. ¿Por qué una idea, una ideología, llegaría a ser la bandera de su opuesto, el capitalismo y el imperialismo? ¿Cómo fue posible que las ideas de democracia conviviesen de forma tan persistente con ideas como la de superioridad racial, como fue el caso de Theodore Roosevelt y de todos los imperialistas de la Era Moderna?

Mi primera respuesta radica en que la Ilustración reflejó la profunda perplejidad por el descubrimiento de las democracias indígenas en América y, como en los casos anteriores, se avocó a secuestrarla. ¿Cómo? A través del antecedente griego u “occidental”. De hecho, Rousseau, al mismo tiempo que Benjamín Franklin, conocía perfectamente la experiencia de las democracias americanas, pero decidió citar a los antiguos griegos. El mismo prejuicio racial sufrió Franklin. Las asambleas de la Antigua Grecia (Eclesia) estaban compuestas solo de ciudadanos hombres, similar a la democracia estadounidense durante su primer siglo de existencia. En ambos casos, solo el quince por ciento de los habitantes participaba de las elecciones. Dentro de ese porcentaje, otra minoría más rica dominaba.

La democracia nativo-americana, traficada por las crónicas jesuitas a Europa, debió tener el mismo efecto psicológico y cultural que las crónicas de Vespucio en la nueva tradición antagónica de las utopías sociales, como Utopía de Tomás Moro. Dependiendo del poder de las nuevas ideas, la clase dominante las secuestrará o las demonizará.  

En la democracia iroquesa, hombres y mujeres tenían voz y voto en las decisiones que eran decididas por consenso. Toda decisión debía considerar el principio de “Las siete generaciones”. La democracia ateniense era más individualista, mientras que la indígena establecía la harmonía del Uno con el Todo, lo cual se traducía en una mayor estabilidad política y social que en el caso griego o de las democracias liberales.

Tal vez el impacto de la experiencia de los “salvajes americanos” fue mayor en la Europa capitalista del siglo XVIII debido a que la memoria histórica del continente registraba un ejemplo “vernáculo”, el de Grecia, el cual con el tiempo se fue imponiendo como forma natural de reemplazo de las monarquías absolutas por la tradición anterior de los nobles feudales, es decir, de los liberales modernos.

Otro fenómeno que problematizaremos como hipótesis de trabajo, puede resumirse de la siguiente forma: Todos los sistemas imperiales se caracterizan por la política de la crueldad debido a que su objetivo principal es el miedo a perder el control, aun cuando se representen a sí mismos como civilizados, como lo fueron la Pax romana o la Pax americana. Bastaría con recordar los espectáculos de la crueldad del circo romano, donde la lucha desigual entre un gladiador (esclavo) y un león resultaba excitante para el emperador y para el público en general. Luego podríamos continuar con la crueldad de imperios tan diferentes como el mongol, el azteca, o los más recientes imperios anglosajones con sus invasiones, guerras y masacres en las colonias.

¿Es la democracia (como fue el milenario caso iroqués) incompatible con sistemas políticos geopolíticamente dominantes? Entiendo que sí.

Jorge Majfud, abril 2025

https://www.pagina12.com.ar/823876-democracia-liberal-un-oximoron-y-tres-hipotesis

Las raíces de El mismo fuego

El tío Carlos de “El mismo fuego” es el Juan Carlos real que se comió la tortura en los campos de Tacuarembó, el suicidio de su reciente esposa que no soportó el espectáculo, y siete años sin siquiera saber qué eran los Tupamaros más allá de haberles dado comida en el campo. Murió poco después de ser liberado, en 1982, a los 39 años. Ni él ni la tía Marta cuentan como víctimas ni como desaparecidos de la dictadura uruguaya. Nosotros tampoco.

En el Penal de Libertad, el tío Carlos le confesó a su madre que se había hecho “tupa” allí adentro, donde había conocido la solidaridad de obreros, médicos, matemáticos, artistas y todo tipo de gente que solían castigar en “El Pozo” por esconder un pedazo de pan.

El documento que dejo aquí es un registro de la dictadura de una de mis muchas entradas donde pasaba información en el patio de niños y que es básicamente el tema del niño de “El mismo fuego”. https://youtube.com/watch?v=zBnbm2Nj1AQ… El niño memorioso que pasaba mensajes en la cárcel del Tio Carlos es el autor. Esta entrada es una de la muchas, allá en el departamento de San José y otras anteriores en Salto y Rivera (Uruguay).

Jorge Majfud, abril 2025

La cultura superior ¿La del líder o la del matón?

La cultura superior ¿La del líder o la del matón?

El 4 de marzo de 2025, en un discurso en la University of Austin, el multimillonario CEO de Palantir, Alex Karp, se despachó con un clásico del siglo XIX: “No creo que todas las culturas sean iguales… Lo que digo es que esta nación [Estados Unidos] es increíblemente especial y no deberíamos verla como igual, sino como superior. Como detallamos en el libro Plutocracia: Tiranosaurios del Antropoceno (2024) y en varios programas de televisión (2, etc), Karp es miembro de la secta de Silicón Valley que, con el apoyo de la CIA y la corpoligarquía de Wall Street promueve el reemplazo de la ineficiente democracia liberal por una monarquía empresarial.

Ahora, nuestra nación, nuestra cultura ¿es superior en qué? ¿En eficiencia para invadir, esclavizar, oprimir otros pueblos? ¿Superior en fanatismo y arrogancia? ¿Superior en la histórica psicopatología de las tribus que se creen elegidas por sus propios dioses (vaya casualidad) y, lejos de ser eso una responsabilidad solidaria con “los pueblos inferiores” se convierte automáticamente en licencia para matar, robar y exterminar al resto? ¿No es la historia de la colonización anglosajona de Asia, África y América la historia del despojo de tierras, bienes y la obsesiva explotación de seres humanos (indios, africanos, mestizos, blancos pobres) que fueron vistos como instrumentos de capitalización en lugar de seres humanos? ¿De qué estamos hablando cuando hablamos de “cultura superior” así, con esas afirmaciones indiscriminadas y con un oculto pero fuerte contenido místico religioso, como lo fue el Destino Manifiesto?

No sólo hemos respondido a esto en los diarios hace un cuarto de siglo, sino que por entonces advertimos del fascismo que iba a suicidar a ese occidente orgulloso que ahora se queja de que lo están suicidando sus enemigos, como lo dijo Elon Musk días antes. Uno de aquellos extensos ensayos, escrito en 2002 y publicado por el diario La República de Uruguay en enero de 2003 y por Montly Review de Nueva York en 2006, llevaba por título “El lento suicidio de Occidente”.

Esta la ideología del egoísmo y del individuo alienado como ideales superiores, promovida desde Adam Smith en el siglo XVIII y radicalizada por escritores como Ayn Rand y presidentes, desde potencias mundiales como Donald Trump y marionetas neocoloniales como Javier Milei, se ha revelado como lo que es: puro y duro supremacismo, pura y dura patología caníbal. Tanto el racismo como el patriotismo imperialista son expresiones de egolatría tribal, disimulados en sus opuestos: el amor y la necesidad de sobrevivencia de la especie.

Para darle un barniz de justificación intelectual, los ideólogos de la derecha fascista del siglo XXI recurren a metáforas zoológicas como la del Macho alfa. Esta imagen está basada en la manada de lobos esteparios donde un pequeño grupo de lobos sigue a un macho que los salvará del frío y del hambre. Una imagen épica que seduce a millonarios que nunca sufrieron ni el hambre ni el frío. Para el resto que no son millonarios pero que se representan como amenazados por los de abajo (ver “La paradoja de las clases sociales”), el Macho alfa es la traducción ideológica de una catarsis del privilegiado histórico que ve que sus derechos especiales pierden el adjetivo especial y pasan a ser sólo derechos, sustantivo desnudo. Es decir, reaccionan furiosos ante la posible pérdida de derechos especiales de género, de clase, de raza, de ciudadanía, de cultura, de hegemonía. Todos derechos especiales justificados como en el siglo XIX: tenemos derecho a esclavizar a los negros y expoliar a nuestras colonias porque somos una raza superior, una cultura superior y, por ello mismo, Dios nos ama a nosotros y odia a nuestros enemigos, a quienes debemos exterminar antes de que a ellos se le ocurra la misma idea, pero sin nuestros buenos argumentos.

Irónicamente, la idea de ser “elegidos de Dios” o de la naturaleza no impulsa a los fanáticos a cuidar de los “humanos inferiores”, como cuidan de sus mascotas, sino todo lo contrario: el destino de los inferiores y de los débiles debe ser la esclavitud, la obediencia o el exterminio. Si se defienden, son terroristas.

La última versión de estos supremacismos que tanto cometen un genocidio en Palestina o en el Congo con fanático orgullo y convicción como demonizan a las mujeres que en Estados Unidos reclaman derechos iguales, más recientemente encontró su metáfora explicalotodo en la imagen del Macho alfa del lobo estepario. Sin embargo, si prestamos atención a la conducta de estos animales y de otras especies, veremos una realidad mucho más compleja y contradictoria.

El profesor de Emory Universiy, Frans de Waal, por décadas uno de los expertos más reconocidos en el estudio de chimpancés, se encargó de demoler esta fantasía. La idea de macho alfa procede de los estudios de lobos en los años 40, pero, no sin ironía, el mismo de Waal se lamentó de que un político estadounidense (el ultraconservador y presidente de la Cámara de Representantes, Newt Gingrich) popularizó su libro Chimpanzee Politics (1982) y el concepto de Macho alfa, por las razones equivocadas.

Los Macho alfa no son los bullies, sino los líderes conciliadores. “Los machos alfa entre los chimpancés son populares si mantienen la paz y aportan armonía al grupo”. Cuando un verdadero líder enferma (caso mencionado del chimpancé Amos), no es sacrificado, sino que el grupo se hace cargo de su cuidado.

Según de Wall, “debemos distinguir entre dominio y liderazgo. Hay machos que pueden ser la fuerza dominante, pero esos machos terminan mal en el sentido de que los expulsan o los matan… Luego están los machos que tienen cualidades de liderazgo, que disuelven peleas, defienden al desvalido, consuelan al que sufre. Si tiene ese tipo de macho alfa, entonces el grupo se une a él y le permiten permanecer en el poder durante mucho tiempo”. Tiempo que suele ser de cuatro años, aunque hay registros de machos alfa que fueron líderes por 12 años, los cuales solían distribuir la comida y mantener una alianza política con otros líderes más jóvenes. Según de Waal, el macho alfa líder será juzgado según su habilidad de resolver conflictos y de establecer un orden pacífico para su sociedad.

En un conflicto, los líderes alfa “no toman partido por su mejor amigo; evitan o resuelven peleas y, en general, defienden a los más desvalidos. Esto los hace extremadamente populares en el grupo porque brindan seguridad a los miembros de menor rango”.

El macho alfa es el líder por tener el apoyo de la mayoría de las hembras y de algunos machos, pero otros machos jóvenes usarán siempre la misma estrategia para destronarlo e imponerse como dominantes: primero comienzan con provocaciones indirectas y a distancia para testear la reacción del líder. Si no hay reacción, el joven más fuerte tratará de conquistar a otros machos jóvenes para incrementar sus provocaciones que van ganando terreno y se vuelven más violentas. Luego conquista aliados, con algunos favores. Aunque al candidato alfa bully no les importan los bebés sino el poder, intenta mostrarse cariñoso con las crías de diferentes hembras, exactamente como hacen los políticos en campaña electoral.

Jorge Majfud, marzo 2025

A cultura superior: a do líder ou a do capanga? 14 marzo, 2025 https://desacato.info/a-cultura-superior-a-do-lider-ou-a-do-capanga-por-jorge-majfud/

El 9/11 chileno, Orlando Letelier y la libertad zombie de los ultraliberales

En agosto de 1976, un mes antes del atentado terrorista organizado por la DINA de Pinochet, la mafia cubana de Miami y la natural complicidad de la CIA que terminó con su vida y la de su asistente en Washington, el ministro de Salvador Allende, Orlando Letelier, publicó un extenso artículo a cinco páginas en The Nation titulado “Los Chicago Boys en Chile: el terrible precio de la libertad económica”, el cual traduzo y resumo aquí a la mitad de su extensión original. A días del 50 aniversario del golpe de Estado en Chile, las relfexiones de Letelier cobran más vigencia que nunca.

Jorge Majfud

Los Chicago Boys en Chile: el terrible precio de la libertad económica

(Orlando Letelier, agosto 1976)

“La represión para las mayorías y la ‘libertad económica’ para pequeños grupos privilegiados son dos caras de la misma moneda”.

Las políticas económicas están condicionadas por la situación social y política que las pone en práctica y, al mismo tiempo, las modifican. Por lo tanto, las políticas económicas se introducen siempre para alterar las estructuras sociales.

Es curioso que el hombre que escribió un libro titulado Capitalismo y libertad [Milton Friedman, 1962] afirmando que sólo el liberalismo económico clásico puede sustentar una democracia política, pueda ahora divorciar tan fácilmente la economía de la política cuando las teorías económicas que defiende coinciden con una restricción absoluta de todos los derechos y de todas las libertades democráticas.

Sería de esperar que si quienes restringen la empresa privada son considerados responsables de los efectos sociopolíticos de sus medidas, quienes imponen una “libertad económica” sin restricciones también deberían ser considerados responsables, sobre todo cuando la imposición de esta política va inevitablemente acompañada de una represión masiva, hambre, desempleo y la permanencia de un estado policial brutal.

La receta económica y la realidad de Chile

La violación de los derechos humanos, la brutalidad institucionalizada, el control y la supresión drástica de toda forma de disidencia se discuten (y a menudo se condenan) como un fenómeno sólo indirectamente vinculado (incluso completamente ajeno) a las clásicas políticas desenfrenadas de “libre mercado” que han sido aplicadas por la junta militar.

Esta falta de conexión ha sido particularmente característica de las instituciones financieras públicas y privadas que han elogiado y apoyado las políticas económicas adoptadas por el gobierno de Pinochet, al tiempo que lamentaron la “mala imagen internacional” que la junta se ha ganado con su “incomprensible” recurrencia a la tortura, encarcelando y persiguiendo a todos sus críticos.

Robert McNamara justificó una reciente decisión del Banco Mundial de conceder un préstamo de 33 millones de dólares a la junta como una decisión basada en criterios puramente “técnicos”, que no implicaban ninguna relación particular con las actuales condiciones políticas y sociales del país. La misma línea de justificación han seguido los bancos privados estadounidenses.

