CAPÍTULO 1
INTRODUCCIÓN
1.1Síntesis general
La producción literaria de los escritores comprometidos durante el período de la Guerra Fría puede ser leída según una visión cosmológica del proceso de liberación humanista. Esta dinámica la ilustramos en el Diagrama de los cuadrantes, producto de la intersección de dos hemisferios principales: por un lado, una dimensión existencial que dividimos en (1) el individuo y (2) la sociedad y por el otro un espacio psíquico-temporal que dividimos en (A) un tiempo histórico y en (B) un tiempo mítico-utópico. Aunque uno no tiene sentido sin el otro, a los efectos analíticos seguiremos estas categorías tradicionales.
El paradigma que subyace en la Literatura del compromiso implica una dinámica cíclica (mítica/tradición amerindia) al mismo tiempo que lineal (histórica/tradición humanista): el camino de la liberación se inicia con la toma de conciencia de un estado de alienación del individuo (Cuadrante I: individuo/historia). Continúa en el segundo cuadrante con la toma de acción o compromiso que conduce a la militancia y eventualmente a la revolución social. Es en este momento que el individuo comienza su inmerción consciente y militante en su sociedad. Si para las tradiciones cristiana y oriental la liberación consistía en un alejamiento del individuo de los pecados del mundo, para la liberación humanista no es posible sino a través de su sociedad. El individuo no puede evolucionar plenamente si su sociedad no evoluciona. Uno no puede liberarse sin el otro (Cuadrante II: sociedad/historia). El segundo hemisferio, el mítico-utópico, por lo general permanece irrealizable. En el Cuadrante III (sociedad/mítico-utópica) la revolución política y la “liberación social” se ha producido; las estructuras sociales han cambiado y la tarea entonces consiste en construir la nueva sociedad que debe prefigurar la liberación del individuo, la llegada del “hombre nuevo”, que es el objetivo final del intelectual comprometido, del militante y del revolucionario según el paradigma del humanismo prometeico (Cuadrante IV, individuo/mítico-utópico). No obstante, esta etapa nunca es realizada. La derrota de la revolución, la muerte del héroe mítico o la nueva sociedad que no alcanza su plenitud no significan el final del proyecto humanista sino su aplazamiento y el reinicio del proceso cíclico del héroe prehispánico.
La ideología dominante de los grupos en subversión en el período 1959-1989, el marxismo, es propia de un humanismo progresista aunque frecuentemente ha sido definido como antihumanista por su perfil fatalista de la historia. De cualquier forma, el humanismo anterior se radicaliza en las ideas de que la historia progresa a través de los conflictos hacia un orden justo e igualitario de la sociedad que producirá una nueva moral y un nuevo individuo. Por otro lado, por el lado de la tradición amerindia, observamos en la Literatura del compromiso algunos elementos contrarios, como la aspiración de “regreso al origen”. Es decir, ya no un futuro utópico producto del progreso a través del caos moderno sino la reivindicación de prácticas, órdenes y valores que son frecuentemente identificados como propios de las culturas precolonialistas y precapitalistas. Los valores atribuidos a los pueblos indígenas oprimidos por la violencia de la Conquista serán reivindicados en oposición a la alienación producida por la codicia materialista de la cultura moderna. El estoicismo —valoración del sufrimiento y confirmación del pecado del cuerpo— heredado del cristianismo oficial, será contestado por el epicureísmo —valoración al placer y la alegría— que es identificado con los pueblos indígenas y con el espíritu joven del revolucionario y el proyecto de la nueva sociedad.
Tenemos, entonces, dos corrientes principales: el humanismo europeo, con su privilegio de la razón, la igualdad intrínseca del individuo, la historia como factor de valoración y creación del sujeto y su concepción de progreso de ésta en oposición a la idea de decadencia de los tiempos propia de las cosmologías religiosas de Europa. Por el otro lado, reconocemos un factor menos documentado como la tradición popular del actual continente latinoamericano. Tomaremos al héroe mítico reprensentado por Quetzalcóatl en América y a Prometeo en Europa para ilustrar estas dos corrientes que confluyen en el período ilustrado. A lo largo de la historia del continente, y especialmente en el siglo de las independencias, veremos un predominio de la visión europea en las elites de poder político y económico a través de la cultura ilustrada. Al mismo tiempo, tomamos en cuenta la otra corriente coexistente de una “cultura popular” propia de millones de habitantes que no participaron igualmente de la dominante cultura ilustrada pero que no carecieron de la suya propia. Por las mismas razones del proceso iniciado por el humanismo europeo en el sigo XIV, la cultura popular amerindia, por mucho tiempo sin representación en las elites ilustradas, comenzará a tomar los espacios de poder intelectual, político y cultural en el siglo XX como formas de reivindicación y revolución. Los autores de la Literatura del compromiso se harán eco de este cambio histórico y ambos convergerán en el paradigma de “progreso-vuelta al origen” representado en el Diagrama de los cuadrantes.
