La inmoralidad del arte

Bitacora (La Republica)

La inmoralidad del arte, la maldad de los pobres

(UGA, Athens, 2005)

El pasado mes de octubre, en un encuentro de escritores en México, alguien del público me preguntó si pensaba que el sistema capitalista caería finalmente por sus propias contradicciones. Momentos antes yo había argumentado sobre una radicalización de la modernidad en la dimensión de la desobediencia de las sociedades. (*) Aunque aún debemos atravesar la crisis del surgimiento chino, la desobediencia es un proceso que hasta ahora no se ha revertido, sino todo lo contrario. Lo cual no significa abogar por el anarquismo (como se me ha reprochado tantas veces en Estados Unidos) sino advertir la formación de sociedades autárticas. El estado actual, que en apariencia contradice mi afirmación, por el contrario lo confirma: lo que hoy tenemos es (1) una reacción de los antiguos sistemas de dominación —toda reacción se debe a un cambio histórico que es inevitable— y (2) a la misma percepción de ese empeoramiento de las libertades de los pueblos, debida a un mayor reclamo, producto también de una creciente desobediencia. Mi respuesta al señor del público fue, simplemente, no. “Ningún sistema —dije— cae por sus propias contradicciones. No cayó por sus propias contradicciones el sistema soviético y mucho menos lo hará el sistema capitalista (o, mejor dicho, el sistema “consumista”, que poco se parece al capitalismo primitivo). El sistema capitalista, que no ha sido el peor de todos los sistemas, siempre ha sabido cómo resolver sus contradicciones. Por algo ha evolucionado y dominado durante tantos años”. Las contradicciones del sistema no sólo se resuelven con instituciones como las de educación formal; también se resuelven con narraciones ideológicas que operan de “costura” a sus propias fisuras.

Dos anécdotas me ocurrieron después, a mi regreso a Estados Unidos, las que me parecen sintomáticas de estas “costuras” del discurso que pretenden resolver las contradicciones del propio sistema que las genera. Y las resuelven de hecho, aunque eso no quiere decir que resistan a un análisis rápido. Veamos.

La primera ocurrió en una de mis clases de literatura, la cual había dejado a cargo de un sustituto por motivo de mi viaje. Una alumna se había retirado furiosa porque en la película que se estaba proyectando (Doña Bárbara, basada en el clásico de Rómulo Gallegos), había una escena “inmoral”. La muchacha, a quien respeto en su sensibilidad, furiosa argumentó que ella era una persona muy religiosa y la ofendía ese tipo de imágenes. Al contestarle que si quería comprender el arte y la cultura hispánica debía enfrentarse a escenas con mayor contenido erótico que aquellas, me respondió que conocía el argumento: algunos llaman “obra de arte” a la pornografía. Con lo cual uno debe concluir que el museo del Louvre es un prostíbulo financiado por el estado francés y Cien años de soledad es la obra de un pervertido libinidoso. Por citar algunos ejemplos amables. Aparentemente, el público anglosajón está acostumbrado a la exposición de muerte y violencia de las películas de Hollywood, a los violentos playstation games que compran a sus niños, pero le afecta algo más parecido a la vida, como lo es el erotismo. En cuanto a los informativos, ya lo dijimos, la realidad llega totalmente pasterizada.

—Si uno es estudiante de medicina —argumenté—, no tiene más remedio que enfrentase al estudio de cadáveres. Si su sensibilidad se lo impide, debe abandonar la carrera y dedicarse a otra cosa.

Pero el problema no es tan relativo como quieren presentarlo los “absolutistas” religiosos. Aunque no lo parezca, es muy fácil distinguir entre una obra de arte y una pornografía. Y no lo digo porque me escandalice esta última. Simplemente entre una y otra hay una gran diferencia de propósitos y de lecturas. La misma diferencia que hay entre alguien que ve en un niño a un niño y otro que ve en él a un objeto sexual; la misma diferencia que hay entre un “avivado” y un ginecólogo profesional. Si no somos capaces de ponernos por encima de un problema, si no somos capaces de una madurez moral que nos permita ver el problema desde arriba y no desde bajo, nunca podríamos ser capaces de ser ginecólogos, psicoanalistas ni, por supuesto, sacerdotes. Pero si hay sacerdotes que ven en un niño a un objeto sexual —faltaría que lo negásemos—, eso no quiere decir que el sacerdocio o la religión per se es una inmoralidad.