Probablemente nadie ha expresado mejor esta actitud que el Secretario del Tesoro. Después de una visita a Chile, durante la cual habló sobre las violaciones de derechos humanos cometidas por el gobierno militar, William Simon felicitó a Pinochet por su aporte a la “libertad económica” del pueblo chileno. Este concepto particularmente conveniente de un sistema social en el que la “libertad económica” y el terror político coexisten sin tocarse, permite a sus portavoces financieros sostener su concepto de “libertad” mientras ejercitan su defensa de los derechos humanos.

Profundamente involucrados en la preparación del golpe, los “chicago boys” convencieron a los generales de que estaban preparados para complementar la brutalidad que poseían los militares con los activos intelectuales de los que carecían.

Excepto en el Chile actual, ningún gobierno en el mundo da total libertad a la empresa privada. Esto es así porque todos los economistas (excepto Friedman y sus seguidores) han sabido durante décadas que, en la vida real del capitalismo, no existe la competencia perfecta descrita por los economistas liberales clásicos. En marzo de 1975, en Santiago, un periodista se atrevió a sugerirle a Friedman que incluso en los países capitalistas más avanzados, como por ejemplo Estados Unidos, el gobierno aplica varios tipos de controles sobre la economía.

Es descabellado hablar de libre competencia en Chile. La economía allí está altamente monopolizada. Un estudio académico, realizado durante el régimen del presidente Frei, señaló que en 1966 “284 empresas controlaban todas y cada una de las subdivisiones de las actividades económicas chilenas. El 51 por ciento de las 160 empresas más grandes estaban efectivamente controladas por corporaciones globales.

Hay muchos otros ejemplos que demuestran que, en lo que respecta a la competencia, la prescripción de Friedman no produce los efectos económicos implícitos en su modelo teórico. En el primer semestre de 1975, como parte del proceso de eliminación de las regulaciones de la economía, el precio de la leche quedó exento de control. ¿Con qué resultado? El precio al consumidor aumentó un 40 por ciento y el precio pagado al productor cayó un 22 por ciento. En Chile hay más de diez mil productores de leche, pero sólo dos empresas procesadoras de leche controlan el mercado. Más del 80 por ciento de la producción chilena de papel y todos ciertos tipos de papel provienen de una empresa (la Compañía Fabricante de Papeles y Cartones, controlada por los intereses de Alessandri) que fija los precios sin temor a la competencia.

Los asesores económicos de la junta ignoran otros aspectos del tipo de economía que se enseña en la Universidad de Chicago. Uno es la importancia de los contratos salariales negociados libremente entre empleadores y trabajadores; otra es la eficiencia del mercado como instrumento para asignar recursos en la economía. Es sarcástico mencionar el derecho de los trabajadores a negociar en un país donde la Federación Central de Trabajadores ha sido ilegalizada y donde los salarios se fijan por decreto de la junta.

Según las cifras oficiales de la junta, entre abril y diciembre de 1975, el déficit gubernamental se redujo aproximadamente en el 50 por ciento que recomendaba Harberger. En el mismo período, el desempleo aumentó seis veces más de lo que había previsto. El remedio que sigue defendiendo consiste en reducir el gasto público, lo que reducirá la cantidad de moneda en circulación. Esto resultará en una contracción de la demanda, lo que a su vez provocará una reducción general de los precios. De esta manera se derrotaría a la inflación. El profesor Harberger no dice explícitamente quién tendría que bajar su nivel de vida para pagar los platos rotos.

Los resultados económicos

El 24 de abril de 1975, después de la última visita conocida de los señores Friedman y Harberger a Chile, el Ministro de Finanzas de la junta, Jorge Cauas, dijo: “El objetivo principal de este programa es detener la inflación en lo que queda de 1975”. (El “grupo de técnicos” es obviamente Friedman y compañía.) A finales de 1975, la tasa anual de inflación de Chile había alcanzado el 341 por ciento, es decir, la tasa de inflación más alta del mundo.

La implementación del modelo de Chicago no ha logrado una reducción significativa de la expansión monetaria. Sin embargo, ha provocado una reducción despiadada de los ingresos de los asalariados y un aumento brutal del desempleo; al mismo tiempo ha aumentado la cantidad de moneda en circulación mediante préstamos y transferencias a grandes empresas otorgando a instituciones financieras privadas el poder de crear dinero. Como dice el estadounidense James Petras, “las mismas clases sociales de las que depende la junta son los principales instrumentos de la inflación”.

La concentración de la riqueza no es el resultado marginal de una situación difícil, sino la base de un proyecto social. Esta situación recuerda la historia de un dictador latinoamericano a principios de este siglo. Cuando sus asesores vinieron a decirle que el país padecía un problema educativo muy grave, ordenó el cierre de todas las escuelas públicas. Ahora, después de más de setenta años de este siglo, todavía quedan discípulos del anecdótico dictador que piensan que la forma de erradicar la pobreza en Chile es matando a los pobres.

Durante 1975, el producto interno bruto real se contrajo casi un 15 por ciento hasta su nivel más bajo desde 1969, mientras que, según el FMI, el ingreso nacional real “cayó hasta un 26 por ciento, dejando el ingreso real per cápita por debajo de su nivel diez años antes”.

En el sector externo de la economía, los resultados han sido igualmente desastrosos. En 1975, el valor de las exportaciones cayó un 28 por ciento y el valor de las importaciones cayó un 18 por ciento aumentando el déficit comercial. Las importaciones de alimentos cayeron (mientras) la producción interna de alimentos disminuyó. Al mismo tiempo, la deuda pública externa pendiente de pago en moneda extranjera aumentó de 3.600 millones de dólares a 4.310 millones en un año. Esto acentuó la dependencia de Chile de fuentes externas de financiamiento, especialmente de Estados Unidos. Las políticas de la junta han cargado a Chile con una de las deudas externas per cápita más altas del mundo.

Pero el resultado más dramático de las políticas económicas ha sido el aumento del desempleo. Antes del golpe, el desempleo en Chile era del 3,1 por ciento, uno de los más bajos del hemisferio occidental. A fines de 1974, la tasa de desempleo había superado el 10 por ciento en el área metropolitana de Santiago y también era más alta en varias otras secciones del país. Las cifras oficiales de la junta y del FMI muestran que a finales de 1975 el desempleo en el área metropolitana de Santiago había alcanzado el 18,7 por ciento. 2,5 millones de chilenos (una cuarta parte de la población) no tienen ingreso alguno; sobreviven gracias a la comida y la ropa distribuidas por la iglesia y otras organizaciones humanitarias. Los intentos de instituciones religiosas y de otro tipo para aliviar la desesperación económica de miles de familias chilenas se han realizado, en la mayoría de los casos, bajo la sospecha y contra las acciones hostiles de la policía secreta.

Las políticas económicas de la junta chilena y sus resultados deben ubicarse en el contexto de un amplio proceso contrarrevolucionario que apunta a devolverle a una pequeña minoría el control económico, social y político que fue perdiendo gradualmente durante los últimos treinta años.

Justificación del poder

Hasta el 11 de septiembre de 1973, fecha del golpe, la sociedad chilena se había caracterizado por la creciente participación de la clase trabajadora y sus partidos políticos en la toma de decisiones económicas y sociales. Desde el año 1900, empleando los mecanismos de la democracia representativa, los trabajadores habían ido ganando constantemente nuevo poder económico, social y político. La elección de Salvador Allende como presidente de Chile fue la culminación de este proceso. Pero como no lograron destruir la conciencia del pueblo chileno, el plan económico tuvo que aplicarse.

A pesar de la fuerte presión financiera y política del exterior y los esfuerzos por manipular las actitudes de la clase media mediante la propaganda, el apoyo popular al gobierno de Allende aumentó significativamente entre 1970 y 1973. En marzo de 1973, sólo cinco meses antes del golpe militar, se celebraron elecciones parlamentarias. Los partidos políticos de la Unidad Popular aumentaron su participación en los votos en más de 7 puntos porcentuales sobre su total en las elecciones presidenciales de 1970. Esta fue la primera vez en la historia de Chile que los partidos políticos que apoyaban al gobierno en el poder ganaron votos durante una elección de mitad de período. La tendencia convenció a la burguesía nacional y a sus partidarios extranjeros de que no iban a poder recuperar sus privilegios a través del proceso democrático. Por eso resolvieron destruir el sistema democrático, las instituciones del Estado y, mediante una alianza con los militares, tomaron el poder por la fuerza.

En tal contexto, la concentración de la riqueza no es un accidente, sino una regla; no es el resultado marginal de una situación difícil, sino la base de un proyecto social; no es un pasivo económico sino un éxito político temporal. Su verdadero fracaso no es su aparente incapacidad para redistribuir la riqueza o generar un camino de desarrollo más equitativo, sino su incapacidad para convencer a la mayoría de los chilenos de que sus políticas son razonables y necesarias. Como no han logrado destruir la conciencia del pueblo chileno, debieron aplicar su plan económico y eso sólo podría lograrse mediante el asesinato de miles de personas, el establecimiento de campos de concentración en todo el país, el encarcelamiento de más de 100.000 personas en tres años, el cierre del comercio, de sindicatos, de organizaciones vecinales, la prohibición de toda actividad política y toda forma de libre expresión.

Por estas razones, no tiene sentido que quienes inspiran, apoyan o financian esa política económica intenten presentar su defensa como restringida a “consideraciones técnicas”, mientras pretenden rechazar el sistema de terror que se requiere para que la nueva política económica tenga éxito.

Existe una noción generalizada, reportada por la prensa estadounidense, de que el gobierno de Allende hizo un “desastre” de la economía chilena. Sin embargo, en 1971, en el primer año del gobierno de Allende, la Renta Nacional Bruta aumentó un 8,9 por ciento; la producción industrial un 11 por ciento; la producción agrícola un 6 por ciento. El desempleo, que al final del gobierno de Frei estaba por encima del 8 por ciento, cayó al 3,8 por ciento. La inflación, que el año anterior había sido cercana al 35 por ciento, se redujo a una tasa anual del 22,1 por ciento.

Durante 1972 comenzaron a sentirse las presiones externas aplicadas sobre el gobierno y la reacción de la oposición interna. Se cortaron las líneas de crédito y la financiación provenientes de instituciones crediticias multinacionales, de los bancos privados y del gobierno de los Estados Unidos (con la excepción de la ayuda al ejército). Por otro lado, el Congreso chileno, controlado por la oposición, aprobó medidas que aumentaron el gasto público sin producir los ingresos necesarios (mediante un aumento de impuestos); Esto añadió impulso al proceso inflacionario. Al mismo tiempo, facciones de la derecha tradicional comenzaron a fomentar la violencia destinada a derrocar al gobierno. A pesar de todo esto y del hecho de que el precio del cobre, que representaba casi el 80 por ciento de los ingresos por exportaciones de Chile, cayó a su nivel más bajo en treinta años, la economía chilena continuó mejorando a lo largo de 1972.

A finales de ese año, la creciente participación de los trabajadores y campesinos en el proceso de toma de decisiones que acompañó el progreso económico de los dos años anteriores, comenzó a amenazar seriamente los privilegios de los grupos gobernantes tradicionales y provocó en ellos una resistencia aún más violenta.

En 1973, Chile estaba experimentando todos los efectos de la conspiración más destructiva y sofisticada de la historia de América Latina. Las fuerzas reaccionarias, apoyadas febrilmente por sus amigos en el extranjero, desarrollaron una amplia y sistemática campaña de sabotaje y terror, que se intensificó cuando la oposición no logró en las elecciones parlamentarias de marzo los dos tercios para destituir al presidente.

Fue esta desestabilización deliberada, y no la Unidad Popular, la que creó el caos durante los últimos días del gobierno de Allende.

Orlando Letleier, The Nation, Washington, agosto 1976.

(texto abreviado y traduccido por J.M.)

El peligro eran los votos, no las balas

El peligro eran los votos, no las balas

En 1957 Howard Hunt fue asignado a Montevideo. Hunt era uno de los cerebros de la​​ CIA en la campaña de propaganda que culminó con el derrocamiento de Jacobo Árbenz en Guatemala tres años antes. Poco después, el mismo Árbenz llegó con su familia y alquiló una casa a pocas cuadras de la residencia de Hunt. Ambos coincidieron en una reunión social pero Hunt, copa en mano, no le reveló la verdad a su víctima, a quien en 2007 todavía llamaba “dictador”. 

El nuevo embajador de Estados Unidos, John Woodward, le había dicho que esperaba que no hiciera en Uruguay lo que había hecho en Guatemala. Hunt, seguro de su impune independencia, le informó que su único objetivo era que los comunistas no llegasen al gobierno en Uruguay, a lo que el embajador Woodward respondió: “vas a encontrar más comunistas en Texas que en todo el Uruguay”.

Según Hunt y el embajador anterior, el presidente conservador Luis Batlle era antiamericano; el hecho de que Uruguay fuese uno de los tres países de América Latina que tenían una embajada de la Unión Soviética era suficiente prueba. Por esta razón, Hunt había reclutado a Benito Nardone, un periodista aficionado y político mediocre, sin preparación pero con una gran audiencia rural gracias a su programa de CX4 Radio Rural. Contra todos los pronósticos, Nardone ganó las elecciones presidenciales de 1958.

En los años sesenta, las protestas sociales se habían incrementado al igual que las acciones secretas de Washington. Los cargos más importantes de la policía habían sido reemplazados por individuos entrenados por la CIA, según sus propios agentes, y la tortura en las comisarías se había convertido en práctica conocida. En Argentina y en el resto del continente, las guerrillas sesentistas se fundaron más de una década después que Washington decidiera inocular los ejércitos del sur. En Uruguay, entre 1963 y 1965 se fundó el grupo guerrillero Tupamaros, lo que le dio una excelente excusa a las fuerzas de represión en un contexto de fuerte decadencia económica y social. Aunque los tupamaros de indígenas solo tenían el nombre, un análisis secreto del Departamento de Estado sobre las actividades subversivas fechado el 31 de diciembre de 1976 afirmaba que “el terrorismo en América Latina tiene raíces indígenas”.

