Jean-Paul Sarte

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Jacksonville, Neptuno beach and Jean-Paul Sarte. Una vieja relectura de un maestro. Cuando joven lo leía en español. No recordaba el texto, recordaba la novela: la técnica narrativa, la experimentación que revela su concepción existencialista, el tema de fondo. Es decir, todo lo demás, todo lo que está más allá de la palabra en sí. Al final Sartre tenía razón contr Derrida. Esto ya lo he analizado en El eterno retorno de Quetzalcoátl (2008).

Estas fotos son solo un (pre)texto para insistir sobre otro punto:

¿Para qué sirve la literatura? (II)

¿Para qué sirve la literatura? (I)

What good is literature? (II) (English)

À quoi sert la littérature ? (French)

¿Para qué sirve la literatura? (II)

Cada tanto algún político, algún burócrata, algún inteligente inversor resuelve estrangular las humanidades con algún recorte en la educación, en algún ministerio de cultura o simplemente descargando toda la fuerza del mercado sobre las atareadas fábricas de sensibilidades prefabricadas.

Mucho más sinceros son los sepultureros que nos miran a los ojos y, con amargura o simple resentimiento, nos arrojan en la cara sus convicciones como si fueran una sola pregunta: ¿para qué sirve la literatura?

Unos esgrimen este tipo de instrumentos no como duda filosófica sino como una pala mecánica que lentamente ensancha una tumba llena de cadáveres vivos.

Los sepultureros son viejos conocidos. Viven o hacen que viven pero siempre están aferrados al trono de turno. Arriba o abajo van repitiendo con voces de muertos supersticiones utilitarias sobre el progreso y la necesidad.

Responder sobre la inutilidad de la literatura depende de lo que entendamos por utilidad, no por literatura. ¿Es útil el epitafio, la lápida labrada, el maquillaje, el sexo con amor, la despedida, el llanto, la risa, el café? ¿Es útil el fútbol, los programas de televisión, las fotografías que se trafican las redes sociales, las carreras de caballos, el whisky, los diamantes, las treinta monedas de Judas y el arrepentimiento?

Son muy pocos los que se preguntan seriamente para qué sirve el fútbol o la codicia de Madoff. No son pocos (o no han tenido suficiente tiempo) los que preguntan o sentencian ¿para qué sirve la literatura? El futbol es, en el mejor de los casos, inocente. No pocas veces ha sido cómplice de titiriteros y sepultureros.

La literatura, cuando no ha sido cómplice del titiritero, ha sido literatura. Sus detractores no se refieren al respetable negocio de los best sellers de emociones prefabricadas. Nunca nadie ha preguntado con tanta insistencia ¿para qué sirve un buen negocio? A los detractores de la literatura, en el fondo, no les preocupa ese tipo de literatura. Les preocupa otra cosa. Les preocupa la literatura.

Los mejores atletas olímpicos han demostrado hasta dónde puede llegar el cuerpo humano. Los corredores de Formula Uno también, aunque valiéndose de algunos artificios. Lo mismo los astronautas que pisaron la Luna, la pala que construye y destruye. Los grandes escritores a lo largo de la historia han demostrado hasta dónde puede llegar la experiencia humana, la verdaderamente importante, la experiencia emocional; el vértigo de las ideas y la múltiple profundidad de las emociones.

Para los sepultureros sólo la pala es útil. Para los vivos muertos, también.

Para los demás que no han olvidado su condición de seres humanos y se atreven a ir más allá de los estrechos límites de su propia experiencia, para los condenados que deambulan por las fosas comunes pero han recuperado la pasión y la dignidad de los seres humanos, para ellos, es la literatura.

Jorge Majfud

La Republica (Uruguay)

Milenio (Mexico)

El diario (Bolivia)

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Mario Vargas Llosa en Argentina

Original from the then "Secretaría de Pre...