Consecuentemente con el mismo paradigma histórico, los autores de esta corriente literaria comparten una misma filosofía de la literatura —el texto como instrumento trascendente— además de una permanente reflexión social y política de la práctica literaria. La problemática específica de la Literatura del compromiso remite a una necesaria reflexión sobre una filosofía de la literatura (ética y estética), una filosofía del texto (el referente), el carácter de ese compromiso (la política), el sujeto comprometido (el autor), el objetivo del compromiso (la sociedad) y el contexto general que lo produce (la historia). En nuestro caso, analizamos el problema desde estos puntos de vistas teóricos pero los elementos principales son aquellos textos primarios producidos en América Latina entre 1950 y 1990 por los llamados “escritores comprometidos” en el contexto de la Guerra fría.
Aunque la política no define de forma programática sus obras, siempre estará presente como trasfondo común y como principal preocupación de sus autores; así lo han definido, a veces de forma explícita. Para la filosofía literaria del compromiso, el texto nunca es pura creación ni el autor es totalmente libre. La literatura, cualquier tipo de literatura, no es el mero reflejo de una realidad sino reflejo y creación, no sólo en su sentido estético sino también en sus implicaciones sociales e históricas. Al decir de Rodolfo Walsh, la máquina de escribir puede ser “un abanico o una pistola” (Oscuro, 69).
Pero sobre todo, la Literatura del compromiso se define por un acto de fe. El texto no es finalidad sino medio, puerta o camino hacia algo más allá y, por lo tanto, no sin paradoja, adquiere una dimensión trascendente y hasta sagrada. Como en la literatura religiosa, el texto es sagrado porque no vale por sí mismo. La literatura sin más, en cambio, la literatura como puro fenómeno artístico, l’art pour l’art, es aquí considerado como instrumento ideológico. Es decir, no es “literatura” sin más sino un tipo particular de literatura, la literatura esteticista o, en términos de la época, “literatura burguesa”, un tipo más de literatura pero con pretensiones de validez universal, sin adjetivos categóricos.
La literatura, como conjunto de todas las literaturas posibles, sirve, en realidad, para ocultar y para revelar, para movilizar y para neutralizar, para la ética y para la estética. Otra vez, como veremos más adelante referido al oro y al capital, esta posición filosófica es parte de un mismo rechazo a la desacralización del Cosmos. La opción esteticista de la literatura —el texto como único fin en sí mismo, aunque esto sea un precepto imposible— y la defendida ausencia del referente en la experiencia textual, serán vistas como dos empresas de una misma profanación. Primero, por una explícita razón ética: negar el factor político en la literatura, como en la religión, puede ser una forma válida de hacer literatura —ficción— pero también es la peor forma de hacer política. No actuar es permitir, no criticar es consentir. El esteticismo, la torre de marfil, el autismo social, la miopía de clase, son vistos como opciones cómplices del poder —en su definición hobbesiana— que, para los escritores comprometidos como para la tradición humanista, es siempre ilegítimo excepto cuando se trata de un poder que se opone al poder hegemónico. Segundo, por una implícita razón filosófica: no existe forma posible de vaciar el signo, el texto literario, reduciéndolo a un estado de pureza sin un más allá semántico, social, histórico e ideológico. Por el contrario, esta misma idea o voluntad debe ser entendida como otro referente, aunque sea un referente que pretende negarse a sí mismo. Esta destilación del signo y aparente supresión del significado, de la letra y la sangre, será rechazada por los escritores comprometidos como una profanación, como un acto de mala fe. El resultado de esta destilación, la pretendida pureza del texto, de la literatura, no es la neutralidad ideológica sino un instrumento con propósitos narcóticos.
En consecuencia, y por las razones que se expondrán en los capítulos correspondientes, analizaremos obra, autor y contexto como partes de una unidad. También bosquejaremos la perspectiva exterior al continente de otros intelectuales comprometidos como Jean-Paul Sarte en Europa, Edward Said en Estados Unidos y Frantz Fanon en África. Faltaría en este estudio un análisis más específico del cuarto elemento, imprecisamente sugerido en el contexto: los lectores, según sus propios tiempos históricos e ideológicos. Por el contrario, nos concentraremos más en la problemática del intelectual comprometido.
