Civilización y barbarie/nosotros y ellos
Ángel Gavinet, en Idearium español (1897), decía que “un ejército que lucha con armas de mucho alcance, con ametralladoras de tiro rápido y con cañones de grueso calibre, aunque deja el campo sembrado de cadáveres, es un ejército glorioso; y si los cadáveres son de raza negra, entonces se dice que no hay tales cadáveres. Un soldado que lucha cuerpo a cuerpo y que mata a su enemigo de un bayonetazo, empieza a parecernos brutal; un hombre vestido de paisano, que lucha y mata, nos parece un asesino. No nos fijamos en el hecho. Nos fijamos en la apariencia” (39).
La observación de aquel lejano español, entre otras cosas, nos recuerda la precariedad de la máxima que afirma que “la historia nunca se repite”. Bien, no sin cierto optimismo podemos afirmar que la historia progresa (y retrocede); pero en un plano de lectura quizás más profundo, la historia siempre se repite a sí misma en diferentes versiones. Cada momento de un pueblo, de un individuo, es un remake de otros pueblos, de otros individuos. Quizás estamos viviendo la vida de nuestros antepasados, con las mismas ilusiones y las mismas obsesiones, sin advertirlo porque creemos pertenecer a mundos totalmente diferentes, no sólo tecnológicamente mas avanzados, sino que con alguna frecuencia nos jactamos de haber superado los prejuicios y los errores de nuestros abuelos.
En un área más especifica, podemos observar una actitud psicológica y cultural que se repite de forma subyacente en la narrativa geopolítica actual. Cuando alguien perteneciente a una cultura extraña y ajena comete un acto de barbarie, normalmente se deduce que su cultura, los valores en las cuales creció ese individuo, son los principales responsables. O cuando un futbolista uruguayo en Inglaterra llama “negro” a otro futbolista en el medio de la pasión de un juego de fútbol, los comentaristas profesionales se descargan, de forma masiva, con acusaciones sobre todo un país, afirmando (y demostrando hipocresía o una profunda ignorancia, en el mejor de los casos) que “Uruguay es el país más racista del mundo”, como lo hiciera recientemente un famoso periodista y político británico.
Pero cada vez que alguien que perteneciente a la cultura noroccidental, a la elite de los civilizados, comete un acto de barbarie, como el que perpetuó la matanza en Arizona en 2011 o el neonazi que unos meses más tarde masacró a decenas de noruegos en un campamento, inmediatamente se delimitan los campos semánticos y se atribuyen todas las responsabilidades del acto a los individuos, a los que se carátula como psicópatas. Esta carátula clásica tiene el poder casi mágico de cerrar cualquier caso y poner a toda una sociedad al resguardo de una crítica indeseada, a la que se neutraliza con otros estigmas semánticos como “antipatriota”, “relativista” o, lisa y llanamente “idiota”, arma preferida de los reaccionarios que no soportan argumentos diferentes a los suyos.
La reciente actitud de los soldados norteamericanos orinando sobre combatientes muertos revela todo el desprecio, el desprecio en su límite extremo, por la dignidad de la vida y de la muerte ajena. Por supuesto, sería una locura responsabilizar a toda la cultura noroccidental de semejantes valores.
No parece locura, en cambio, cuando hablamos de la periferia salvaje, bárbara, sin valores humanos, habitada por masas sin nombre, por locos que se hacen matar sin una buena razón, por analfabetos que hablan una lengua defectuosa, por pueblos que no alcanzan a entender lo que es la verdadera libertad, la verdadera democracia y los verdaderos Derechos Humanos, a pesar de todos los esfuerzos que hemos hecho por enseñarles. Entonces, los repudiables actos de barbarie de otros pueblos diferentes a nuestra civilización noroccidental no se limitan a los individuos y los grupos que lo cometieron, sino a toda su cultura y a toda su religión defectuosa. Lo que de paso, justifica más violencia y confrontaciones contra los futuros invasores.
Afortunadamente, tanto en noroccidente como en suroccidente y en el resto de las civilizaciones todavía vivas, esta percepción del mundo, que apoya y justifica otros crímenes de odio, no es unánime. Quizás ni siquiera sea una pandemia, pero esta muy próxima a ser una epidemia si no se actúa con urgencia. Por ahora, uno de los remedios que en ocasiones tiene algún efecto preventivo, es la crítica radical.
Cada vez que alguien dice que un idioma tiene reglas y excepciones, asume que las excepciones no tienen regla. Los lingüistas saben que hasta los fenómenos más absurdos e irregulares funcionan según reglas, aunque sean reglas más complejas o más difíciles de comprender. Lo mismo pasa con la cultura general. Uno no puede ser responsable por lo que hacen los demás; uno no puede ser responsable por un crimen o una violación que cometió alguien en nuestra ciudad. Pero creer que con la identificación y el castigo del criminal se sanea una cultura en una determinada sociedad que experimenta la violencia en un determinado grado de regularidad, es perpetuar el problema, es negar, por un acto de cobardía moral o intelectual, que la cultura a la que pertenecemos tiene algo que ver con ese o aquel crimen que nos horroriza. Esta cobardía, esa carencia de crítica (hipo-crítica) es parte de la enfermedad cultural desde el momento en que la permite o, por lo menos, se niega a enfrentarla.
Éste es el caso, sólo como ejemplo, de los soldados norteamericanos orinando sobre los cadáveres de combatientes enemigos en Afganistán.
Jorge Majfud
Jacksonville University.
Critica (Chile)
Milenio (Mexico)