Pero el mayor temor de Washington y de la oligarquía criolla no eran los tupamaros sino el Frente Amplio. No eran las balas, sino los votos que herían mil veces más los intereses de las transnacionales y de las elites criollas. El 27 de agosto de 1971, la embajada de Estados Unidos en Buenos Aires le envió un telegrama secreto al Departamento de Estado detallando la preocupación del gobierno militar de Alejandro Lanusse sobre las elecciones en Uruguay. La embajada preveía que el gobierno argentino, con o sin la ayuda de Brasil, intervendría en Uruguay de forma secreta para evitar un triunfo del Frente Amplio en las elecciones “a través de un autogolpe comandado por el presidente Jorge Pacheco Areco”. En marzo de 1970, Pacheco Areco se había reunido con el dictador argentino Juan Carlos Onganía, y en febrero del año siguiente con su sucesor, el general Levingston. Poco después, Argentina le envió equipos especializados en interrogatorios. En diciembre de 1970 y en julio de 1971, hubo contactos entre las cúpulas de Argentina y Brasil. Los agregados militares de Brasil informaron a sus pares de Estados Unidos (USMILAT) que desde mucho antes, durante las pasadas dictaduras de Onganía y Artur da Costa e Silva, existía un acuerdo para intervenir en Uruguay cuando ellos lo considerasen necesario. 

Sin embargo, el mismo Lanusse enfrentaba una fuerte oposición popular en Argentina y la opción de una intervención directa fue sustituida por el apoyo al presidente Pacheco Areco para un autogolpe que impidiese la toma de poder por parte del Frente Amplio en caso de una votación favorable a la izquierda, como había ocurrido en Chile un año atrás y para lo cual Washington ya había resuelto un nuevo golpe de Estado. Señalando fuentes directas vinculadas a los altos mandos, la Embajada de Estados Unidos reportó: “este plan ya se encuentra en marcha”. Más adelante: “los recientes eventos en Bolivia, en los cuales el gobierno de Argentina estuvo involucrado, han alentado a sus militares a repetir la misma solución” (Se refiere al golpe de Estado del general ultraconservador Hugo Banzer contra el general progresista J.J.Torres) “La embajada espera que el gobierno de Argentina haga lo necesario para apoyar militar y económicamente al gobierno de Uruguay contra la amenaza de un posible triunfo del Frente Amplio”.

El 27 de noviembre de 1971, el secretario ejecutivo del Departamento de Estado, Theodore Eliot, informó que Washington estaba preocupado por la posibilidad de que el nuevo partido de izquierda de Uruguay pudiese ganar la intendencia de Montevideo. Echando recurso a una estrategia más indirecta que la usada en Chile, intervino en el proceso electoral propagando información conveniente, plantando editoriales e inoculando las fuerzas de represión locales. 

En un memorándum dirigido a Henry Kissinger, Theodore Eliot informó sobre las buenas posibilidades que tenía su candidato, Pedro Bordaberry, aunque también advirtió que en Uruguay “el fenómeno de los Tupamaros es básicamente una revolución de la clase media en contra de un sistema que no ofrece oportunidades de participación”. 

Para las elecciones de 1971, Washington y Brasilia ya se habían encargado de que el Frente Amplio obtenga una mala votación y que el Partido Blanco (el partido de Nardone, ahora posicionado a la izquierda con su candidato nacionalista Wilson Ferreira Aldunate) pierda las elecciones. Luego de meses de recuento de votos y de denuncias de fraude, Bordaberry resultará vencedor y entregará el país a la dictadura militar dos meses antes del golpe en Chile. Este mismo año, en la Casa Blanca, Richard Nixon, Henry Kissinger, Vernon Walters y otros funcionarios le agradecieron personalmente al dictador brasileño Emílio Garrastazu Médici por la manipulación de las elecciones en Uruguay, como antes habían colaborado con Chile.

En Argentina, la decepción de los peronistas por el nuevo peronismo de derecha y la experiencia subversiva creada por la dictadura de Onganía en los 60 habían formado el cóctel perfecto para el caos y, sobre todo, para una nueva excusa de las fuerzas de represión. ¿Qué mejor que el desorden para los profesionales del orden? Pocos meses antes de las elecciones de 1976, los militares decidieron dar un nuevo golpe de Estado y evitar el triunfo del ala izquierda del peronismo, reagrupada detrás de Héctor Cámpora, candidato que se preveía como vencedor. 

En Uruguay, el golpe de Estado de 1973 tampoco tuvo como objetivo derrotar a los tupamaros que ya habían sido derrotados. Había que eliminar la amenaza de una opción popular por la fuerza de los votos. En Chile, el golpe de Estado no fue posible antes del triunfo de Allende, sino después. Esta fue la diferencia. 

Años después, las elites en el poder político y social no se cansarán de repetir que, de no haber sido por los grupos rebeldes de izquierda como los Tupamaros, las dictaduras militares nunca hubiesen existido. Esta fabricación se convertirá en un dogma. Como los traumas de las dictaduras, sobrevivirá en las generaciones por venir. 

JM, setiembre 2020

https://www.huffingtonpost.es/entry/el-peligro-eran-los-votos-no-las-balas_es_5f863bc9c5b6c4bb5470beb2

La generación del silencio

A cuarenta años del golpe.

La generación del silencio

A los tres años subí a la torre de control del cuartel de Rivera, Uruguay, y toqué las alarmas. Al grito de “se escapan los tupas” se desplegaron los militares hasta que me descubrieron y me gritaron “¡Bajate de ahí, hijo de una gran puta!”. Esto lo recuerdo bien. No recuerdo, como decía mi abuela y lo repetían otros, que me bajé enojado y el milico me llevó arrastrando de un brazo.

Eso fue en el año 1973. Antes había conocido la cárcel de Salto y por último la de Libertad, con motivo de las visitas que mi familia le hacía a mi abuelo, Ursino Albernaz, “el León pelado”, el viejo rebelde, la oveja negra de una familia de campesinos conservadores. Según diversos testimonios, el viejo fue detenido por darles de comer en su granja a unos tupamaros prófugos. Desde entonces tuvo que aguantar todo tipo de torturas, encapuchado y golpeado por algunos de sus vecinos de poco rango; con las manos atadas por detrás, tuvo que esquivar los piñazos del ahora célebre capitán Nino Gavazzo, a quien hasta los servicios de inteligencia de Estados Unidos (con un historial vergonzoso en las dictaduras de la época) impidieron su ingreso al país calificándolo de “borracho bocón” cuando se supo de la amenaza contra la vida del congresista estadounidense Edward Koch.

De esos cursos en el infierno, mi abuelo salió con una rodilla reventada y algunos golpes que no fueron tan demoledores como los que debió sufrir su hijo menor, Caíto, muerto antes de ver el final de lo que él llamaba “tiempos oscuros”.

En la cárcel de Libertad (la más famosa cárcel de presos políticos se llamaba así porque estaba en un pueblo del mismo nombre, no por la incurable ironía rioplatense), el tío Caíto le confesó a su madre que había sido allí, en la cárcel, donde se había convertido en aquello por lo cual estaba preso. Siempre hablaban a través de un vidrio. Luego seguíamos los niños por otra puerta y salíamos a un patio tiernamente equipado con juegos infantiles. Allí estaba el tío, con su bigote grueso y su eterna sonrisa. Su incipiente calvicie y sus preguntas infantiles. A mí me elegían siempre para memorizar los largos mensajes que todavía recuerdo, ya que desde entonces perdí la generosa capacidad de olvidar. Entre los niños hamacándose y tirándose de los toboganes, yo me acercaba al tío y le decía, en voz muy baja para que no me escuchara el guardia que caminaba por allí, el mensaje que tenía.

El tío había sido torturado con diferentes técnicas: en Tacuarembó lo habían sumergido repetidas veces en un arroyo, lo habían arrastrado por un campo lleno de espinas. Lo habían encerrado en un calabozo y, mostrándole una riñonera ensangrentada, le habían informado que lo iban a castrar al día siguiente, razón por la cual había pasado aquella noche intentando esconder sus testículos en el vientre hasta reventar. Al día siguiente no lo castraron, pero le dijeron a su esposa que ya lo habían hecho, por lo cual su flamante esposo ya no le iba a servir ni de esposo ni de padre para sus hijos.

La tía Marta volvió al campo de sus suegros y se pegó un tiro en el pecho. Mi hermano y yo estábamos ese día de 1973 en aquella casa del campo, en Tacuarembó, jugando en el patio al lado de una carreta. Cuando oímos el disparo fuimos a ver qué ocurría. La tía Marta estaba tendida en una cama y una mancha cubría su pecho. Luego entraron personas que no puedo identificar a tanta distancia y nos obligaron a salir de allí. Mi hermano mayor tenía seis años y comenzó a preguntarse: “¿Para qué nacemos si tenemos que morir?”. La abuela Joaquina, que era una inquebrantable cristiana a la que nunca vi en iglesia alguna, dijo que la muerte no es algo definitivo, sino sólo un paso al cielo. Excepto para quienes se quitan la vida.

–¿Entonces la tía Marta no irá al cielo?

–Tal vez no –contestaba mi abuela–, aunque eso nadie lo sabe.

El tío Caíto murió poco después de salir de Libertad, en 1983, casi diez años más tarde, cuando tenía 39. Estaba enfermo del corazón. Murió por esta razón o por un inexplicable accidente en su moto, una noche, en un solitario camino de tierra, en medio del campo.

Ninguno fue un desaparecido. Ninguno murió en una sesión de tortura. Como muchos, fueron simplemente destruidos por un sistema y por una cultura de la barbarie.

El resto, aquellos niños que fuimos, seguiremos de alguna forma vinculados con esa barbarie hasta nuestras muertes. Nos queda, sin embargo, la posibilidad de ejercitar nuestra libertad de conciencia y hacer algo con todo ese estiércol, como un agricultor que abona un suelo en procura de algo más bello y productivo.

El 27 de julio de 1973 tuvo lugar el golpe de Estado cívico-militar que duró hasta 1985 y que precedió al golpe en Chile el 11 de setiembre y el de Argentina tres años después.

* Escritor. Jacksonville University.

Pagina/12 (Argentina)

Milenio (Mexico)

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40 ans après le coup d’Etat en Uruguay, la génération du silence.

par Jorge Majfud *

 

Toutes les versions de cet article : [Español] [français]

A trois ans je suis monté sur la tour de contrôle de la caserne Rivera, en Uruguay, et j’ai déclenché les alarmes. Au cri de « les tupas s’échappent », les militaires se sont déployés jusqu’à ce qu’ils m’aient découvert et m’ont crié « Descends de là, fils de grande pute ! ». Ceci je m’en rappelle bien. En revanche je ne me souvient pas , ce que racontait ma grand-mère et d’autres le répétaient, que je suis descendu fâché et que le milico m’a traîné par un bras.

Cela se passait durant l’année 1973. J’avais connu auparavant la prison de Salto et finalement celle de Libertad, à l’occasion des visites que ma famille faisait à mon grand-père, Ursino Albernaz, « le Lion chauve », le vieux rebelle, la brebis galeuse d’une famille de paysans conservateurs. Selon divers témoignages, le vieux a été arrêté pour avoir donné à manger dans sa ferme agricole à des tupamaros en cavale. Dès lors il a dû supporter tout type de tortures, cagoulé et frappé par certains de ses voisins de peu de rang ; avec les mains attachées par derrière, il a dû éviter les pains du désormais célèbre capitaine Nino Gavazzo, que même les services d’intelligence des Etats-Unis d’Amérique (qui ont un historique honteux dans les dictatures de l’époque) ont empêché d’entrer dans le pays en le qualifiant « d’ivrogne parleur » quand on fut au courant de sa menace contre la vie du parlementaire US Edward Koch.

De ces cours dans l’enfer, mon grand-père est sorti avec un genou éclaté et quelques coups qui n’ont pas été aussi démolisseurs que ceux dont a dû souffrir son fils cadet, Caíto, mort avant de voir la fin de ce qu’il appelait des « temps obscurs ».

Dans la prison Libertad (la plus célèbre maison d’arrêt de prisonniers politiques se nommait ainsi parce qu’elle était dans une petite ville du même nom, et non à cause de l’incurable ironie du Rio de la Plata), l’oncle Caíto a confessé à sa mère qu’il avait été là, dans cette prison, où il avait été transformé en ce pourquoi il avait été emprisonné. Ils parlaient toujours à travers une vitre. Ensuite nous les enfants arrivions par une autre porte et sortions dans une cour « gentiment » équipée de jeux pour enfants. Là, se trouvait l’oncle, avec sa moustache lourde et son éternel sourire. Sa calvitie naissante et ses questions puériles. Ils me choisissaient toujours pour mémoriser les messages longs dont je me souviens encore, puisque depuis lors j’ai perdu la généreuse capacité d’oublier. Entre les enfants se balançant et se jetant des toboggans, je m’approchais de l’oncle et lui disait, à voix très basse pour que le garde qui marchait près ne l’écoute pas, le message que j’avais.

L’oncle avait été torturé avec différentes techniques : dans la ville de Tacuarembó ils l’avaient submergé de façon répétée dans un cours d’eau, ils l’avaient traîné par un champ plein d’épines. Ils l’avaient enfermé dans un cachot et, en lui montrant un sac banane ensanglantée, ils l’avaient informé qu’ils allaient le châtrer le jour suivant, raison pour laquelle il avait passé la nuit à essayer de dissimuler ses testicules dans le ventre jusqu’à les éclater. Au jour suivant ils ne l’ont pas châtré, mais ils ont dit à son épouse qu’ils l’avaient fait, et qu’ainsi son conjoint flambant neuf n’allait déjà plus lui servir ni de conjoint, ni de père pour ses enfants.

Tante Marte est retournée au domaine de ses beaux-pères et s’est tiré un coup de feu dans la poitrine. Mon frère et moi, ce jour de 1973 dans cette maison du domaine, à Tacuarembó, jouions dans la cour à côté d’une charrette. Quand nous avons entendu le coup, nous sommes allés voir ce qu’il se passait. Tante Marte était allongée sur un lit et une tache couvrait sa poitrine. Sont ensuite entrées des personnes que je ne peux pas identifier à tant de distance et qui nous ont obligé à nous sortir de là. Mon frère plus grand, il avait six ans a commencé à se demander : « Pourquoi naissions-nous si nous devons mourir ? ». La grand-mère Joaquina, qui était une chrétienne inébranlable que je n’ai jamais vue dans aucune église, a dit que la mort n’est pas quelque chose de définitif, mais seulement un pas vers le ciel. Excepté pour ceux qui se suicident.

– Alors tante Marte n’ira pas au ciel ?

– Peut-être pas –répondait ma grand-mère, bien que cela personne ne le sait.