Por supuesto que semejantes argumentos sólo podrían provocarme una sonrisa. Pero no me hace gracia pretender simplificar al ser humano en nombre de la moral y no estoy dispuesto a hacerlo aunque me lo ordene el Rey o el Papa. Y entiendo que mantenerme firme en esta defensa es una defensa a la especie humana contra aquellos que pretenden salvarla castrándola de cuerpo y alma. Estos discursos moralizadores no dejan de ser sintomáticos de una sociedad que obsesivamente busca lavar sus traumas con excusas, para no ver la gravedad de sus propias acciones. Y sobre esto de “no querer ver lo que se hace” ya le dediqué otro ensayo, así que mejor lo dejo por aquí.

—Usted es demasiado liberal —me dijo más tarde R., mi alumna.

Luego el catecismo inevitable:

—¿Tiene usted hijos?

Me acordé de los viejos que siempre se escudan en su experiencia cuando ya no tienen argumentos. Como si vivir fuese algún mérito dialéctico.

—No, no aún —respondí.

—Si tuviera hijos comprendería mi posición —observó.

—¿Por qué, tiene usted hijos? —pregunté.

—No— fue la repuesta.

—Es decir que la pregunta anterior no la hizo usted, me la hicieron sus padres. ¿Con quién estoy hablando en este momento?

Opiné que para ser auténtico primero había que ser libre.

—En este mundo hay demasiada libertad —se quejó R.

—¿Cree usted en Dios? —pregunté, como un tonto.

—Sí, por supuesto.

—¿Cree por su propia voluntad o porque se lo han impuesto?

—No, no. Yo creo en Dios por mi propia voluntad.

—Es decir que la libertad sigue siendo una virtud, a pesar de todo…

Pocos días después, en otra clase, una de mis mejores alumnas me preguntó sobre el problema de las drogas en el mundo. Quería saber mi opinión sobre las posibles soluciones. La suya era que si Estados Unidos creaban trabajo en los países pobres de América Latina eso lograría terminar con el tráfico de drogas y quería saber si yo pensaba igual. Mi respuesta fue terminante (y tal vez pequé de elocuencia): no. Simplemente, no.

En la pregunta reconocí el viejo discurso hegemónico norteamericano: “nuestros problemas se deben a la existencia de malos en el mundo”. Una simplicidad a la medida de un público que antes se reconocía como ciudadano y ahora se reconoce como “consumidor”. Claro, no muy diferente es la teoría maniquea en América Latina: “todos nuestros males se los debemos al imperialismo yanqui”.

—¿Por qué no?—, preguntó sorprendida mi alumna, una muchacha con toda las buenas intenciones del mundo.

—Por la misma lógica del sistema capitalista —respondí—. Si los pobres tuviesen mayores y mejores oportunidades de trabajo eso mejoraría sus vidas, pero no eliminaría el narcotráfico, porque no son ellos los motores de este monstruoso mecanismo. La demonización de los productores es un discurso del todo estratégico —no entraré a explicar este punto tan obvio—, pero no sirve para resolver el problema ni lo ha resuelto nunca.

—¿Y cuál es la causa del problema, entonces?

—En el sistema capitalista, sobre todo en el capitalismo tardío (y dejemos de lado a Keynes por un momento), la oferta aparece siempre para satisfacer la demanda, ya sea de forma legal o ilegal. El objetivo de toda empresa es descubrir las “necesidades insatisfechas” (creadas, de forma creciente, por la propia cultura de consumo) y lograr infiltrarse en el mercado con una oferta a la medida. En español se habla de “nicho del mercado”, lo cual tiene lógicas connotaciones con la muerte. Si hay demanda de trabajadores, allí habrán inmigrantes ilegales para satisfacer la demanda y evitar que la economía se detenga. Al mismo tiempo, surgirán nuevas narraciones y nuevos “patriotas” que se organicen para salvar al país de estos sucios holgazanes venidos del sur para robarles los beneficios sociales.