Quizás no sea un detalle menor y sin duda es parte de la misma razón histórica, el hecho que las preocupaciones del “pensamiento puro” han estado siempre contaminadas por las luchas entre los poderes sociales de cada momento. Nada humano se encuentra en estado puro o neutral aunque los esfuerzos de purificación y neutralización también son prácticas comunes. Edward Said, como Harry Bracken, observaron que las discusiones sobre el pensamiento de Locke, Hume y el empirismo tienen en cuenta todo tipo de influencias menos la explícita conexión entre las doctrinas de estos escritores clásicos y las teorías raciales que justificaban la esclavitud y la explotación colonialista (Orientalism, 13). Podemos agregar otro aspecto que condiciona ese grupo social vagamente definido como intelectual y al que todos pertenecemos de forma más o menos discontinua.
Hasta la Ilustración los artistas y los intelectuales dependían del poder del momento: la Iglesia, en el caso de los clérigos; los duques y los príncipes en el caso de los científicos, artistas y escritores del Renacimiento; las primeras universidades privadas, primero, y las públicas después en el caso de los profesores. Hasta fines de la Edad Media, los libros eran copiados a mano en gran medida por el clero, por una clase social minoritaria que no necesitaba agacharse sobre la tierra y bajo el sol para ganar su sustento. A diferencia de muchos filósofos de la antigüedad grecorromana, esta clase destacaba por el comentario textual y a través de éstos reproducía aquellas opiniones que más convenía a la nobleza o al Vaticano de la época. La cultura ilustrada, las bibliotecas, eran verdaderos templos y recintos casi exclusivos de las clases altas. Las clases trabajadoras, en su mayoría partícipes de una cultura agrícola, consumían el sermón oral del púlpito, la interpretación digerida, al tiempo que reproducían sus propios mitos y leyendas. La invención de la imprenta de caracteres móviles en 1453 produjo una explosión de copias, casi al mismo tiempo que los intelectuales de Constantinopla huyen del avance turco para desparramar sobre Europa los textos y los hábitos de análisis y estudio de textos paganos que al comienzo se llamó humanidades.
Desde la Ilustración y sobre todo desde el siglo XIX, los intelectuales se refugiaron en los libros que compraba la alta burguesía y en los diarios que consumía la baja burguesía primero y el proletariado industrial después. Es el caso de intelectuales como Karl Marx, quien mientras escribía El Capital sobrevivió diez años a dura penas de los artículos que le vendía a The New York Daily Tribune traducidos al inglés por Engles. En el siglo XIX y XX, con la expansión del trabajo industrial y la aparición de obreros especializados, se universaliza la educación ilustrada. Las agresivas campañas de alfabetización son un instrumento de modernización industrial y al mismo tiempo instrumento de dominación y liberación de las clases populares. Los nuevos lectores de diarios y libros de bolsillo pasan a ser los principales clientes de los intelectuales que, consecuentemente con el movimiento humanista iniciado en el siglo XV, en gran medida se independizarán de los poderes elitistas para pasar a relacionarse ambiguamente con el nuevo poder popular, unas veces para movilizarlo en nombre de sus derechos o de su propia liberación, otras para silenciarlo en beneficio de una minoría en el poder ideológico y otras simplemente para adularlo en beneficio de la propia vanidad del intelectual. Un número creciente de intelectuales pasa a pertenecer a una clase media y, de no ser por el ambiguo prestigio de su actividad, una clase social baja. Pero su mayor desafío sigue siendo observar la tradición crítica del humanismo que, basado en las ideas de razón crítica y razón histórica, tiene como única bandera la libertad o, más concretamente, la liberación. Una bandera nunca clara del todo, de múltiples colores y con frecuencia contradictoria, pero una bandera que reclama siempre una mirada crítica que debe desafiar a la tradición y a las verdades establecidas por ésta. Todavía hoy sigue en pié la diferencia de dos clases de intelectuales que hizo Antonio Gramsci hace más de setenta años: por un lado el intelectual funcional, cuya tarea es legitimar el poder de todo tipo, el orden heredado y, por el otro lado, los intelectuales que ejercitan su profesión crítica, destructiva y creadora sin tomar en cuenta las consecuencias. Está de más decir que este último grupo es el más amenazado por los hechos cotidianos e históricos que a veces le niegan el sustento y con alguna frecuencia menor lo llevan a la anulación pública primero y a la desaparición física después.