L’oncle Caíto est mort peu après être sorti de Libertad, en 1983, presque dix ans plus tard, quand il avait 39. Il était malade du cœur. Il est mort pour cette raison ou par un accident inexplicable sur sa moto, une nuit, sur un chemin de terre isolé, au milieu de la campagne.

Aucun n’a été un disparu. Aucun n’est mort lors d’une session de torture. Comme beaucoup, ils ont été simplement détruits par un système et par une culture de la barbarie.

Le reste, ces enfants que nous avons été, nous continueront d’une certaine manière liés à cette barbarie jusqu’à nos morts. Il nous reste, toutefois, la possibilité d’exercer notre liberté de conscience et de faire quelque chose avec tout ce fumier, comme un agriculteur qui abonde un sol dans à la recherche de quelque chose de plus beau et productif.

Le 27 juillet 1973 eut lieu le coup d’État civil-militaire qui a duré jusqu’à 1985 et qui a précédé le coup d’Etat au Chili le 11 septembre et celui de l’Argentine trois ans après.

Traduit de l’espagnol pour El Correo par : Estelle et Carlos Debiasi

El Correo. Paris, le 27 juin 2013.

 

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Tristes memórias da ditadura uruguaia. A geração do silêncio

 

Após narrar fatos vivenciados no contexto da ditadura uruguaia, com marcas profundas em seu ser, o escritor Jorge Majfud reconhece que aquilo que resta dessas terríveis experiências de torturas e de traumas é “a possibilidade de exercitar nossa liberdade de consciência e de fazer algo com todo esse estrume, como um agricultor que aduba um terreno em busca de algo mais belo e produtivo”. O artigo é publicado no jornal Página/12, 27-06-2013. A tradução é do Cepat.

Eis o artigo.

Aos três anos, subi à torre de controle do quartel de Rivera, Uruguai, e disparei os alarmes. Sob o grito de “estão fugindo os tupas” (tupamaros), agitaram-se os militares, até que me descobriram e gritaram: “Desça daí, filho de uma grande puta!”. Recordo-me bem disto. Não me lembro, da forma como dizia minha avó e outros repetiam, que desci irritado e que o milico me arrastou pelo braço.

Esse foi o ano de 1973. Antes, havia conhecido a prisão de Salto e, por último, a de Libertad, em razão das visitas que minha família fazia para meu avô, Ursino Albernaz, “o Leão pelado”, o velho rebelde, a ovelha negra de uma família de camponeses conservadores. Segundo diversos testemunhos, o velho foi detido por ter dado comida, em sua fazenda, para alguns tupamaros fugitivos. Desde então, precisou aguentar todos os tipos de torturas, encapuzado e golpeado por alguns de seus vizinhos de baixa categoria. Com as mãos presas para trás, teve que evitar os golpes do agora célebre capitão Nino Gavazzo, a quem até os serviços de inteligência dos Estados Unidos (com um histórico vergonhoso nas ditaduras da época) impediram de entrar no país, qualificando-o como “bêbado charlatão”, quando se soube da ameaça contra a vida do congressista estadunidense Edward Koch.

Desses momentos no inferno, meu avô saiu com um joelho arrebentado e com alguns golpes que não foram tão demolidores, como aqueles sofridos pelo seu filho mais novo, Caíto, morto antes de ver o final do que ele chamava “tempos obscuros”.

Na prisão de Libertad (a mais famosa prisão de políticos se chamava assim porque ficava num povoado como o mesmo nome, não pela incurável ironia rio-platense), o tio Caíto confessou para sua mãe que havia sido ali, na prisão, que tinha se convertido naquele pelo qual estava preso. Sempre conversavam através de um vidro. Em seguida, nós, as crianças, íamos por outra porta e chegávamos a um pátio ternamente equipado com jogos infantis. Ali estava o tio, com seu bigode grosso e seu eterno sorriso. Com sua incipiente calvície e suas perguntas infantis. Sempre me escolhiam para memorizar as longas mensagens que ainda me lembro, já que, desde então, perdi a generosa capacidade de esquecer. Entre as crianças, nos escorregadores, eu me aproximava do meu tio e dizia-lhe, com a voz muito baixa, para que o guarda que caminhava por ali não me escutasse, a mensagem que tinha.

O tio havia sido torturado com diferentes técnicas. Em Tacuarembó, haviam-lhe afogado repetidas vezes em um córrego, arrastando-lhe por um campo cheio de espinhos. Fecharam-lhe num calabouço e, mostrando-lhe uma bolsa ensanguentada, informaram-lhe que iriam lhe castrar no dia seguinte, razão pela qual passou aquela noite tentando esconder seus testículos no ventre até arrebentar. No dia seguinte, não o castraram, mas disseram para sua esposa que já haviam feito isto, razão pela qual seu flamejante esposo já não lhe serviria como esposo, nem como pai para seus filhos.

A tia Marta voltou para a fazenda de seus sogros e deu um tiro no peito. Nesse dia de 1973, meu irmão e eu estávamos naquela casa de campo, em Tacuarembó, jogando no pátio ao lado de uma carroça. Quando ouvimos o disparo, fomos ver o que aconteceu. A tia Marta estava estendida numa cama e uma mancha cobria seu peito. Em seguida, entraram pessoas, que não posso identificar depois de tanto tempo, e nos obrigaram a sair dali. Meu irmão mais velho tinha seis anos e começou a se perguntar: “Para que nascemos, se temos que morrer?”. A avó Joaquina, que era uma inquebrantável cristã, que nunca vi em Igreja alguma, disse que a morte não é algo definitivo, mas apenas uma passagem para o céu. Exceto para aqueles que tiram a sua própria vida.

– «Então, a tia Marta não irá para o céu?»

– «Talvez, não – respondia minha avó -, apesar de que ninguém sabe».

O tio Caíto morreu pouco depois de sair da prisão Libertad, em 1983, quase dez anos mais tarde, quando tinha 39 anos. Estava doente do coração. Morreu por esta razão ou por um inexplicável acidente em sua moto, uma noite, num solitário caminho de terra, no meio do campo.

Não houve nenhum desaparecido. Nenhum morreu numa sessão de tortura. Assim como muitos, simplesmente foram destruídos por um sistema e por uma cultura da barbárie.

O restante, aquelas crianças que fomos, de alguma forma, continuaremos ligados com essa barbárie até as nossas mortes. No entanto, fica-nos a possibilidade de exercitar nossa liberdade de consciência e de fazer algo com todo esse estrume, como um agricultor que aduba um terreno em busca de algo mais belo e produtivo.

No dia 27 de junho de 1973, ocorreu o golpe de Estado civil-militar que durou até 1985 e que precedeu o golpe no Chile, do dia 11 de setembro, e o da Argentina, três anos depois.

Instituto Humanitas Unisinos (Brasil)

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Fiction from Argentina

[«fascinates» is another right word for both a misunderstanding and a misjudgment]

Decir que la literatura argentina que vuelve su mirada a los horrores de la dictadura “fascina a los novelistas” es una frivolidad y demuestra lo poco que algunos británicos que escriben sobre literatura rioplatense conocen de esos escritores, como el citado Ernesto Sábato. Se puede decir que a los lectores de Agatha Christie les fascinan las historias de crímenes y misterios artificiales, propio de la literatura policial clase B. Pero aplicar la misma regla, o la misma sensibilidad para calificar la literatura posdictadura en América latina es definitivamente una frivolidad y una grave imprecisión critica. Sería como decir que a un paciente que concurre al psicoanalista le fascina su pasado. No debemos reducir la literatura a una función psicológica pero tampoco excluir esta valiosa e inegable dimensión, entre tantas otras, como la espiritual, la politica, la erotica, y la estrictamente estetica en un sentido restringito del arte de juntar palabras, sonidos, ideas e imágenes. Los escritores, los artistas en general, como los lectores, cuando no son sólo instrumentos de diversión o de marketing literario, son pacientes, chamanes y exorcistas de esos monstruos. Que además usen un medio artístico con valores estéticos no disminuye su condición de “médiums” entre un pasado horrible y un presente que lucha por sanar y recuperar una existencia plena, entre otras formas, a través del arte. La estética es parte de esa necesidad de exploración y, si se me permite la especificidad, de exorcismo y curación.

J.M.

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The Economist

Ernesto Sábato, who died in April at the age of 99, described his task as a “slow descent into hell”. Ever since “Never Again”, his 1984 report on the “dirty war”, generations of Argentine novelists have followed Sábato into the inferno.

The price of love

The junta’s policy of eliminating its enemies still fascinates Argentina’s novelists

Nov 26th 2011

The Argentine dream

Purgatory. By Tomás Eloy Martínez. Translated by Frank Wynne. Bloomsbury; 273 pages; $17 and £16.99. Buy from Amazon.comAmazon.co.uk

An Open Secret. By Carlos Gamerro. Translated by Ian Barnett. Pushkin Press; 286 pages; $15 and £10. Buy fromAmazon.comAmazon.co.uk

Open Door. By Iosi Havilio. Translated by Beth Fowler. And Other Stories; 213 pages; £10. Buy from Amazon.co.uk

7 Ways to Kill a Cat. By Matías Néspolo. Translated by Frank Wynne. Harvill Secker; 246 pages; £10.99. Buy from Amazon.co.uk

IT SEEMS appropriate now that Argentina’s investigation into the fate of itsdesaparecidos—the 8,960 people officially known to have “disappeared” under the military dictatorship of 1976-83—was headed by a writer. Ernesto Sábato, who died in April at the age of 99, described his task as a “slow descent into hell”. Ever since “Never Again”, his 1984 report on the “dirty war”, generations of Argentine novelists have followed Sábato into the inferno.

For Argentine society, the chapter never closes. Continuing revelations about hundreds of adopted children who were abducted with their parents, or born in custody, have resulted in DNA tests and legal challenges by a campaigning group, “Grandmothers of the Plaza de Mayo”. Two of these fine recent novels revisit events during the junta. The others—both exceptional debuts—focus on a disturbing present, yet are haunted by unexplained disappearances.

Tomás Eloy Martínez (pictured above), a prominent journalist, novelist and academic who spent years in exile and died in 2010, is known for his explorations of the psychology of Peronism, among them “Santa Evita” (1995). In “Purgatory” (2008), his last novel, an Argentine cartographer in suburban New Jersey senses that her husband has returned to her, no older than when he disappeared 30 years earlier. After years of searching, she remains impervious to evidence of his death as it would confirm that her father, a cheerleading propagandist for the junta, connived in his killing. The novel alludes to the mixture of hypocrisy and collusion that characterised that period, and the banal sentimentality of its distractions—flying saucers, soap operas, fatherland and fútbol (the infamous 1978 World Cup hosted and won by Argentina). The heroine’s state of denial and her ghostly and erotic delusions mirror a country still struggling with reality.

Craven complicity is at the heart of Carlos Gamerro’s “An Open Secret”, a literary thriller first published in 2002 that has the makings of a classic. The perfect crime is “one committed in the sight of everyone—because then there are no witnesses, only accomplices.” A veteran of the war in the Falklands (or Malvinas as they are known in Argentina) returns in the 1990s to his hometown in the pampas to probe the disappearance in custody of a troublesome young journalist during the weekend of Diego Maradona’s football debut 20 years earlier. He finds a “conspiracy of chattiness” rather than of silence, over a murder the whole town was in on.

Mr Gamerro, who was born in 1962, departs from a previous generation’s reverence for eyewitness testimony and memorialising the dead. The tone is hard-boiled, its cynicism alleviated by rare lyrical flights, and the desaparecido emerges as a spoilt mama’s boy and unsavoury womaniser. The “involuntary martyr” is no hero. The perspective is that of a generation seeking the unadulterated truth about their parents and grandparents during the “dirty war”—and hence their own identity. Amid the torrential self- justification of the townsfolk, from barbers to bankers, the subject becomes language itself, which is used to excuse and obfuscate. The stark epigraph is from William Burroughs: “To speak is to lie/To live is to collaborate.”

The bereaved mother in “An Open Secret” appears mad, though the madness is all around her. In “Open Door” by Iosi Havilio, who was born only in 1974, Argentina resembles an asylum. A young veterinary assistant relates how her female lover went missing. She fears that she may have seen her commit suicide off a bridge in Buenos Aires’s old port. Between trips to the morgue to identify corpses, she visits a pampas village named Open Door, after the psychiatric hospital that was founded there in 1898 as an “agricultural work colony”. In the countryside she moves between two partners: an ageing gaucho—whose name is the same as his ailing horse, Jaime—and an amoral, druggie country girl with plaits.

As sexual encounters unfold in the woman’s alienated voice, the characters merge with the village “loonies”. Events, like interchangeable lovers, have equal weight, from a stable fire to the brewing of maté tea, in an ambiguous tale that verges on dark comedy. A suspected UFO turns out to be the spotlit film set for a commercial. In an asylum without walls, there is “nothing to limit the illusion of absolute liberty”; ultimate control is when people no longer feel they are being coerced. With skill and subtlety, the novel hints that a whole society might labour under an illusion of liberty, manipulated by forces outside the frame.

What those malign forces might be is more explicit in “7 Ways to Kill a Cat” by Matías Néspolo, another debut novelist of Mr Havilio’s generation. His shantytown tale from southern Buenos Aires, which recalls the “City of God” slum in the Rio favelas, is set during Argentina’s 2001 financial crash, with protesters defying tear gas, from teachers to lorry drivers. It opens in a barrio at the “wolf’s mouth”, where the asphalt and streetlights give out, with two peso-less youths butchering a cat for meat. As they become embroiled in a lethal turf war between drug lords, the narrator, Gringo, probes the mystery of his mother’s disappearance, and that of his cousin—a reformed gangster turned pavement hawker.

Gringo, torn between moral scruples and the need to “look after number one”, learns that there are only two ways to kill a cat: civilised or savage. A police crackdown on the marchers prompts him to retaliate in what he sees as a “seriously civilised fashion”. One of the characters in “An Open Secret” claims bitterly that in Argentina, “the winners make history and the losers write it.” To judge from these novels that scour the past and mourn the future, it seems nobody won.

Spurce: The Economist

Las entrañas de la bestia

Las entrañas de la bestia


1.