Pocos pueden dudar de que los principales consumidores de drogas del mundo están en el mercado norteamericano y europeo, los dos polos del progreso mundial. La conclusión era obvia: los primeros responsables de la existencia del narcotráfico no son los pobres campesinos colombianos o peruanos o bolivianos: son los ricos consumidores del primer mundo. Aparte de los narcotraficantes, claro, que son los únicos beneficiados de este sistema perverso. Pero vaya uno a decirlo sin riesgo.

No deberíamos nosotros, minúsculos intelectuales, recordarle a los capitalistas cómo funcionan sus cosas. Ellos son los maestros en esto, aunque también son maestros en hacerse los tontos: nadie produce ni trafica algo que nadie quiere comprar. Mientras haya alguien que está interesado en comprar mierda de perro, habrá gente en el mundo que la recoja en bolsitas de nylon para su exportación. Pero culpar a las prostitutas por inmorales y absolver a los hombres por “machos” es parte del discurso ideológico de cada época. En este último caso, hubiese bastado la lucidez de Sor Juana Inés de la Cruz que a finales del siglo XVII se preguntaba «¿quién es peor / la que peca por la paga / o el que paga por pecar?» Claro que los puritanos no entendieron un razonamiento tan simple e igual la condenaron al infierno.

—Si es así, entonces ¿cuál es la solución? —preguntó otro alumno, sin convencerse del todo.

—La solución no es fácil, pero en cualquier caso está en la eliminación de la demanda, en la superación de la Cultura del Consumo. En una cultura que premia el consumo y el éxito material, ¿qué se puede esperar sino más consumo, incluido el de drogas y otros estimulantes que anestesien el profundo vacío que hay en una sociedad que todo lo cuantifica? La coca es usada en Bolivia desde hace siglos, y no podemos decir que la drogadicción haya sido un problema hasta que aparecieron los traficantes buscando satisfacer una demanda que se producía a miles de kilómetros de ahí. Yo recuerdo en un remoto rincón de África campos de marihuana que nadie consumía. Claro, apenas los nativos veían a un hombre blanco con un sombrero y unos lentes negros enseguida se la ofrecían con tal de ganarse unas monedas. Y hubiese bastado un pequeño ejército de esos consumidores extranjeros para activar el cultivo sistemático y la recolección de estas plantas hasta que unos años después pasaran por encima unos aviones arrojando pesticidas para combatir a la producción y a los miserables productores, culpables de todo mal del mundo.

La discusión terminó como suelen terminar todas las discusiones en Estados Unidos: con un formalismo democrático y consciente de las consecuencias pragmáticas: “Acepto su opinión pero no la comparto”

Hasta hoy espero argumentos que justifiquen esta natural discrepancia.

© Jorge Majfud

The University of Georgia

Octubre, 2005.

(*) Normalmente, la Posmodernidad se definía en oposición a los valores característicos de la Modernidad: racionalismo, logocentrsmo europeo, metanarraciones absolutistas, etc. Por lo cual podemos entender a la Posmodernidad como una Antimodernidad. Pero esto es una simplificación. Hay elementos que significan aún hoy una continuación y una radicalización de la Modernidad: es lo que llamo la Sociedad Desobediente.