Pero para ello debe ser consciente de su propia implicación social y evitar la complacencia de sus clientes, esos clientes que alguna vez fueron los príncipes, la aristocracia y la burguesía, que más que interesados en leerlos estaban interesados en ser legitimados por la cultura y la autoridad de los supuestos genios. Esos clientes que ahora son el resto de la sociedad, la mayoría que por ser pueblo no es necesariamente la voz de Dios ni la voz de la Razón pero que siempre son la razón de la sociedad y quizás sea también la razón de Dios.
Entonces, ¿están los intelectuales, como el pensamiento o el arte, atrapados en un sistema histórico? ¿Son productos y expresiones de los poderes del momento, sea la aristocracia, la burguesía o las clases obreras? No completamente. Un humanismo sin fe en un mínimo de libertad humana no es tal. Sin un mínimo de confianza en la libertad intelectual del individuo cualquier posible progreso de la historia carecería de sentido. La liberación social o individual sería una fatalidad mecánica, como el florecimiento de un árbol en primavera. Nietzsche entendía que estamos atrapados en el lenguaje pero Stanley Fish observó que la misma conciencia de estar atrapado significa una salida, aunque provisoria, de esa cárcel.
Los aparentes progresos éticos del humanismo (progresos según su propia escala de valores como la liberación por la igualdad y la razón) también pueden ser explicados por razones menos éticas que materiales. La supresión de la esclavitud en el siglo XIX fue posible por los intereses de la revolución industrial, aunque había sido un reclamo de siglos atrás de muchos humanistas y religiosos. Lo mismo podemos decir de la llamada liberación de la mujer que sirvió para expandir la mano de obra y el consumo, la universalización de la alfabetización de las nuevas masas proletarias debido a una necesidad de la industria, o la universalización del voto como concesión de las antiguas estructuras verticales de la sociedad que se perpetuaron a través de una práctica electoral dominada por la propaganda y la expansión de una ideología dominante. El etcétera es muy largo. Sin embargo, todos esos cambios, más allá de sus motivaciones materiales que pueden ser interpretadas como el reemplazo de unas formas de opresión por otras (el “esclavo asalariado”, según el marxismo), no deja de significar un progreso relativo en la idea de liberación humanista. Aun así queda la perspectiva romántica, nunca despreciable, sobre aquella sabiduría del hombre y la mujer pastoril que se ha perdido en el mismo proceso, lo que hacen del pretendido progreso una forma de retroceso. Pero, ¿cómo imaginar que el conocimiento debe consistir en una acumulación perpetua sin pérdidas ni olvidos? Ciertamente una mujer del siglo XXI no encontraría muy útil distinguir entre cien blancos diferentes de nieve como podía hacerlo un esquimal. Para el esquimal era un conocimiento vital, pero para alguien que trabaja en un aeropuerto carece de sentido.
La expansión de la lectura y luego de la escritura significó una expansión de los límites sociales de cada individuo. En este sentido, no importa si el logro se debió a intereses contrarios a su propia liberación. De igual forma los libros de bolsillo e Internet surgieron por intereses militares y rápidamente fueron usados como instrumentos antibelicistas.
La producción de los intelectuales comprometidos de América Latina está inmersa en este contexto histórico pero también es fuertemente influenciada por el redescubrimiento de una corriente popular amerindia que sobrevivió a pesar del predominio y la imposición de la cultura ilustrada de Europa. En el desarrollo de esta investigación, nos detendremos en ambas corrientes y trataremos de comprender cómo interactuaron en la sociedad y más concretamente en la literatura de la segunda mitad del siglo XX. Lo primero —la orbitación simultánea del humanismo europeo y la cultura amerindia— lo expondremos a manera de hipótesis y lo segundo a través de los trazos que descubrimos en la producción de los escritores políticamente comprometidos de la segunda mitad del siglo XX, según la definición problemática de aportaremos antes.