Es de noche, o anochece. G. se ha sentado, como cada día a las 19:00, en su sillón de la biblioteca, con un vaso de whisky lleno hasta la mitad, sin hielo, y mira el televisor nuevo que le entregó un viajero a cambio de una cuenta incobrable. Lo mira sin entusiasmo; no le atrae la novedad. Una mujer sonríe, sale del mar y sube a un auto descapotable. Bebe un sorbo largo y vuelve a sentir ese calor que en pocos minutos más lo dejarán del todo relajado, fugazmente feliz, como si su tristeza hubiese sido sólo un error, un estado injustificado del ánimo. Un hombre saca un revólver y apunta al espectador, o a la pantalla, o a una cámara que tal vez ahora está descompuesta y archivada en algún sótano de Londres. James Bond, agente 007, con licencia para matar. A G. le gusta esa música, porque no suena ahora; está sonando en algún tiempo indescifrable. Túru-túrun-túru. La mujer es hermosa y no se preocupa en vano. Todo termina bien. Ahora la música viene del Caribe o desde una isla griega. G. no alcanza a descubrirlo; pero no importa. La imagen de esas olas es hermosa, eterna. Tal vez el alcohol ya hizo efecto. Se sonríe, se relaja otra vez y luego baja las cejas preocupado: alguien golpea con la mano de bronce que cuelga de la puerta de entrada.

De inmediato recuerda la carta que le dejaron la otra noche por debajo de la puerta:

«Desde el mismo momento que recibas este único aviso, empiezá a temblar. No a rezar, porque sabemos que sos un ateo hijo de puta que no cree en nada».

No son golpes amables, se da cuenta. Ha sido una orden.

«Ahora sabemos bien dónde vivís y dónde está la madriguera en la que se esconden tus amigos, los intelectuales que pretenden arruinar este país que no les pertenece. Sabemos muy bien dónde trabajan para difundir mentiras sobre la gente honrada que, aunque les pese, defenderá a la Patria de los comunistas, de montoneros, de los judíos y de los homosexuales. Por haber enfrentado a Dios y a la Patria, los exterminaremos como a ratas».

Entonces G. se levanta, ya relajado pero todavía triste, atraviesa la sala con esculturas, abre y los ve a los tres, uniformados de autoridad, de prepotencia.

—Señor J. G. —oye que dice el primero, el que ordena, el que no pide, el que está por encima de los cuatro y entra sin esperar.

G. no responde. Tampoco fue una pregunta. El coronel entra con los dedos cruzados detrás de la espalda, como gustan hacer los que admiran a Napoleón o a algún otro genio militar cuando está pensando en la Historia. Gira sobre su talón izquierdo y lo mira.

—Perdón, buenas noches —dice el coronel, casi amable, sonriendo— ¿Podemos pasar?

Así es, está relajado, pero todavía triste.

—Qué se les ofrece —dice G., al tiempo que piensa que esa frase la debió escuchar anoche en la televisión. Era un hombre alto y oscuro que había asesinado a otro y lo perseguía la policía.

—Venimos a hacerle una visita. Rutina, en realidad. Nos gusta ir de casa en casa, aunque le confieso que prefiero ir al cine —el coronel habla alto, como si estuviese acostumbrado a hablar en un colegio de sordos, mientras camina de un lado para el otro, por la misma senda—, pero cuando la patria llama no podemos negarnos— termina y toma un bloc de hojas que G. tiene siempre al lado del teléfono.

—Sargento —dice, entregándole el bloc— guárdelo, que nos puede servir.

—Sí, mi coronel.

Al lado, debajo de la guía telefónica, queda la carta de advertencia:

«Limpiaremos este país de las ratas, especialmente de aquellas ratas que, como usted, bajaron de las bodegas de los barcos. Y seguiremos cumpliendo con nuestro deber patriótico, mandando al infierno a los que pretenden acabar con la Libertad de nuestra Nación, sin esperar a que leyes mariconas le dejen tiempo para reproducirse.

«Abra bien los ojos, no duerma, porque lo estaremos vigilando día y noche para cumplir con nuestro irrenunciable mandato.

Libertad, Patria y Honor».

2.

El coronel le pide los lentes. G. duda, luego se los da. Con un ademán barroco, el coronel se los prueba, mira a sus subordinados y pregunta qué tal se ve. Los dos aprueban con una mueca exagerada. Luego trata de leer otro lomo de libro, evitando tocarlo.

—Caramba —dice— así se ve todo distinto.

Esta vez se anima y toma un libro, lo abre y hace que lee para una fotografía.

—A ver, soldado, ¿no parezco un intelectual?

—Sí mi coronel, parece un intelectual.

—Yo diría, un hombre inteligente.

—Eso es, mi coronel. Debería quedarse con los lentes de Cuatro Ojos.

—Soldado, ¿no le dije que tuviera respeto cuando se está en casa ajena? —le reprocha el coronel. Y luego, fingiendo que intenta olvidarlo, vuelve a mirar el libro que tiene en sus manos y pregunta:

—Dígame, doctor…

—No soy doctor, usted lo sabe.

—Bueno, digamos que no tuvo una educación formal, pero para mí es doctor. Con tanto libro amontonado, cómo podría llamarlo? Además, ¿no da usted clases en la Universidad? ¿Qué es lo que enseña, doctor?

—Literatura anglosajona… —dice G., casi disculpándose.

—¡Qué bien suena eso! Pero, dígame, profesor, ¿para qué sirve eso? —dice el coronel y lo mira, victorioso. Siempre que hace preguntas de ese tipo sale bien parado.

—¿Para qué sirve la literatura, profesor?

G. ha estado pensando la respuesta. Una pregunta obvia. Por eso, tal vez, nunca se la planteó seriamente y ahora el señor coronel viene a poner el dedo en la llaga. Sin mirarlo y sin salir de ese ligero ensimismamiento producido por la tristeza o por el alcohol, G. murmura:

—¿Para qué sirve la literatura..? Bueno, para muchas cosas. Pero si usted está preocupado por las utilidades y los beneficios, como lo sospecho en su pregunta, le diré que difícilmente un espíritu estrecho albergue una gran inteligencia. Una gran inteligencia en un espíritu estrecho tarde o temprano termina ahogándose. O se vuelve rencorosa y perversa…

G. se detiene; probablemente ha cometido un error, en todo caso intrascendente: ha querido responder con una idea en un momento en que cualquier idea o cualquier razonamiento es apenas el marco escenográfico de una acción cuyo desenlace ya está resuelto de antemano.

Baja las cejas hasta tapar casi totalmente los ojos, mientras se pregunta qué tiene él de aquellos vikingos que cruzaron el Atlántico norte hace mil años. Desde niño se los imaginaba como dioses que sólo conocían el miedo ajeno. Recorría los caminos húmedos de Fyn, donde vivía el abuelo Sune, rodeado de los campos de los Jørgensen, y no se imaginaba el dolor de la barbarie, el sudor agitado de la guerra, la tristeza del abandono. Ahí estaba delante de él ese hombre uniformado, de pelo negro y de hablar deliberadamente pausado, que en esencia no era otra cosa que uno de aquellos bárbaros que hundían barcos en Nydam Mose. Ese hombre tenía más de vikingo que él, que sólo tenía la sangre y que soñaba cada noche que un grupo de romanos invencibles habían decidido matarlo. G. levantaba una espada con mango de oro, como si con ese gesto estuviese formulando una acción mágica de sus antepasados que pondría en fuga a sus enemigos. Pero la espada se volvía tan pesada que sus dos brazos no podían sostenerla, y se caía con la punta contra el piso, momento en que los hombres de pelo muy negro aprovechaban para acercarse a él y lo rodeaban con espadas más livianas y más filosas. Y así lo mataban. Es decir, así despertaba con el corazón golpeándole la garganta y los oídos, como si fuese a reventar por el esfuerzo. Más de una vez G. pensó que moriría de esa forma, y que la gente diría, al día siguiente: «pasó de un sueño al otro», porque la gente tiene la idea que morir en la cama es una de las mejores formas de cumplir con lo inevitable, cuando en realidad puede ser una de las formas más violentas de morir, una forma irreal, víctima de una ficción que termina con un golpe en la puerta o un estruendo accidental en la calle, poniendo fin a la madre de todas las ficciones que es la vida.

En la televisión un hombre habla de frente a la cámara y con un micrófono que le tapa toda la boca y parte de la nariz. Parece preocupado. Se da vuelta y pregunta algo a otro que está al lado:

¿Cómo te sentís en el equipo?

Bueno, la verdad que bien. Llegar hasta aquí es lo más grande que le puede pasar a un jugador de fúbol, porque un equipo Grande como Peñarol es lo más grande que hay, la verdad.

G. se dirige a su botella de whisky. No está nervioso. Sólo está triste y quisiera emborracharse, definitivamente.

¿Cómo es la relación con los demás compañeros de equipo? ¿Te sentís cómodo, te llevás bien con todos ellos?

—¿Cómo, no nos sirve? —le reprocha el coronel, cambiando de tono.

—Sí, claro.

—Veo que usted no es muy amable con sus visitas. ¿Para qué me gasto yo en enseñarles a mis muchachos buenos modales si estamos en casa de un mal educado? Como siempre, mucha cultura y poca educación, como dice el General.

La verdad que sí, el compañerismo es muy bueno y pienso que todos nos estamos preparando muy bien para sacar al equipo adelante, como es que la gente quiere.

G. sirve whisky para tres más. Le acerca uno a cada uno, menos al que se entretiene dando vueltas por la biblioteca. Tiene una mandíbula cuadrada que se destaca del resto de la cara. Mira con atención y saca un libro de un estante que está contra el piso y pregunta, mi Coronel, qué idioma es éste con una o atravesada por un palito? El Coronel lee: Søren Kierkegaard, Frygt og Baeven. Ha leído con dificultad. No comprende y se fastidia. Tira el libro sobre el escritorio y sentencia: es ruso, soldado, alguna mierda de esas que leen los bolches.

—Es danés —dice G.

—Es ruso —ordena el Coronel—. Si yo te digo que es ruso, es ruso, ¿escuchaste, mierda?

—Es ruso —repite G. Está pensando en el segundo cajón de su escritorio. Por un momento lo mira. Cuando esté totalmente borracho podrá hacerlo. No debe ser tan difícil: sólo hay que poner el caño en la sien y apretar el gatillo. Tal vez duela menos que el dentista. Nadie va a lamentarlo, a excepción de Gutiérrez, al que todavía le debe un cheque que no pudo cubrir el viernes pasado. Sólo tiene que esperar el momento adecuado, porque ellos no permitirán que se mate así nomás. Primero tiene que sufrir, mi coronel, hay que hacerlo comer la mierda de su madre, qué tanto joder, al fin y al cabo usted bien sabe por qué estamos aquí, ¿o no?

—No, exactamente.

Hay un rumor de que el técnico es muy exigente con el plantel y que el Pato Lima sería dejado de lado a consecuencia del tiro penal marrado en el último encuentro —una imagen en cámara lenta muestra a un jugador de Peñarol con las manos en la cintura, acomodando el cuerpo a la espera de la orden del juez. Mastica chicle, lo que no se corresponde con la imagen serena que intenta dejar—. ¿Qué piensa un centrojad como vos que fue dirigido por tantos técnicos anteriormente?

Bueno, yo creo que el Pato es un gran jugador y excelente persona y que algunas cosas que se dicen en la cancha son producto de la calentura del momento. Pero con la cabeza más fría pienso que se va a arreglar todo y el Pato volverá al equipo —Toma carrera, flotando en el aire de aquella noche, se aproxima a la pelota y patea. La pelota demora en despegarse de su pie y, cuando lo hace, se transforma en una especie deformada de pelota de rugby blanca, hasta que el arquero la detiene, casi sin esfuerzo.

En momentos en que estamos viendo las imágenes de aquel momento fatal para el Pato, quisiéramos saber, desde estudios, cuál es, para Almeida, la posición del técnico respecto a todo lo que se ha dicho del caso Pato Lima – Pastoriza.

Comprendido, comprendido. Te traslado la pregunta: ¿Pastoriza López?

Con el técnico no llevamos muy bien. Precisamente, el otro día estábamos comentando con el Cabeza y decíamos que era increíble lo claro que es el técnico en las charlas y lo bien que deja la idea en claro de lo que quiere.

El coronel se acerca a G., despacio y con las manos colgando detrás.

¿Cuál es la idea del técnico para esta difícil prueba que se les avecina?

Lo mira un instante, entre irónico y a punto de estallar.

Bueno, él nos pide siempre que juguemos al fúbol, que metamos para adelante y que cuando la perdamos la pelota la tratemos de recuperar.

—¿A qué está jugando?

—No lo sé —dice G., casi borracho, totalmente triste— pero estoy acostumbrándome. Llegan tres señores, rompen el cielorraso de mi habitación buscando armas o dinero, me insultan. A veces me escupen en la cara y luego se van. Al final siempre vuelven.

—¡Uy!, el señorito está molesto porque la institución, Salvaguardia de la Patria, le escupe en la cara. Y usted, ¿no nos escupe en la bandera?

G. no responde. Se sirve más whisky y procura acercarse al segundo cajón del escritorio. Pero el coronel le ordena que se siente en el sillón que acaba de quedar libre. La bandera. G. se recuesta y siente el calor que acaba de dejar el soldado. Es un calor de cuerpo, como cualquier otro. G. sólo piensa en el segundo cajón. No le importa lo que pueda estar diciendo el coronel acerca de los derechos y los deberes a la patria.

—En cada Institución del Estado —reflexiona el coronel— deberían poner a la entrada un cartel con la Ley Primera: Cuando la Patria está en peligro no hay derechos para nadie. Sólo obligaciones. Eso tenía que haberlo dicho Sócrates, que murió por su patria.

—¿Pero Sócrates no era un filósofo? —pregunta uno de los soldados.

—Claro, pero murió por su patria. También hay filósofos que defienden la patria. El Sócrates era un subversivo y se liquidó tomando el veneno. Así deberían hacer todos los vendepatrias.

Gracias Jaime. Mucha suerte a los muchachos de Peñarol y que sean bienvenidos a la Argentina. Suerte también a nuestro Independiente, Pepe.

Por supuesto, esperamos que los Diablos Rojos sean agraciados con mayor fortuna en el próximo partido y que nos sepan representar como Nación.

Estoy seguro que sí, Pepe, dados los antecedentes de la institución roja…

Por supuesto. No debemos olvidar además que por algún misterio del Destino le ha tocado ser a Independiente precisamente el club que más veces ha ganado la copa Libertadores de América.

Para reflexionar, realmente. Te mandamos un saludo. Chau.

—G. intenta levantarse, pero el coronel le pone una mano en un hombro y lo vuelve a hundir en el sillón.