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Vargas a la carga

Página/12

 Por Luis Bruschtein

Antes de los ‘80 se decía que los liberales en política eran intervencionistas en economía. Y al revés. Los liberales en economía eran autoritarios en política. Autoritarios quiere decir que en realidad fragoteaban todo el tiempo para dar golpes militares. Viene a cuento porque el discurso liberal épico del escritor Vargas Llosa pareciera desconocerlo. Los liberales argentinos fueron golpistas desde el ’30 en adelante. Se dieron casos ridículos porque un buen militar tiene que ser nacionalista. Pero cada vez que un militar “nacionalista” dio un golpe, puso a un ministro de Economía liberal. Los golpes militares tuvieron siempre un discurso anticorrupción y supuestamente nacionalista con fragor de botas y banderas, pero fueron liberales en economía.

Se decía que un liberal en economía tenía que ser irremediablemente autoritario en política porque las medidas económicas de libre mercado son esencialmente antipopulares, y se pensaba que solamente podían ser aplicables con represión y mano dura. Eso no estaba en discusión y así sucedía.

Por el contrario, se decía que un liberal en política era intervencionista en la economía –o sea, lo contrario al libre mercado– porque las fuerzas del mercado no son democráticas, ya que siguen otras reglas, como la ley del más fuerte –el que más tiene, más gana y tiene más capacidad para sobrevivir y eliminar al más débil– que es lo opuesto a la democracia, donde todos los votos tienen el mismo valor. El libre mercado no es democrático porque favorece al más fuerte. Entonces, para ser democrático en economía, había que intervenir a través del Estado para equilibrar fuerzas y derechos.

El liberalismo original, el de los textos clásicos que plantearon igualdad ante la ley y de oportunidades, surgió en oposición a las monarquías y de allí se construyó el costado épico de su discurso. Pero, ya en el siglo XX, la herramienta política del liberalismo económico no fueron los votos sino los golpes militares. El liberalismo que llega a la modernidad no es el de los carbonarios sino el de los países centrales y el de los grandes capitales, o sea el discurso de los poderosos, que en nuestros países se verificó en invasiones y dictaduras. Ningún golpe de Estado se hizo en nombre de las dictaduras. Por el contrario, se hicieron “para defender la libertad y la democracia”. Los dictadores se presentaban siempre como demócratas. Además no es casual que los que defienden a los militares de la dictadura en la Argentina sean, sobre todo, los sectores liberales. Cuanto más liberales en el discurso, más los defienden y muchos de ellos son amigos y tienen relaciones personales con los viejos represores. José Alfredo Martínez de Hoz no era populista. Por el contrario, era muy representativo del capital concentrado que se expresaba en términos de “defensa de la democracia”, e ideológicamente se definía como un gran liberal.

Queda demostrado que, por lo menos en la Argentina moderna, ese liberalismo no fue democrático. En todo caso fueron más democráticos los acusados de populistas, como Yrigoyen y Perón, porque ampliaron derechos ciudadanos, aunque para ello debieron afectar intereses económicos.

En la excelente entrevista que le hicieron Martín Granovsky y Silvina Friera, publicada ayer por Página/12, el escritor peruano se ataja y afirma que los que apoyaron dictaduras no son verdaderamente liberales, y que no tiene por qué hacerse cargo de lo que hicieron otras personas que se dicen liberales, aun cuando hayan sido referentes ideológicos suyos, como Milton Friedman o Friedrik von Hayek, que respaldaron calurosamente a la dictadura de Augusto Pinochet en Chile y formaron parte de la Sociedad Mont Pelerin que trajo a Vargas Llosa a la Argentina.

La pasión y energía que invirtió –según relata en esa entrevista– en desentrañar las contradicciones del discurso revolucionario que lo había seducido en los ’60, contrasta con el desinterés y hasta la pereza intelectual que muestra el escritor frente a esas contradicciones del discurso liberal en los países de América latina.

Desinterés y pereza, más que ceguera o ingenuidad, porque en cada reunión a la que asiste en la región está acompañado por dirigentes y personajes que son empresarios o asesores de grandes empresas devenidos en políticos, más que políticos con trayectorias que sobresalgan por sus desempeños democráticos y pensamientos profundos. Aquí en la Argentina, su principal anfitrión fue Mauricio Macri, un hombre que repite que prefiere la mano dura antes que la negociación o que estigmatiza los inmigrantes de los países vecinos.