1.2Diagrama de los cuadrantes
Los cuatro estadios del diagrama (fig. 1) están definidos por la confluencia, a veces conflictiva, de la historia del humanismo y la tradición amerindia. El número cuatro resulta de la intersección de dos pares de hemisferios: (1) individuo/sociedad y (2) tiempo-histórico/tiempo-mítico-utópico. Si al comienzo del humanismo moderno, en lo que se conoce como Renacimiento europeo, lo humano es definido en términos individuales, en la segunda mitad del siglo XX ya no es posible entender al individuo sino a través de su dimensión social. Es decir, excepto en las concepciones religiosas más tradicionales, el problema de la libertad deja de ser un problema individual para convertirse en un problema colectivo. En el caso de los Teólogos de la liberación, el pecado que por siglos fue considerado como una elección y una responsabilidad individual (catolicismo) o como una fatalidad divina que caía sobre individuos (protestantismo), se problematiza con la conciencia prioritaria de un “pecado social”.[1]
El Diagrama de los cuadrantes es así leído en un sentido horario: el hombre y la mujer toman conciencia de su individualidad en un contexto social y, a diferencia del ermitaño, de la monja enclaustrada o del meditante budista que buscarán la liberación en un cambio interior, en el aislamiento, el individuo producto del compromiso humanista debe sumergirse antes en una lucha colectiva para cambiar la realidad que lo rodea (cuadrantes I y II) y luego, a través de ésta, cambiarse a sí mismo. Este es su tiempo presente, el tiempo histórico, el tiempo en el cual el escritor reflexiona, escribe y actúa. El paradigma humanista de la liberación lo lleva a asumir que existen otros dos estadios (cuadrantes III y IV), pero éstos, aunque motivadores del tiempo histórico, aunque motores del presente, son inalcanzables en su plenitud. En estos dos últimos estadios la sociedad ha sido cambiada en un orden de justicia e igualdad. Uno, la justicia social desde el poder político, es un precepto recurrente en la cosmología amerindia y el otro, la igualdad entre individuos, lo es en el humanismo: es el regreso mítico al tiempo indígena desacralizado y, al mismo tiempo, es la utopía del progreso radical del Humanismo. Es la revolución hacia el futuro y es la vuelta al origen. El pecado del oro (del capital, del mundo organizado según la lógica materialista) es superado por un nuevo orden social en donde germinará el Hombre nuevo, único tipo humano capaz de alcanzar la liberación final.
No debe confundirse este esquema con la rueda de la fortuna de la Edad Media —movimiento arbitrario y fatalista— ni con el ciclo del monomito de Joseph Campbell, despojado del significado de sujeto en construcción debido a las tensiones económicas, políticas y filosóficas. Los tres diagramas comparten la percepción mítica de un descenso en la catástrofe o en el infierno y un renacimiento hacia la plenitud, pero tanto la rueda medieval como la propuesta de Campbell excluyen la historia y la trasformación del individuo a través de la transformación de la sociedad, un paradigma que aparece más claro para la mentalidad revolucionaria: si hay pecado colectivo hay salvación colectiva. Pero en última instancia, como afirmará M. N. Roy, si bien la unión colectiva es un requisito para una nueva humanidad, en última instancia “freedom is real only as individual freedom” (36). Esta idea —la trasformación del individuo-sociedad en un proceso histórico— estructura nuestro diagrama que, por otra parte, sólo tiene una finalidad expositiva del paradigma expresado en la Literatura del compromiso a través de la cual un grupo significativo de autores y lectores latinoamericanos hemos visto o vemos aún el resto de la realidad.
Citando a Lévi-Strauss en Lo crudo y lo cocido (1964), Ángel Rama ponía énfasis en una característica del pensamiento mítico: su carácter doble de coincidir con el objeto representado pero sin nunca llegar a fundirse con él. “La recurrencia de los temas traduce esta mezcla de impotencia y tenacidad. Indiferente a la partida o a la llegada franca, el pensamiento mítico no recorre trayectorias enteras: siempre le queda algo por realizar. Lo mismo que los ritos, los mitos son interminables’” (Transculturación, 197). Este tipo de pensamiento, con su propia definición problemática, no es ajeno a las sociedades modernas o contemporáneas (197), “pudiéndose reconocerlo aun en las sociedades más avanzadas, separados o confundido con formas de pensamiento que llamamos científico” (289).
Nuestra hipótesis coincide con ambas observaciones: (1) el carácter eternamente inacabado del ciclo que mantiene en movimiento el Cosmos y (2) la sobrevivencia de este paradigma en la cultura ilustrada de la Literatura del compromiso. En los cuatro últimos capítulos, expondremos la forma en que se expresa este paradigma cosmológico según las variaciones de sus aspiraciones. Así, podemos distinguir una idea persistente según la cual existe un camino de liberación que atraviesa cuatro estadios principales pero nunca se concreta ni se cierra sino que vuelve a comenzar. Pero esta sugerencia de un tiempo cíclico tampoco es correcta, ya que los ciclos están cruzados por el paradigma occidental del tiempo histórico, que es el tiempo de los humanistas: la historia, la progresión, la irreversibilidad de los hechos.
Los primeros dos cuadrantes pertenecen al tiempo histórico en el sentido de ser percibidos como los estados presentes, reconocidos principalmente por la crónica y el testimonio. Es el tiempo que estará marcado por el signo del dolor, de la distopía. Los géneros dominantes parecen ser la narrativa y el teatro.