Del deporte ahora nos vamos a la escena internacional…

—Vayamos al grano —dice—. Le voy a contar, ya que dice no saber, por qué estamos de visita. Nos enteramos de que usted viajó a Montevideo, el día 14. No se puede uno confiar de una limpiadora; debería despedirla… ¿Es así o no?

—Debería despedirla —dice G., mientras mira que en alguna parte del mundo un edificio de diez pisos se derrumba y un río se desborda arrastrando en su corriente una vaca muerta.

—Viajó a Montevideo, sí o no.

—Sí —dice G., y luego confirma, sin necesidad—: me fui a Montevideo.

Detrás de la vaca flota un hombre que todavía está vivo, porque intenta agarrarse a un cable de corriente eléctrica. La mano se desprende del cable y el cuerpo desaparece.

—Ya, ya. Sabemos que se fue a Montevideo. Chocolate por la noticia. Pero lo que queremos saber es otra cosa —dice el coronel, volviendo a caminar de un lado para el otro con los dedos cruzados sobre las nalgas—. ¿Acaso usted no sabía que no puede viajar a Montevideo sin un permiso especial?

—Sí.

—Pero usted no tenía ningún permiso especial y de todas formas se dio una vuelta por la tacita del Plata.

—Sí. Solicité ante su Superioridad ese permiso especial y me lo negaron.

«En Mar del Plata soy feliz», dice la canción… Estamos en contacto directo con Mar del Plata. Atento Luisito, atento. ¿Me escucha?

—Bien, el cómo ya lo sabemos: usted falsificó documentos. Queda por saber lo más importante: el para qué. ¿Qué fue a hacer a Montevideo?

—Fui a buscar a una mujer.

—Carajo, qué romántico resultó el judío —dice el coronel, fingiendo sorpresa. G. no corrige esa confusión de razas—. Por favor, señor G., recién tomé una merienda, un capuchino con medialunas en el bar de la esquina, mientras esperábamos que el señor llegara. Hágame el favor, no me corte la digestión. Dentro de tres años me jubilo, pero ni piense que voy a esperar tres años para pasar a mejor vida. Le voy a ser sincero: yo tengo por principio no hacerme mala sangre. Pienso que hay que llevar las cosas con la mayor tranquilidad posible, con calma, no hay que gritar para ordenar algo. En eso me parezco a usted; no me gusta levantar la voz. Si yo cumplo bien o mal mi trabajo, igual recibo el mismo sueldo. Así que no pienso complicarme mucho en el trabajo ni voy a hacer horas extras con un judío de mierda que se las toma de avivado. Le sugiero que no nos retenga hasta las nueve de la noche, que es cuando termina mi turno, porque puedo comenzar a ponerme de mal humor.

G. no escucha, ha perdido el hilo del pensamiento militar. Logra ponerse de pie y se acerca a la botella de whisky, que ahora pone encima del segundo cajón. Sabe que si no lo agarra a tiempo ellos la descubrirán. Y será pronto, porque el soldado de la mandíbula de pelícano continúa hurgando detrás de los libros. Seguirá por el escritorio hasta abrir el segundo cajón. G. recuerda un hombre que conoció en Zárate, con una mandíbula como esa. Lo habían operado y le habían limado el hueso varias veces, pero la mandíbula le seguía creciendo. Era mozo en un bar.

—Así es —dice, como para sí mismo—. Fui a buscar a una mujer, a Montevideo.

—Oíme, hijo de puta —lo interrumpe el Coronel hundiéndole el índice en la mejilla—, dejate de estupideces. Nadie se arriesga así por una mujer. Estamos en el siglo XX, ¿me entendiste?

—Sí, lo entiendo, perfectamente —dice G., subrayando para sí la última palabra. En el siglo XX no se mata ni se muere por esas cosas. En el siglo XX la gente es juzgada por sus ideas políticas; no por sus sentimientos. Los delincuentes de mi partido se protegen mientras que cualquier honesto hombre del partido de enfrente puede ser objeto de la tortura, el incendio o la cárcel. ¿Cómo semejantes abstracciones pueden desencadenar tantas pasiones?

—Entonces cantá. ¿Qué fuiste a hacer a Montevideo?

—Fui a buscar a una mujer.

 

3.

Las rejas se abren con estrépito y G. es conducido hasta una sala oscura, con olor a humedad, a cenicero y con una lámpara sobre una mesa de acero inoxidable. Lo está esperando el coronel, sonriente, recién afeitado y con un bigote prolijo, fino y bien recortado. A G. ya no le parece tan delgado.

—Siéntese, tengo buenas noticias. Lo dejaremos en libertad, ya que pudimos comprobar que no estaba mintiendo. Efectivamente, la mujer que usted estaba buscando existe. Se llama Mabel Moreno… —dice el coronel, poniéndose los lentes para leer un informe—. Mabel Moreno Zubizarreta. Aquí dice que se conocieron en un barco. La señorita venía con su padre, desde España. Al llegar a Montevideo, su padre murió de un paro cardíaco, probablemente por el disgusto que le ocasionó su propia hija, enamorándose de un anarquista vagabundo, varios años mayor que ella. Y usted la abandonó a su suerte, continuando su ruta a Buenos Aires…

G. levanta por primera vez la vista y la dirige hacia el coronel que está leyendo un papel. Casi no alcanza a verlo bien por la lámpara que se interpone.

—¿Contento? No se puede quejar, hicimos el trabajo por usted. Deberíamos cobrarle.

—Mabel —dice G., con una voz muy débil y se da cuenta de que casi no puede hablar. Pero insiste:— Mabel… ¿Dónde vive?

—En Montevideo, ¿no? A ver, déjeme ver… —el coronel vuelve a leer con esfuerzo, acercándose a la luz de la lámpara—. Calle Rincón y Piedras. Barrio: Ciudad Vieja.

G. quiere saber más, pero se calla. Sabe que de todas formas se lo dirán.

—¿No pregunta más detalles? Pensé que estaba muy interesado en esa mujer. De otra forma no se hubiera jugado el pellejo cruzando el charco. Y no nos hubieras jodido a nosotros, teniendo que ir personalmente a verificar de que nos estabas diciendo la verdad. Cosa que me calentó un poquito, porque yo sé que estás metido con los bolches grandes y también sé que un día te voy a agarrar.

El coronel camina tratando de pensar y continúa:

—Como le decía, hicimos el trabajo por usted, porque la inteligencia militar es superior a la inteligencia culta. Lo felicito, señor G., su mujer es hermosa, una hermosísima prostituta.

Los otros cuatro que estaban en la sala esperaban este momento. Fijaron sus miradas en el rostro abatido de G. Alguno dirá que ni se inmutó. Otros dirán que se le notó que se le venía el mundo abajo. Nunca se pondrán de acuerdo.

—Una hermosa prostituta que trabaja cerca del puerto —insiste el coronel, por si la frase anterior no hubiese llegado muy profundo— ¿Sabía usted que su amada, la mujer por la cual usted arriesgó su vida, se acuesta con otros hombres por dinero?

El coronel lo mira más de cerca. G. casi no reacciona y el coronel se pone furioso. Le grita:

—¡No le importa!

—No… —responde débilmente, G.

—Ah, no le importa —dice el coronel, volviendo a su posición vertical, desilusionado—. Tal vez le importe saber cuánto me cobró por media hora. ¿No calcula? Trescientos pesos uruguayos, que en moneda nacional… no sé cuánto es. Pero no importa, porque eso lo pagó el Estado, digamos los contribuyentes como usted.

Definitivamente, ya no hay expresiones vivas en el rostro de G. Los demás renuncian a observarlo. Uno se retira diciendo que no vale la pena. Los otros se quedan porque saben que hay más.

—Trescientos pesos… —reflexiona el coronel—. Trescientos pesos por media hora que estuvo gritando como loca, porque por algo me decían Cabo Largo, siendo que nunca fui cabo. Tal vez al señor no le moleste que su amada sea una prostituta porque no nos cree. Claro, pero por algo pertenecemos al ejército argentino: lo prevemos todo —dice el coronel, tomando de la mesa un sobre de papel manila. Adentro hay unas fotografías ampliadas, en blanco y negro. Las saca y las estudia un momento.

—Hemos sacado algunas instantáneas, porque el gobierno nos paga pero debemos rendirle cuentas de nuestras actividades y gastos. ¿Qué le parece? Yo le muestro una foto de medio cuerpo y usted me dice si es ella o no.

Elige y finalmente pone una de frente a G. Es Mabel que aparece casi de perfil, mirando a la cámara un poco asustada.

—¿Es ella, su Julieta, sí o no?

G. no responde.

—Bueno, tal vez esa fotografía no la represente bien —dice el coronel— A veces ocurre. Hay fotos que no se parecen al modelo. A ver, si le muestro otras tal vez la termine por reconocer.

G. no responde; sólo mueve los ojos, de vez en cuando, para comprobar que es Mabel que aparece en todas las fotos.

—Bueno, en fin, tal vez no sea su Mabel. Así que podré mostrarle todas sin que se escandalice demasiado. Ésta es mi favorita —dice el coronel como si la admirara un momento antes de exponerla a cincuenta centímetros de la cara de G.— El que aparece arriba, de espaldas, es el agente Fabiolo. Nadie diría que es el agente Fabiolo, porque nadie lo conoce por las nalgas y el muy vergonzoso escondió la cabeza. Qué muchacho. Bueno, en realidad, todos lo hombres somos vergonzosos. ¿No se ha fijado usted que en las revistas pornográficas la mujer es siempre la que da la cara, mientras que el macho que las está cogiendo la esconde? La mujer siempre pierde la vergüenza más rápido. Y dicen que la vergüenza es como el virgo: se lo pierde y después no hay vuelta atrás. Bueno, aunque tal vez usted nunca haya visto una revista pornográfica. Aproveche ahora y disfrute con nosotros de estas tomas de película.

G. no quiere que lo vean con los ojos húmedos; inclina la cabeza procurando mirar para otro lado, pero atrás se encuentra con la cara sonriente de un soldado. El coronel ha ganado otra vez, piensa el soldado.

—No vaya a pensar que obligamos a esta pobre mujer a hacer lo que parece que está haciendo aquí —sigue diciendo el coronel—. No, no, señor. Eso no es de hombres. Además no quisiéramos tener problemas con nuestros hermanos uruguayos. En realidad le pagamos por el servicio, que es un trabajo como cualquier otro. Y ningún trabajo es vergonzoso. El trabajo honra a la gente. Y mira que le dimos unos pesos más por las fotografías, que fue lo único que no le gustó.

 

Jorge Majfud


Del libro Perdona nuestros pecados (2007)

 

Memoria dulce de la barbarie

 

Bitacora (La Republica)

Memoria dulce de la barbarie

“La cárcel de Libertad”

Mis viejos amigos siempre se han reído de mi memoria aunque, con los años, han ganado en prudencia y mantenido en amistad. El mejor sentimiento que agradezco a mi memoria es la nostalgia. Una profunda nostalgia. Entre lo peor está el inútil arrepentimiento.

Las paradojas del destino han hecho que yo tuviera que añorar los años de la dictadura militar en mi país; tuve en mala suerte crecer y abandonar mi infancia en esa época. No es a la barbarie a quien debo estar agradecido y parecería estar demás aclararlo, si no fuera por la ilimitada necedad humana que nunca descansa. Una vez, en una clase de literatura de la secundaria, le preguntamos a la profesora por qué no se hablaba de Onetti, siendo que dos años antes había recibido el Premio Cervantes en España y que, se decía (alguien dijo), era uno de los clásicos vivos de nuestro país. La respuesta, contundente, fue que Juan Carlos Onetti había recibido todo de Uruguay —educación, fama, etc.— y luego se había ido al exilio a hablar mal de su país. No es necesario comentar semejante exabrupto. Sólo que uno espera de alguien que se ha dedicado a la literatura una visión menos estrecha de la existencia. Se supone que alguien con ese extraño oficio ha vivido varias vidas y ha tenido que sentir y pensar el mundo desde otras cárceles. Sin embargo no es así; la necedad no es la simple carencia de algo sino el resultado de un largo aprendizaje, casi siempre basado en la práctica. Si este recuerdo ocupa todavía en su memoria algún lugar, tal vez forme parte de su cuota de arrepentimientos. Agregaré que aquella profesora, hasta donde alcanza mi juicio, no era una mala persona. Quizás era más feliz que las otras profesoras de literatura que tuve años después. Lo único que tenían todas en común era cierta sensualidad, insospechable por su forma de vestir o de hablar.

A lo que voy es que no sería raro que alguien piense, mientras menciono que crecí en tiempos de dictadura, que me debo a ella, que le debo mi educación y poco menos que la vida y que, por lo tanto, debería tenerle algún agradecimiento. Claro que la respuesta es no. Como decía Borges —el tantas veces ciego, pero no menos veces brillante—, uno nace donde puede. A mí me tocó nacer en un momento histórico donde la política —o, mejor dicho, su antítesis: la barbarie— se filtraba por las rendijas de las puertas y las ventanas, hasta destruir a familias enteras. Una de esas fue, entiendo, mi familia. O parte de mi familia. Pero no voy a entrar en eso ahora.

No puedo evitar recordar esta trasnochada la cárcel de Libertad, allá en Uruguay. Antes, yo había conocido depósitos menores, con motivo de las visitas que mi familia le hacía a mi abuelo, Ursino Albernaz, el viejo rebelde, el revolucionario, la oveja negra de una familia de campesinos conservadores. Mi abuelo había sido negado por su primera familia; le quedaba la que él mismo había construido y, sin querer, destruido también. Fue torturado por varios “soldaditos de la patria”. Omitiré nombres de vecinos, ya que aún viven y no tengo más prueba que la confesión de mis seres queridos, ya todos muertos; sólo diré que el célebre “Nino” Gavazzo estuvo entre sus cobardes inquisidores. Aunque el adjetivo “cobarde” es una redundancia histórica, ya que las dictaduras no recuerdan ningún acto heroico, ni de sus soldados ni mucho menos de sus generales. Ni siquiera pudieron inventarlos; no sólo porque carecían de imaginación sino porque ni ellos mismos se creían cuando se colgaban estrellas y medallas en sus uniformes, una tras otra hasta cubrirles todo el pecho de chatarra que portaban orgullosos en las fiestas de sociedad. Sólo queda el recuerdo de la permanente y obsesiva propaganda detallando los horrores ajenos. O las demostraciones de amor de los religiosos seguidores de Pinochet que en los años noventa desfilaban con retratos de los desaparecidos por el régimen y con una leyenda que decía: “Gracias a Dios están muertos”. (Recientemente estuvo aquí en la Universidad de Georgia el célebre Frederic Jameson donde, con su habitual guiño provocador, recordó las costumbres narrativas de los imperios, el placer del éxito y la tortura: la épica pertenece a los ganadores, mientras el romanticismo es propio de los perdedores. No obstante, es ésta la que permanece. En América Latina ni siquiera hubo una épica de los vencedores. ¿Quién se puede imaginar a un escritor, por enano que sea, rescatando alguna de los miserables éxitos de nuestros atilas?)