Vargas Llosa afirmó que el populismo y la izquierda ganaron una batalla al conseguir que el término “liberal” sea tomado como una mala palabra. En realidad, la izquierda y el supuesto populismo no estaban para dar ninguna batalla en los años ’90. Fueron los mismos liberales los que lograron ese desmérito.

En los años ’80, con el comienzo de la globalización, los gobiernos militares ya no ofrecían seguridad jurídica para la desbordante liquidez mundial. A partir de allí, no hubo más golpes. Cuando estos supuestos liberales dejaron de buscarlos o apoyarlos, se acabaron los golpes en América latina. O si los hubo, fracasaron. Las nuevas herramientas para llevar adelante esas políticas económicas fueron la presión mediática, los golpes de mercado y, por supuesto, las poderosas consecuencias de un nuevo ordenamiento mundial con hegemonía unilateral norteamericana. En el caso de la Argentina, esas presiones doblegaron a los partidos tradicionales desde la segunda mitad del gobierno de Alfonsín, más los dos gobiernos de Carlos Menem y el gobierno de la Alianza. Fueron más de 15 años de neoliberalismo que culminaron con la mitad de la población por debajo de la línea de pobreza.

Pero la ola fue tan fuerte que, de la misma manera que en los años ’70 se habían reproducido como una plaga las dictaduras en la región, entre los ’80 y los ’90 se extendieron las experiencias neoliberales y en todos los países con los mismos resultados desastrosos. Pensadores populares que habían participado en el desarrollo de la Teoría de la Dependencia como el brasileño Fernando Henrique Cardoso se convirtieron al neoliberalismo y, en su caso, fue el presidente que aplicó esas teorías en Brasil. El peronismo en la Argentina, que había sido el gran muro de contención contra esas medidas, se dio vuelta con el menemismo y se convirtió en su herramienta política. Algunos gobiernos se cuidaron un poco más, Brasil no privatizó su petrolera estatal y en Chile tampoco lo hicieron con la empresa del cobre. En la Argentina, el menemismo vendió hasta la vajilla de la abuelita. En todos hubo una reacción en contra. En la Argentina, donde esas políticas habían sido salvajes, la crisis fue más profunda y la reacción popular, más violenta. Se equivoca Vargas Llosa: la izquierda o el supuesto populismo no tuvieron ningún mérito en la campaña por convertir al liberalismo en mala palabra. Fue todo obra de los mismos liberales, algunos de los cuales lo acompañan ahora cuando viene a darles charlas magistrales.

No existe liberal de izquierda, ni liberal progresista, y cuando hablan equívocamente de progreso o de cambio, siempre son cambios regresivos que favorecen al más fuerte. Cualquier desviación del libre mercado es considerada “colectivista”. Ni hablar de la distribución de la riqueza. En suma: para ser liberal hay que ser rico o, por lo menos, no hay que ser pobre. Esta expresión de un liberalismo donde prima lo que ellos llaman libertades económicas sobre los factores sociales, y donde el valor supremo es el de la propiedad, es más bien el neoliberalismo, una versión parcial y más cruda de los viejos ideales de los revolucionarios antimonárquicos que en su idealismo ponían por delante la igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades. Esta segunda parte del discurso de los viejos liberales no está muy considerada por quienes en la actualidad se asumen como sus discípulos, porque la única forma de que haya igualdad de oportunidades es a través de un Estado que regule los procesos económicos preservando una dinámica democrática.

Resulta simpático advertir que antes a los marxistas se les decía “materialistas” porque afirmaban que lo económico determinaba por sí sólo lo social y cultural. A los viejos liberales se les llamaba “idealistas” porque decían que las ideas determinaban todo lo demás. Pero estos nuevos liberales ya no son idealistas sino marxistas al revés: lo que prima es la economía, pero a favor de los poderosos.