(I) Si partimos de un momento de corrupción de la humanidad (cuadrante I), veremos que este estado está marcado por el pesimismo o por la crítica a la decadencia. Los elementos principales serán el individualismo y el materialismo, la injusticia social y la desacralización del Cosmos amerindio. En el siglo XX esto se traduce como consumismo, alienación, explotación y colonialismo. En su mayoría, las ideas estarán formuladas por el pensamiento europeo, principalmente por el marxismo.
(II) El paso del Cuadrante I al Cuadrante II está señalado por la toma de conciencia y el compromiso, que remitirá al cuadrante II, a la toma de acción, la militancia política o la revolución. El caos y la desacralización del Cosmos (la deshumanización) alcanzan su límite de destrucción y las tensiones se resuelven con la violencia. Esta violencia será la revolución progresista (que aspira al estadio siguiente, Cuadrante III) o la reacción militar —como expresión institucional de la oligarquía dominante— que procura volver al orden anterior (Cuadrante I). El individuo se sumerge en el problema social y se reconoce en él. La lucha, la militancia, son experimentadas como un sacrificio ritual de re-unificación del individuo alienado con la sociedad, aunque sea una sociedad corrompida por la experiencia histórica anterior.
Los últimos dos cuadrantes pertenecen al tiempo “mítico-utópico” que se proyecta al pasado y al futuro. El futuro humanista de una sociedad nueva compuesta de nuevos individuos coincide con la aspiración de una reversión del caos (la Conquista, la explotación capitalista, el materialismo consumista) a un orden de justicia original, a una sacralización del Cosmos, natural y social, a la recuperación de los valores originales.
(III) En este cuadrante se ha traspasado la experiencia de la revolución, con la cual se ha comenzado el proceso de una nueva (o verdadera) forma de democracia basada en uno de los principios humanistas principales, la igualdad. A partir de aquí, la expresión y la formulación de la utopía consiste en un ascenso hacia la humanización y la sacralización del Cosmos. El individuo se ha sacrificado o lo hará para consolidar el cambio social. Casi siempre este sacrificio significará la muerte del revolucionario o del militante, que a su vez se reconoce incapaz de alcanzar el Cuadrante IV.
(IV) El último cuadrante representa la liberación del Hombre Nuevo. A él sólo llegarán las generaciones que partan del Cuadrante III. No será la generación heroica, pero sí la única facultada para el logro final, ya que se construirá desde un estadio que ha alcanzado la justicia social. La liberación del individuo a través de la liberación de su sociedad es el objetivo final. Pero como tal es utópico. Si es entendido como realizable, según la concepción humanista, también se abre la posibilidad a una nueva caída en el Cuadrante I. En este caso se podría ver el destino humano según las cosmogonías cíclicas de Oriente y Amerindia. Queda la posibilidad intermedia: la utopía se realiza en momentos breves o de forma parcial por lo que ha que reiniciar el ciclo nuevamente para que un nuevo logro de la utopía alcance un estado superior. Así tendríamos una frecuencia de progresos y regresos relativos que resultarían en la realización del progreso de la Historia.
1.3Reflexiones sobre el método
En una investigación académica asumimos el ejercicio de una aspiración utópica: la objetividad. Sabemos que la objetividad absoluta no existe —incluso en las ciencias físicas es cuestionada, desde el momento en que el observador modifica inevitablemente el fenómeno observado o éste depende de aquel— y que también es una paradoja: pretende no ser un punto de vista particular, cuando nace en el Renacimiento como ejercicio de la perspectiva cónica, que significaba un punto de vista. La misma idea de que la Tierra gira alrededor del Sol pertenece al conjunto de los (imaginarios) puntos de vista exteriores al Sistema solar, ya que desde cualquier otro punto de vista, interior al mismo, la realidad objetiva mostraría lo contrario. Y si no hay punto de vista de observación privilegiado (Einstein), entonces no hay objetividad absoluta en el sentido de ser válido para todos los casos posibles.