De esos cursos en el infierno, mi abuelo salió con una rodilla reventada y algunos golpes que no fueron tan demoledores como los que debió sufrir su hijo menor, Caíto, muerto antes de ver el final de lo que él llamaba “tiempos oscuros”. A principio de los ‘70 ascendieron a ambos al mayor espacio simbólico de la dictadura: los enviaron a la cárcel de Libertad.

Recuerdo la cárcel de Libertad desde infinitos puntos de vista. Para los niños que íbamos allí, el largo viaje era un paseo, aunque siempre debíamos madrugar para luego esperar a un costado de la ruta en noches frías y lluviosas. Esperar, siempre esperar en la ruta, en las terminales de ómnibus, en los interminables puestos de seguridad, en pasillos y salas de manoseo. Cuando niños no podíamos imaginar que todo ese proceso, además de agotador, era humillante. Nos salvaba la inocencia, o la casi inocencia, porque siempre supe qué significaba aquello: era algo de lo que no se podía hablar. Años más tarde, uno de mis personajes llamó a esa generación, “la generación del silencio” y creo que dio sus razones, aparte de ésta. Ese “silencio” significaba, para mí, que existía una contradicción trágica entre el discurso oficial y mi propia vida. En la humilde escuela de Tacuarembó a la que yo asistía, aquella escuela que goteaba sobre nuestros cuadernos los días de lluvia, se nos hablaba de la justicia y el orden pacífico que reinaba en el país, gracias a los Soldados de la Patria. Años después, en la secundaria, todavía se repetía que vivíamos en democracia. Mientras debíamos escuchar y repetir todo esto en el ámbito público, en los veranos, en una cocina rural de Colonia, escasamente iluminada por un farol de mantilla, escuchaba las historias de personas desconocidas acerca de hombres y mujeres lanzados desde aviones al Río de la Plata, por arte de la dictadura argentina. Quince años más tarde serían éstas mismas confesiones, por parte del ex capitán de navíos Adolfo Scilingo, que escandalizarían al mundo. Eso fue en 1995, según recuerdo; leí esta noticia en algún país de Europa —por la arquitectura podría ser Praga—, lo que me dio una idea de la sospechosa inocencia del mundo y de buena parte de nuestra sociedad. Luego Scilingo o Tilingo se desdijo argumentando que todo había sido una “novela”.

Si libero mi memoria a partir del primer “check point” que precedía la entrada a la monstruosa cárcel de Libertad, enseguida me vienen a la conciencia militares con botas negras por todas partes, mujeres cargando bolsas, niños quejándose por el paso rápido de sus madres, maldiciones en secreto, invocaciones a Dios. Luego un salón como una estación de trenes, gris por todas partes. El cielo también gris y el piso húmedo, marcado por las botas que iban y venían. Un militar de bigotes recortado, llenando formularios y autorizando a pasar a la gente. No sé por qué, se parece a un Videla de ojos claros, labios apretados y voz de mando. Luego una salita pequeña donde otros uniformados palpaban a los visitantes. Luego otro camino de asfalto que conducía a otro edificio. Una sala sin ventanas. Un retrato de José Artigas vestido de militar blandengue. Más esperas, más ganas de ir al baño y no poder. Una niña hermosa que me sonríe entre tanto fastidio. El pelo rubio le brillaba entre las penumbras de la pequeña sala. Pero a mí me había impresionado su mirada, inocente (se me ocurre ahora), llena de ternura, algo improbable en ese infierno.

En algún momento mi abuela se levantó y pasó para hablar con su hijo, por teléfono. Los separaba un vidrio espeso. Esa misma tarde u otra parecida le confesó que había sido allí, en la cárcel, donde se había convertido en aquello por lo cual estaba preso. Tiempo después me repitió a mí también la misma convicción: si había caído injustamente, ahora por lo menos tenía una justificación que le haría todos aquellos años de su juventud más soportables. Ahora tenía una causa, una razón, algo por lo cual sentirse orgulloso y redimido.

Luego los niños seguíamos por otra puerta y salíamos a un patio tiernamente equipado con juegos infantiles. Allí estaba el tío, con su bigote grueso y su eterna sonrisa. Su incipiente calvicie y sus preguntas infantiles. “¿Cómo te va en la escuela?” A mi lado recuerdo a mi hermano, mirando ensimismado a mi tío, y mi primo más chico M., arrojándose de un tobogán. Caíto lo agarraba, lo subía de nuevo y entre los gritos de alegría de M., volvía a preguntar: “¿Y cómo están los papis?” “¿Ya tienes novia?”.

Pero nosotros no estábamos para eso. Me acerqué al tío y le dije, en voz muy baja para que no me escuchara el guardia que caminaba por allí, el mensaje que tenía para él. Se quedó serio.

Luego lo recuerdo del otro lado de un tejido de alambre, caminando en fila india junto con los otros presos. Yo tenía ganas de llorar y me contuve. Mi primo gritó su nombre y él hizo como si se tocara la nuca y movió los dedos. Lo vi alejarse, con la cabeza inclinada hacia el suelo. El tío había sido torturado con diferentes técnicas: lo habían sumergido repetidas veces en un arrollo, lo habían arrastrado por un campo lleno de espinas. Más tarde supo que cuando se lo llevaron su esposa se pegó un tiro en el corazón. Mi hermano y yo estábamos ese día de 1973 o 1974 en aquella casa del campo, en Tacuarembó, jugando en el patio al lado de una carreta. Cuando oímos el disparo fuimos a ver qué ocurría. La tía Marta, que apenas conocí, estaba tendida en una cama y una mancha cubría su pecho. Luego entraron personas que no puedo identificar a tanta distancia y nos obligaron a salir de allí. Mi hermano mayor tenía seis años y comenzó a preguntarse: “¿Para qué nacemos si tenemos que morir?” La mama, la abuela Joaquina, que era una inquebrantable cristiana a la que nunca vi en iglesia alguna, dijo que la muerte no es algo definitivo, sino sólo un paso al cielo. Excepto para quienes se quitan la vida.

—¿Entonces la tía Marta no irá al cielo?

—Tal vez no —contestaba mi abuela—, aunque eso nadie lo sabe.

A uno de los empleados de mi padre le gustaba jugar con un verso que había que repetir cada vez usando una sola vocal:

Estaba la calavera

sentada en una butaca

y vino la muerte y le preguntó

por qué estaba tan flaca?

Astaba la calabara, santada an ana bataca, a vana la marta… Cuando llegaba aquí, su rostro deformado por tantas as en su boca me recordaba a la muerta. La tía Marta estaba fría y muerta. Tiempo después tuve un sueño que se repitió algunas veces. Yo yacía inmóvil pero consciente en un sótano, lleno de desperdicios. Alguien, con la voz de mi abuela, decía: “Déjenlo, está muerto”. Entonces era doblemente abandonado: por mí mismo y por los demás. Este sueño, como algunos otros —aunque a los críticos de letras les gusta repetir que los sueños no le importan a nadie más que a quien lo soñó— está trascripto, casi literalmente, en mi primera novela.

Mi hermano y yo supimos, por deducción secreta, por qué lo había hecho. Aunque ahora pienso que nadie puede culpar a nadie de un suicidio sino al que aprieta el gatillo o se cuelga de un árbol. Ni siquiera a un dictador. Dejar cartas responsabilizando por su propio suicidio a alguien que no se encuentra presente es completar la cobardía del acto supremo del escapista —y una prueba póstuma de la manipulación de las emociones ajenas que el muerto ejerció o quiso ejercer en vida. En el caso de la tía Marta no fue un acto político; sólo fue víctima de la política y de sus propias debilidades.

El tío Caíto murió poco después de salir libre, en 1983, casi diez años más tarde, cuando tenía 39. Estaba enfermo del corazón. Murió por esta razón o por un inexplicable accidente en su moto, una noche, en un solitario camino de tierra, en medio del campo.

© Jorge Majfud

Athens, febrero 2006.

Mémoire douce de la barbarie:

La prison de Liberté

Mes vieux amis ont toujours ri de ma mémoire quoique, avec les années, ils ont crû en prudence et m’ont gardé leur amitié. Le meilleur sentiment dont je suis redevable envers ma mémoire est la nostalgie. Une profonde nostalgie. D’entre le pire est l’inutile regret.

Les paradoxes du destin ont fait que j’eus à regretter les années de la dictature militaire dans mon pays; j’eus la malchance de croître et d’abandonner mon enfance à cette époque. Ce n’est pas à la barbarie que je dois être reconnaissant et qui paraît, du reste, l’éclairer, si ce n’était par l’illimitée nécessité humaine qui jamais ne se repose. Une fois, dans une classe de littérature au secondaire, nous demandions à la professeure pourquoi on ne parlait pas d’Onetti, étant donné qu’il avait reçu, deux années auparavant, le prix Cervantes d’Espagne, et que, il était un des classiques d’actualité de notre pays. La réponse, contondante, fut que Juan Carlos Onetti avait tout reçu de son pays – éducation, renommée, etc. –, et que par la suite il s’en était allé en exil parler en mal de son propre pays. Il n’est pas nécessaire de commenter de tels ex abrupto. Seulement on attend de quelqu’un qui s’est dédié à la littérature une vision moins étroite de l’existence. On suppose qu’une personne avec cet étrange métier a vécu plusieurs vies et a eu à sentir et à penser le monde à partir de d’autres prisons. Cependant, il n’en est pas ainsi; la nécessité n’est pas la simple carence de quelque chose, mais le résultat d’un long apprentissage, presque toujours basé sur la pratique. Si ce rappel occupe encore dans sa mémoire quelque espace, peut-être fait-il partie de son quota de regrets. J’ajouterai que cette professeure, selon mon jugement, n’était pas une mauvaise personne. Peut-être était-elle plus heureuse que les autres professeures de littérature que j’eus par la suite pendant des années. La seule chose qu’elles avaient en commun était une certaine sensualité, insoupçonnable, par la façon de se vêtir ou de parler.

A ce que je vois, c’est qu’il ne serait pas rare que quelqu’un pense, pendant que je signale que je grandis en des temps de dictature, que je lui suis reconnaissant, que je lui dois mon éducation et, peu s’en faut, la vie, et que par conséquent, je devrais lui témoigner quelque reconnaissance. Bien sûr que la réponse est non. Comme disait Borges – si souvent aveugle, mais non moins si souvent brillant – une personne naît où elle peut. A moi me revint de naître à un moment historique où la politique – ou, pour mieux dire, son antithèse: la barbarie – s’infiltrait par les fentes des portes et des fenêtres, jusqu’à détruire des familles entières. Une de celles-là fut, bien sûr, ma famille. Mais je ne vais pas entrer dans ceci maintenant.

Je ne peux éviter de rappeler cette nuit noire «la prison de Liberté», là en Uruguay. Avant, j’avais connu des dépôts moindres à l’occasion de visites que ma famille rendait à mon grand-père, Ursino Albernaz, le vieux rebelle, le révolutionnaire, le mouton noir d’une famille de paysans conservateurs. Mon grand-père avait été renié par sa première famille; il lui restait celle que lui-même avait construite et, sans le vouloir, détruite aussi. Il fut torturé par plusieurs «petits soldats de la patrie». Je passerai sous silence le nom de voisins, quoiqu’ils vivent encore et que je n’aie de preuves que la confession de mes êtres chéris, maintenant tous décédés; je dirai seulement que le célèbre “Nino” Govazzo fut d’entre ses lâches inquisiteurs. Quoique l’adjectif «lâche» est une redondance historique, car les dictatures ne soulignent aucun acte héroïque, ni de ses soldats et encore moins de ses généraux. Ni même ne purent en inventer; non seulement parce qu’elles manquaient d’imagination, mais parce que ni eux-mêmes ne se croyaient lorsqu’ils s’accrochaient des étoiles et des médailles à leurs uniformes, une après l’autre, jusqu’à se couvrir toute la poitrine de ferraille qu’ils portaient orgueilleusement dans les fêtes sociales. Il ne reste que le souvenir de la permanente et obsessive propagande détaillant les horreurs d’autrui. Ou les démonstrations d’amour des religieux partisans de Pinochet qui, dans les années 90’, défilaient avec les portraits des disparus sous le régime et montrant une légende qui disait : “Grâce à Dieu, ils sont morts”. (Récemment était ici à l’Université de Géorgie le célèbre Frederic Jameson qui, avec son habituel clin d’œil provocateur, rappela les coutumes narratives des empires, le plaisir du succès et de la torture : l’épique appartient aux vainqueurs pendant que le romantisme est le propre des perdants. Cependant, c’est ce dernier qui demeure. En Amérique Latine, il n’y eut même jamais une épique des vainqueurs. Qui peut imaginer un écrivain, si petit soit-il, repêchant quelque chose des misérables succès de nos Attila?)

De ces courses en enfer, mon grand-père en sortit avec une rotule claquée et quelques coups qui ne furent pas si démoralisateurs comme ceux dont dû souffrir son fils cadet, Caito, mort avant de voir la fin de ce qu’il appelait «les temps obscurs». Au début des années 70’, ils montèrent tous les deux au plus grand espace symbolique de la dictature : ils furent envoyés à la prison de Liberté.