L’immoralité de l’Art, la méchanceté des pauvres

Par Jorge Majfud

Professeur à l’Université de Géorgie

Traduit de l’espagnol par:

Pierre Trottier

Au mois d’octobre passé, dans une rencontre d’écrivains à Mexico, quelqu’un du public me demanda si je pensais que le système capitaliste tomberait finalement de ses propres contradictions. Quelques moments auparavant, j’avais argumenté sur une radicalisation de la modernité dans la dimension de la désobéissance des sociétés.* Bien que nous devions encore traverser la crise de l’apparition chinoise, la désobéissance est un processus qui, jusqu’à maintenant, ne s’est pas atténué, tout au contraire. Ce qui ne signifie pas plaider pour l’anarchisme (comme on me l’a si souvent reproché aux États-Unis) mais observer la formation de sociétés “autartiques”. L’état actuel, qui en apparence contredit mon affirmation, la confirme au contraire: ce que nous avons aujourd’hui est (1) une réaction des vieux systèmes de domination –toute réaction est due à un changement historique qui est inévitable –et (2) la perception même de la dégradation des libertés des peuples, due à une plus grande réclame, produit aussi d’une croissante désobéissance. Ma réponse au monsieur du public fut simplement, non. Aucun système, dis-je, ne tombe de ses propres contradictions. Le système soviétique n’a pas tombé de ses propres contradictions, et encore moins ne le fera le système capitaliste (ou, pour mieux dire, le système de “consommation de masse”, qui ressemble peu au capitalisme primitif). Le système capitaliste, qui n’a pas été le pire de tous les systèmes, a toujours su comment résoudre ses contradictions. Ce n’est pas pour rien qu’il a évolué et dominé pendant tant d’années. Les contradictions du système non seulement se résolvent avec des institutions comme celle de l’éducation formelle; elles se résolvent aussi par des narrations idéologiques qui opèrent des “coutures” à ses propres fissures.

Deus anecdotes m’arrivèrent à mon retour aux États-Unis, de celles qui m’apparaissent symptomatiques de ces “coutures”,du discours que prétendent résoudre les contradictions de ce même système qui les génère. Et elles les résolvent de fait, quoique cela ne veut pas dire qu’elles résistent à une analyse rapide. Voyons.

La première arriva dans une de mes classes de littérature, laquelle avait été laissée à un substitut pendant mon voyage au Mexique. Une étudiante s’était retirée furieuse parce que sur le film qui était projeté (Doña Bárbara, basé sur le classique de Romulo Gallegos) se trouvait une scène “immorale”. La jeune fille, très sensible, argumenta furieuse qu’elle était une personne très religieuse et que ce type d’image l’offensait. A lui répondre que si elle voulait comprendre l’art et la culture hispanique, qu’elle devrait affronter des scènes avec de plus grands contenus érotiques que cette dernière, elle me répondit qu’elle connaissait l’argument: certains appellent “œuvre d’art” la pornographie. Avec lequel quelqu’un doit conclure que le musée du Louvre est une maison de tolérance financée par l’état français et que Cent années de solitude est l’œuvre d’un perverti libidineux. Pour citer quelques exemples aimables. Apparemment, le public anglo-saxon est accoutumé aux expositions de mort et de violence des films d’Hollywood , et aux jeux violents de playstation qu’il achète à ses enfants, mais, quelque chose qui ressemble plus à la vie, tel l’érotisme, l’affecte davantage. Et en ce qui concerne les contenus informatifs, nous l’avons déjà dit, la réalité arrive totalement pasteurisée.

Si quelqu’un est étudiant en médecine, argumentai-je, il n’a pas d’autre remède que d’affronter l’étude des cadavres. Si sa sensibilité lui fait trop obstacle, il doit abandonner la carrière et s’adonner à autre chose.

Mais le problème n’est pas aussi relatif comme veulent le présenter les “absolutistes” religieux. Quoiqu’il n’y paraisse, il est très facile de distinguer entre une œuvre d’art et celle pornographique. Et je ne dis pas cela parce que cette dernière me scandalise. Simplement, entre l’une et l’autre il y a une différence d’intentions et de lectures. La même différence qu’il y a entre quelqu’un qui voit un enfant comme un enfant, et un autre qui voit en lui un objet sexuel; la même différence qu’il y a entre un “excité” et un gynécologue professionnel. Si nous ne sommes pas capables de nous mettre au-dessus d’un problème, si nous ne sommes pas capables d’une maturité morale qui nous permet de voir le problème à partir d’en-haut et non d’en-bàs, jamais nous ne pourrons être gynécologue, psychanalyste ni, bien sûr, prêtre. Et s’il y a des prêtres qui voient dans des enfants des objets sexuels, il faudrait que nous les niions –cela ne veut pas dire que la prêtrise ou la religion “en soi” est une immoralité.