Pero si bien la objetividad absoluta no es posible, podemos pensar que sí lo es un grado relativo, en su sentido opuesto al de subjetividad como simple percepción de un individuo.[2] Por otro lado, en el caso de la Literatura del compromiso el problema es doble. El crítico no debe abandonar su pretensión original de objetividad relativa, pero ésta, que además pretende ser un punto de vista ideológicamente neutral, puede convertirse en una “neutralidad cómplice”. Hace muchos años la revista Times publicó la fotografía de un fusilamiento. Muchos lectores escribieron al semanario preguntándose qué hacía el enviado de Times fotografiando la barbaridad en lugar de tomar partido por la defensa de la víctima (se trataba de un acto ilegal en un país lejano, es decir, una barbaridad contra la que se supone un periodista puede hacer algo a favor de la víctima a diferencia de la pena de muerte que administran los Estados). Más allá de las discriminaciones infundadas del concepto de justicia, de legalidad y legitimidad, aquí reconocemos la dimensión ética como problema en un periodista: se plantea que su compromiso con la víctima es superior a su compromiso con la información, con la supuesta neutralidad del periodista, razón por la cual obtiene pase libre en un lado y en el otro de una guerra, como la cruz roja, etc.
En el caso del crítico comprometido, no renunciará a un primer momento de objetividad pero tampoco se afirmará en la idea de neutralidad. Si bien aquella, la objetividad, no tiene concesiones, ésta, la neutralidad (ética, ideológica) no existe desde el momento en que es siempre funcional al poder mayor. En la definición de Hobbes, poder es aquella diferencia relativa que resuelve un conflicto, por lo cual se convierte en poder absoluto. Es decir, la neutralidad ética, en este sentido, no puede existir. Sólo un heroico ejercicio, nunca libre de sospechas, de la objetividad.
Otro problema que surge en una investigación basada en textos escritos consiste en la doble actitud de la crítica académica. Al entrar en una biblioteca, el crítico busca textos primarios y la crítica sobre estos textos, llamados textos secundarios. Pero si por un lado se interesa especialmente por las ediciones más antiguas del primer grupo, basado en un principio de originalidad documental, por el otro lado buscará lo más nuevo que se ha producido dentro del grupo de textos secundarios. Esta actitud afirma de forma implícita que existe progreso en la crítica y, por extensión, en la historia. Para defenderse de esta deducción, un académico que niega el progreso de la historia argumentará que los textos primarios son fuentes documentales u obras de arte mientras que los textos críticos pertenecen a la racionalidad científica, que progresa basada en “descubrimientos” documentales y teóricos. Es decir, tratará de evitar semejanzas de su labor crítica con la filosofía. No obstante, esta labor crítica está basada en marcos teóricos, formulados siempre por filósofos, por constructores de paradigmas académicos como Hegel, Marx, Derrida, Lyotard o Said. Para el caso de la crítica posmoderna, no deja de ser una contradicción doble. La historia no progresa; progresan sus elementos constitutivos, como la filosofía y las ciencias. Pocos se arriesgarían a construir una crítica o una teoría basándose en las formas de Platón o en el racionalismo de Descartes. Si lo hacen, serán criticados por aquellos que se basan en las teorías más recientes de X, porque se asume que X conocía los fracasos de Platón y Descartes; desconocen el futuro fracaso de X. Tal vez en este prejuicio de la crítica radique una actitud frívola de las modas, según la cual hay que estar al día con lo último, aunque lo último no llegue en un futuro a ser lo primero y sea rápidamente olvidado. A X lo salva que no tiene el cúmulo de refutaciones que han caído sobre Descartes y Hegel. Pero no lo tiene por su carácter de desconocido o porque la historia de la crítica aún no ha tenido el suficiente tiempo para acumular refutaciones, por lo cual resulta más cómodo citar los errores de X como aciertos que los aciertos de Platón como errores. Por otro lado, ¿no son las malas interpretaciones o los equívocos filosóficos los que mueven la historia?
Pero quizás el problema más importante para nuestro caso consiste en el mismo método analítico de un paradigma y de las fuentes a través de las cuales se llega a configurarlo. Desde un punto de vista crítico, es válido analizar el paradigma histórico en El Quijote o en Cien años de soledad, tanto como psicoanalizar a uno de sus personajes, aún asumiendo que nunca existió en el mismo plano ontológico que su autor o que el rey Enrique III de Inglaterra. En este caso, se desprende otro problema, quizás más allá de la crítica literaria, perteneciente a la filosofía: ¿qué significa un análisis psicológico de Sancho Panza? ¿Tiene algún sentido analizar el más allá de una persona ficticia, es decir definir la realidad psicológica de un ser inexistente? Creemos que no. Sin embargo hay un más allá concreto, el más allá del personaje ficticio y de la ficción como realidad en sí. Los personajes, la ficción ¿involucran a (1) su autor, (2) a su tiempo, como podría significar el análisis de un autor a través de su obra ensayística?