Philip Roth

A Philip Roth Reader

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Es el último novelista vivo de una luminosa generación de escritores estadounidenses. Philip Roth tuvo como amigos y maestros a autores como Bernard Malamud y Saul Bellow, y junto a otros contemporáneos suyos como Thomas Pynchon, John Updike y Normal Mailer abrieron una nueva senda en busca de la gran novela norteamericana. En esta entrevista, en su casa de Nueva York, Roth habla de su último libro, Némesis, de lo que significa para él la escritura y la literatura, de la culpa y del paso del tiempo

ANDREA AGUILAR 23/04/2011

Su fama, no solo literaria, le precede. Desde que en 1959 publicó Adiós Columbus, la polémica y el éxito han marcado la carrera de Philip Roth (Newark, 1933) como la de ningún otro escritor. La impúdica e hilarante diatriba de su personaje Alexander Portnoy con su psiquiatra, a finales de los años sesenta, fue el pistoletazo que le colocó a ojos de la crítica a la altura de Styron o de su coetáneo Updike. Roth, admirador y amigo de Malamud y Bellow, inauguraba una nueva senda en la novela americana.

«El paso del tiempo deja espacio para la cavilación y llega una generación de escritores que puede capturar el hecho»

«A menudo es doloroso releerte, ves lo que no conseguiste y el lenguaje que usaste puede resultar un poco embarazoso»

Con El lamento de Portnoy también puso en pie de guerra a un grupo de rabinos que le acusaron de antisemita. Las feministas del momento no se quedaron atrás y le señalaron como un flagrante misógino. Los títulos que publicó en la siguiente década azuzaron los furibundos ataques. De la mano de Zuckerman, en nueve de sus novelas, tensó la frontera entre realidad y ficción. Su divorcio de la actriz británica Claire Bloom, y las nada elogiosas memorias que ella publicó poco después, alimentaron los cotilleos. Pero Roth no se arredró. Plantó cara a las sucesivas batallas con genio, a golpe de novela, probando una y otra vez que «la literatura no es un concurso de belleza en el plano moral». En la farsa, la sátira o la tragedia, el escritor se ha declarado enemigo de lo simple, de la dicotomía entre blanco y negro, y trabaja como pocos la gama de grises que tiñen la conciencia.

A diferencia de John Updike, el prolífico cronista de la clase media americana y exquisito crítico, Roth, el chico malo sin pelos en la lengua, satírico, irreverente, crudo, sexual y rabiosamente judío ha concentrado toda su energía en la ficción. El acoso y las peleas públicas nunca le empujaron a la misteriosa reclusión del vanguardista Thomas Pynchon. El héroe de Newark construyó su leyenda con la apabullante fuerza de sus libros, demostrando que no tenía ningún camino prohibido, que su ficción podía crecer y abarcarlo todo. En su obra ha explorado la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial o el macartismo, ha buceado e investigado con ahínco. «Su chorro de creatividad es casi shakespeareano», declaraba a finales de los noventa el crítico Harold Bloom. «Están DeLillo, Pynchon, Cormac McCarthy, pero en términos de diseño total y de inventiva y de originalidad, creo que Philip es lo que está más cerca de lo mejor».

Treinta y tres títulos después de su debut, el autor de Pastoral americana o La mancha humana, es el único novelista vivo cuyo trabajo está siendo publicado por Library of America, un proyecto similar a La Pléiade que reúne la obra completa de los mejores escritores estadounidenses (quitar en ediciones anotadas). Además, Roth cuenta en su haber con una impresionante lista de galardones -en la que solo falta el Nobel- y millones de lectores en todo el mundo. A los más jóvenes les cuesta entender la controversia que despertaron sus primeras obras. Quizá haber forzado el estereotipo de inmigrante judío de segunda generación hasta derribar ese muro sea una de las mayores victorias de este escritor. Con Némesis, su último libro, cierra el ciclo de cuatro novelas cortas que arrancó con Elegía y regresa al escenario de su infancia, en el Newark de la década de los cuarenta durante la epidemia de polio.