Il est certain que de semblables arguments ne pourraient me susciter qu’un sourire. Mais cela ne me plaît pas du tout prétendre réduire l’être humain au nom de la morale, et je ne suis pas disposé à le faire même si me l’ordonne le Roi ou le Pape. Et j’entends rester ferme dans cette défense: c’est une défense de l’espèce humaine contre ceux qui prétendent la sauver la castrant de son corps et de son âme. Ces discours moralisateurs ne cessent d’être symptomatiques d’une société qui obsessivement cherche à laver ses traumas avec des excuses pour ne pas voir la gravité de ses propres actions. Et sur cela de “ne pas vouloir voir ce qui se fait”, j’ai déjà dédié un autre essai meilleur que je ne le fais ici.

–Vous êtes trop libéral –me dit plus tard R., mon étudiante.

Par la suite le catéchisme inévitable:

–Avez-vous des enfants?

Je pensai aux vieilles personnes qui se retranchent toujours derrière leur expérience alors qu’elles n’ont plus d’arguments. Comme si vivre fut le fait de quelque mérite dialectique.

–Non, pas encore –répondis-je.

–Si vous aviez des enfants vous comprendriez ma position –observa-t-elle.

–Pourquoi, vous avez des enfants –demandai-je?

–Non, fut la réponse.

–C’est dire que la question antérieure ne vient pas de vous, elle vient de vos parents. Avec qui suis-je en train de parler en ce moment?

Je pensai que pour être authentique qu’il fallait d’abord être libre.

–Dans ce monde il y a trop de liberté– se plaignit R.

–Croyez-vous en Dieu? –demandai-je comme un bêta.

–Oui, bien sûr.

–Y croyez-vous par vous-même ou parce qu’on vous l’a imposé?

–Non, non je crois en Dieu par ma propre volonté.

–C’est dire que la liberté continue d’être une vertu malgré tout.

Peu de jours plus tard, dans une autre classe, une autre de mes étudiantes m’interrogea sur le problème des drogues dans le monde. Elle voulait connaître mon opinion sur les solutions possibles. La sienne était que si les États-Unis créaient du travail dans les pays pauvres d’Amérique Latine, cela aurait pour effet d’en finir avec le narcotrafic, et elle voulait savoir si j’opinais dans le même sens. Ma réponse fut formelle (et peut-être péchai-je d’éloquence): non. Simplement non.

Dans la question je reconnus le vieux discours hégémonique nord-américain: “nos problèmes sont dus à l’existence des méchants dans le monde”. Une simplicité à la mesure d’un public qui avant se reconnaissait citoyen et qui maintenant se reconnaît comme “consommateur”. Bien sûr, non moins différente est la théorie manichéenne en Amérique Latine: “tous nos maux sont dus à l’impérialisme yankee”.

–Pourquoi non –me demanda surprise mon étudiante, une jeune fille avec toutes les bonnes intentions du monde.

–Par la logique même du système capitalista – répondis-je–. Si les pauvres avaient de plus grandes et de meilleures opportunités de travail, cela améliorerait leurs vies, mais cela n’éliminerait pas le narcotrafic, parce que ce ne sont pas là les moteurs de ce monstrueux mécanisme. La démonisation des producteurs est un discours avant tout stratégique –je ne commencerai pas à expliquer ce point de vue d’une telle évidence –mais cela ne sert pas à résoudre le problème et ne l’a jamais fait.

–Et quelle est la cause du problème alors?

–Dans le système capitaliste, surtout dans le capitalisme tardif (et laissons de côté Keynes pour le moment), l’offre apparaît toujours afin de satisfaire la demande, que ce soit de façon légale ou illégale. L’objectif de toute entreprise est de découvrir les “nécessités insatisfaites” (crées, de façon croissante, par la propre culture de consommation), et de réussir à s’infiltrer sur le marché avec une offre sur mesure. En espagnol, on parle de “niche de marché”, ce qui possède des connotations logiques avec la mort. S’il y a une demande de travailleurs, il y aura là des travailleurs illégaux afin de satisfaire la demande et éviter que l’économie ne s’effondre. En même temps, surgiront de nouvelles narrations et de nouveaux “patriotes” qui s’organiseront afin de sauver le pays de ces sales paresseux venus du sud afin leurs voler leurs bénéfices sociaux.