En este estudio asumimos que sí. El paradigma manifiesto de una novela, por más esfuerzos de ficción y transmutación que realice su autor, de una forma u otra revelará un paradigma dominante, porque no es posible carecer de él. Es decir, si aceptemos la premisa onettiana de que los personajes no se parecen a su autor, que son otra cosa, diferente a la premisa opuesta a la de Ernesto Sábato, quien revindicaba la libertad de los personajes al mismo tiempo que la identificación de éstos con las diversas manifestaciones del inconsciente del autor, aún así podemos asumir una posición que no se contradice con ninguno de los dos: los personajes y los autores piensan y sienten, pero al expresarse reflejan su época y el paradigma que enmarca su cosmovisión. Los protagonistas de una novela de 1960 toman Coca-Cola, conducen automóviles, critican una película, etc. Es decir, representan una época, un espacio y un tiempo. ¿Por qué no habrían de representar igualmente sus ideas políticas, sus cosmogonías, sus supersticiones, aún cuando representen un drama en el siglo XVI o en los tiempos de las independencias iberoamericanas? Es decir, ¿por qué no habría de tomarse en serio los pensamientos y las creencias de los personajes al igual que tomamos en serio los pensamientos de sus autores, aunque muchas veces llegamos a la conclusión de que en un ensayo un autor no expresa quien es o lo que piensa realmente?
Ahora, de la misma forma en que la ideología o la religión de una persona no se manifiestan de forma explícita en cada uno de sus actos o de sus opiniones —a veces nunca de forma explícita—, sí podemos asumir que estas dimensiones siempre articulan un modo de ser, de pensar o de hacer. Así también la literatura no se reduce ni está determinada exclusivamente por el paradigma de una época, pero aquí nos interesan esos momentos en que ese paradigma compartido se manifiesta en la actividad literaria. Por tratarse de un paradigma asumimos que no es particular de cada autor o de cada personaje, es decir, dicho paradigma o “forma de ver el mundo” debe ser razonablemente un factor común de obras diversas, aún pertenecientes a ideologías diferentes.
Entendido este fenómeno en un marco histórico y teórico más general, nos ocuparemos de remover la letra que ha sido escrita sobre los restos de un texto anterior, tal vez un texto básico. Este ejercicio hermenéutico está lleno de riesgos. Una lectura como cualquiera, pero una lectura que asume, como los antiguos gnósticos, la existencia de un más allá del texto cubierto por diferentes velos. Solo que aquí develar no significa un acto absoluto en sí mismo. Su validez, su verdad, consistirá en su capacidad de integrarse, por una continuidad inteligible, a otras narraciones que no son ella misma.
En el caso específico de la hipótesis que relaciona la tradición humanista y la amerindia con la Literatura del compromiso, el problema es aún más complejo. Pero no por complejo inexistente. Entre el mundo prehispánico-colonial y la literatura del siglo XX existe un casi vacío textual. Pero no un vacío en el resto de la cultura. Por esta razón, debemos dar un salto riesgoso sobre ese vacío planteando una hipótesis —la sobrevivencia de un paradigma—, desde los textos modernos hacia parte de la mitología y la historia remanente en busca de aquellos fragmentos que reconstruyan el puzzle. El resultado no puede obtenerse en un único estudio por lo que, al menos en este aspecto, el nuestro sólo podría considerarse como un inicio de un esfuerzo mayor.
[1] El mismo cardenal Ratzinger (e. g. Congregación, 18-24) combatió la Teología de la liberación en los años ochenta poniendo el acento sobre el carácter individual del pecado. No obstante, en el 2008, ya convertido en Papa, promulgó siete nuevos pecados, “todos sociales” (República, 17).
[2] Para el caso de la crítica, si digo que Cien años de soledad es un libro maravilloso, que me ha llevado de nuevo a mis años de infancia, no estaré aportando el juicio crítico que se espera de un lector especializado. En un reciente concurso de novela de la Editorial Bruguera (2007) su única jurado, la reconocida escritora española y miembro de la RAE, Ana María Matute, leyó las diez obras finalistas y premió una porque “Este es mi mundo literario. Hace años [yo] hubiera podido escribir este libro” (Diario El Mundo. Madrid, viernes, 16 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6270). Nada más subjetivo y opuesto a la tradicional labor del crítico que, aún reconociendo la imposibilidad de una objetividad absoluta, se plantea el desafío de poner de lado sus percepciones primarias. De otra forma, también podemos entender la guía telefónica de nuestra ciudad como una novela llena de nombres, espacios urbanos y números que representan para nosotros amor, indiferencia, odio, curiosidad y una gama infinita de otras emociones personales que se le escapan a otro lector.
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