El escritor se retiró al campo en Connecticut hace más de diez años, pero pasa los inviernos en la ciudad. Al oeste de Central Park, en el Upper West Side, se encuentra su apartamento neoyorquino. Un gran ventanal con una impresionante vista al sur domina un luminoso y amplio salón de suelos de madera clara y exento de librerías. A la derecha, un flexo ilumina el escritorio de cristal. Falta el ordenador, una pieza clave para Roth desde los noventa, que vino a sustituir una sólida máquina de escribir -«como un cañón, grande, negra, inamovible»-. Antes tuvo una Olivetti portátil -«maravillosa, podías empujarla por la mesa, escribir y empujar»- y, por insistencia de sus amigos, dejó el papel y la tinta y se pasó a la pantalla y el teclado -«lo mejor que le ha pasado a mi escritura»-, algo que le permite reescribir mientras avanza. El oficio de escritor para Roth tiene algo de combate físico. Trabaja cada día, todo el día y, durante muchos años, lo hacía siempre de pie. Ahora, solo la mitad del tiempo. «Empecé porque tenía problemas de espalda. Me encanta no estar metido en el hoyo. Si te atascas puedes caminar y quitártelo de encima».

El sofá se encuentra en el otro extremo del salón. Roth, alto y delgado, camina sin zapatos por la casa. Viste un pantalón de pana y jersey de lana gruesa beis. Mientras habla, sentado en una butaca de cuero negro, juega con las gafas que le cuelgan del cuello y clava la mirada. Agudo y ágil conversador, intercala bromas y carcajadas, pero evalúa sin piedad a su interlocutor y no duda en recordar aquel tiempo en que no se mostraba tan cortés en las entrevistas -«me levantaba, me marchaba de un portazo, si me preguntaban si hacía lo mismo que mis protagonistas les gritaba que sí, exactamente, ¡al pie de la letra!»-. Esta tarde se muestra más sereno. Habla con admiración de la correspondencia de Bellow recientemente publicada y asegura que lo suyo, sin embargo, nunca fueron las cartas, ni los diarios: le cuesta encontrar el tono y siempre está tentado de reescribir, quitar -como todo lo demás-. Aunque hay un ejemplar de The Paris Review bajo su asiento, dice que no ha leído nada nuevo en ficción desde hace tiempo, ni Jonathan Franzen, ni Foster Wallace -«la última gran novela que leí fue Submundo de DeLillo»-.

PREGUNTA. En Némesis habla del miedo, un asunto central en Estados Unidos después del 11-S.

RESPUESTA. La polio atacó América en la primera mitad del siglo XX y las advertencias paternas sobre la enfermedad fueron el coro de fondo de mi infancia. Cuando se descubrió la vacuna en 1955, ya me había licenciado en la universidad. No necesitaba el 11-S para escribir este libro.

P. ¿Es la literatura una buena brújula para entender el presente desde el que se escribe?

R. ¿Pienso que la ficción refleja el momento en que ha sido escrito sin importar en qué época esté situada la acción del libro? No. Yo quería describir 1944 en Newark. Leí mucho y me entrevisté con un par de tipos de mi edad que tuvieron la polio. Cuando trabajo pongo mucho cuidado en recrear con fidelidad una época. Si el presente en el que escribo también queda reflejado no es un algo deliberado.

P. ¿Opina lo mismo como lector?

R. Si es sutil, a lo mejor, con el paso del tiempo puedes ver que algunas cuestiones históricas determinaron que los escritores estuvieran interesados en ciertos temas.

P. ¿Cómo ha afectado el 11-S a la literatura norteamericana?

R. Algunos escritores lo han usado en sus libros. Pero, en general, la literatura no funciona así. Yo tardé 65 años en hablar de la polio y ese es más o menos el margen. El paso del tiempo deja espacio para la cavilación y llega una generación de escritores que pueden capturar el hecho, que no suele ser la misma que estaba en su madurez cuando ocurrió. ¿Cree algo de lo que digo?