Peu peuvent douter que les principaux consommateurs de drogues dans le monde sont sur le marché nord-américain et européen, les deux pôles du progrès mondial. La conclusion est évidente: les premiers responsables du narcotrafic ne sont pas les pauvres paysans colombiens ou péruviens ou boliviens: ce sont les riches consommateurs du premier monde. Mis à part les narcotrafiquants , ce sont bien sûr les uniques bénéficiaires de ce système pervers. Mais que quelqu’un le dise sans risque.

Nous devrions nous, minuscules intellectuels, rappeler aux capitalistes comment fonctionnent leurs choses. Ils sont les maîtres en cela, quoiqu’ils soient aussi les maîtres à faire les sots: personne ne produit quelconque trafic que personne ne veut acheter. Tant qu’il y aura quelqu’un intéressé à acheter de la merde de chien, il y aura des gens dans le monde qui la ramasseront et la mettront dans du nylon pour son exportation. Mais accuser les prostitués d’immoralité et absoudre les hommes d’être “mâles” fait partie du discours idéologique de chaque époque. Dans ce dernier cas, la lucidité de Sœur Jeanne Agnès de la Croix, à la fin du XVII è siècle, eut été suffisante, laquelle se demandait: “qu’est-ce qui est pire / celle qui pèche pour la paie / ou celui qui paie pour pécher”? Bien sûr que les puritains ne comprirent pas un raisonnement aussi simple et la condamnèrent à l’enfer.

–S’il en est ainsi, quelle est la solution? –demanda un autre élève, sans être persuadé du tout.

–La solution n’est pas facile mais, dans tous les cas, c’est dans l’élimination de la demande, dans le dépassement de la Culture de Consommation. Dans une culture qui récompense la consommation et le succès matériel, à quoi peut-on s’attendre sinon à plus de consommation, incluant celle des drogues et autres stimulants qui anesthésient le vide profond qu’il y a dans une société qui quantifie tout? La coke est utilisée en Bolivie depuis des siècles, et l’on ne peut pas dire que l’addiction à cette drogue aie été un problème jusqu’à ce qu’apparaissent les trafiquants cherchant à satisfaire une demande qui se produisait à des milliers de kilomètres de là. Je me souviens d’un lointain coin d’Afrique, de champs de marijuana dont personne ne consommait. Bien sûr, à peine les natifs voyaient un homme blanc muni d’un chapeau et de lunettes fumées, on lui offrait avec cela de se faire de l’argent. Et il y eut une petite armée suffisante de ces consommateurs étrangers pour activer la culture systématique et la collecte de ces plantes jusqu’à ce que, quelques années plus tard, des avions passent arroser ces champs de pesticides afin de combattre la production et les misérables producteurs coupables de tous les maux du monde.

La discussion se termina comme ont l’habitude de se terminer toutes les discussions aux États-Unis: par un formalisme démocratique et conscient des conséquences pragmatiques: “j’accepte votre opinion mais je ne la partage pas”.

Encore aujourd’hui j’attends des arguments qui justifient cette divergence naturelle.

Jorge Majfud

Professeur à l’Université de Géorgie

Traduit de l’espagnol par:

Pierre Trottier, octobre 2005

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* Normalement, la Posmodernité se définit en opposition aux valeurs caractéristiques de la Modernité: rationalisme, logocentrisme européen, métanarrations absolutistes, etc. Sur quoi nous pouvons comprendre la Posmodernité comme une Antimodernité. Mais cela est une simplification. Il y a des éléments qui signifient encore aujourd’hui une continuation et une radicalisation de la Modernité: c’est ce que nous appelons la Société Désobéissante.

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