Je me souviens de la prison de la Liberté à partir d’infinis points de vue. Pour nous les enfants qui allions là, le long voyage était une promenade, quoique nous devions toujours nous lever tôt pour ensuite attendre sur le côté d’une route, par nuits froides et pluvieuses. Attendre, toujours attendre sur la route, dans les terminaux d’omnibus, aux interminables postes de sécurité, dans les couloirs et les salles de tripotage. Enfants, nous ne pouvions imaginer que tout ce processus, en plus d’être épuisant, était humiliant. Cela nous sauvait l’innocence, ou la presque innocence, parce que je sus toujours ce que signifiait cela: c’était quelque chose dont nous ne pouvions parler. Des années plus tard, un de mes personnages nomma cette génération: “la génération du silence”, et je crois qu’il donna ses raisons, en plus de cela. Ce «silence» signifiait, pour moi, qu’il existait une contradiction tragique entre le discours officiel et ma propre vie. Dans l’humble école de Tacuarembó dans laquelle j’étais, cette école qui laissait dégoutter sur nos cahiers les jours de pluie, on nous parlait de la justice et de l’ordre pacifique qui régnaient sur le pays grâce aux Soldats de la Patrie. Des années plus tard, à l’école secondaire, on nous répétait encore que nous vivions en démocratie. Pendant que nous devions écouter et répéter tout cela sur la place publique, pendant les étés, dans une cuisine rurale de Colonie, rarement illuminée par une lanterne de mantille, j’écoutais les histoires de personnes inconnues au sujet d’hommes et de femmes jetés à partir d’avions dans le Rio de la Plata, un art de la dictature argentine. Quinze années plus tard, ce seraient ces mêmes confessions, de la part de l’ex-capitaine de navires Adolfo Scilingo, qui scandaliseraient le monde. Cela se passait en 1995, selon mes souvenirs; je lus cette nouvelle dans quelque pays d’Europe – par l’architecture ce pourrait être Prague -, ce qui me donna une idée de la suspecte innocence du monde et d’une bonne partie de notre société. Suite à Scilingo ou Tilingo (*), je me ravisai argumentant que tout cela avait été un «roman».

Si je libère ma mémoire à partir du premier «check point» qui a précédé l’entrée à la monstrueuse prison de Liberté, tout de suite me vient à la conscience des militaires de toutes parts portant des bottes noires, des femmes chargées de bourses, des enfants se plaignant du passage rapide de leurs mères, des malédictions en secret, des invocations à Dieu. Par la suite, un salon ressemblant à une station de train, gris, de tous côtés. Le ciel aussi gris et le plancher humide marqué par les bottes qui allaient et venaient. Un militaire à moustaches taillées et remplissant des formulaires et autorisant les gens à passer. Je ne sais pas pourquoi, il ressemblait à un Videla aux yeux clairs, aux lèvres serrées et à voix de commandement. Par la suite, une petite salle où d’autres militaires tâtaient les visiteurs. Puis, un chemin d’asphalte conduisant à un autre édifice. Une pièce sans fenêtre. Un portrait de José Artigas vêtu en lancier militaire. Plus tu attends, plus tu as envie d’aller aux toilettes et de ne pas pouvoir y aller. Une belle enfant qui me sourit parmi tout ce dégoût. Ses cheveux roux brillaient dans la pénombre de la petite salle. Mais, en ce qui me concerne, ce qui m’avait impressionné, c’était son regard, innocent (cela me revient maintenant), rempli de tendresse. Quelque chose d’improbable dans cet enfer.

A un certain moment, mon grand-père se leva et alla au téléphone parler à son fils. Une épaisse vitre les séparait. Ce même soir, ou bien un autre semblable, il lui avoua qu’il avait été là, en prison, où il s’était convertit en ce pour lequel il avait été emprisonné. Quelque temps plus tard, il me répéta aussi la même conviction : s’il était tombé injustement, maintenant, du moins, il avait une justification qui rendait toutes ses années de jeunesse plus supportables. Maintenant il avait une cause, une raison, quelque chose pour laquelle se sentir fier et racheté.

Par la suite les enfants continuèrent par une autre porte et sortirent dans une cour tendrement équipée de jeux d’enfants. L’oncle était là avec sa grosse moustache et son éternel sourire. Sa calvitie naissante et ses questions infantiles : “Comment ça va à l’école ?”. A mon côté, je me souviens de mon frère regardant d’une façon absorbée mon oncle et mon cousin plus âgé. M., s’éjectant d’un toboggan. Caíto l’attrapait, le remontait de nouveau et, à travers les cris de joie de M., en venait à lui demander : “Comment vont les papas?” “Alors, as-tu une fiancée?”

Mais nous, nous n’étions pas là pour cela. Je me rapprochai de l’oncle et lui dis, à voix très basse, afin que le gardien qui marchait par-là n’entende pas le message que j’avais pour lui. Il devint sérieux.

Par la suite, je me souviens de lui de l’autre côté d’une clôture barbelée, marchant en file indienne avec les autres prisonniers. J’avais envie de pleurer mais me contins. Mon cousin cria son nom et il fit comme s’il se touchait la nuque en bougeant les doigts. Je le vis s’éloigner, la tête inclinée vers le sol. L’oncle avait été torturé avec différentes techniques : ils l’avaient submergé plusieurs fois dans un ruisseau, traîné dans un champ couvert d’épines. Plus tard je sus que lorsqu’ils lui apportèrent son épouse elle se tira une balle dans le cœur. Mon frère et moi, ce jour de 1973 ou 1974, étions dans ce camp de Tacuarembó, jouant dans la cour près de la route. Lorsque nous entendîmes le coup de feu, nous allâmes voir ce qui arrivait. La tante Marta, que je connaissais à peine, était étendue sur un lit et une tache couvrait sa poitrine. Par la suite entrèrent des personnes que je ne pus reconnaître à une aussi grande distance et nous obligèrent à sortir. Mon frère aîné avait six ans et commença à se demander : “Pourquoi naissons-nous si nous devons mourir?” La maman, la grand-mère Joaquina, qui était une inébranlable chrétienne, celle que je ne vis jamais dans aucune église, dit que la mort n’est pas quelque chose de définitif mais seulement un passage pour le ciel. Excepté pour ceux qui s’enlèvent la vie

–Alors, la tante Marta n’ira pas au ciel?

–Peut-être que non – répondait ma grand-mère –, quoique cela personne ne le sait.

Il plaisait à un employé de mon père, de jouer avec les rimes, qu’il répétait chaque fois utilisant une seule voyelle :

Estaba la calavera

Sentada en un butaca

Y vino la muerte y le preguntó

Por qué estaba tan flaca? (**)

Lorsqu’elle arriva ici, son visage déformé par tant de «a» me rappelait la mort. La tante Marta était froide et morte. Plus tard j’eus un rêve qui se répéta souvent. Je gisais immobile mais conscient dans un sous-sol rempli de déchets. Quelqu’un, avec la voix de ma grand-mère disait : “Laisse-le, il est mort”. Alors, il était doublement abandonné : par moi-même et par les autres. Ce rêve, comme certains autres – quoique les critiques littéraires se plaisent à répéter que les rêves n’ont d’importance qu’à ceux qui les rêvent – sont transcrits, presque littéralement, dans mon premier roman. Mon frère et moi nous sûmes, par déduction secrète, pourquoi elle l’avait fait. Quoique maintenant je pense que personne ne peut culpabiliser personne d’un suicide sinon celui qui presse la gâchette ou qui se pend à un arbre. Ni même un dictateur. Laisser pour son propre suicide des lettres rendant responsable quelqu’un qui n’est pas présent à ce moment est de compléter la lâcheté de l’acte suprême d’évasion – et une preuve posthume de la manipulation des émotions d’autrui que la mort exerça ou voulut exercer de son vivant. Dans le cas de la tante Marta, ce ne fut pas un acte politique; elle fut seulement victime de la politique et de ses propres faiblesses.

L’oncle Caíto mourut peu de temps après être sortit de prison, en 1983, presque dix années plus tard, lorsqu’il avait 39 ans. Il était malade du cœur. Il mourut pour cette raison ou d’un inexplicable accident de moto, sur un chemin de terre, au milieu de la campagne.

Jorge Majfud

Université de Géorgie

Février 2006

(*) “bête”

(**) Était la tête de mort

Assise sur un fauteuil

Et vint la mort et lui demanda

Pourquoi était-elle si maigre?

Traduit de l’Espagnol par : Pierre Trottier, mai 2006

Trois-Rivières, Québec, Canada

Pierre Trottier

Notice biographique

(Montréal, le 21 mars 1925) Poète et essayiste, Pierre Trottier fait des études classiques au Collège Sainte-Marie et Jean-de-Brébeuf où il obtient un baccalauréat en 1942. Il détient également une licence en droit de l’Université de Montréal. Il travaille ensuite comme chef de service à la Chambre de commerce du district de Montréal de 1946 à 1949, puis au ministère des Affaires extérieures du Canada. Il occupe divers postes diplomatiques à Moscou, à Djakarta, à Londres et à Paris, avant d’être nommé ambassadeur du Canada au Pérou de 1973 à 1976, puis ambassadeur auprès de l’Unesco en 1979. Il est également membre du Conseil de rédaction de la revue Liberté et il collabore à Cité libre. Pierre Trottier a reçu le Prix David pour Les Belles au bois dormant en 1960 et le Prix de la société des gens de lettres pour Le Retour d’Oedipe en 1964. Il est membre de la Société royale du Canada depuis 1978 et de l’Union des écrivaines et des écrivains québécois.

Pierre Trottier

Nota biográfica

Pierre Trottier nació en Montreal, el 21 de marzo de 1925. Poeta y ensayista, realizó estudios clásicos en el Collège Sainte-Marie et Jean-de-Brébeuf donde obtuvo su bachillerato en 1942. Licenciado en derecho por la Universidad de Montreal, trabajó más tarde como jefe de servicio en la Cámara de Comercio del distrito de Montreal desde 1946 hasta 1949 y en el Ministerio de Relaciones Exteriores de Canadá. Ocupó diferentes cargos diplomáticos en Moscú, Yakarta, Londres y París, antes de ser designado embajador de Canadá en Perú desde 1973 hasta 1976. Fue embajador agregado en la UNESCO en 1979. Actualmente, es además miembro del Consejo de redacción de Liberté y colaborador habitual de Cité Libre.

The Technology of Barbarism by Jorge Majfud

Uncle Caíto was about thirty years old when they took him in 1972. They said that he had collaborated with some Tupamaro guerrillas who were running loose in the countryside where he worked.

I remember him as balding and with a big mustache. He still stuttered whenever he was nervous.

If he were still alive, we would probably fight a lot, due to political disagreements. Why did you get involved in that? How could you not realize that the Russians had their dictatorship too, their own crimes, their own injustices, their own excrement?

Of course, it’s easy to think that now. It’s easy to solve the problems of the past. If we had only seen where we were going with the same clarity with which we look behind us, where it is too late for us to do anything. But that’s the human condition: we learn at the same rate that we cease needing to learn. We learn to raise a child when that child has already grown or we truly understand a parent when he is already an old man or is no longer with us.

They took Uncle Caíto in a field in Tacuarembó, Uruguay, and they dragged him behind a horse as if his body was a plow. They tried to drown him several times in a creek. He was not able to confess anything because he knew less than the soldiers who wanted to know something, and to have a little fun as well; because the days were long and their salaries were meager.

Maybe Caíto made up a name or a place or some detail to make things easy on himself for a moment.

He had to spend some time in prison. One visiting day he confessed to his mother that he had become a Tupamaro there inside. At least from then on the military dictatorship had a reason for holding him.

Military justice must have had other reasons for using pleasure and entertainment through the suffering of others, the way respectable spectators receive pleasure from the torture of an animal in a bullfight.

The military personnel at that time were quite ingenious when they were bored. I have proposed several times the creation of a Museum of the Cold War, as a monument to the human condition. However, I have always been told that this would be somewhat inconvenient, something that would not promote understanding among all Uruguayans. Maybe that is why there are so many museums about the Charrúa indians where pottery and little arrows from those sympathetic savages is collected, but not a single one about the Charrúa holocaust carried out by some of those heroes who still gallop like multiplied ghosts on their bronze horses through the streets of many cities. I am certain that the material of such a museum would be diverse, with so many declassified documents here and there (those sterile psychoanalytical confessions that democracies make every thirty years to relieve their existential conflicts), with so many sexual toys and other curiosities so instructive for students and scholars.

For example. One day the soldiers punished a prisoner and pretended that they had castrated him. Then they came by Caíto’s cell and showed him a kidney-shaped surgical basin filled with blood.

“Today we castrated this guy”, said one of them. “Tomorrow it’s your turn.

The next day Caíto’s groin was monstously swollen. He had spent the entire night trying to hide his testicles.

I heard this story from some of those who had been imprisoned with him. That was when I remembered and understood why my grandmother Joaquina had told someone, secretly, that they had not been able to find her son’s testicles. When I was little I had imagined that my uncle suffered from a congenital defect and that was why he had never had children.

They told his wife, Marta, something similar:

“Today we castrated him. Tomorrow we shoot him.”

Of course, the soldiers of the fatherland did neither of these things. They didn’t go to such extremes because in Uruguay the disappearances were not as common as in Argentina or in Chile. We Uruguayans were always more moderate, more civilized. More subtle. We always felt so small between Brazil and Argentina, and always so relieved and so proud of not engaging in the barbarities practiced by our stepbrothers. At the end of the day, if one does not speak of such things, they do not exist, like in García Lorca’s The House of Bernarda Alba: “silence, silence, silence I said…”

In those days my brother and I were in our grandparents’ house in the countryside. I was three years old and my brother almost doubles that. We were playing on the patio, next to the wheels of a wagon, when we heard a very loud noise. I remember the patio, the wagon, the tree and almost everything else. We went running and were the first to arrive at Aunt Marta’s room. Our aunt was laying face up on the bed, with a hole in her chest.

An adult immediately dragged us outside to avoid the inevitable.

The assumption was we would be traumatized, turned into delinquents or something of the kind.

I don’t know about the trauma, but I can testify that the most outside the law I have been in my life was when I was five years old. I climbed the control tower of a prison and set off the alarms. After the commotion of security guards chasing after me, they brought me down hanging from one arm.

Caíto died not long after being set free. This is an ironic manner of speaking. He was held in the largest prison for political prisoners, in a town called Libertad

If he were alive today, we would be arguing all the time about politics. I would be throwing his mistakes in his face. He would be calling me “petty bourgeois” or something equally deserved. Or maybe I’m wrong and we would continue being the good friends we were until he died.

Because ultimately what matters most are not political arguments. The sadism they practiced on him has no ideology, although eventually it may serve left-wing or right-wing dictatorships, democracies of the North or those of the South.

The Caítos and the Martas of Uruguay are not considered very important. They weren’t disappeared, and they died of natural causes or committed suicide. On the other hand, those soldiers with a sense of humor who played at castrating prisoners today are probably poor little old men who make sure that their grandchildren don’t watch violence on television, while they explain to them that violence is a lack of morality in today’s society, and has resulted from a loss of fundamental family values.

http://www.thesquawkback.com/2011/06/technology-of-barbarism.html