P. En algunos de sus libros parece que hubiera una advertencia: cuidado con la bondad.

R. Sí, una buena frase. El teatro de Sabbath es el reverso: abraza la maldad.

P. Harold Bloom considera que ese es su mejor libro.

R. Es bueno. Estoy a punto de releerlo y yo nunca releo mis novelas.

P. ¿Por qué no?

R. A menudo es doloroso, ves lo que no conseguiste hacer y el lenguaje que usaste puede resultar un poco embarazoso. Uno no siempre está en buenos términos con sus libros del pasado.

P. ¿Por qué lo está releyendo?

R. Alguien me lo sugirió, mientras yo estaba criticando algo de mi obra. El impulso detrás de Sabbath fue fuerte y nuevo. El nivel de invención es muy alto. Cuando lo publiqué lo odiaron.

P. En un ensayo sobre Bellow habla de su transformación revolucionaria con Auggie March. ¿Piensa en su propia obra en estos términos?

R. Bueno, El lamento de Portnoy fue algo totalmente distinto de mi obra anterior. Vine a Nueva York en 1963 y daba clases en Princeton. Conocí a un grupo de tipos, todos judíos y un poco mayores que yo. Nos reuníamos y teníamos unas juergas hilarantes, enlazando un tema detrás de otro con historias extravagantes. Después de dos o tres años pensé que por qué no escribía eso, y decidí llevar a la página el comedor del restaurante. Aquello fue el comienzo de una explosión que duró unos doce años. Intenté empujar el elemento cómico tan lejos como pudiera.

P. ¿Para defenderse?

R. No, era una ofensiva en todos los sentidos. La idea era «si no te gusta el tipo que escribió Portnoy, vas a odiar al que escribió esto». Me liberé de mi decorosa educación literaria. El siguiente gran cambio llegó con La contravida, a mediados de los ochenta, un nuevo acto de apertura. Me sentía expansivo cuando escribía y las palabras llegaron.

P. ¿Qué se propuso hacer en esta serie de

Némesis?

R. En los noventa Bellow estaba escribiendo novelas cortas. Recuerdo que le pregunté cómo lo hacía y él, como siempre, se rió. En aquel momento en mis libros yo buscaba ampliar y seguir incluyendo cosas que nada impedía que metiera. Pensé, ¿puedo recortar todo y escribir a pequeña escala? ¿Cómo destilo y comprimo?

P. Y llegaron estas cuatro novelas.

R. No sabía que serían cuatro. Empecé con Elegía. Quería contar la vida de un hombre a partir de sus enfermedades. Me divirtió especialmente imaginar ese discurso acusatorio y furioso de la mujer contra el adúltero. Fue divertido asumir ese papel, porque no he tenido muchas oportunidades.

P. Después vino

Indignación.

R. Quise escribir sobre lo que era ir a una universidad en el tiempo en que yo fui, a principios de los cincuenta. Esos campus convencionales eran sofocantes y detrás de esa asfixia estaba la maldita guerra y la represión sexual. Todo era tan reprimido que ni siquiera sabíamos lo reprimidos que estábamos.

P. Le ha dedicado bastante atención a la explosión de aquello.

R. Si el bang de 1963, 1964, 1965… Yo estaba en la treintena y ver aquello fue vertiginoso, daba mareo. Fue increíble.

P. ¿Ha habido una regresión desde entonces?

R. No. Lo que pasó en los años sesenta fue tímido y templado si lo comparamos con cómo viven ahora los jóvenes. Aquello fue la primera salida de la cárcel sexual y fue emocionante.

P. El nuevo libro transcurre durante un verano muy caluroso en Newark, como

Adiós Colombus su primera historia publicada.

R. Aquello lo escribió un chico que no había oído hablar de la muerte. El escritor deNémesis sí ha oído de ella.

P. El doctor, uno de los personajes, advierte al protagonista de lo que debilita un sentido erróneo de responsabilidad.

R. Bucky se siente responsable de cosas que no le corresponden. Y este sentimiento de responsabilidad es insaciable.

P. ¿Asumir la responsabilidad es una forma de eludir el caos y el azar, de crear la ilusión de control del destino?

R. Exactamente, y la polio es un ejemplo perfecto: es caos y azar, aunque él se sienta responsable. La culpa da sentido a muchas cosas.

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